Paula respiró hondo mientras el coche se acercaba a los increíbles escalones de mármol de la entrada principal, flanqueada por columnas. Con más de veinte mil metros cuadrados, el palacio era más grande que la Casa Blanca.
Pedro salió de la limusina en cuanto se abrió la puerta y fue el chófer el que ayudó a Paula, que salió con la niña dormida en brazos y siguió a Pedro. Él la esperaba junto a las enormes puertas dobles del palacio, tras las cuales pudo descubrir que el interior era tan impresionante como el exterior, con un vestíbulo circular de resplandecientes suelos de mármol. Del techo pendía una gigantesca araña cuyos cristales parecían diamantes en los que se reflejaba el sol. A cada lado y siguiendo el trazado curvo de las paredes, había una escalera con barandilla de hierro forjado que ascendía al segundo piso. En el centro del vestíbulo había una mesa de mármol tallado con un enorme centro de flores exóticas que inundaban el aire con su dulce fragancia. El conjunto era una mezcla de tradición y modernidad, elegante y algo excesivo.
Fue entonces, mientras observaba el entorno maravillada, cuando Paula se dio cuenta de verdad de la situación en la que se encontraba. Empezó a darle vueltas la cabeza y se le aceleró el corazón. Aquel lugar tan impresionante podría convertirse en su casa, Mia podría crecer allí y tener lo mejor de lo mejor y, lo que era más importante, un hombre que la aceptaría como si fuera su hija. Solo eso era como un sueño hecho realidad.
Del pasillo que había al fondo del vestíbulo comenzaron a salir casi una docena de empleados que Pedro fue presentándole. Celia, el ama de llaves, le presentó a las empleadas:
–Esta es Camila –le dijo Celia con un tono de voz gris que encajaba a la perfección con su adusta expresión–. Será su doncella personal durante el tiempo que dure su estancia.
–Encantada de conocerte, Camila –le dijo con una sonrisa en los labios y tendiéndole la mano a la muchacha.
La joven la aceptó con gesto nervioso y la mirada clavada en el suelo.
–Señora –murmuró.
El mayordomo, Jorge, llevaba frac y camisa blanca de cuello rígido. Era muy flaco, con la espalda algo encorvada y parecía estar a punto de alcanzar los cien años, si no lo había hecho ya.
Pedro se volvió hacia jorge y le señaló el equipaje que había llevado el chófer hasta allí. Sin decir una palabra, otros dos empleados más jóvenes se pusieron en acción.
Una mujer de mediana edad y aspecto elegante dio un paso al frente y se presentó como Tatiana, secretaria personal del rey.
–Si necesita cualquier cosa, no dude en decírmelo –le dijo con absoluta corrección y luego señaló a la joven que había a su lado, ataviada con un uniforme parecido al de las doncellas–. Esta es Karina, la niñera. Ella cuidará de su hija.
A Paula le incomodaba un poco la idea de dejar a Mia con una completa desconocida, pero sabía que Gabriel jamás habría elegido a alguien en quien no confiara plenamente.
–Es un placer conocerla –dijo Paula, conteniéndose para no pedirle que le enumerara todos y cada uno de los méritos que la hacían merecedora del puesto.
–Señora –la saludó la joven.
–Llámame Paula, por favor. Lo cierto es que nunca he sido muy dada a la formalidad, así que les pediría a todos que me tutearan.
Sus palabras no obtuvieron respuesta ni reacción alguna por parte de los empleados. Ninguno de ellos esbozó siquiera una sonrisa. ¿Serían siempre tan inexpresivos o sería porque ella no era de su agrado? ¿Habrían decidido ya, igual que Pedro, que no era de fiar?
–La llevaré a sus habitaciones –le anunció Pedro.
Sin esperar una respuesta, se dio media vuelta y comenzó a subir por la escalera de la izquierda a una velocidad que casi la obligó a echar a correr para no perderlo.