Y a él le estaba costando trabajo pensar estando a solas con una mujer tan atractiva. Con tacones. Se la imaginó solo con los tacones, tumbada en la cama.
Tenía que salir de allí. Lo antes posible, antes de que se le notase lo excitado que estaba. Se sentó.
—Venga conmigo.
—¿Adónde? —preguntó ella con cautela.
—La acompañaría hasta la puerta —respondió él—, pero como sé que no va a querer marcharse, iremos al que fue mi dormitorio, al otro lado del pasillo. Quiero decir, antes de que lo convirtieran en una habitación para bebés.
Se levantó y fue hacia la puerta cojeando.
—Oh, Dios mío. Hemos guardado también un bastón negro dando por hecho que era de la señora Neeson. ¿No sería suyo?
—No. Era de mi abuela —dijo, sin ganas de dar explicaciones. Al fin y al cabo, aquella mujer ni siquiera creía que fuese nieto de la señora Neeson.
—Ah, bueno.
Y luego lo siguió en silencio hasta su habitación de toda la vida. Su abuela le había permitido que la redecorase después de que sus padres se divorciasen y tal vez aquello le había hecho sentir que siempre tendría un lugar permanente en su vida.
La luz entraba por el tragaluz del techo y Pedro recordó todas las mañanas que había pasado en la cama, mirando al cielo, soñando con viajar, con vivir aventuras, con un futuro en el que él mismo establecería las normas.
Debajo del tragaluz había un banco, encima del cual habían colocado un cojín moderno, lo quitó, lo lanzó sobre el sillón de cuero falso que ni su abuela ni él habrían comprado jamás y tiró de la tapa del banco.
—No se abre —dijo ella—. Ya lo hemos intentado.
—Sí que se abre.
Pedro había tardado siglos en idear un complicado cierre con el que mantener todos sus tesoros en secreto. Su abuela nunca le había preguntado qué guardaba allí, siempre había respetado su intimidad. Deseó que hubiese más mujeres como ella en el mundo.
Paula se acercó a ver qué estaba haciendo y él aspiro su aroma.
Escurridizo, femenino, sexy, como una mujer vestida solo con tacones y tal vez algo de lencería.
Pedro metió el dedo índice en la pequeña ranura y quitó el primer pestillo, lo que le permitió levantar la tapa un poco. Tardó otro minuto y luego la levantó por completo y miró dentro de la caja por primera vez en muchos años.
Dentro no había mucho. Un par de tebeos viejos, su primer guante de béisbol, un manoseado National Geographic, y allí, debajo de la espada de samurái de madera que él mismo se había hecho, encontró la carpeta de cuero.
La sacó, quitó de encima una polilla muerta y se la dio. Luego se incorporó y miró por encima del hombro de la mujer mientras esta la abría.
Volvió a aspirar su aroma. No era a flores, sino que tenía más bien un toque cítrico.
La fotografía y la cita que la acompañaban formaban parte de los pocos tesoros que poseía.
—Ganó un concurso de fotografía —dijo ella—. Estaba en el instituto.
Se giró a mirarlo y a Pedro volvieron a sorprenderle sus ojos grises azulados. Lo mismo que su perfume, la primera impresión fue de frialdad, pero pronto vio el calor que se escondía detrás.
—Sí, pero no se trata de eso. Mire la foto. Y lea el pie.
Era él más joven, con su abuela y su madre, y con la fotografía ganadora en la mano. Había sido el comienzo de su carrera. Convertirse en reportero gráfico le había dado libertad, aventuras, una vida en la carretera y un salario razonable.
—Pedro Alfonso, quince años, ganador del concurso de fotografía, con su madre, Emilia Alfonso y su abuela, Aurora Neeson —leyó ella. Pedro se señaló.
—Ese soy yo y esa, mi abuela.
Paula sonrió.
—La fotografía es buena y usted era un adolescente muy mono —dio, cerrando la carpeta y devolviéndosela.
—¿Satisfecha con mi identidad?
Ella giró la cabeza y sus ojos volvieron a sorprenderlo.
—Me he dado cuenta de que era cierto en cuanto le he visto levantar la tapa del asiento.
—Siento el malentendido —le dijo él con toda sinceridad—. Lo cierto es que todavía no he decidido si voy a vender la casa. Y, si lo hago, me gustaría elegir personalmente al agente inmobiliario.
Eso la enfadó.
—¿Conoce a alguno en Seattle?
—La verdad es que no.
—Bueno, pues le diré que yo soy muy competente y tengo excelentes referencias. Y que me parece que los MacDonald podrían ser los compradores.
—Yo creo que se han asustado cuando he dicho que mi abuela había muerto en esa cama.
La mujer se llevó las manos a las caderas. Tenía la manicura hecha y no llevaba alianza.
—No es cierto. Su abuela, como estoy segura que sabrá, falleció en el hospital.
Él sintió dolor, pero intentó ignorarlo.
—Eso da igual. Si hubiese conocido a mi abuela habría querido que su espíritu permaneciese en la casa.
Tal vez ese fuese el motivo por el que le costaba pensar en que otras personas viviesen allí. Para él, su abuela seguía allí.
—No me gusta la gente a la que le asustan los fantasmas, ni a mi abuela tampoco le gustaría.
Pedro se dio cuenta de que estaba demasiado cansado y de que lo mejor sería mantener la boca cerrada hasta que se encontrase mejor.
La mujer le sonrió.
—Es difícil dejar marchar a alguien cuando lo has querido tanto — comentó con voz suave.
—Sí.
—¿Estaban muy unidos?
—Sí. Podría decirse que fue ella la que me crio.
Pedro no podía imaginar qué habría sido de él si se hubiese quedado con su madre. Su abuela no solo lo había criado, también lo había salvado. Le había dado la oportunidad de hacer algo con su vida.
Cuando Paula lo miró, tuvo la sensación de que podía ver en su interior.
Fue muy extraño y Pedro supo que ella también se había percatado, porque la vio retroceder hacia la puerta. Era como si, de repente, ambos se hubiesen dado cuenta de que estaban solos en un dormitorio, aunque la colcha estuviese salpicada de patitos amarillos. Pedro habría jurado que hasta la temperatura había subido.
—¿Le apetecería una taza de café? —le preguntó ella.
Fue entonces cuando Pedro se convenció de que podía leerle la mente.
—Sería capaz de arrodillarme y suplicar por una.
Ella sonrió de verdad. Por fin.
—No hace falta que suplique. Lo esperaré abajo.
Pedro se sintió tentado a pedirle que se lo subiese, porque lo que más le costaba eran las escaleras y no quería que aquella mujer lo viese cojear, pero le dio miedo que lo malinterpretase.
—No pasa nada. Ya me lo prepararé yo luego.
—A mí me apetece un café ahora y, además, quiero hablar con usted.