Paula sintió ira, mezclada con algo más, algo doloroso y triste, en el pecho.
En una ocasión, hacía mucho tiempo o al menos eso le parecía, ella había sido una muchacha temblorosa, al borde de su primer enamoramiento de un hombre adulto. Veía en él todo lo que su romántico corazón ansiaba y sentía en él el potencial para llenar sus fantasías sexuales. Una rápida sensación, intensa y eléctrica, le recorrió la espalda, dejando más sensible su carne y poniéndole el vello de punta. Un nuevo temblor le recorrió el cuerpo. El pánico volvió a apoderarse de ella. Debía de ser el calor lo que le estaba provocando aquellas sensaciones. No podía ser Pedro. Imposible. No podía ser él quien fuera el responsable del repentino temblor físico que le recorría con sensualidad todo el cuerpo. Era una especie de aberración física, una manifestación indirecta de lo mucho que lo odiaba. Efectivamente. Seguramente se trataba de un temblor provocado por el odio y no por el deseo hacia un hombre tan viril. Era imposible que ella deseara a Pedro. Completamente imposible.
Para tranquilizarse, respiró profundamente el mágico aire de la ciudad, que la embriagó y la hipnotizó a la vez. Sí, por supuesto se notaba el olor del humo de los coches, pero lo más importante era que se notaba el aroma de un aire calentado por el sol e impregnado de esencias orientales, herencia de los poderosos soberanos árabes que en el pasado dominaron la ciudad. Ricos y sutiles perfumes. Aromáticas especias. Si cerraba los ojos, ella podría escuchar el sonido mágico del agua, tan apreciada por los árabes, y ver el rico brillo de las telas que viajaron a través de la Ruta de la Seda hasta llegar a la ciudad de Granada.
–Aquí está mi coche.
La voz de Pedro la devolvió a la realidad, pero no con la suficiente rapidez como para que pudiera evitar de nuevo la mano sobre la espalda de la que había conseguido escapar no hacía mucho. Su calor parecía abrasarle la piel a través de la ropa. Sin saber cómo, se imaginó una mano masculina acariciando la curva de una espalda desnuda de mujer. Deliberada y eróticamente, esa mano bajaba para cubrir la redondeada curva del trasero de una mujer, volviéndola hacia él, carne oscura frente a la blanca palidez de la de ella. La respiración de la mujer se aceleraba mientras que la de él se hacía más profunda hasta parecerse a la de un cazador que acechaba con la intención de cobrarse una presa...
¡No! La cabeza y el corazón le vibraban mientras unos sentimientos encontrados se apoderaban de ella. Debía concentrarse en la realidad, pero, incluso sabiéndolo, le costaba un gran esfuerzo conseguirlo.
El coche que él había indicado era grande y negro, la clase de coche que suelen utilizar los ricos y poderosos como medio de transporte.
–Veo que no te importa el derroche energético, ¿verdad? –comentó Paula sin poder resistirse mientras que Pedro abría la puerta del copiloto y le quitaba la pequeña maleta que ella llevaba para colocarla en el maletero.
Pedro no se dignó en responder. Se limitó a rodear el coche y a ponerse al volante del vehículo.
Paula esperaba que el silencio de él significara que lo había incomodado. Quería ser como una espina para él, una espina que le recordara lo que le había hecho a ella. Pedro no había querido que ella fuera a España. Lo sabía. Habría preferido que ella simplemente permitiera a los abogados que se ocuparan de todo. Sin embargo, había preferido ir. ¿Para fastidiar a Pedro? ¡No! Buscaba sus raíces, no venganza. La esencia de aquel país le corría por las venas.
Granada, hogar de los últimos reyes moros y de la Alhambra, la fortaleza rojiza, un complejo de tal belleza, que el rostro de su madre relucía de felicidad cuando le hablaba sobre ella. Todo aquello formaba parte de su ser.
–¿Mi padre te llevó allí? –le había preguntado a su madre en una ocasión.
Sólo tenía siete años, pero jamás se había referido al hombre que la había engendrado como «papá». Los papás eran los hombres que jugaban con sus hijos y que los querían, no unos desconocidos que vivían en un lejano país.
