martes, 16 de marzo de 2021

TORMENTOSO VERANO: CAPÍTULO 23

 


Pau estaba temblando. Su único deseo era escapar de la presencia de Pedro antes de hacer el ridículo diciéndole lo injustamente que él la había juzgado y el mucho daño que esa opinión errónea le había hecho a ella. El mucho daño que aún seguía haciéndole.


Evitó mirarlo y se dispuso a alejarse de allí rápidamente para regresar a la casa, pero, desgraciadamente, resbaló con los pétalos de rosa que había esparcidos por el suelo. Unas fuertes manos la agarraron de repente para evitar que cayera. Pau experimentó una automática sensación de gratitud pero, tan pronto comprendió a quién pertenecían aquellas manos, y el cuerpo contra el que se había apoyado, la gratitud se vio reemplazada por pánico. Luchó frenéticamente por librarse, sintiéndose profundamente alarmada por el modo en el que su cuerpo estaba reaccionando al contacto íntimo que había entre ellos.


Por su parte, Pedro no tenía deseo alguno de seguir sosteniéndola. Al darse la vuelta para ver cómo se alejaba, había visto cómo la luz del sol brillaba a través del fino algodón revelando las curvas femeninas de su cuerpo. Para su incredulidad, había sentido cómo su cuerpo respondía. Instantes después, al tenerla retorciéndose y girándose entre sus brazos, sintiendo cómo los senos subían y bajaban con agitación y el aliento de Pau le acariciaba la pie, notó que se despertaba en él un instinto que no era capaz de negar, un instinto que exigía que él saboreara la erótica y tierna carne de aquellos labios, que encontrara y poseyera las redondeadas curvas de sus senos y que sostuviera la parte inferior de su cuerpo tan cercana a su propia sexo excitado.


En un intento por apartar a Pedro, Pau extendió la mano. Su cuerpo entero se tensó cuando tocó con las yemas de los dedos la suave calidez del torso desnudo de él. Miró hacia el lugar donde su mano estaba descansando y vio que la camisa de Pedro estaba desabrochada casi hasta la cintura. ¿Había hecho ella eso? ¿Había hecho ella que saltaran los botones cuando se agarró a él para tratar de apartarlo? Tenía la mano apoyada de pleno contra la dorada piel y el suave vello oscuro que atravesaba el torso y el abdomen de Pedro la hacía sentirse como si la naturaleza hubiera utilizado aquel cuerpo tan perfecto para tentarla.


¿Era el aroma de las rosas o el de Pedro lo que hacía que se sintiera tan débil? Se sintió obligada a apoyarse contra él. La mirada dorada de Pedro se fijaba en la de ella. Entonces, Paula sintió que le faltaba el aliento cuando él centró la mirada en su boca.


El temblor que recorrió su cuerpo fue como si el deseo que sentía hacia él fuera imposible de controlar, el suspiro de aquiescencia, la líquida mirada de anhelo... Todo podría formar parte de un plan deliberado para atraerlo. Sin embargo, mientras la mente de Pedro pensaba de ese modo, su cuerpo no tenía tales inhibiciones. La ira contra sí mismo y contra la mujer que tenía entre sus brazos explotó a través de él por medio de una salvaje demostración de necesidad masculina.


Bajo el fiero ataque de aquel beso, las defensas ya bastante debilitadas de Paula cedieron. Sus temblorosos labios se abrieron ante el empuje de la lengua de él. Una pesada y dolorosa sensación se adueñó de la parte inferior de su cuerpo. Un insistente hormigueo fue creciendo al ritmo que el estallido de placer que los dedos de Pedro le estaban proporcionando sobre el erecto pezón.


Pau jamás se había considerado una mujer cuya sensualidad tuviera el poder de someter a su autocontrol. Sin embargo, en aquellos momentos, para su sorpresa, Pedro le estaba demostrando que estaba muy equivocada. La excitación que estaba experimentando, la necesidad de intimidad que anhelaba la estaba poseyendo por completo, derribando sus barreras y toda la resistencia que ella pudiera tratar de interponer. El deseo que tenía de sentir cómo Pedro le tocaba los senos había cobrado vida mucho antes de que él lo hiciera realmente, de modo que el pezón ya estaba erecto contra la tela del vestido. Su forma y su color eran completamente visibles bajo la tela.


