jueves, 21 de enero de 2021

UNA PELIGROSA PROPOSICIÓN: CAPÍTULO 12

 


Mientras Pedro avanzaba hacia ella, una docena de pensamientos pasaron por la mente de Paula. Desafortunadamente, todos eran sobre él. Tenía un aspecto estupendo con la camisa, los pantalones negros y la chaqueta informal que vestía. El problema era que ella ya sabía el aspecto que tenía sin ropa y, por mucho que se esforzaba, no podía apartar el recuerdo de su mente.


Se pasó una mano por la frente y se sorprendió al comprobar que estaba sudando. Debía estar loca para hacer lo que estaba a punto de hacer. Sacar a relucir cualquier cosa relacionada con la noche anterior era peligroso pero, dadas las circunstancias…


En lugar de sentarse, Pedro permaneció junto a la silla y se metió una mano en el bolsillo de los pantalones. Era una postura despreocupada, pero en aquellos momentos casi parecía reflejar una actitud de poder.


—¿De qué se trata? —repitió, al ver que Paula no decía nada.


Ella se aclaró la garganta.


—He recordado más cosas sobre la noche pasada, y creo que en algún momento me hablaste de Darío.


—Así es.


Paula asintió mientras jugueteaba con el borde de la carpeta que Pedro había dejado sobre la mesa.


—Según creo recordar, parecías tener una opinión muy definida sobre lo que le gusta y lo que no.


—Como te dije anoche, nos hemos hecho muy buenos amigos.


Paula miró la carpeta.


—Nunca te pediría que traicionaras una confidencia, por supuesto, pero me preguntaba si… ¿te ha dicho alguna vez algo sobre mí?


—Solo en términos generales.


—¿Qué quieres decir?


—A veces se refiere a ti y a tus hermanas como «las chicas».


—¿Cómo si fuéramos una sola entidad? —la voz de Paula reflejó tanta sorpresa como desagrado. Sus hermanas y ella nunca habían sido una entidad, nunca habían sido tan cercanas como para que las consideraran una sola. Su padre se había ocupado de ello.


—No sé cuánto recuerdas de nuestra conversación, pero te dije que te considera parte de su familia.


Paula pensó que llevar a Darío al altar iba a ser más difícil de lo que había anticipado. Se pasó una mano por la frente y, al darse cuenta de que era un gesto que acababa de hacer, se irguió y adoptó una actitud más profesional.


—También dijiste que era un hombre que no me convenía en absoluto —dijo, mirando fijamente a Pedro—. Creo que esa es una afirmación muy atrevida.


—Tal vez, pero es cierta.


—No puedes estar seguro. Nadie puede estarlo.


—Tal vez, pero puedo tener una opinión basada en cierta dosis de conocimiento.


—Ya veo —Paula se levantó y caminó de nuevo hasta el ventanal, para luego volver al escritorio—. Y supongo que ese conocimiento está basado en parte en tu creencia de que no soy una «mujer fatal» —odiaba tener que repetir aquellas palabras. Siempre se había enorgullecido del hecho de no haber utilizado nunca artimañas femeninas para llegar donde estaba. Pero ya no le quedaba más remedio que preguntarse si tenía alguna.


—Veo que recuerdas muy bien toda nuestra conversación.


—Sí. Es con otras partes de la noche con las que tengo problemas de memoria —Paula hizo una pausa, tomó un bolígrafo de la mesa y tamborileó con él sobre ella—. También dijiste que había decidido que era el momento de ir tras Dario.


Pedro sonrió.


—Y es cierto, ¿no?


Paula no pudo evitar mirarlo con expresión de perplejidad.


—¿Cómo has podido llegar a esa conclusión? No me conoces tan bien.


—Te conozco mejor de lo que crees, así que no te molestes en decirme que estoy equivocado. Centrémonos en lo otro que dije: que no eres una mujer fatal. ¿Vas a decirme que estoy equivocado?


Paula se mordió el labio inferior, pero dejó de hacerlo de inmediato. Sin embargo, no dejó de tamborilear con el bolígrafo en la mesa.


—Nunca había pensado en ello —«hasta ahora», añadió para sí.


—¿Y ahora que lo has hecho…?


Ahora que lo había hecho, Paula debía admitir que Pedro tenía razón, aunque no pensaba darle la satisfacción de decírselo.


