Desde el avión, la costa de Varieo, con su mar azul y sus playas de arena blanca, parecía el paraíso.
A sus veinticuatro años, Paula Chaves había vivido en más continentes y en más ciudades de los que visitaba la mayoría de la gente en toda su vida; era lo normal, siendo hija de un militar. Pero esperaba que aquel pequeño principado de la costa mediterránea se convirtiese en su hogar para siempre.
–Ya estamos aquí, Mia –le susurró a su hija de seis meses, que después de pasar la mayor parte del larguísimo viaje entre sueños inquietos y gritos de pavor, había sucumbido por fin al agotamiento y dormía plácidamente en la silla de seguridad.
El avión descendió por fin hacia la pista privada donde los recibiría Gabriel, su… Resultaba un poco infantil llamarlo novio, teniendo en cuenta que tenía cincuenta y seis años, pero tampoco era exactamente su prometido. Por lo menos por el momento. Al preguntarle si quería casarse con él, ella no había dicho que sí, pero tampoco había dicho que no. Eso era lo que debía determinar aquella visita, si quería casarse con un hombre que no solo era treinta y dos años mayor que ella y vivía en la otra punta del mundo, sino que además era rey.
Miró por la ventana y, a medida que se acercaban, se ponía más nerviosa.
«Paula, ¿en qué te has metido esta vez?«.
Su padre le habría dicho que estaba cometiendo otro gran error. Su mejor amiga, Jessica, también había cuestionado su decisión.
Paula era perfectamente consciente de que estaba corriendo un riesgo. Esa clase de riesgos ya le había salido mal otras veces, pero Gabriel era todo un caballero y realmente se preocupaba por ella. Él jamás le robaría el coche y la dejaría abandonada en una cafetería en medio del desierto de Arizona. Nunca solicitaría una tarjeta de crédito a su nombre y se gastaría todo el dinero. No fingiría que sentía algo por ella solo para que le escribiera el trabajo de final de curso de Historia de los Estados Unidos y luego la dejaría por una animadora. Y desde luego, jamás desaparecería después de dejarla embarazada y sola.
Las ruedas del avión tocaron el suelo y Paula sintió que el corazón se le subía a la garganta. Sentía nervios, impaciencia, alivio y, por lo menos, una docena más de emociones.
El avión recorría la pista camino a la pequeña terminal privada propiedad de la familia real.
Gabriel no la veía como una mujer florero. Se habían hecho buenos amigos, confidentes. Él la amaba y ella no tenía la menor duda de que era un hombre de palabra. Solo había un pequeño problema, aunque lo respetaba profundamente y lo quería mucho como amigo, no podía decir que estuviese enamorada de él. Gabriel era consciente de ello, pero estaba seguro de que con el tiempo, las seis semanas que iba a durar aquella visita, Paula acabaría amándolo. No tenía ninguna duda de que juntos serían felices para siempre y no era un hombre que se tomara a la ligera la sagrada institución del matrimonio.
Había estado casado durante tres décadas con su primera mujer y, según decía, habrían seguido juntos otras tres si no se la hubiese llevado un cáncer hacía ocho meses.
En cuanto se detuvo el avión, Paula encendió el teléfono y le envió un mensaje a Jessica para que supiera que habían llegado bien. Después, desabrochó los cierres de seguridad de la sillita que le había comprado Gabriel a Mia y la abrazó con fuerza, sumergiéndose en su dulce aroma de bebé.
–Ya hemos llegado, Mia. Aquí empieza nuestra nueva vida.
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