martes, 4 de mayo de 2021

FANTASÍAS HECHAS REALIDAD: CAPITULO 14

 


Pedro descubrió, para su sorpresa, que estaba disfrutando mucho de la tarde con Paula y sus hijos. Era casi como si fuesen una familia, pensó pinchando con el tenedor el último trozo de lubina que le quedaba en el plato. Paula, entretanto, ya había empezado con el postre, un pastel de melocotón. Habían dado de comer primero a los bebés y los habían acostado para poder cenar ellos tranquilos en el balcón.


Les habían dispuesto la cena en la mesa de hierro forjado con una solitaria rosa roja entre ambos. La luz de los candelabros que había en la pared, a ambos lados de las puertas abiertas, arrojaba una luz tenue y cálida sobre ellos, y desde dentro llegaban unas suaves notas de música que Pedro había puesto con su iPod. En realidad la idea era conseguir que Olivia y Baltazar se durmieran, pero a la vez creaba un ambiente muy íntimo.


Y a ello contribuía también la belleza que tenía frente a sí. Paula se había cambiado, poniéndose una camiseta que él le había prestado, y encima el albornoz del hotel. Parecía que acabase de levantarse de la cama, y la brisa del océano agitaba su cabello rubio suavemente.


Pedro no había tenido muchas citas desde que se había divorciado, y cuando había tenido alguna se había cuidado mucho de separar aquello de sus hijos.


El tener a Paula a su lado para ocuparse de los niños esa noche había hecho que la tarea resultase la mitad de agotadora, y aquello lo hizo sentirse irritado una vez más por no haber conseguido que su matrimonio funcionase.


Pamela y él habían sabido que no sería fácil, pero los dos habían decidido intentarlo, por sus hijos. O al menos eso era lo que él había pensado, hasta que había descubierto que Pamela no estaba segura siquiera de que él fuera el padre biológico.


Se le hizo un nudo en el estómago. No, diablos, Olivia y Baltazar eran sus hijos. Su apellido estaba escrito en el certificado de nacimiento de ambos, y se negaba a dejar que nadie se los quitase. Pamela le había asegurado que no iba a recurrir la sentencia de custodia compartida, pero ya le había mentido antes, y de tal modo que le costaba confiar en su palabra.


Estudió en silencio a la mujer sentada frente a él, deseando poder saber qué estaría pensando, pero parecía tener un control tan férreo sobre sí que no dejaba traslucir nada.


Sabía que no podía juzgar a todas las mujeres por la mala experiencia que había tenido con Pamela, pero desde luego lo había hecho bastante desconfiado. Quien se dejaba engañar una vez era un ingenuo, pero quien se dejaba engañar dos veces era un idiota.


Además, Paula estaba allí por un único motivo: porque lo necesitaba como trampolín para afianzar su pequeño negocio; no había ido a San Agustín para jugar a papás y mamás con él. Mientras no se olvidara de aquello, todo iría bien, se dijo.


–Se te dan bien los niños –comentó.


–Gracias –respondió ella, como si pensara que sólo lo decía por decir.


–No, lo digo en serio; seguro que serás una madre estupenda algún día.


Ella sacudió la cabeza y apartó el plato con su postre a medio comer.


–No quiero tener hijos sola, y mi experiencia con el matrimonio no resultó bien.


Pedro no le pasó inadvertida la amargura en su voz. Se llevó su copa a los labios para tomar un sorbo y, mirándola por encima del borde, le dijo:

–Lamento oír eso. 


Paula suspiró.


–Me casé con un tipo que parecía perfecto. Ni siquiera le interesaba el dinero de mi familia. De hecho, accedió a firmar un acuerdo prematrimonial ante la insistencia de mi padre para demostrarlo. Me pasé toda mi adolescencia preguntándome si la gente se acercaba a mí porque querían mi amistad o por ser quien era. Me sentí bien al pensar que había encontrado a alguien que me quería de verdad.


–Bueno, se supone que así es como deben de ser las cosas en el amor.


–Sí, es como se supone que deberían ser. Pero estoy segura de que entiendes lo que es cuestionarse los motivos de todas las personas que se acercan a ti. Imagino que a ti también te pasa.


–Hubo un tiempo en que no. Crecí en Dakota del Norte, y mi familia era gente sencilla y trabajadora; eran granjeros –le dijo Pedro–. En mi tiempo libre me iba de acampada, de pesca…


–Qué suerte –murmuró ella–. La mayoría de las amigas que yo tenía en el colegio privado al que iba querían ser mis amigas porque mi madre nos llevaba de compras a Nueva York. Cuando cumplí los dieciséis nos pagó a mis amigas y a mí un viaje a las Bahamas. No me extraña que no tuviera amigas de verdad.


Pedro sintió lástima por ella. Tener que cuestionarse los motivos de la gente siendo un adulto era duro, pero que esa preocupación la hubiese tenido ella de niña… esas cosas podían marcar la vida de una persona. Pensó en sus hijos y se preguntó qué podría hacer para evitarles pasar por eso.


–O sea que tu ex parecía el hombre de tus sueños porque firmó ese acuerdo prenupcial. ¿Y luego…?


–Su única condición era que yo no aceptaría ningún dinero de mi familia –continuó Paula. Había dolor en su mirada, que se tornó de pronto distante, y extrañamente, aunque acababan de conocerse, Pedro sintió ese dolor como si fuera suyo–. El dinero que mi familia quisiera dejarme iría a un fondo para los hijos que tuviéramos, y nosotros viviríamos por nuestros propios medios. Me pareció honorable.


–¿Y qué pasó? –inquirió él, llevándose la copa a los labios para tomar otro sorbo.


–Que era alérgica a su esperma.


Pedro casi se ahogó con el agua que había bebido.


–¿Podrías repetir eso?


–Lo que has oído; era alérgica a sus espermatozoides. Los dos éramos fértiles, pero por algún motivo no éramos compatibles –explicó. Se apoyó en la mesa cruzando los brazos y se inclinó un poco hacia delante–. Yo me sentí triste cuando el médico nos dio la noticia, pero pensé: «Siempre podemos adoptar». El problema fue que Alejandro no pensaba lo mismo.



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