—Hasta ahora no me he centrado en ese aspecto particular de ser una…


—¿De ser una mujer? —concluyó Pedro por ella, al ver que se quedaba callada.


Paula se encogió de hombros.


—Siempre he sido rápida aprendiendo. No creo que sea tan difícil —miró a Pedro mientras una idea se formaba en el fondo de su mente—. No has respondido a mi pregunta.


—No lo he hecho porque no puedo —Pedro sonrió—. Nunca he sido una mujer.


Paula estuvo a punto de reír al oír aquello. Pedro era uno de los hombres más masculinos que había conocido. ¿Por qué no se había fijado antes? En cuanto la pregunta se formó en su mente, llegó la respuesta: llevaba unas anteojeras que le impedían ver todo lo que no estuviera relacionado con los negocios. Si no había nacido con ellas puestas, su padre se encargó de ponérselas poco después.


—Pero no hay duda de que siempre tienes mujeres alrededor. Me refiero a que pareces… atraerlas.


—¿Adónde quieres llegar?


—No sé —la respuesta de Paula fue sincera, pero no dejó de darle vueltas a la cabeza para tratar de averiguar lo que quería.


Cuando estaba insegura sobre alguna decisión que debía tomar, normalmente hacía una lista de lo que sabía con certeza, de manera que decidió hacer precisamente eso.


—Pareces saber mucho sobre Darío. Y, sin duda, sabes mucho de mujeres.


—¿De dónde has sacado la segunda idea?


—He hablado con más de una de las que has desechado.


—Yo no «desecho» a las mujeres.


—Pues ellas parecen pensar lo contrario.


—Piensa en lo que acabas de decir, Paula —el tono de Pedro fue sorprendentemente suave, pero su expresión se endureció—. Eso no puede ser cierto.


Paula dejó el bolígrafo en la mesa.


—De acuerdo, de acuerdo. Normalmente las decepciona que no parezcas ir más en serio y que no vuelvas a llamarlas después de la primera o segunda cita.


—No me gusta engañarlas.


Paula suspiró, lamentando haber sacado aquel tema a relucir.


—Lo que hagas con las mujeres no es asunto mío, ¿de acuerdo?


Pedro la miró con una expresión que decía claramente que no la iba a dejar librarse del tema así como así.


—No me mires así. Sabes que las mujeres solo tienen que mirarte para empezar a babear. Y si encima les sonríes y ven ese hoyuelo tuyo, de pronto empiezan a pensar en tu boda.


—Una vez más, creo que estás exagerando.


Paula se cruzó de brazos.


—No. Sé que tengo razón. Da la sensación de que solo quieres ser amigo de ellas y, según dicen, eres un buen amigo. Pero eso no evita que se sientan decepcionadas. En cualquier caso, ¿por qué estamos hablando de tus relaciones con las mujeres si hemos empezado a hablar de Dario y de lo que piensa de mí?


—Creo que eres tú la que ha sacado el tema de mis «relaciones con las mujeres», como tú dices.


—¿En serio? —Paula frunció el ceño.


Aquello era lo que llamaba «el día después de una migraña». A menudo tenía problemas para centrarse en un tema, y después de la noche pasada con Pedro… ¡Maldición!


—¿Qué te preocupa, Paula?


Ella trató de borrar los recuerdos de su mente y lo intentó de nuevo.


—Dario. Dario… —la idea que había empezado a formarse en su mente surgió de pronto con toda claridad.


Pedro negó con la cabeza.


—Lo siento, pero no tienes ninguna opción con él.


—Eso dices tú —Paula lo miró con cautela—. ¿Puedo confiar en ti?


Pedro pareció relajarse. Sonrió y se sentó en el borde de la mesa.


—La noche pasada dormiste en mis brazos. Si no puedes confiar en mí, ¿en quién ibas a hacerlo?


Paula estuvo a punto de gemir.


—¿Quieres hacerme el favor de olvidarte de eso?


Pedro rió.


—Bromeas, ¿no?


Paula rodeó el escritorio y se detuvo ante él.


—Solo trato de averiguar si puedo confiar en ti sin que corras a decirle a Dario todo lo que te cuente.


—Yo nunca te traicionaría.


