martes, 4 de mayo de 2021

FANTASÍAS HECHAS REALIDAD: CAPITULO 14

 


Pedro descubrió, para su sorpresa, que estaba disfrutando mucho de la tarde con Paula y sus hijos. Era casi como si fuesen una familia, pensó pinchando con el tenedor el último trozo de lubina que le quedaba en el plato. Paula, entretanto, ya había empezado con el postre, un pastel de melocotón. Habían dado de comer primero a los bebés y los habían acostado para poder cenar ellos tranquilos en el balcón.


Les habían dispuesto la cena en la mesa de hierro forjado con una solitaria rosa roja entre ambos. La luz de los candelabros que había en la pared, a ambos lados de las puertas abiertas, arrojaba una luz tenue y cálida sobre ellos, y desde dentro llegaban unas suaves notas de música que Pedro había puesto con su iPod. En realidad la idea era conseguir que Olivia y Baltazar se durmieran, pero a la vez creaba un ambiente muy íntimo.


Y a ello contribuía también la belleza que tenía frente a sí. Paula se había cambiado, poniéndose una camiseta que él le había prestado, y encima el albornoz del hotel. Parecía que acabase de levantarse de la cama, y la brisa del océano agitaba su cabello rubio suavemente.


Pedro no había tenido muchas citas desde que se había divorciado, y cuando había tenido alguna se había cuidado mucho de separar aquello de sus hijos.


El tener a Paula a su lado para ocuparse de los niños esa noche había hecho que la tarea resultase la mitad de agotadora, y aquello lo hizo sentirse irritado una vez más por no haber conseguido que su matrimonio funcionase.


Pamela y él habían sabido que no sería fácil, pero los dos habían decidido intentarlo, por sus hijos. O al menos eso era lo que él había pensado, hasta que había descubierto que Pamela no estaba segura siquiera de que él fuera el padre biológico.


Se le hizo un nudo en el estómago. No, diablos, Olivia y Baltazar eran sus hijos. Su apellido estaba escrito en el certificado de nacimiento de ambos, y se negaba a dejar que nadie se los quitase. Pamela le había asegurado que no iba a recurrir la sentencia de custodia compartida, pero ya le había mentido antes, y de tal modo que le costaba confiar en su palabra.


Estudió en silencio a la mujer sentada frente a él, deseando poder saber qué estaría pensando, pero parecía tener un control tan férreo sobre sí que no dejaba traslucir nada.


Sabía que no podía juzgar a todas las mujeres por la mala experiencia que había tenido con Pamela, pero desde luego lo había hecho bastante desconfiado. Quien se dejaba engañar una vez era un ingenuo, pero quien se dejaba engañar dos veces era un idiota.


Además, Paula estaba allí por un único motivo: porque lo necesitaba como trampolín para afianzar su pequeño negocio; no había ido a San Agustín para jugar a papás y mamás con él. Mientras no se olvidara de aquello, todo iría bien, se dijo.


–Se te dan bien los niños –comentó.


–Gracias –respondió ella, como si pensara que sólo lo decía por decir.


–No, lo digo en serio; seguro que serás una madre estupenda algún día.


Ella sacudió la cabeza y apartó el plato con su postre a medio comer.


–No quiero tener hijos sola, y mi experiencia con el matrimonio no resultó bien.


Pedro no le pasó inadvertida la amargura en su voz. Se llevó su copa a los labios para tomar un sorbo y, mirándola por encima del borde, le dijo:

–Lamento oír eso. 


Paula suspiró.


–Me casé con un tipo que parecía perfecto. Ni siquiera le interesaba el dinero de mi familia. De hecho, accedió a firmar un acuerdo prematrimonial ante la insistencia de mi padre para demostrarlo. Me pasé toda mi adolescencia preguntándome si la gente se acercaba a mí porque querían mi amistad o por ser quien era. Me sentí bien al pensar que había encontrado a alguien que me quería de verdad.


–Bueno, se supone que así es como deben de ser las cosas en el amor.


–Sí, es como se supone que deberían ser. Pero estoy segura de que entiendes lo que es cuestionarse los motivos de todas las personas que se acercan a ti. Imagino que a ti también te pasa.