Al notarlo, Pedro no se pudo contener más y bajó la cabeza para saborear el pezón, de color tan parecido a los pétalos de las rosas que les estaban sirviendo de cobijo. Incapaz de detenerse, Pau lanzó un suave gemido de delirante placer. Las sensaciones que la lengua de Pedro le estaba proporcionando al acariciar la delicada y sensible carne, aliviando unas veces su necesidad y atormentándola en otras con un movimiento de la lengua, la estaba empujando a lo más alto de su deseo y le estaba arrebatando el poco autocontrol del que aún disponía. Arqueó la espalda, levantando el seno más cerca de la boca de Pedro.


El descarado y sensual movimiento del cuerpo de Pau combinado con el tacto erótico del tenso pezón contra la lengua, hizo que Pedro se olvidara de lo que ella era y de dónde estaban. Por fin la tenía entre sus brazos, a la mujer cuyo recuerdo lo atormentaba. La agarró con fuerza mientras se introducía cada vez más el pezón en la boca. Lejos de satisfacer el volcán de necesidad masculina, ese acto sólo consiguió incrementar aún más el salvaje torrente de deseo que se había apoderado de él.


Pau temblaba entre sus brazos con un placer desconocido para ella, un placer tan intenso que era mucho más de lo que era capaz de soportar. Quería rasgarse el vestido y sujetar la boca de Pedro contra su seno mientras él satisfacía el creciente y tumultuoso deseo que los fieros movimientos de su boca estaban creando en ella. Al mismo tiempo, quería esconderse de él y de lo que él le estaba haciendo sentir tan rápidamente como pudiera.


Las sensaciones se desataron en su interior, recorriéndole el cuerpo desde el seno al corazón de su sexualidad, haciendo que deseara tocar esa parte de sí misma para ocultar y calmar su frenético pulso.


Pedro la levantó y la estrechó con fuerza contra su cuerpo para que ella pudiera sentir su erección, prendiendo otra oleada de placer en ella.


Por encima de su cabeza, Paula sólo podía ver el cielo azul. Olía el aroma de sus cuerpos calientes mezclándose con el embriagador perfume de las rosas. Ojalá Pedro la tumbara allí mismo y cubriera su cuerpo con el de él... Ojalá la poseyera... Sentía que el corazón le latía con fuerza en el pecho, como si se tratara de un pájaro atrapado. ¿Acaso no era aquello lo que había deseado todos esos años atrás cuando miraba a Pedro y lo deseaba profundamente?





TORMENTOSO VERANO: CAPÍTULO 22

 


La duquesa era alta y esbelta. Su cabello oscuro estaba ya teñido de gris y lo llevaba recogido en un estilo elegante y formal. Sonrió a Paula y se disculpó.


–Siento no haber estado aquí ayer para darte la bienvenida. Pedro te habrá explicado que tengo una amiga que no se encuentra muy bien –añadió con cierta tristeza.


–Espero que su amiga se encuentre mejor –preguntó Pau cortésmente.


–Es muy valiente. Tiene Parkinson, pero hace que parezca una cosa sin importancia. Fuimos juntas al colegio y nos conocemos de toda la vida. Pedro me ha dicho que te va a llevar mañana a ver la casa de tu padre. Me habría gustado acompañaros, pero el esposo de mi amiga ha tenido que ausentarse inesperadamente por un asunto urgente y he prometido hacerle compañía hasta que él regrese.


–No importa. Lo comprendo perfectamente –dijo Pau. Dejó de hablar cuando se dio cuenta de que la duquesa estaba mirando por encima de ella hacia las sombras de la casa y sonreía–. Hola, Pedro. Estaba explicándole a Pau lo mucho que siento no poder acompañaros mañana.