Paula tuvo la impresión de que las palabras de Pedro tenían un significado más profundo, pero tal vez se debía a su imaginación.


—De acuerdo. En ese caso, dime qué piensas de esta idea. Tú conoces a Dario, y entiendes de mujeres. ¿Qué te parece si me enseñas a atraer a Darío y a convertirme en… —Paula tuvo que tragar antes de continuar, y rogó para que Pedro no se riera de ella—… en una mujer fatal?


Sorprendida, vio que él la miraba pensativamente.


—Si aceptara, ¿qué sacaría con ello?


La idea era tan reciente que Paula no se había detenido a pensar en aquello, pero tenía sentido que Pedro quisiera algo en compensación.


—No sé. ¿Qué querrías? ¿Dinero?


—Ya tengo mucho dinero.


—Entonces, ¿qué querrías?


—Algo que no te costaría nada.


—¿Y qué sería?


—Que aceptaras trabajar conmigo en la promoción de nuestros terrenos.


Paula no lo había visto venir.


—Maldita sea, Pedro. Ya sabes que…


—Lo sé —interrumpió él—. Es una tradición familiar. Pero vas a tener que decidir qué es más importante para ti: las enseñanzas de un padre que murió hace tiempo o conseguir a Darío.




UNA PELIGROSA PROPOSICIÓN: CAPÍTULO 11

 


Tras conocerla y observarla a ella y a su familia durante un año, había ideado dos planes para hacerla suya. Lo que no había sabido era cuándo iba a poder poner sus planes en marcha. Comprar la propiedad formaba parte de su primer plan. Pero el cielo se había abierto para él la noche anterior y le había hecho un magnífico regalo. Como resultado, estaba casi seguro de que su segundo plan estaba a punto de comenzar. Satisfecho, esperó a que sucediera lo que sabía que se avecinaba.


Paula lo miró atentamente.


—¿Y tú? ¿Has analizado atentamente mi oferta por tu terreno?


—Por supuesto.


Paula jugueteó con la correa de oro de su reloj.


—¿Y bien?


Pedro abrió las manos con expresión de pesar.


—Creo que prefiero quedarme con el terreno.


—Ya veo —Paula volvió a mirarlo. Pedro sabía que, cuando se ponía a ello, era tan buena como él enmascarando sus sentimientos. Pero también sabía que en aquellos momentos estaba pensando en la noche anterior. Bruscamente, rodeó la silla y cerró la carpeta—. En ese caso, hemos llegado a un punto muerto. No tiene sentido que sigamos hablando de ofertas y contraofertas. La reunión ha acabado.


—No del todo.


—Si tú no quieres vender y yo tampoco, no veo de qué más podemos hablar.


—¿Y si trabajamos juntos?


—¿Te refieres a desarrollar un proyecto común en nuestros terrenos?


Pedro asintió. Si Paula aceptaba, él tendría más tiempo para alcanzar su propósito, que no era otro que hacerla cambiar de opinión respecto a su plan de casarse con Darío Barón. Si no lo lograba, lo peor que podía pasar era que aún ganara muchos millones. Además, ya tenía su segundo plan dispuesto.


Paula negó con la cabeza.


—Nunca acepto socios en ningún proyecto. Ya deberías saberlo.


—Lo sé. Pero también sé que esa forma de actuar carece por completo de sentido práctico —Paula fue a decir algo, pero Pedro la interrumpió—. Lo sé, lo sé. Es lo que tu padre os enseñó a ti y a tus hermanas. Pero piensa en ello, Paula. Con todos esos acres, más un proyecto común, tendríamos un negocio formidable. Además de despachos y tiendas, podríamos añadir viviendas y zonas de ocio. Y sabes tan bien como yo que si trabajamos juntos diseñando y configurando además algunas zonas verdes, el ayuntamiento nos sonreirá con benevolencia y nos concederá permisos para lo que queramos.


—Yo no trabajo así, Pedro —Paula volvió a sentarse.


—Creo que el verdadero problema es que no sabes cómo trabajar con otros —Pedro sonrió lentamente—. Vamos, Paula. Ya eres una de las terratenientes más importante de Texas, y además tienes propiedades por todo el mundo. No creo que vayas a perder tu reputación porque te asocies con alguien por una vez. No sé si te has fijado, pero ya casi nadie trabaja solo. Además, piensa en cuánto nos divertiríamos.


