No había sentimiento alguno reflejado en la voz del aristócrata español, alto y moreno, que la dominaba con la mirada desde su más de metro ochenta de estatura. No había bienvenida de ninguna clase. Sin embargo, incluso sin la desaprobación y el desprecio que Paula notaba en su expresión, sabía que Pedro Alfonso, duque de Fuentualba, jamás se alegraría de la presencia de ella allí, en su madre patria, que en cierto modo era también la de ella, dado que su difunto padre había sido español.
Español y, por añadidura, tío adoptivo de Pedro.
Paula había necesitado de todo su valor y de muchas noches sin dormir para ir a España, aunque no iba a dejar que Pedro se enterara de eso bajo ningún concepto. No le pediría amabilidad alguna, dado que sabía que él no se la daría. Ya tenía pruebas de ello.
El pánico se le apoderó del estómago, acelerándole el corazón y el pulso al mismo tiempo. No debía pensar en eso y mucho menos en aquel instante, cuando necesitaba toda su fuerza. Sabía que todo su empuje se disolvería como si fuera un espejismo en el calor del sol de Andalucía si permitía que todos aquellos horribles y vergonzosos recuerdos salieran a la superficie y que se formaran aquellas repugnantes imágenes en el interior de su cabeza.
Pau jamás había echado más de menos el reconfortante apoyo y amor de su madre o el valor que le inducía la presencia de su trío de amigas que en aquella ocasión. Sin embargo, ellas, como su madre, ya no formaban parte de su vida. Podrían estar vivas, y no muertas como su madre, pero sus trayectorias profesionales las habían llevado a lugares muy distantes del mundo. Sólo ella había permanecido en su lugar de nacimiento, del que era directora de Turismo, un trabajo de mucha responsabilidad que le exigía un gran esfuerzo.
Un trabajo que significaba que estaba demasiado ocupada para tener tiempo de construir una relación especial con un hombre.
Tener tales pensamientos era como morder el nervio de un diente. El dolor que se experimentaba era inmediato y muy agudo. Era mucho mejor pensar por qué había decidido utilizar parte de los días libres que había ido acumulando a lo largo de mucho tiempo para desplazarse a España cuando la realidad era que el testamento de su padre podría haberse resuelto fácilmente en su ausencia. Eso era ciertamente lo que Pedro hubiera preferido.
Pedro.
Ojalá tuviera el valor de liberarse de su propio pasado. Ojalá no estuviera encadenada a ese pasado por medio de una vergüenza tan profunda, que le resultaba imposible escapar de ella. Ojalá... Había tantos ojalás en su vida, la mayoría de ellos causados por Pedro.
En medio de la concurrida terminal a la que había llegado, Pedro dio un paso hacia ella. Inmediatamente, Paula reaccionó. Su cuerpo se tensó de pánico y de ira. El cerebro se le paralizó de tal modo, que no pudo ni hablar ni moverse.
Habían pasado siete años desde la última vez que lo vio, pero ella lo había reconocido inmediatamente. Era imposible no hacerlo cuando los rasgos de él estaban tan profundamente grabados en sus sentimientos. Tan profundamente que las heridas causadas aún no habían curado. Pau se dijo que todo esto era una tontería. Pedro ya no tenía poder alguno sobre ella. Por eso estaba allí, para demostrárselo.
–No había necesidad alguna de que vinieras a buscarme –le dijo, obligándose a levantar la cabeza para mirarlo a los ojos. Los ojos que, en el pasado, la habían mirado de un modo que habían destruido por completo su orgullo y el respeto por sí misma.
Sintió de nuevo un nudo en el estómago al observar el altivo y aristocrático perfil de un hombre demasiado guapo y demasiado arrogante. La boca de Pedro reflejó un gesto de desdén al mirarla. El sol de media tarde se le reflejaba en el oscuro cabello. Paula no era una mujer baja de estatura, pero tenía que levantar bien la cabeza para mirarlo a los ojos. Sus ojos azules adquirieron un tono violeta al encontrarse con la mirada que los de él le estaban dedicando.
A pesar de estar cansada por el viaje y del calor que tenía, resistió la tentación de recogerse la espesa melena rubia. Notaba que se le estaba empezando a rizar alrededor del rostro, dejando en nada el esfuerzo que ella había hecho para darle una lisa y elegante apariencia. Por supuesto, su aspecto jamás podría competir con la verdadera elegancia de las mujeres que siempre rodeaban a Pedro. A Paula le gustaba la ropa informal e iba vestida con un par de vaqueros y una camiseta de algodón. La chaqueta que había llevado puesta antes de embarcar en el Reino Unido había desaparecido en el interior de su equipaje de mano.
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