–Hubo un tiempo en que no. Crecí en Dakota del Norte, y mi familia era gente sencilla y trabajadora; eran granjeros –le dijo Pedro–. En mi tiempo libre me iba de acampada, de pesca…


–Qué suerte –murmuró ella–. La mayoría de las amigas que yo tenía en el colegio privado al que iba querían ser mis amigas porque mi madre nos llevaba de compras a Nueva York. Cuando cumplí los dieciséis nos pagó a mis amigas y a mí un viaje a las Bahamas. No me extraña que no tuviera amigas de verdad.


Pedro sintió lástima por ella. Tener que cuestionarse los motivos de la gente siendo un adulto era duro, pero que esa preocupación la hubiese tenido ella de niña… esas cosas podían marcar la vida de una persona. Pensó en sus hijos y se preguntó qué podría hacer para evitarles pasar por eso.


–O sea que tu ex parecía el hombre de tus sueños porque firmó ese acuerdo prenupcial. ¿Y luego…?


–Su única condición era que yo no aceptaría ningún dinero de mi familia –continuó Paula. Había dolor en su mirada, que se tornó de pronto distante, y extrañamente, aunque acababan de conocerse, Pedro sintió ese dolor como si fuera suyo–. El dinero que mi familia quisiera dejarme iría a un fondo para los hijos que tuviéramos, y nosotros viviríamos por nuestros propios medios. Me pareció honorable.


–¿Y qué pasó? –inquirió él, llevándose la copa a los labios para tomar otro sorbo.


–Que era alérgica a su esperma.


Pedro casi se ahogó con el agua que había bebido.


–¿Podrías repetir eso?


–Lo que has oído; era alérgica a sus espermatozoides. Los dos éramos fértiles, pero por algún motivo no éramos compatibles –explicó. Se apoyó en la mesa cruzando los brazos y se inclinó un poco hacia delante–. Yo me sentí triste cuando el médico nos dio la noticia, pero pensé: «Siempre podemos adoptar». El problema fue que Alejandro no pensaba lo mismo.



FANTASÍAS HECHAS REALIDAD: CAPITULO 13

 


¿Un desayuno de negocios? ¿Con dos bebés? ¿A qué persona en su sano juicio podía ocurrírsele una idea semejante?, pensó Paula. Sin embargo, no hizo ningún comentario al respecto y claudicó ante el hecho de que necesitaba algo apropiado que ponerse; no podía ir vestida con el uniforme de trabajo de A-1.


Reprimió los nervios ante la idea de tener que decirle qué talla usaba. Atrás habían quedado los días en que se subía a la báscula cada mañana para que su madre comprobase su peso. Y gracias a Dios también habían quedado atrás los días en que había estado al borde de una muerte por inanición en su afán por estar más delgada. Parpadeó, dejando a un lado el pasado, y respondió:

–Está bien, pues diles que me compren una cuarenta de ropa. Y mi número de pie es el treinta y ocho.


Los ojos verdes de Pedro brillaron traviesos.


–¿Y qué talla tienes de ropa interior?


–No pienso responderte a eso –dijo ella clavándole un dedo en el pecho. Cielos, su pecho parecía de acero. Dio un paso atrás–. Y asegúrate de que te den la factura de todo porque pienso pagártelo.


–Esa muestra de orgullo es innecesaria, pero si es lo que quieres… –dijo él, con tal arrogancia que Paula sintió deseos de darle una colleja.


–Pero al menos deja que te preste una camiseta para dormir. No creo que vayas a dormir muy cómoda con el albornoz del hotel.


¿Sentir una prenda de ropa suya contra su piel desnuda? La sola idea hizo que una ola de calor la invadiera, pero antes de que pudiera protestar Pedro había dejado a Baltazar en el suelo y había ido a llamar por teléfono al conserje y al servicio de habitaciones.


Aturdida, dejó ella también en el suelo a Olivia, que estaba revolviéndose al ver a su hermano libre, y siguió a los gemelos al dormitorio principal mientras oía a Pedro hablar con recepción.


Olivia y Baltazar se acercaron curiosos a inspeccionar las cunitas plegables que el personal del hotel había dispuesto un lado de la enorme cama de matrimonio. Se había dispuesto todo para acomodar a una familia, sólo que no eran una familia, y ella se acostaría sola en aquella cama… vestida con una camiseta de aquel hombre tan increíblemente guapo.


Paula se rodeó la cintura con los brazos, lamentándose una vez más por lo que habría podido ser y no había sido. Era algo en lo que no había pensado desde hacía un año, lo que había ansiado más que nada en el mundo. Encontrarse en aquella situación le estaba despertando deseos que llevaba tiempo ignorando.