Pedro.


¿Por qué le recorría aquel temblor por la espalda? ¿Por qué de repente se sentía tan consciente de su propio cuerpo y de sus reacciones, de su feminidad y de su sensualidad? Debía dejar de comportarse de ese modo. Debía ignorar aquellos sentimientos no deseados en vez de centrarse en ellos.


–Estoy segura de que Paula lo entiende, mamá. ¿Cómo está Cecilia?


Al escuchar la voz de Pedro, el corazón de Pau se aceleró de tal manera, que la hizo sentirse más nerviosa de lo que ya estaba. Se dijo que aquella reacción se debía a lo mucho que lo odiaba. Porque lo odiaba por haber traicionado a su madre.


–Está muy débil y cansada –respondió la duquesa–. ¿Por qué no te sientas con nosotras unos minutos? Llamaré para pedir café recién hecho. Pau se parece mucho a su madre con ese vestido tan bonito, ¿no te parece?


–Sospecho que Paula tiene una personalidad muy diferente a la de su madre.


–Así es, y me alegro. La bondad de mi madre sólo hizo que la trataran mal.


Pau vio que la duquesa palidecía y que la boca de Pedro se tensaba. Aquel comentario no era la clase de observación que una invitada debía hacer en casa de su anfitrión, pero ella no había pedido alojarse allí. Con eso, se dio la vuelta y se dirigió al lado opuesto del patio, deseando poner toda la distancia que fuera posible entre Pedro y ella.


La única razón por la que había elegido escaparse hacia el jardín y no hacia la casa era que para entrar en la casa habría tenido que pasar al lado de él. Sabiendo lo vulnerable que era su cuerpo, prefirió no hacerlo.


Cuando estuvo lo suficientemente alejada y oculta por las rosas, se llevó la mano al pecho para tranquilizarse. Entonces, se dio cuenta de que Pedro la había seguido.


Sin preámbulo alguno, él se dispuso a lanzar su ataque verbal y le dijo muy fríamente: 

–Puedes ser todo lo desagradable que quieras conmigo, pero no voy a consentir que hagas daño o disgustes a mi madre, en especial en estos momentos cuando no hace más que pensar en la salud de su amiga. Mi madre no te ha mostrado nada más que cortesía.


–Eso es cierto –admitió Pau–. Sin embargo, no creo que tú seas la persona más adecuada para decirme cómo debo comportarme, ¿no te parece? Después de todo, no tuviste reparo alguna la hora de interceptar la carta que le envié a mi padre –le acusó con voz temblorosa.



TORMENTOSO VERANO: CAPÍTULO 21

 


Pau se pasó prácticamente todo el día explorando la ciudad. La ciudad, pero no la Alhambra. Aún no estaba preparada para eso. Después de la conversación de aquella mañana con Pedro, se sentía demasiado vulnerable para visitar el lugar en el que su padre le declaró por primera vez su amor a su madre, donde el muchacho había sido testigo de una amor del que no había dudado en informar a su abuela.


Almorzó en un pequeño bar de tapas. No había tenido demasiada hambre y sentía que no había hecho justicia a las deliciosas especialidades con las que le habían obsequiado. Tras visitar el antiguo barrio moro de la ciudad, se vio obligada a admitir que su cuerpo ya había tenido bastante de pavimentos adoquinados y de la intensa luz del sol. Ansiaba el frescor que prometía el jardín al que daba su dormitorio.


Le abrió la puerta la misma tímida doncella que le había llevado el desayuno aquella mañana. Por suerte, no había rastro de Pedro por ninguna parte y la puerta de la biblioteca permanecía firmemente cerrada. Le preguntó a la doncella cómo podía llegar al jardín y le dio las gracias cuando la muchacha se lo hubo explicado.