–Sí –había respondido su madre–. En una ocasión, me llevé a Pedro a verla y tu padre nos acompañó. Pasamos un día maravilloso. Un día, tú y yo iremos juntas a visitarla, Pau.
Desgraciadamente, a pesar de la promesa de su madre, aquel día no había llegado nunca.
A través de los cristales tintados del coche, Paula podía ver la ciudad que se erguía ante ellos, con el barrio del Albaicín trepando por la ladera opuesta a la de la Alhambra. Muy cerca, estaba el barrio judío de la ciudad. Sin embargo, tal y como era de esperar, Pedro tomó una calle alineada con imponentes edificios del siglo XVI, erigidos después de que la ciudad fuera reconquistada por Isabel y Fernando, los Reyes Católicos. Aquellos edificios sugerían riqueza y privilegios.
Paula se sintió bastante sorprendida de que Pedro condujera su propio coche, pero no de que hiciera entrar el coche por unas imponentes puertas de madera, que daban paso a un soleado patio, de líneas perfectamente simétricas. En el centro del mismo, una ornada fuente de piedra llenaba el silencio con el chapoteo del agua.
La casa o, más bien el palacio, rodeaba el patio por los cuatro lados. A la derecha, un arco conducía a lo que parecía un hermoso jardín. Pedro había detenido el coche frente a unos escalones de piedra que conducían hacia una puerta de madera tachonada de clavos de hierro. El edificio, que era de tres plantas, contenía en el piso intermedio una galería. Las ventanas estaban cubiertas por sus contraventanas para impedir que el fiero sol de la tarde penetrara en las estancias. Sobre las ventanas, estaba esculpido en piedra la fruta que daba nombre a la ciudad, mientras que sobre la puerta principal aparecía el escudo de armas de la familia junto con una inscripción que se traducía por «Mantenemos lo que conquistamos». Paula conocía todos aquellos detalles no por su curiosidad como turista, sino por el hecho de que se había preocupado de leer todo lo que había podido sobre la historia de la familia de Pedro, que, por supuesto, era la de su padre.
–¿No te preocupa que esta casa fuera construida con dinero robado a un príncipe musulmán al que asesinó uno de tus antepasados? –desafió a Pedro.
–En la guerra el victorioso se queda con todo. Mi antepasado fue uno de los muchos castellanos que ganaron la batalla contra Boabdil, Mohamed XII, para Isabel y Fernando. El dinero con el que se construyó este palacio se lo dio Isabel y, lejos de permitir el asesinato de nadie, se decretó que todos los musulmanes de la ciudad tendrían libertad religiosa.
–Un decreto que se rompió no mucho más tarde, igual que tu antepasado rompió la promesa que le hizo a la princesa musulmana que secuestró.
–Te aconsejo que pases más tiempo repasando tus datos y menos repitiéndolos sin haberlo hecho.
Sin darle tiempo para responder, Pedro salió del coche y lo rodeó tan rápidamente, que Paula no tuvo tiempo de abrir su puerta. Ignoró la mano que él le ofrecía y bajó sola del coche decidida a no sentirse impresionada por lo que la rodeaba. Para ello, pensó en su madre. ¿Se había sentido ella intimidada por el imponente edificio? Su madre había disfrutado mucho del tiempo que pasó en España, a pesar de la tristeza que aquellos días habían terminado por provocarle. Los padres de Pedro la contrataron para ayudar a Pedro con su inglés durante las vacaciones de verano y su madre siempre había dejado muy claro lo mucho que había querido al muchacho que estaba a su cuidado.
¿Habría sido en aquella casa donde había visto por primera vez y se habría enamorado del tío adoptivo de Pedro? ¿Del hombre que era el padre de Paula? Tal vez había visto al guapo español allí mismo, en aquel patio. Guapo, pero no fuerte, al menos no lo suficiente para ponerse del lado de la madre de Paula y del amor que había jurado que sentía hacia ella.
Sabía que su madre sólo había visitado la casa familiar de la ciudad de Granada muy brevemente. Había pasado la mayor parte del tiempo en el castillo que tenían en la finca que daba nombre al ducado y que había sido la residencia principal de los padres de Pedro.