Había accedido a aquello por su empresa, por su futuro, pero no se había dado cuenta de que jugar a aquel juego podía acabar haciéndose daño.




FANTASÍAS HECHAS REALIDAD: CAPITULO 12

 


Consciente de que la tenía pegada a los pechos, Paula se tiró de la camiseta. Lo último que necesitaba era sentir el fuego de la mirada de Pedro sobre ella, y mucho menos responder a él como estaba respondiendo su cuerpo en ese momento. Él tenía que concentrarse en su trabajo y ella en los niños.


Paula se dio la vuelta y fue a por otra toalla que había arrojado sobre el sofá para perseguir a los dos pequeñajos, que se habían puesto a corretear por la suite.


–Has vuelto muy pronto de tu cena.


–Necesitas ropa –dijo él sin contestar a su observación.


–¿Ropa seca? Sí, ya lo creo. Deberían subir la cena enseguida. Cuando he oído la puerta he pensado que era el servicio de habitaciones.


Pedro sacó un par de pañales y dos camisetitas de la bolsa de tela, una azul y otra rosa que le tendió a Paula junto con uno de los pañales.


Los dos procedieron a extender sendas toallas sobre el sofá para vestir a los pequeños, y Paula se maravilló de ver lo bien que se apañaba Pedro.


–Bueno, ¿y qué tal tu reunión? –insistió.


–Sólo hemos tomado algo en el bar –respondió él, ajustándole el pañal con firmeza pero con suavidad a Baltazar, que no dejaba de moverse–; mi cliente ha pospuesto la reunión a mañana –en cuestión de segundos también le puso la camiseta a Baltazar. Lo tomó en brazos y le dio un beso en el moflete–. Llamaré al servicio de habitaciones para que me traigan a mí algo también.


Paula sintió un cosquilleo de nervios en el estómago. ¿Pedro no tenía que trabajar o hacer alguna otra cosa? ¿Iba a quedarse allí con ella el resto de la tarde? Bueno, estaban también los niños, por supuesto, pero… ¿y cuando llegase la hora de acostarlos? Pedro había mencionado que su ex no los acostaba hasta tarde, y Paula deseó que fuesen capaces de aguantar por lo menos hasta medianoche.


–Lástima que ese cliente potencial no te avisara antes de que saliéramos de Charleston –murmuró acabando de vestir a Olivia antes de alzarla en brazos también–. Así no habrías tenido que salir corriendo y podrías haber buscado a una niñera de verdad.


Y ella podría estar tranquilamente en su apartamento tomándose un helado mientras veía la televisión, en vez de estar allí, nerviosa, intentando mantener sus hormonas bajo control.


–Me alegra poder pasar un poco más de tiempo con ellos –dijo Pedro–. ¿Podrías quedarte un día más? Sé que no es justo, pero me harías un gran favor.


Oh, oh… De modo que por eso había dicho lo de la ropa…


–Bueno, creo que podré arreglarlo con mi socia. La llamaré cuando los niños se hayan dormido.


–No sabes cómo te lo agradezco. Entonces ya sólo tenemos que buscarte algo de ropa y unas cuantas cosas de aseo. Cuando llame al servicio de habitaciones le pediré al conserje del hotel que se ocupe y…


–No es necesario, de verdad –lo cortó ella alzando una mano. Le incomodaba la idea de llevar ropa que él hubiera pagado–. Me pondré un albornoz y pediré que me laven la ropa. Mañana puedo irme al centro de compras con los niños y comprar algo. Claro que para eso necesitaría un carrito…


–Ya he pedido que me busquen uno, pero vas a necesitar una muda de ropa antes de eso –respondió él frunciendo el ceño–. Mi cliente quiere que baje mañana a desayunar con su esposa y con él y que lleve a los niños, y es imposible que pueda hacerlo solo; los gemelos acabarían volviéndome loco. Además, es culpa mía que te hayas venido sin ropa.




lunes, 3 de mayo de 2021

FANTASÍAS HECHAS REALIDAD: CAPITULO 11

 


Pedro salió del ascensor y atravesó el pasillo que conducía al bar y al restaurante. Buscó con la mirada al hombre con el que había quedado para cenar, Javier Cortez, pero no lo vio. Parecía que había llegado antes que él, se dijo dirigiéndose al bar.