Mientras estaba fuera, aprovechó la oportunidad para ir de compras y adquirir algunas prendas que complementaran las que había llevado desde Inglaterra. Dado que se alojaba en la casa de la familia de su padre, necesitaría algo más. Se había inclinado por un vestido de algodón de un precioso color crema, otro de lino azul, un par de pantalones cortos de color tabaco y un par de camisetas. Ropa fresca, práctica, fácil de llevar, con la que se sentiría mucho más cómoda que con vaqueros.


Ya en su dormitorio, se dio una ducha y se puso el vestido de color crema que resultaba muy fresco acompañado de las sandalias que se había llevado desde Inglaterra. Volvió a bajar las escaleras y encontró rápidamente el pasillo que le había descrito la doncella. Éste la condujo hacia una especie de galería que recorría todo el jardín. Acababa de salir al exterior cuando se detuvo en seco. Se había dado cuenta de que no estaba sola.


La mujer que estaba sentada en una ornamentada mesa de hierro forjado estaba tomando una taza de café. Tenía que ser la madre de Pedro. Los dos tenían los mismos ojos, aunque los de la dama eran cálidos y amables en vez de fríos como los de su hijo.


–Tú debes de ser la hija de Ana –dijo la duquesa antes de que Paula pudiera retirarse–. Te pareces mucho a ella, pero creo que también tienes algo de tu padre. Lo veo en tu expresión. Por favor, ven y siéntate a mi lado –añadió, golpeando suavemente la silla vacía que había al lado de la de ella.


Algo temerosa, Pau se dirigió hacia ella.





lunes, 15 de marzo de 2021

TORMENTOSO VERANO: CAPÍTULO 20

 


Pau notó que el abogado evitaba mirarla cuando le dio la mano antes de marcharse. Pedro y él salieron juntos de la biblioteca, dejándola allí a ella sola.


Efectivamente, estaba sola. Completamente sola. No tenía a nadie que la apoyara. Nadie que la protegiera.


¿Que la protegiera? ¿De qué? ¿De Pedro o de los sentimientos que él despertaba en ella y que hacían que su cuerpo respondiera a la masculinidad de él de un modo vergonzoso y traicionero teniendo en cuenta lo que sabía de él?


Alejó esos pensamientos de su mente. Había bajado la guardia accidentalmente y, de algún modo, se había fijado en Pedro como hombre. Había sido un error, eso era todo. Algo que podría enmendar asegurándose de que no volviera a ocurrir.


La copia del testamento de su padre que el señor González le había dado aún estaba sobre el escritorio. Pau la tomó y se fijó en la firma de su padre. ¿Cuántas veces de niña había susurrado aquel nombre una y otra vez, como si fuera una clase de hechizo mágico que pudiera conseguir que su padre formara parte de su vida? Sin embargo, no había sido así y no lo encontraría en la casa en la que él había vivido. ¿Cómo iba a poder ser así cuando ya estaba muerto? No obstante, tenía que ir allí.


¿Tal vez porque Pedro no quería que fuera?


No. Por supuesto que no. Por su padre, no por Pedro.


Se sintió como si sus sentimientos amenazaran con ahogarla. Casi no podía respirar por la fuerza de lo que estaba experimentando. Tenía que salir de aquella casa. Tenía que respirar un aire que no estuviera viciado por la presencia de Pedro


El vestíbulo estaba vacío cuando lo atravesó. Se dirigió hacia la escalera con la intención de tomar su bolso y sus gafas de sol. Saldría para visitar la ciudad, para olvidarse de la indeseable influencia que Pedro parecía ejercer sobre ella.


Diez minutos más tarde, Pedro observó desde la ventana de la biblioteca cómo Paula se marchaba de la casa. Si él se hubiera salido con la suya, lo habría hecho en dirección al aeropuerto. Para siempre. Tenía bastantes cosas en las que pensar sin tenerla alrededor, recordándole las cosas que hubiera preferido que quedaran entre las sombras del pasado.


Aún no había logrado asimilar su comportamiento de la noche anterior ni su incapacidad para imponer su voluntad sobre su cuerpo.