—¿Divertirnos? —por unos instantes, la mirada de Paula pareció atada a la sonrisa de Pedro, a sus labios, a su hoyuelo. Pero enseguida la apartó—. Mi hermana Teresa vendió a otra compañía en su última operación y perdió millones. Eso no me va a suceder a mí.


—Y no sucederá si nos asociamos. De hecho, ganaríamos más dinero que por separado. Además, tú y yo sabemos que Teresa no «vendió». Hizo un gran trato. Pero esa situación es muy distinta a la nuestra —Pedro suavizó su tono al añadir—: Ella hizo el trato por amor. Pero ese no sería nuestro caso, ¿verdad?


—No, claro que no —contestó Paula de inmediato.


—¿Entonces?


—No, Pedro.


—¿Sabes qué? Creo que ese «no» tuyo es automático, como tantas otras cosas en ti.


—¿Qué quieres decir?


—Todo lo que te estoy pidiendo es que no rechaces mi idea directamente. Piensa en ello —Pedro se levantó y colocó sobre el escritorio otra carpeta que llevaba consigo—. Aquí hay varias ideas que he esbozado. Estúdialas con mente abierta y creo que verás los beneficios de trabajar juntos —alzó una mano y deslizó los dedos con delicadeza por la mejilla de Paula. Ella se sobresaltó ligeramente—. Cuídate —murmuró Pedro con una sonrisa. Luego se volvió y caminó hacia la puerta tan lentamente como pudo. Lo último que quería era despertar sus sospechas.


Tenía la mano en el pomo de la puerta cuando Paula lo detuvo.


—Espera. Hay algo… hay una cosa más sobre la que me gustaría hablar contigo.


Pedro soltó el aliento contenido y se volvió con una simulada expresión de sorpresa en el rostro.


—Ah, ¿sí? ¿De qué se trata?



UNA PELIGROSA PROPOSICIÓN: CAPÍTULO 10

 

Paula miró a Pedro con cautela desde su amplio y ordenado escritorio de caoba.


—Buenas tardes —saludó.


—¿Lo son? —Pedro pensó que Paula se estaba esforzando por aparentar su imperturbable y serena actitud habitual, pero se le notaba demasiado.


Con una sonrisa satisfecha, se sentó en una de las sillas que había frente al escritorio. Después de la noche pasada, hiciera lo que hiciese Paula, sabía que nunca podría reconstruir la barrera que tanto se había esforzado en alzar entre ellos.


—¿Cómo que si «lo son»?


—Que si son realmente «buenas tardes». ¿Te sientes mejor que esta mañana?


—Sí, estoy bien.


—¿No hay indicios de otro dolor de cabeza?


—No —la mandíbula de Paula se tensó visiblemente.


Pedro ocultó una sonrisa. Paula estaba lamentando realmente la ayuda que le había prestado la noche anterior. Desafortunadamente para ella, había sucedido, y aunque estaba haciendo lo posible por volver a su despreocupada relación previa, él no tenía planeado permitírselo.


—Ahora que ya hemos hablado del tema —añadió Paula, tensa—, dejémoslo.


—Como quieras —Pedro se fijó en su vestimenta. Había elegido un traje de chaqueta y falda azul marino, con una blusa de color crema cerrada hasta el cuello. Como única joya llevaba un reloj de oro. Su aspecto era especialmente severo. Además, había vuelto a peinarse con el moño alto que tanto parecía gustarle—. No volveré a preguntarte a menos que vuelva a verte como ayer.


Paula lo miró unos momentos, como sopesando sus palabras. Luego abrió la carpeta que tenía ante sí en el escritorio y echó un rápido vistazo a su contenido.


—¿Por qué te has molestado en concertar esta cita, Pedro? Habría podido decirte por teléfono que no tengo intención de vender la propiedad adyacente a la tuya.


—¿Por qué?


—Dejémonos de juegos. Sabes muy bien por qué quiero conservar ese terreno. Incluso sin contar con el tuyo, resultará muy rentable desarrollarlo. Pero hay otro motivo por el que quiero conservarlo: me robaste descaradamente la parte que compraste. Y ese es el verdadero motivo por el que no te lo vendo. Es una cuestión de principios.