Cortez era primo de los Medina, una familia real cuyo reinado en un país europeo había acabado con un violento golpe de Estado. Los Medina y sus parientes se habían exiliado a Estados Unidos, y habían vivido en el anonimato hasta que un medio de comunicación había descubierto su identidad el año anterior.


Cortez había servido como jefe de seguridad de uno de los príncipes antes de que saltara la noticia, y ahora era el encargado de las medidas de seguridad de toda la familia. Para Pedro, que los Medina se convirtieran en sus clientes, sería todo un logro.


Se encaramó a uno de los taburetes de la barra del bar, y le pidió al camarero una botella de agua mineral con gas. No quería tomar alcohol esa noche.


Aviones Privados Alfonso era todavía una compañía relativamente pequeña, pero gracias a un contacto había conseguido aquella reunión con Cortez: la hermana de la esposa de su primo estaba casada con un tipo apellidado Landis, y uno de los hermanos de éste estaba casado con una hija ilegítima del defenestrado rey.


Una de esas cosas que le hacían pensar a uno que el mundo era un pañuelo. El caso era que gracias a aquello había conseguido esa reunión, y ahora todo dependía de él. Igual que le había dicho a Paula. ¿Paula? ¿Por qué había pensado en Paula en ese momento?


Sí, era una mujer atractiva, se había dado cuenta nada más subir al avión, y había logrado mantener esa atracción bajo control hasta que la había pillado mirándolo cuando estaba desvistiéndose. La ola de calor que lo había invadido no era precisamente lo que le convenía antes de una cena de negocios.


Pero necesitaba su ayuda, así que le costara lo que le costara tenía que conseguir luchar contra esa atracción. Sus hijos eran su prioridad número uno.


En ese momento se oyó el ascensor, y de él salió Cortez. La gente empezó a murmurar. Todavía no se había diluido la novedad de tener a miembros de la realeza europea allí. Cortez, de unos cuarenta años, avanzó con paso firme hacia él, que se había puesto de pie y le había hecho una señal para que lo viera.


–Siento llegar tarde, señor Alfonso –le dijo tendiéndole la mano cuando llegó junto a él.


Pedro se la estrechó.


–No se preocupe, sólo han sido unos minutos.


Volvió a tomar asiento y el Cortez se sentó junto a él y pidió un whisky.


–Le agradezco que se haya tomado la molestia de venir hasta aquí para reunirse conmigo –dijo mientras le servían–. A mi mujer le encanta este sitio.


–Lo comprendo, tiene mucha historia.


Y también es un buen sitio para llevar a cabo negociaciones, cerca de la isla privada de los Medina, a unos kilómetros de la costa de Florida.


A él, sin embargo, no lo habían invitado aún a aquel sanctasanctórum. Las medidas de seguridad eran muy estrictas. Nadie sabía la localización exacta, y pocos habían visto la fortaleza que había en la isla. Los Medina tenían un par de aviones privados, pero a medida que la familia crecía con matrimonios e hijos se iban quedado cortos para sus necesidades de transporte.


Cortez tomó un sorbo de su bebida y la depositó sobre el posavasos.


–Como mi mujer y yo estamos aún técnicamente de luna de miel le prometí que nos quedaríamos unos días más. Ya sabe, para que pueda ir de compras y disfrutar del sol de Florida y de la piscina antes de que regresemos a Boston.


–Ah, ya veo –murmuró Pedro, sin saber qué decir.


–Creo que ha venido usted con sus hijos y su niñera.


Pedro no le sorprendió que lo supiera. Sólo llevaban una hora en la ciudad, pero seguramente Cortez no acudía a ninguna cita sin tantear el terreno y tenerlo todo bajo control por motivos de seguridad.


–Sí, bueno, me gusta poder pasar con mis hijos todo el tiempo que puedo, y no quería dejarlos atrás, así que por eso los he traído junto a nuestra Mary Poppins particular.


Cortez se rió.


–Excelente. Sé que habíamos quedado para cenar y hablar de negocios, pero mi esposa se ha empeñado en que la lleve a un espectáculo, así que confío en que no le importe que lo pospongamos.


Justo lo que menos necesitaba, tener que prolongar su estancia allí. Y a saber si la cosa se alargaría aún más…


–Por supuesto, no hay problema.


Cortez apuró su copa, pagó las bebidas de ambos, y los dos se levantaron y se dirigieron al ascensor.


