Pedro aparcó el coche de alquiler junto al restaurante, y esperó el veredicto de Paula sobre el lugar que había escogido.
Podría haberla llevado a Le Cirque, en Nueva York, o a City Zen, en Washington. Incluso podría haberla llevado al Savoy, en Las Vegas, pero al pensar en el mundo en el que se había criado sabía que no la impresionarían esos sitios lujosos y exclusivos.
Era algo que aplaudía el chico de Dakota del Norte que aún llevaba dentro. Por eso había llenado el depósito de su Cessna 185 y la había llevado a un pequeño restaurante en un pueblo de Carolina del Norte donde servían pescado fresco y hamburguesas además de una cerveza estupenda.
Una amplia sonrisa asomó a los labios de Paula.
–Es perfecto –le dijo.
Pedro rodeó el coche para abrirle la puerta y la condujo a una mesa para dos en la terraza, donde soplaba la brisa del mar. Al poco de sentarse se acercó una camarera a atenderles.
–Me alegra volver a verlo, señor Jansen –saludó a Pedro–. Enseguida le traigo lo de siempre: dos cervezas de la casa y dos lomos de atún con ensalada y patatas.
–Estupendo, gracias, Carola –dijo él. Cuando la camarera se hubo alejado, se dio cuenta de que Paula estaba jugueteando con los botes de la sal y la pimienta, como si estuviera incómoda o nerviosa–. ¿Ocurre algo? ¿Prefieres que vayamos a otro sitio?
Ella alzó la vista de inmediato.
–No, este sitio es estupendo, de verdad. Es sólo que… bueno… me gusta poder escoger lo que quiero tomar.
–Lo comprendo, y te pido disculpas. Perdona, ha sido presuntuoso por mi parte pensar que querrías tomar mi plato favorito –le dijo Pedro–. Podemos pedir que nos cambien lo que hemos pedido.
–No es necesario –replicó ella–. De verdad, no importa. Lo decía sólo para la próxima vez. Además, tu plato favorito suena bien, así que quizá no debería haber dicho nada –luego, con una sonrisa vergonzosa, añadió–: Supongo que te has dado cuenta de que estoy un poco… obsesionada con tener las cosas bajo control.
–Bueno, no creo que haya nada de malo en querer hacer las cosas uno mismo y que haya orden en tu vida –respondió él.
En ese momento regresó la camarera con dos platos de lomo de atún, dos cervezas, y dos vasos de agua.
–Es una manera inconsciente de revolverme contra mi infancia y mi adolescencia –le explicó Paula cuando se quedaron a solas de nuevo.
–¿En qué sentido? –inquirió él, después de tomar un sorbo de su cerveza.
–Mi madre es una persona hipercontroladora, y nada de lo que yo hacía le parecía bien. Siempre estaba machacándome con lo que esperaba de mí –dijo Paula.
–¿Y qué esperaba de ti?
–Unas notas excelentes, porque quería que estudiara en la mejor universidad del estado; también quería que estuviese siempre en mi peso y bien arreglada, que fuese la más popular de mi clase, y que tuviese al novio perfecto. Lo normal.
–Pues a mí no me parece que sea algo normal, ni gracioso –replicó él muy serio.
De pronto acudió a su mente una imagen de Pamela sentada en el coche junto a su madre, las dos vestidas con una rebeca y un suéter de punto y unos pantalones.
–Obviamente estaba siendo sarcástica –respondió ella–. Esa clase de hipercontrol suele hacer que los adolescentes se rebelen, pero yo era más bien del tipo pasivo-agresivo. El problema fue agravándose con el tiempo: empecé a controlar lo que comía, cuándo comía, y cuánto comía.
Pedro no sabía qué decir, así que puso su mano sobre la de ella y permaneció callado.
–Creyendo que haría feliz a mi madre con eso, me apunté al equipo de natación del instituto, y descubrí que aquello me ayudaba a quemar calorías. Hasta que un día, cuando me quité el chándal, vi las caras de espanto de mis compañeras.
Pedro le apretó la mano suavemente, deseando haber podido estar allí para ayudarla.
–Tengo suerte de estar viva. Aquel día, cuando mis compañeras me miraron de ese modo intenté correr a esconderme en el vestuario, pero mi cuerpo estaba sin fuerzas y me desplomé allí mismo –Paula bajó–. Tuve un paro cardíaco.
Pedro le apretó la mano de nuevo.
–Suerte que nuestro entrenador sabía cómo se hacía la reanimación cardiopulmonar –dijo ella medio en broma, pero pronto la risa murió en sus labios–. Fue entonces cuando mis padres y yo tuvimos que enfrentarnos al hecho de que tenía un serio trastorno alimentario –se echó hacia atrás en su asiento–. Me pasé el siguiente año en un centro de recuperación para bulímicas y anoréxicas –se peinó el cabello con mano temblorosa–. Pesaba poco más de cuarenta kilos cuando ingresé.
Pedro no habría imaginado jamás que Paula hubiera podido pasar por algo tan terrible. Se le hizo un nudo en la garganta de sólo pensar en ello.
–Lo siento mucho; debió ser muy duro para ti.
Ella asintió.
–Gracias a Dios lo superé, por completo. Lo único que me queda de aquello son las estrías que me produjo el perder y ganar peso.
–¿Por eso prefieres hacer el amor con las luces apagadas?
Paula asintió de nuevo.
–No me sentía preparada para contarte esto, aunque supongo que es una tontería. Esas marcas son el recuerdo de que logré superar aquello –tomó un sorbo de su vaso de agua–, el año que estuve internada no pude hacer fiestas de pijama con mis amigas, como otras chicas, ni tener una de esas citas con un chico en las que te lleva a casa en su coche, y te quedas allí sentada, besándote con él. Ni tampoco pude ir al baile de graduación.
–¿Y qué pasó cuando terminaste el instituto?
–Mi padre pagó para que pudiera ir a la universidad a la que querían que fuera, y me casé con el hombre que ellos querían –respondió Paula–. A-1, mi pequeña empresa, es lo primero que he hecho por mí misma.
La admiración que Pedro ya sentía por ella aumentaba cada vez más. Paula había sido capaz de romper esas cadenas de dependencia que la ataban a sus padres y de forjar su propio destino. Apartarse de su familia debía haber sido muy duro para ella, por tirante que hubiese sido su relación con ellos. Había huido de la clase de mundo que parecía estar sofocando a Pamela.
–Pero tampoco quiero que pienses que me siento desgraciada –le dijo Paula–. Las cosas que lamento haberme perdido… me he hecho a la idea de que tengo que aceptar que no puedo tenerlas, que no puedo volver atrás y cambiar cómo fue mi adolescencia. Tengo que aceptarlo y seguir adelante.
La tristeza en su voz, a pesar de que decía que no se sentía desgraciada, hizo que Pedro sintiera deseos de hacer algo por ella. De darle esas cosas que sus padres le habían robado al intentar hacer de ella la clase de hija que querían que fuera. No podía cambiar el pasado, pero quizá pudiera darle alguna de esas cosas que se le habían negado.
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