TORMENTOSO VERANO: CAPÍTULO 19

 

El corazón le golpeó contra el pecho. Se aseguró que despreciaba por completo lo que él era y ciertamente ninguna parte de su ser sentía deseos de saber lo que sería verse poseída por completo por un hombre como Pedro.


–Lo que ocurrió en el pasado ocurrió, y te sugeriría que serías mucho más feliz si te permitieras seguir adelante con tu vida.


Pau apartó los lascivos pensamientos de su mente y se centró en la voz de Pedro.


–Si tú cuestionabas tanto a tu madre, debiste de causarle un gran dolor no permitiendo que el asunto se olvidara.


La dureza de aquella acusación estuvo a punto de dejar sin palabras a Pau. Tenía que reaccionar para que Pedro no viera lo fácilmente que había encontrado el punto en el que era más vulnerable. Se defendió inmediatamente.


–Mi madre no quería olvidar a mi padre. Ella llevó este colgante hasta el día en el que murió. Nunca dejó de amarlo.


El colgante de oro relucía contra el cuello de Pau. Pedro recordaba perfectamente el día en el que Felipe se lo colocó a la madre de Pau alrededor del cuello.


Había sido allí, en Granada, donde Felipe lo compró para ella. Él se los había encontrado cuando iban de camino hacia la Alhambra, y había dicho que un asunto inesperado lo había llevado a la capital. Habían estado paseando frente a algunas joyerías y, cuando Pedro le contó a Felipe que era el cumpleaños de Ana, él insistió en entrar en una de las tiendas y comprar el colgante para ella.


Pedro sacudió la cabeza para tratar de volver al presente.


–Según tengo entendido, la casa es mía y puedo hacer lo que yo desee con ella –dijo Pau, desafiando a Pedro a que la contradijera.


–Es cierto –afirmó el abogado–, pero dado que la casa era originalmente parte de la finca más emblemática del ducado, es lógico que Pedro se la compre. Después de todo, no creo que usted tenga deseo alguno de hacerse cargo de las responsabilidades de una propiedad así.


–¿Quieres comprarme la casa? –le espetó ella a Pedro.


–Sí. Supongo que te lo habrás imaginado. Como el señor González acaba de decir, la casa pertenecía originalmente a la finca. Si lo que te preocupa es que pueda engañarte en cuanto a su verdadero valor, algo de lo que estoy seguro, dada tu evidente hostilidad hacia mí, te aseguro que no es así. La casa será valorada por un profesional independiente.


Pau se dirigió de nuevo al abogado.


–Quiero ver la casa antes de que se venda. Mi padre vivió allí. Era su hogar. Estoy segura de que se considera natural que yo quiera ir allí a verla.


El abogado pareció incómodo y miró en dirección a Pedro como si estuviera buscando su aprobación.


–La casa me pertenece a mí –le recordó ella–. Si quiero ir allí, no me lo puede impedir nadie.


Se produjo un tenso silencio. Entonces, Paula oyó que Pedro respiraba profundamente.


–Tengo algunos asuntos de los que ocuparme en el castillo, Luis –le dijo él al abogado utilizando su nombre de pila por primera vez–. Yo acompañaré a Paula allí mañana para que ella pueda satisfacer su curiosidad.


El abogado pareció aliviado y agradecido. Entonces, Pedro se puso de pie indicando así que su reunión había terminado ya.


–Nos reuniremos de nuevo dentro de unos días para finalizar este asunto –dijo.





TORMENTOSO VERANO: CAPÍTULO 18

 


Pau no tenía razón alguna para tener miedo o sentirse nerviosa, pero experimentaba las dos cosas. Pedro hizo pasar al abogado a la biblioteca y luego se lo presentó. El letrado le dedicó a Pau una formal y algo pasada de moda inclinación de cabeza antes de extender la mano para estrechar la de ella.


–El señor González repasará los términos del testamento de tu difunto padre en lo que se refieren a ti. Como te expliqué en la carta que te envié, como albacea del testamento de tu padre es mi deber que se cumplan sus deseos.