—Interesante. No sabía que fueras rencorosa —Pedro se reclinó contra el respaldo del asiento y cruzó las piernas. Estaba disfrutando con aquello—. Además, la palabra «robar» me parece demasiado inerte. No hice nada ilegal, ni inmoral.


—Eso último es discutible —Paula se levantó y caminó hacia la ventana, desde la que había una vista panorámica de Dallas, pero se volvió de inmediato—. No sé cómo lo hiciste, pero de algún modo averiguaste que me interesaban ambas propiedades. Creo que entregaste tu cheque diez minutos antes de que yo llegara con el mío.


Pedro se encogió de hombros, como diciendo: « ¿Y qué?». Lo cierto era que había averiguado por casualidad que Paula estaba interesada en aquellos terrenos. Se movió rápidamente, pidió varios favores, prometió otros y acabó comprando una de las propiedades justo antes que ella, con la esperanza de que no se echara atrás y comprara la otra a pesar de todo.


Teniendo en cuenta su localización, ambas parcelas eran auténticas minas de oro. Promoviéndolas adecuadamente, ayudarían a revitalizar la zona norte. Si Paula decidía no venderle la suya, cosa con la que contaba, o si no averiguaba el verdadero propósito de su visita, no habría perdido nada. Cualquiera de las propiedades por separada bastaría para obtener fuertes beneficios.


Paula se acercó a su silla y apoyo ambas manos en el respaldo.


—¿Por qué no compraste ambas propiedades a la vez? Podrías haberlo hecho fácilmente. A menos… a menos que no tuvieras el dinero necesario para comprar ambas en aquel momento. ¿Fue por eso?


Pedro sabía que la falta de dinero sería el único motivo que Paula entendería pero, para picarla un poco, decidió no satisfacer por completo su curiosidad.


—En parte sí. Compré la propiedad directamente, sin ofrecérsela a otros inversores. En cuanto a mis otras razones… —volvió a encogerse de hombros.


Paula frunció el ceño, desconcertada, pero Pedro la interrumpió antes de que pudiera hacer otra pregunta.


—¿Te has molestado al menos en considerar mi oferta?


—Considero todas las ofertas que me llegan.


—Es una buena oferta, Paula.


—Lo sé.


—¿Y si la aumento?


Ella negó con la cabeza.


—Ahórrate la molestia.


Era la respuesta con la que contaba Pedro, pero si no hubiera insistido, Paula se habría preguntado por qué. Y si hubiera aceptado su oferta, él habría perdido la oportunidad de llevar adelante su plan original, que consistía en trabajar con ella.



miércoles, 20 de enero de 2021

UNA PELIGROSA PROPOSICIÓN: CAPÍTULO 9

 


Paula no podía apartar de su mente la noción de que habían dormido en la misma cama. Ella nunca había dormido con nadie en la misma cama, y eso incluía a sus hermanas. Además, no había habido nada platónico en el modo en que habían dormido Pedro y ella. Como él había dicho, ella no había sido capaz de descansar realmente hasta que se había abrazado a él. Aunque el sexo no había intervenido, para su forma de pensar, aquella noche había sido increíblemente íntima.


Pero, seguramente, para Pedro aquello no había tenido nada de extraño, aunque tampoco trataba do tildarlo de mujeriego. Por lo que había visto, tan probable era que se presentara a una fiesta solo como acompañado por alguna belleza. E incluso en ese último caso, nunca parecía que su relación fuera especialmente seria.


—No tienes por qué avergonzarte de padecer migrañas —dijo Pedro mientras se metía la camisa en los pantalones—. ¿Qué ha dicho tu médico? ¿Sabe qué las provoca?


Paula negó lentamente con la cabeza.


—Estoy perfectamente sana, si es a eso a lo que te refieres. Me han hecho muchos análisis y pruebas.


La expresión de Pedro se ensombreció.


—Si todo lo que puede hacer tu médico es extenderte unas recetas, deberías consultar a otro.


—Ya lo hice, y me dijo lo mismo —Paula ya se sentía demasiado vulnerable ante Pedro. No quería que supiera más de lo que ya sabía. —. Pero estoy mejorando. Tuve mi último dolor de cabeza hace dos meses —apartó las mantas para salir de la cama, pero se detuvo repentinamente.


