Pau no tenía razón alguna para tener miedo o sentirse nerviosa, pero experimentaba las dos cosas. Pedro hizo pasar al abogado a la biblioteca y luego se lo presentó. El letrado le dedicó a Pau una formal y algo pasada de moda inclinación de cabeza antes de extender la mano para estrechar la de ella.
–El señor González repasará los términos del testamento de tu difunto padre en lo que se refieren a ti. Como te expliqué en la carta que te envié, como albacea del testamento de tu padre es mi deber que se cumplan sus deseos.
Señaló el escritorio que había a un lado de la sala. Mientras tomaba asiendo, Pau reflexionó sobre el hecho de que, con toda seguridad, el abogado estaría del lado de Pedro, por lo que tendría que estar en guardia con ambos.
–Ya sé que mi difunto padre me ha dejado su casa –dijo Paula cuando todos estuvieron sentados. Interrumpió lo que estaba diciendo cuando una doncella entró con el café y lo sirvió con la debida ceremonia antes de volver a marcharse.
–Felipe quería compensarte por el hecho de no haber podido reconocerte formal y públicamente en vida –le comunicó el señor González.
Pau digirió aquellas palabras en silencio.
–Económicamente...
–Económicamente no tengo necesidad alguna de la herencia de mi padre –lo interrumpió Pau rápidamente.
No iba a permitir que Pedro tuviera peor opinión de ella de lo que ya tenía y pensara que era el aspecto económico de su herencia lo que la había llevado hasta allí. La verdad era que hubiera preferido tener una carta personal de su padre proclamando su amor más que cualquier cantidad de dinero.
–Gracias a la generosidad de una de mis parientes en Inglaterra, mi madre y yo nunca sufrimos económicamente por el hecho de que mi padre nos rechazara. La tía abuela de mi madre no nos rechazó. Pensó lo suficiente en nosotras como para querer ayudarnos. Se preocupó cuando otros no lo hicieron.
Pau se sintió muy orgullosa de señalar a los dos hombres que había sido la familia de su madre la que las había salvado de la penuria, la que la querían los suficiente para querer hacer eso.
Sabía que Pedro la estaba observando, pero no iba a darle la satisfacción de mirarlo para que él pudiera demostrarle el desprecio que sentía hacia ella.
–¿Hay alguna pregunta que desee usted hacer sobre el legado que su padre le ha concedido antes de que prosigamos? –le sugirió el abogado.
Pau respiró profundamente. Allí estaba la oportunidad que tan desesperadamente había deseado para realizar la pregunta cuya respuesta tanto anhelaba.
–Hay algo –dijo, consciente de que Pedro la estaba observando atentamente–. Sé que existía una disposición de la familia para que mi padre se casara con una joven que habían escogido para que fuera su futura esposa, pero, según la carta que usted me envió, él nunca se casó.
–Es cierto –afirmó el señor González.
–¿Qué ocurrió? ¿Por qué no se casó con ella?
–El señor González es incapaz de proporcionar la respuesta a esa pregunta.
La dura e incisiva voz de Pedro rompió el silencio que se produjo tras aquella pregunta, lo que provocó que Pau se volviera para mirarlo.
–Sin embargo, yo sí puedo hacerlo –añadió él–. Tu padre no se casó con Isabel de la Fuente porque la familia de ella se negó al enlace. Aunque presentaron otra excusa, resultó evidente que se habían enterado del escándalo que lo rodeó. Además, su salud se deterioró, por lo que no se hicieron más intentos por casarlo. ¿Qué estabas esperando escuchar? ¿Que no se casó por sentirse culpable y arrepentido? Siento desilusionarte. Felipe no era la clase de hombre que se opusiera a los deseos de la familia.
Pau sintió que la ira se apoderaba de ella. Notó que Pedro la estaba mirando como si pudiera hacerse dueño de su mente y apoderarse hasta de sus pensamientos si ella se lo permitía. Sin embargo, ella no iba a consentir que así fuera. Lo sentía por la mujer con la que él terminara casándose porque se esperaría de ella que se rindiera por completo en cuerpo y alma al control de Pedro.
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