Cuando el ferri que los llevaba de la isla a la pista de aterrizaje privada del rey se puso en marcha, Paula se agarró a la barandilla y observó la isla, que poco a poco fue quedando en la lejanía. Los gemelos, que iban cada uno en su sillita, dieron grititos de placer cuando sintieron la brisa marina en sus caritas, mientras los tres le decían adiós a la isla.
Paula tenía la sensación de que estaba despidiéndose de mucho más. Giró la cabeza hacia Pedro, que estaba hablando con el capitán, y que estaba distante desde su conversación de esa mañana con su ex.
Paula acarició el cabello de los pequeños y miró de nuevo hacia la isla. No tenía a nadie con quien hablar. Javier y Victoria habían optado por quedarse en la isla un par de días más. Paula los envidiaba. Los envidiaba tanto… Lo que había vivido con Pedro allí antes de aquella conversación que él había tenido con su ex había sido mágico, y habría deseado que no se hubiese acabado tan pronto.
No pudo evitar fantasear con qué pasaría si alargase su relación con Pedro. ¿Soportaría la presión del día a día lo que habían compartido, o se diluiría como un terrón de azúcar en un vaso de agua?
Dejando aquellos pensamientos a un lado, Paula sacó su teléfono móvil para ver si tenía algún mensaje de Blanca. Lo había apagado la noche anterior para recargar la batería. Bueno, y también porque no había querido interrupciones.
De pronto la asaltaron los recuerdos de Pedro y ella haciendo el amor en la playa… Se sintió acalorada de sólo pensar en ello.
No tenía ningún mensaje de Blanca, pero sí nueve llamadas perdidas de su madre. Justo iba a cerrar el teléfono cuando empezó a sonar. Su madre… Paula contrajo el rostro.
Por un instante consideró ignorar la llamada, pero al mirar a los niños pensó en lo mucho que se había encariñado con ellos, a pesar de que eran los hijos de otra mujer, y pensó que estaba siendo cruel con su madre. Finalmente, llevada por ese sentimiento de culpa, pulsó el botón para contestar.
–Hola, mamá, ¿qué pasa?
–¡Pauli! ¿Dónde estás? Te he llamado no sé cuántas veces –exclamó su madre.
De fondo se oían risas y ruido de cubiertos y de platos. Sus padres habían vendido su casa y se habían ido a vivir a un complejo residencial para jubilados donde tenían un montón de actividades.
–¿Pauli, sigues ahí? He dejado una partida de cartas para llamarte.
¿Por qué no podía llamarla Paula en vez de Pauli? Detestaba que la llamase así.
–Estoy en Florida, por trabajo.
¿Por qué había tenido que decirle eso? Debería haberle mentido. No era buena idea dar más información de la estrictamente necesaria a su madre.
–¿En Florida? ¿Estás cerca de Boca Ratón? Tómate el resto del día libre y tu padre y yo iremos a recogerte –le ordenó.
–No puedo tomarme el resto del día libre, mamá, te he dicho que estoy trabajando. Además, estoy en el norte de Florida; muy lejos de vosotros.
Aunque no lo bastante lejos, pensó.
–¿Cómo vas a estar trabajando? Oigo niños de fondo; ¿estás en un parque?
Olivia había escogido ese momento para ponerse a balbucear, y Baltazar la estaba imitando, como si estuviesen teniendo una conversación.
A Paula no le gustaba mentir, así que respondió con un vago:
–Mi jefe tiene niños.
–¿Está casado o divorciado?
Paula, que no quería dejarse llevar a ese terreno, cortó por lo sano:
–¿Para qué decías que me llamabas?
–Por la fiesta del día de Navidad.
¿Eh?
–Mamá, faltan meses para Navidad.
–Lo sé, pero estas cosas hay que organizarlas con antelación y tenerlo todo atado y bien atado para que salgan bien. Ya sabes que cuando hago algo quiero que sea perfecto. Necesito saber si vas a venir.
–Pues no sé, supongo que sí.
–Pero es que necesito saberlo con seguridad, para que haya el mismo número de hombres que de mujeres cuando nos sentemos a la mesa. Porque tengo que pensar a quién voy a sentar en cada sitio, y detestaría que me llamaras en el último minuto para decirme que al final no vas a poder venir.
¡Y ella que creía que su madre estaba ansiosa por ver a su única hija el día de Navidad! Lo único que quería era a alguien con cromosomas femeninos.
–¿Sabes qué, mamá? Quizá lo mejor sea que no cuentes conmigo.
–Oh, Pauli, no seas así… Y no frunzas el ceño, que seguro que lo estás haciendo. Te saldrán arrugas en la frente antes de que cumplas los cuarenta.
Paula inspiró profundamente, tratando de calmarse. Sabía por qué su madre actuaba como actuaba: porque era una persona hipercontroladora. Cada vez que se habían hecho una foto de familia, por ejemplo, los colores de la ropa que llevaban tenían que estar coordinados, la pose de cada uno debía ser perfecta… Sin embargo, el que comprendiera por qué era como era no significaba que tuviese que aceptar ese trato denigrante.
Se había esforzado mucho para que sus opiniones no la afectasen, para que dejase de tratarla como si fuese una muñeca a la que podía manejar a su antojo, y si algún día tenía una hija, le daría su amor incondicional en vez de convertirla en una versión en miniatura de sí misma como había intentado hacer su madre con ella.
Paula apretó el teléfono en su mano. Ella no era como su madre, y podía hablar con ella manteniéndose en su sitio.
–Mamá, agradezco que quieras contar conmigo para tu fiesta de Navidad. A finales de mes te llamaré para darte una respuesta definitiva, vaya o no.
–Ésa es mi chica –su madre se quedó callada, y si no fuera porque aún se oían voces y risas de fondo, Paula habría pensado que había colgado el teléfono–. Te quiero, hija; cuídate.
–Y yo a ti. Cuidaos vosotros también.
Era verdad que la quería, y ése era precisamente el motivo de que a veces se le hiciese tan difícil. El amor podía ser algo maravilloso, pero implicaba entregar a la otra persona tu corazón, y con ello el poder para hacerte daño. Cerró el teléfono y lo guardó en su bolso.
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