Cortez, que según parecía también se alojaba en el ático del hotel, pasó la tarjeta por la ranura del panel lector, y cuando las puertas se hubieron cerrado y empezaron a subir le dijo:

–A mi esposa y a mí nos gustaría desayunar con usted y con sus hijos mañana por la mañana. Y puede traer también a la niñera, por supuesto. ¿Le va bien sobre las nueve?


Lo que faltaba… Desayunar en un restaurante con un niño pequeño podía ser un infierno, conque con dos…


–Eh… sí, claro, a las nueve.


El ascensor se detuvo, y las puertas se abrieron.


–Estupendo, pues allí nos veremos.


Salieron del ascensor, y Cortez tomó hacia la derecha mientras Pedro tomaba hacia la izquierda.


Cuando estaba acercándose a la puerta de la suite, a Pedro le pareció oír un chillido de uno de sus pequeños. ¿Se habría hecho daño? Preocupado, apretó el paso y se apresuró a abrir la puerta para encontrarse con Paula, que llevaba a un bebé en cada cadera, los dos recién bañados y mojados. Tenía las mejillas sonrosadas y le sonrió.


–No sabes lo que me ha costado atraparlos –dijo jadeante–; para estar empezando a andar son muy rápidos.


Pedro alcanzó una toalla del brazo del sofá y la abrió.


–Pásame a uno.


Paula le tendió a Baltazar, y Pedro tuvo que hacer un esfuerzo para no quedarse mirándola embobado. Tenía la blusa empapada, y la tela se le pegaba al cuerpo, resaltando sus curvas. ¿Quién habría pensado que Mary Poppins podría ganar un concurso de camisetas mojadas?




FANTASÍAS HECHAS REALIDAD: CAPITULO 10

 


En cuanto Pedro hubo tomado la camisa, Paula retrocedió.


–¿Hay alguna cosa que deba tener en cuenta antes de que llame para pedir la cena?


–Baltazar es alérgico a las fresas, pero a Olivia le encantan y si caen en sus manos siempre intenta compartirlas con él, así que ten cuidado con eso –respondió Pedro mientras se ponía la camisa.


Paula hizo un esfuerzo por apartar la vista de sus dedos mientras se abrochaba.


–Si hubiera una emergencia llámame a este número –Pedro tomó un bolígrafo y lo apuntó detrás de una de sus tarjetas–. Es mi móvil privado.


–De acuerdo.


Paula tomó la tarjeta y la encajó en una esquina del espejo del dormitorio.


Pedro se desabrochó el cinturón para meterse por dentro la camisa, y Paula no pudo evitar quedarse mirando, como hipnotizada, pero cuando se dio cuenta de que él la había pillado se dio media vuelta con las mejillas ardiendo. Mejor mirar por la ventana, pensó, aunque había estado en San Agustín al menos una docena de veces. A lo lejos se veía la Universidad Flagler, uno de los sitios donde había barajado estudiar. Pero sus padres le dijeron que no le pagarían la universidad si se iba de Charleston.


Los estudiantes de la universidad de Flagler, un conjunto de edificios del siglo XIX que tenían el aspecto de un castillo, debían sentirse como si estuvieran en Hogwarts. De hecho, toda la ciudad tenía un aire irreal… casi como aquel viaje.


Si Pedro no acababa de vestirse ya, pronto le entrarían ganas de tirarse de los pelos. Era demasiado tentador como para no girar la cabeza y echarle otra mirada con disimulo. No podía creerse que se estuviese excitando aun cuando no podía verlo.


–Ya puedes darte la vuelta –le dijo Pedro.


Paula se mordió el labio y se volvió. ¿Por qué tendría que ser tan endiabladamente guapo?


–Puedes irte tranquilo; he hecho de Niñera otras veces.


No muchas, pero sí había cuidado de los bebés de sus amigas en alguna ocasión pensando que algún día ella necesitaría que le devolvieran el favor. Sólo que ese día nunca había llegado.


–Los gemelos son diferentes –respondió él mientras volvía a meterse la corbata por la cabeza.


Si tan preocupado estaba, que cancelase su cena de negocios, habría querido espetarle Paula, pero no lo hizo. Estaba irritada, pero no por eso. Se sentía muy atraída por aquel hombre al que se suponía que quería cortejar para conseguir un contrato para su pequeña empresa y no para llevárselo a la cama.


Su mente se vio asaltada por recuerdos de sábanas revueltas y cuerpos sudorosos. Había tenido una vida sexual muy satisfactoria con su ex, y eso había hecho que creyera erróneamente que todo iba bien entre ellos.