Había estado tan centrada en Pedro y en cómo se vestía que en ningún momento se había parado a pensar en lo que ella llevaba puesto. Enseguida comprobó que solo llevaba el camisón.


—¿Con qué frecuencia te dolía antes la cabeza?


—Eso no importa. ¿Cómo me puse anoche el camisón?


—Te lo puse yo.


—Lo que significa que me quitaste la ropa.


Pedro le dedicó una de sus perezosas sonrisas, con el fascinante hoyuelo incluido.


—No te preocupes. No me aproveché de ti.


—Ni se me había pasado por la cabeza que lo hubieras hecho.


El hecho de que Pedro la hubiera visto prácticamente desnuda hizo que Paula deseara ocultarse por completo bajo las mantas hasta que se fuera. Si había metido una pierna entre las suyas, lo más probable era que el camisón se le hubiera subido casi hasta la cintura y, por tanto…


Volvió a mordisquearse el labio inferior. Nunca se había sentido tan avergonzada en su vida. De ese momento en adelante, cada vez que se miraran a los ojos ambos sabrían que él la había visto prácticamente desnuda. Lo único que podía hacer era evitar ver a Pedro durante los siguientes días. Con el tiempo recuperaría la compostura en su presencia. O eso esperaba.


—¿Habías tenido que usar antes el inhalador? Parecía algo bastante potente.


—No —el médico había advertido a Paula que si lo usaba lo hiciera junto a la cama, porque probablemente perdería a medias el conocimiento. Y así había sido.


—Eso significa que el dolor de cabeza de anoche ha sido uno de los peores que has tenido. Creo que deberías llamar hoy al médico para contárselo.


Paula necesitó hacer un verdadero esfuerzo, pero logró mantener el tipo.


—Agradezco de verdad que me ayudaras anoche, Pedro. El dolor de cabeza era de los fuertes. Pero ahora llego tarde —Paula volvió a mirar el reloj y vio que eran casi las ocho. Le sorprendía que Monica no la hubiera llamado, pero ya que el día anterior estaba al tanto del dolor de cabeza que se avecinaba, probablemente había decidido no molestarla— llego muy tarde, y necesito levantarme y vestirme —salió de la cama y se puso de pie—. Pero antes de que te vayas me gustaría pedirte un favor.


Odiaba estar en deuda, especialmente con alguien que sabía más de ella que los doctores. Miró a Pedro y vio que este tenía la mirada puesta en sus pechos. Ni siquiera tuvo que bajar la vista para saber que sus pezones se habían excitado. Se cruzó de brazos.


—¿Pedro? —cuando él la miró, Paula percibió un calor en su mirada que hizo que las rodillas se le debilitaran. Se aclaró la garganta—. He dicho que me gustaría pedirte un favor.


—Te he oído. Pídelo.


—Te agradecería que mantuvieras en secreto la información que tienes sobre mi problema.


—¿Problema? ¿Te refieres a las migrañas?


—Exacto.


—¿Qué te pasa, Paula? ¿Acaso temes que alguien pueda pensar que tienes una grieta en la armadura?


Como en tantas ocasiones, Pedro trataba de picarla, pero ella no estaba dispuesta a morder el Cebo.


—¿Mantendrás en secreto lo que sabes?


—No deberías ver las migrañas como una especie de fracaso o debilidad por tu parte. Además, no eres la única que las sufre. Varios de nuestros conocidos comunes las padecen.


—¿Cómo lo sabes?


Pedro se encogió de hombros.


—Escucho.


Paula respiró profundamente, molesta consigo misma por la facilidad con que dejaba que Pedro la distrajera.


—¿Lo harás?


—Claro que no se lo diré a nadie.


—Y… ¿el resto?


Pedro tomó su chaqueta del respaldo de una silla y se la puso.


—Lo que ha sucedido quedará entre nosotros.


Paula soltó el aliento. No le había hecho decir las palabras.


—Gracias.


Pedro avanzó lentamente hacia ella y se detuvo a escasos centímetros.


—De nada. Me basta con que se te haya pasado el dolor —inclinó la cabeza y besó a Paula en la frente—. Tómate el día con calma —su boca descendió hasta detenerse a pocos milímetros de la de ella—. No te apresures en llegar a la oficina.


Paula contuvo el aliento mientras un estremecimiento recorría su cuerpo. ¿Iba a besarla?


