sábado, 20 de febrero de 2021

UN EXTRAÑO EN LA CAMA: CAPÍTULO 8

 


Pedro bostezó y se desperezó. Quería seguir durmiendo, pero oyó cómo se cerraba la puerta de la casa y gimió. Era evidente que no estaba solo.


Supo que la mujer que lo había despertado iba a volver a la habitación.


Escuchó cómo subía las escaleras, cómo crujía el sexto peldaño y después el décimo primero.


Aquella casa no tenía secretos para él.


Cuando apareció en la puerta del dormitorio, la estaba esperando.


Su abuela se habría enfadado al verlo así tumbado en la cama, sobre unas almohadas que no reconocía, como todo lo demás que había en la habitación.


Se sintió casi como si estuviese soñando, pero la mujer que lo estaba mirando fijamente era real. De eso estaba seguro.


Y muy atractiva. Parecía enfadada y al mismo tiempo confundida e insegura. Una combinación interesante.


Le había gustado la rapidez con la que había recuperado la compostura después de verlo. Tenía el pelo largo y rubio, y unos ojos entre grises y azules.


Vestía falda negra, camisa blanca y joyas negras. Tenía las piernas bonitas. Y debía de tener una bonita sonrisa, pero en esos momentos tenía los labios tan apretados que no lo podía saber.


Entonces los separó, pero, por desgracia, no para reír. Sino para hablar.


—Tenemos que hablar.


—Qué miedo me dan esas palabras.


Ella estuvo a punto de esbozar una sonrisa, pero consiguió contenerla.


—Creo que ha habido un error.


—Sí, eso pienso yo también —dijo Pedro mirando a su alrededor—. ¿Se ha mudado aquí o algo así?


—Por supuesto que no. Ya le he dicho que soy agente inmobiliaria. Estoy intentando vender esta casa.


—Pues a no ser que mi abuela se pasase los últimos días de su vida redecorándola, estos muebles no son suyos.


Ella lo miró como si hubiese perdido la cabeza. Estaba cansado, pero no podía estar tan cansado.


—He hecho que preparen la casa para venderla.


Al ver que él no decía nada, Paula continuó:

—Quitamos lo viejo para presentar la casa lo mejor posible. A mí me parece que ha mejorado muchísimo.


—Ya no parece la casa de mi abuela —respondió él.


Se había sentido atraído por aquella cama nada más llegar. Le había hecho sentirse en casa y le había recordado a su abuela.


Miró a la mujer y, de repente, la mente se le llenó de imágenes de otro tipo, adultas. Parpadeó y apartó la mirada antes de que ella se diese cuenta de que había deseo en sus ojos.


—La idea es que el comprador vea las posibilidades que tiene la casa y se imagine en ella sus muebles y objetos personales.


Él podría haberle contestado que quería que llevasen inmediatamente todas las cosas de su abuela. A pesar de lo cansado que estaba, sabía que lo que quería en realidad era que le devolviesen a su abuela, y eso no era posible. Así que pasó a la ofensiva.


—Tienen que llevarse toda esta basura de aquí.


A ella se le pusieron los ojos más grises. Se cruzó de brazos.


—Tengo permiso para vender la casa.


—No se lo he dado yo.


—No, me lo ha dado el albacea de la señora Neeson.


—Qué gracia, porque la casa me la dejó a mí.


No obstante, tenía que ser sincero.


—Recuerdo que hablé con el abogado desde Libia. La cobertura no era buena. Tal vez pensó que le había dado permiso para vender la casa, pero no fue así.


Se volvió a frotar los ojos. Habría matado por una taza de café.


—Es probable que la venda, pero todavía no he tomado la decisión.


—Eso me deja a mí en una situación muy complicada.


Pedro tuvo la impresión de que la mujer no sabía qué hacer. Tal vez fuese nueva en el negocio y aquella era la primera vez que se enfrentaba a una situación difícil.


La vio fruncir el ceño.


—No quiero ser grosera, pero no tengo ninguna prueba de que sea el nieto de la señora Neeson.


Pedro pensó que, en cierto modo, tenía razón. Y supo que era lo suficientemente testaruda como para no dejarlo en paz hasta que no le demostrase quién era. Así que alargó el brazo para tomar su cartera y le enseñó el carnet de conducir.


Ella le echó un vistazo. Lo miró a él y después la fotografía.


—El apellido no es el mismo.


—Es cierto. Era mi abuela materna.


—Yo pienso que debería marcharse para que pudiésemos solucionar esto mañana.


Pedro no iba a marcharse de allí bajo ningún concepto, ni tampoco iba a permitir que una rubia con tacones le diese órdenes.


—De eso nada —respondió, cansado. Quería volver a dormirse—. Vamos a llamar a Eduardo Barnes, que me conoce.


—Está haciendo turismo enológico en California. Y si de verdad lo conoce, sabrá que…


—No tiene teléfono móvil —terminó Pedro en su lugar, cada vez más molesto—. ¿Cómo he entrado?


Paula lo miró sorprendida.


—He abierto la puerta que estaba cerrada con llave. ¿Cómo habría podido entrar si no fuese su nieto?


—Con la llave que hay escondida debajo del macetero. Es probable que haya mirado ahí después de ver que no estaba debajo del felpudo.


—No pienso marcharme. Soy el dueño de esta casa.


—Solo le estoy pidiendo que me lo demuestre.


Él se levantó de un salto, como si, de repente, se le hubiese ocurrido la solución.


—Vamos a buscar los álbumes de fotos en los que aparezco con mi abuela.


Ella lo miró con culpabilidad.


—Ya sabe lo que hemos hecho con las cosas viejas…


—¿Dónde están los álbumes?


—Guardados.


Pedro pensó que aquello se estaba convirtiendo en una broma pesada.



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