Señaló el escritorio que había a un lado de la sala. Mientras tomaba asiendo, Pau reflexionó sobre el hecho de que, con toda seguridad, el abogado estaría del lado de Pedro, por lo que tendría que estar en guardia con ambos.


–Ya sé que mi difunto padre me ha dejado su casa –dijo Paula cuando todos estuvieron sentados. Interrumpió lo que estaba diciendo cuando una doncella entró con el café y lo sirvió con la debida ceremonia antes de volver a marcharse.


–Felipe quería compensarte por el hecho de no haber podido reconocerte formal y públicamente en vida –le comunicó el señor González.


Pau digirió aquellas palabras en silencio.


–Económicamente...


–Económicamente no tengo necesidad alguna de la herencia de mi padre –lo interrumpió Pau rápidamente.


No iba a permitir que Pedro tuviera peor opinión de ella de lo que ya tenía y pensara que era el aspecto económico de su herencia lo que la había llevado hasta allí. La verdad era que hubiera preferido tener una carta personal de su padre proclamando su amor más que cualquier cantidad de dinero.


–Gracias a la generosidad de una de mis parientes en Inglaterra, mi madre y yo nunca sufrimos económicamente por el hecho de que mi padre nos rechazara. La tía abuela de mi madre no nos rechazó. Pensó lo suficiente en nosotras como para querer ayudarnos. Se preocupó cuando otros no lo hicieron.


Pau se sintió muy orgullosa de señalar a los dos hombres que había sido la familia de su madre la que las había salvado de la penuria, la que la querían los suficiente para querer hacer eso.


Sabía que Pedro la estaba observando, pero no iba a darle la satisfacción de mirarlo para que él pudiera demostrarle el desprecio que sentía hacia ella.


–¿Hay alguna pregunta que desee usted hacer sobre el legado que su padre le ha concedido antes de que prosigamos? –le sugirió el abogado.


Pau respiró profundamente. Allí estaba la oportunidad que tan desesperadamente había deseado para realizar la pregunta cuya respuesta tanto anhelaba.


–Hay algo –dijo, consciente de que Pedro la estaba observando atentamente–. Sé que existía una disposición de la familia para que mi padre se casara con una joven que habían escogido para que fuera su futura esposa, pero, según la carta que usted me envió, él nunca se casó.


–Es cierto –afirmó el señor González.


–¿Qué ocurrió? ¿Por qué no se casó con ella?


–El señor González es incapaz de proporcionar la respuesta a esa pregunta.


La dura e incisiva voz de Pedro rompió el silencio que se produjo tras aquella pregunta, lo que provocó que Pau se volviera para mirarlo.


–Sin embargo, yo sí puedo hacerlo –añadió él–. Tu padre no se casó con Isabel de la Fuente porque la familia de ella se negó al enlace. Aunque presentaron otra excusa, resultó evidente que se habían enterado del escándalo que lo rodeó. Además, su salud se deterioró, por lo que no se hicieron más intentos por casarlo. ¿Qué estabas esperando escuchar? ¿Que no se casó por sentirse culpable y arrepentido? Siento desilusionarte. Felipe no era la clase de hombre que se opusiera a los deseos de la familia.


Pau sintió que la ira se apoderaba de ella. Notó que Pedro la estaba mirando como si pudiera hacerse dueño de su mente y apoderarse hasta de sus pensamientos si ella se lo permitía. Sin embargo, ella no iba a consentir que así fuera. Lo sentía por la mujer con la que él terminara casándose porque se esperaría de ella que se rindiera por completo en cuerpo y alma al control de Pedro.




domingo, 14 de marzo de 2021

TORMENTOSO VERANO: CAPÍTULO 17

 


Un sonido sobre la puerta de su dormitorio sacó a Paula del intranquilo sueño que había terminado por conciliar después de lo que le habían parecido horas de insomnio. Al principio, la imagen que conjuró su pensamiento fue la de Pedro, imaginando sus largos dedos agarrando el pomo de la puerta. Inmediatamente, las sensaciones hicieron arder su cuerpo, prendiendo un deseo poco familiar y no deseado que la escandalizó.