Pedro –la facilidad con que su nombre abandonó sus labios la sorprendió–, los gemelos y yo nos las arreglaremos. Tomaremos puré de manzana, patatas fritas y nuggets de pollo, y luego nos empacharemos de dibujos animados en el canal de pago. Y tendré cuidado con que no caiga en manos de Olivia ningún objeto pequeño, y de que Baltazar no se suba a ningún sitio ni tome fresas. Anda, vete a tu cena; estaremos bien.


Pedro vaciló un instante antes de tomar su chaqueta.


–Si me necesitas no dudes en llamarme.


Su cuerpo desde luego que lo necesitaba. Pero no iba a dejarse dominar por sus hormonas; su cerebro llevaba el timón.




FANTASÍAS HECHAS REALIDAD: CAPITULO 9

 


Dos horas más tarde estaban instalándose en la lujosa suite que había reservado Pedro en el hotel Casa Mónica de San Agustín, en Florida, uno de los más antiguos de la histórica ciudad.


Tenía que llamar a Blanca. Estaba segura de que se las apañaría sin ella , pero quería hablar con ella de todos modos para darle la dirección del hotel.


La suite que Pedro había reservado tenía dos dormitorios conectados por una sala de estar. El baño, que era gigantesco, tenía una bañera circular que parecía estar llamándola cuando Paula posó sus ojos en ella. Le dolían los músculos de haber estado todo el día trabajando, y de haber acarreado con la butaca de uno de los bebés. Y de pronto, se encontró imaginándose en aquella bañera con un hombre… y no con cualquier hombre…


Regresó a su dormitorio, que tenía pesadas cortinas de brocado y muebles tapizados de terciopelo azul y las cunas de los dos bebés. Pedro se había quedado con el otro dormitorio, que era más pequeño.


Miró a los niños, que dormían.


–¡Cómo duermen tus hijos! Me están haciendo el trabajo muy fácil.


–Pamela, mi ex, no lleva un horario como Dios manda con ellos, y el primer día que los tengo conmigo siempre duermen mucho –respondió Pedro–, pero verás cuando se despierten con las baterías recargadas… Baltazar parece un angelito pero cuando menos te lo esperas va y te hace una trastada. Siempre anda subiéndose donde no debe. ¿Ves la cicatriz que tiene en la ceja izquierda? Tuvieron que darle puntos porque se hizo una brecha. En cuanto a Olivia… no pierdas de vista sus manos –le explicó dirigiéndose a su dormitorio–. Es muy aficionada a meterse cosas pequeñas en la nariz, en las orejas, en la boca…


El cariño que Pedro sentía por sus hijos se hizo aún más evidente mientras le detallaba de ese modo la personalidad de sus hijos. Parecía que los conocía bien. No era lo que habría esperado de un padre divorciado que sólo veía a sus hijos de cuando en cuando. Intrigada, lo siguió, pero se detuvo al llegar al umbral de la puerta abierta y ver que se había aflojado la corbata y que estaba desabrochándose la camisa. Paula dio un paso atrás.


–Em… ¿qué estás haciendo?


Pedro se sacó la corbata aún anudada por la cabeza y se sacó los faldones de la camisa del pantalón.


–Baltazar me dio con los zapatos antes cuando lo tomé en brazos –le explicó, mostrándole las manchas que había dejado en la camisa–. Tengo que cambiarme para la cena; no puedo presentarme así.


Ah, cierto. Casi se había olvidado. Pedro le había dicho que tenía una cena de negocios en el restaurante del hotel y que pidiera al servicio de habitaciones la cena de los niños y la suya. También le había dicho que volvería en dos o tres horas. Tal vez podría hacer unas llamadas mientras le daba un baño a los niños, pensó Paula. Hablaría con su madre y vería si tenía algún mensaje en el buzón de voz.


–Claro, no puedes permitirte ir a esa cena tan importante con una camisa sucia.


–¿Podrías sacarme una camisa limpia de la maleta?


–Eh… claro –balbució ella, dándose la vuelta antes de que siguiera desvistiéndose.


Fue donde estaba la maleta, y al abrirla… oh, Dios, fue como si la ropa que había dentro desprendiera olor a él. El aroma le resultaba embriagador.


Buscó una camisa blanca entre la ropa y se sorprendió de ver que también había otras bastante coloridas. Parecía que el serio empresario tenía un lado salvaje. Un cosquilleo le recorrió la piel y cerró azorada la maleta.