La oscuridad de la noche, con sus sensuales y tentadores susurros y tormentos, había terminado. Ya era de día. La luz y los rayos del sol entraban a raudales en el dormitorio a través de las ventanas dado que ella se había olvidado de echar las cortinas la noche anterior.


Aún se escuchaba un leve golpeteo contra la puerta que era demasiado delicado para proceder de un hombre como Pedro.


Paula se levantó de la cama al recordar que había echado la llave a la puerta y abrió. Allí, descubrió a una joven doncella de aspecto nervioso que empujaba el carrito que contenía su desayuno.


Tras darle las gracias, Pau miró el reloj. Eran más de las ocho y la cita con el abogado de su difunto padre era a las diez. No tenía ni idea de dónde estaba el bufete ni cuánto tiempo se tardaría en llegar allí. Hubiera preferido ir sola, pero, como Pedro era el albacea de su padre, era imposible.


Cuando la doncella se marchó, se tomó unos tragos de un delicioso y fragante café y comió unos bocados de los delicados bollos de pan caliente que había untado con mermelada de naranja. Media hora más tarde, se había duchado y se había puesto una camiseta limpia y una falda oscura. Se había recogido el cabello con un pasador que, sin querer, revelaba la delicadeza de sus rasgos y la esbelta longitud de su cuello. Automáticamente, se tocó el colgante de oro que llevaba colgado al cuello, regalo de su padre a su madre. Su madre siempre lo había llevado puesto y Paula lo llevaba siempre en su honor.


Tras aplicarse un ligero maquillaje, estuvo completamente lista. Justo a tiempo. En aquel momento, alguien volvió a llamar a su puerta, en aquella ocasión con más firmeza. Cuando abrió la puerta, Pau vio que era Rosa; tenía una expresión tan dura y desaprobadora como la noche anterior.


–Tiene que bajar a la biblioteca. Yo le mostraré el camino –le anunció el ama de llaves en español, con unos ojos acerados como el pedernal, mirándola como si estuviera comparando su aspecto con el de la clase de mujeres que, sin duda, Pedro prefería.


¿Y qué? Estaba allí para hablar con los abogados de su padre, no para impresionar con su atuendo a un hombre que la despreciaba.


El único sonido que rompía el silencio que reinaba en la casa eran los pasos de las dos mujeres bajando la escalera. Al llegar frente a una imponente puerta, el ama de llaves la abrió y le dijo rápidamente que debía esperar a Pedro en el interior de aquella estancia.


En circunstancias normales, a Pau le habría sido imposible resistirse a mirar los títulos de los libros que llenaban las estanterías, pero por alguna razón, se sentía demasiado nerviosa para hacer otra cosa que desear fervientemente que la reunión a la que tenía que acudir terminara rápidamente.


¿Y por qué? ¿Por qué tenía que sentirse nerviosa? Ya conocía el contenido del testamento de su padre en lo que se refería a ella. Le había dejado la casa que él había heredado de la abuela de Pedro, que estaba en la finca del valle Lecrín, junto con una pequeña suma de dinero. Las tierras que rodeaban a la casa habían pasado a formar parte de nuevo de la finca principal.


¿Se equivocaba al sentir que, en aquella cesión, había un mensaje escrito para ella? ¿Acaso era su propio anhelo lo que le hacía esperar que era el gesto de un padre que se arrepentía de no haber tenido contacto con ella? ¿Era una tontería anhelar encontrar allí algo de lo que podía haber sido, el fantasmal espectro del arrepentimiento que le caldeara el corazón y le estuviera esperando en la casa que su padre le había dejado?


Pau sabía que, si Pedro supiera lo que ella estaba pensando, destruiría sus frágiles esperanzas y no le dejaría nada que suavizara el rechazo de sus años de infancia. Por eso, él no debía saber la razón de haber ido allí en vez de haberse quedado en Inglaterra, tal y como él le había ordenado. En la casa donde su padre había vivido ella podría encontrar por fin algo que aliviara el dolor con el que había crecido. Después de todo, su padre debía de haberle dejado aquella casa con una intención. Un acto como aquél era en sí mismo un acto de amor.


Por supuesto, no podía dejar de desear que la casa estuviera en otro lugar que no formara parte de los terrenos que formaban parte de la finca de la familia de Pedro. Por muy lujosa que fuera aquella casa en la ciudad, Pau sabía por su madre que no se podía comparar con la magnificencia del castillo ducal, situado en el idílico y hermoso valle de Lecrín, al sur de Granada. Situado en las laderas del suroeste de Sierra Nevada, en dirección a la costa, el valle había sido muy apreciado por los árabes, que hablaban de la zona como el valle de la Felicidad. Su madre se emocionaba cuando le explicaba que el aire portaba una agradable fragancia de los huertos cercanos que rodeaban el castillo. Los olivos, almendros, cerezos y viñedos que ocupaban las muchas hectáreas de la tierra de la finca producían en abundancia. La casa que era propiedad de su padre era conocida como «la casa de la flor del almendro» porque estaba construida en un terreno con ese tipo de árboles.


¿Qué intención tenía Pedro al tenerla esperando allí a solas, en aquella sala tan austera? ¿Por qué no la había llamado Rosa simplemente cuando Pedro hubiera estado listo para salir en dirección al bufete? ¿Por qué quería hacerla esperar allí?


Justo en aquel momento, la puerta se abrió y Pedro entró en la sala. Iba vestido con unos pantalones negros que se ceñían perfectamente a sus caderas y se estiraban con el movimiento de sus muslos, atrayendo la mirada traidora de Pau hacia los músculos que había debajo. Después, alzó osadamente, los ojos, topándose con la camisa blanca que cubría su fuerte torso.


Asqueada, Pau se dio cuenta de que la imaginación se había unido a la traición y le estaba proporcionando imágenes en absoluto deseadas sobre lo que había debajo de aquella camisa, ayudada sin duda por su proximidad con Pedro la noche anterior.


Sólo cuando llegó a la garganta pudo ella por fin apartar la mirada y llevarla hasta los brillantes zapatos para no caer presa de la boca o de aquellos ojos color topacio.


Se sintió sin aliento. Sus sentidos experimentaban algo que ella insistía en que era desagrado y desaprobación, y no una horrible y no deseada oleada de deseo.


El corazón comenzó a latirle demasiado rápidamente. El sonido le llegaba hasta los oídos, como si fuera una llamada de advertencia. Los labios le empezaron a arder. Cuánta traición de su propio cuerpo. Trató de pensar en su padre y recordarse por qué estaba allí.


Respiró profundamente.


–Son casi las diez. Me parece recordar que anoche me advertiste que no llegara tarde a la cita que tenemos con el abogado de mi padre, pero, aparentemente, a ti no se te aplican las mismas reglas.


Pedro tenía el ceño fruncido. Evidentemente, no le gustaba que ella se hubiera atrevido a cuestionarle de aquella manera. Le respondió con frialdad.


–Como tú dices, son casi las diez, pero dado que el señor González no ha llegado aún, creo que puedo ser puntual.


–¿El abogado va a venir aquí? –preguntó ella, muy sorprendida. Se sintió como una niña a la que sorprenden dando un paso en falso. Por supuesto, un hombre tan aristocrático y tan arrogante como Pedro esperaría que los abogados acudieran a él y no al revés.


El fuerte sonido del timbre desde el otro lado del vestíbulo silenció cualquier comentario que Paula pudiera haber intentado hacer.


Sin duda sintiéndose que le había ganado la partida, Pedro salió de la biblioteca y fue a recibir al recién llegado. Paula oyó cómo lo saludaba y le daba la bienvenida.


–Café en la biblioteca, por favor, Rosa –le dijo Pedro al ama de llaves mientras los dos hombres se dirigían a la biblioteca.