Con la camisa en la mano se volvió hacia Pedro, que sólo llevaba los pantalones y una camiseta interior de manga corta. Sus anchos hombros estiraban la tela casi al límite. Paula trató de ignorar la ola de calor que la invadió y, tendiéndosela, le preguntó:

–¿Te sirve ésta?


–Estupendo, gracias.


Los nudillos de Pedro rozaron los de ella cuando tomó la camisa, y Paula volvió a sentir que un cosquilleo le subía por el brazo hasta el pecho. Había algo tan íntimo en aquella escena… Estaba en un dormitorio con un hombre guapísimo, ayudándolo a vestirse, y en la sala de estar dormían dos preciosos bebés. Era demasiado hermoso, demasiado similar a lo que una vez había soñado con tener con su ex.




domingo, 2 de mayo de 2021

FANTASÍAS HECHAS REALIDAD: CAPITULO 8

 



Paula puso una mueca. Alejandro siempre le había dicho lo mismo, que parecía que quisiera psicoanalizarlo. La verdad era que tenía bastante experiencia pues se había pasado la adolescencia yendo de psicólogo en psicólogo. No podía negar que había necesitado ayuda, pero también habría necesitado que sus padres se comportasen como tales. Al ver que la ignoraban, había intentado llamar su atención desesperadamente, y aquello casi le había costado la vida.


¿Por qué estaba pensando en todo eso de repente? Pedro Alfonso y sus hijos habían hecho aflorar esos recuerdos que solía mantener a buen recaudo.


–Lo decía sólo por hablar de algo –respondió–. Creía que querías que charláramos para saber algo más de mí ya que voy a cuidar de tus hijos las próximas veinticuatro horas, pero si no es así no tienes más que decirlo.


–No, tienes razón, ésa es la idea. Y lo primero que he aprendido de ti es que no te dejas intimidar, y eso es algo muy bueno. Mis gemelos son todo un carácter, y cuando se ponen rebeldes hace falta una persona que sepa ser firme con ellos –contestó él–. Pero dime, ¿cómo es que una chica de buena familia acaba enfundándose unos guantes de goma para dedicarse a limpiar?


Ah, de modo que sabía algo de ella…


–Así que hiciste algo más que limitarte a leer mi carta de presentación –apuntó.


–Reconocí tu nombre… o más bien tu nombre de soltera. Tu padre era cliente de una compañía que compite con la mía, y tu marido alquiló uno de mis aviones en una ocasión.


–Mi ex marido –puntualizó ella.


–Cierto. Pero, volviendo a la pregunta que te había hecho: ¿qué te hizo trabajar de limpiadora?


¿Por qué no había emprendido un negocio más sofisticado, como el suyo? Porque tras su divorcio, un año atrás, había despertado en la amarga realidad de que no tenía dinero, ni había nada que supiera hacer para subsistir.


Siempre había tenido una cierta obsesión por el orden y la limpieza, y se le había ocurrido que los mejores clientes eran la gente rica, con sus caprichos y excentricidades.


–Porque no se trata sólo de limpiar; comprendo las necesidades del cliente y eso hace que los servicios que presta mi empresa la hagan destacar. Me preocupo de averiguar si el cliente tiene alguna alergia, cuáles son sus fragancias favoritas, sus preferencias personales respecto a las bebidas del minibar… Volar en un avión privado es un lujo, y deben cuidarse al máximo los detalles para que la experiencia resulte a la altura de lo que se espera de ella.


–Ya veo; y es un mundo que conoces bien porque viviste en él.


–Quiero triunfar por mis méritos en vez de vivir del dinero de mi familia –respondió ella.


O al menos era lo que habría pensado si su familia no estuviese en la ruina.


–¿Pero por qué aviones precisamente? –inquirió él, señalando a su alrededor.


Los ojos de Paula se posaron en su antebrazo moreno, que contrastaba con las mangas dobladas de su camisa blanca, y sintió un impulso casi irresistible de tocarlo para ver si aquella piel de bronce era tan cálida como parecía.


Hacía mucho tiempo que no sentía un impulso así. El divorcio la había agotado emocionalmente. Había intentado salir con un par de tipos, pero no había habido química alguna con ellos, y luego su negocio la había absorbido por completo.


–Me temo que no te sigo –murmuró. ¿Cómo iba a seguirle cuando se había quedado mirando su fuerte brazo como una tonta?


–Creo que eres licenciada en… Historia, ¿no?


–Historia del Arte. Así que te leíste también mi currículum… Sabes más de mí de lo que me habías dejado entrever.


–De otro modo no te habría pedido que te hicieras cargo de mis hijos. Son más valiosos para mí que cualquiera de mis aviones –Pedro la miró con un gesto serio que daba a entender que no le consentiría ningún error mientras estuviera al cuidado de sus pequeños–. ¿Por qué no buscaste trabajo en una galería de arte si necesitabas algo en lo que ocuparte?


Porque dudaba que con un empleo en una galería de arte hubiese podido pagar el alquiler del apartamento en el que vivía, ni el seguro de su coche de segunda mano. Porque quería demostrar que no necesitaba a un hombre a su lado para salir adelante. Y, lo más importante, porque no quería volver a sentir el pánico de estar a sólo seiscientos dólares de quedarse en números rojos.


De acuerdo, quizá estuviera siendo un poco melodramática cuando aún tenía algunas joyas que podía vender, pero casi le había dado un patatús cuando, después de vender su casa y su coche, se había encontrado con que el dinero que había conseguido apenas cubría las deudas que ya tenía.


–No quiero depender de nadie, y tal y como está la economía ahora mismo, en la sección de empleo de los periódicos no abundan las ofertas dirigidas a licenciados en Historia del Arte. Mi socia, Blanca, fue quien inició el negocio y tiene mucha experiencia; yo me ocupo de buscar nuevos clientes. Formamos un buen equipo, y por extraño que pueda parecer, me gusta este trabajo. Aunque A-1 cuenta con suficientes empleados, a mí no se me caen los anillos por ponerme a limpiar para sustituir a alguno cuando está enfermo, o cuando se trata de un encargo especial.


–Está bien, te creo. De modo que antes te gustaba el arte y ahora disfrutas limpiando aviones de lujo.


El sarcasmo en su voz irritó a Paula.


–¿Te estás burlando de mí, o todas estas preguntas tienen algún propósito?


–Todo lo que hago tiene siempre un propósito. Me estaba preguntando si esta vena tuya de empresaria no será sólo un capricho pasajero del que te cansarás cuando te des cuenta de que la gente no aprecia tu trabajo y que lo dan por hecho.


A Paula le dolió que la viera como una persona voluble y caprichosa. No estaba siendo justo con ella.


–Imagino que tú no vas a cerrar tu compañía sólo porque la gente no aprecie que lleguen a tiempo a su destino y que los aviones estén bien mantenidos. Supongo que haces lo que haces porque te gusta.


–Me temo que no te sigo. ¿Me estás diciendo de verdad que te gusta limpiar?


–Me gusta que las cosas estén en orden –respondió ella con sinceridad.


Los psicólogos que la habían tratado la habían ayudado a canalizar la necesidad de perfección que su madre le había inculcado. En vez de dejarse morir de hambre con su obsesión por estar más delgada, había empezado a buscar la perfección en el mundo del arte, y la calma y el orden la reconfortaban.


–Ah… –una sonrisa burlona asomó a los labios de él–. Te gusta tener el control… Ahora comprendo.


–¿Y a quién no? –le espetó ella.


Se quedó mirándola de un modo muy sexy, y Paula sintió como si hubiera electricidad estática entre ellos.


–¿Quieres pilotar tú?


–¿Estás de broma? –respondió ella.


Sin embargo, no podía negar que el ofrecimiento resultaba tentador. ¿Quién no querría saber qué se sentía al estar al mando de un avión, con el cielo extendiéndose ante ti? Sería como la primera vez que había conducido un coche, como la primera vez que había galopado a lomos de un caballo, se dijo, evocando momentos felices de su vida pasada.


–Anda, toma los mandos.


A Paula le habría encantado hacerlo, pero algo en su voz la hizo vacilar. No estaba segura de a qué estaba jugando Pedro.


–Tus hijos están a bordo.


Estaba segura de que su contestación había sonado remilgada, pero al fin y al cabo iba a hacer de niñera por un día; se suponía que debía preocuparse por ellos.


–Si veo que se te va de las manos tomaré yo los mandos –le dijo él.


–Tal vez en otra ocasión –murmuró levantándose del asiento–. Me ha parecido oír a Olivia; puede que se haya despertado.


La suave risa de Pedro la siguió hasta que regresó al sofá, donde los dos niños seguían durmiendo.