Pedro le acarició levemente el rostro.


—Come algo antes de irte, y conduce despacio —alzó la cabeza y la miró a los ojos. Luego sonrió—. Nos vemos en unas horas —a continuación giró y se encaminó hacia la puerta.


Ya tenía la mano en el pomo cuando Paula recuperó el sentido.


—¡Espera! ¿Qué quieres decir con eso de que nos vemos en unas horas?


—¿Lo has olvidado? Tenemos una cita a las dos —Pedro salió del dormitorio y cerró cuidadosamente la puerta a sus espaldas.


Anonadada, Paula se sentó en la cama.


¿En unas horas? ¿Era ese todo el tiempo que iba a tener para superar lo que había sucedido? Exhaló un tembloroso aliento. De acuerdo. Aunque contaba con no verlo en una temporada, tendría que encontrar algún modo de enfrentarse a él aquella tarde. Nunca había rehuido los retos, y no iba a hacerlo en esa ocasión.


Aunque no le hubiera pedido a Pedro exactamente que pasara la noche con ella, sí le había pedido que se quedara un poco más. No sabía por qué había sentido que lo necesitaba, y tampoco sabía por qué se había deslizado en la cama hacia él buscando su calor. Y algo más.


Lo único que sabía era que se había sentido extraña y perdida hasta que Pedro la había estrechado entre sus brazos.




UNA PELIGROSA PROPOSICIÓN: CAPÍTULO 8

 


Pedro se irguió hasta sentarse. Las mantas se apartaron lo suficiente como para dejar ver el elástico negro de sus calzoncillos. Paula suspiró, aliviada. Al menos, no estaba totalmente desnudo.


—Lo cierto es que en ningún momento tuve intención de dejarte sola. Si no hubieras dicho algo, planeaba esperar tras la puerta hasta que te quedaras dormida. Luego habría entrado de nuevo.


Paula parpadeó.


—¿Por qué?


—No podía dejarte sola. Estabas demasiado enferma, demasiada ida como para quedarte sola. Quería estar aquí por si empeorabas, o por si sufrías alguna reacción adversa a la medicación, o por si necesitabas algo.


Paula nunca había visto la mirada de Pedro tan suave como en aquellos momentos. Se mordió el labio inferior. Un instante después se dio cuenta de lo que estaba haciendo. Aquel gesto era un mal recuerdo de una infancia tensa.


—Y… ¿qué te impulsó a desnudarte y meterte bajo las sábanas?


Pedro sonrió.


—Aún después de que la medicina te hiciera efecto no parecías sentirte cómoda. Pensé que tal vez tuvieras frío, y era cierto. En cuanto me desvestí y me metí en la cama, te abracé. Te relajaste de inmediato.


Paula no podía decir nada al respecto. No había hecho nada de forma consciente y, por tanto, no podía explicar sus acciones. Tenía un vago recuerdo del brazo de Pedro rodeándole los hombros, de sentirse segura y cálida junto a él.


—¿Cuánto tiempo llevas despierto?


—Desde el amanecer.


—¿Y por qué no me has despertado? —preguntó Paula, irritada.


Él respondió con una sonrisa, y Paula se sintió atrapada ante la visión de sus sensuales labios y de su asonante hoyuelo.


—Por educación.


—¿Disculpa?


—No te he despertado porque no habría sido educado hacerlo.


—¿Por qué no?


—Estabas totalmente enredada conmigo.


Paula se quedó sin aliento al recordar de pronto la sensación de su pierna entre las de Pedro y de su brazo rodeándole la cintura. Sintió que el rostro le ardía. Habría jurado que nunca se ruborizaba, pero ya no podía estar segura, porque Pedro entrecerró repentinamente los ojos mientras la miraba.


—Además —continuó él—, estabas tan dormida que no quería despertarte.


—Pero cuando… me he despertado estaba aquí, en mi sitio.


Pedro se encogió de hombros.


—He pasado casi toda la noche en la misma posición. Los músculos empezaban a dolerme y he tenido que estirarme. Te he apartado intentando no despertarte. Lo siento.


Paula asintió, aunque no sabía por qué. Al menos, agradecía no haber despertado entre sus brazos. Eso habría sido demasiado bochornoso.


—¿Cómo te sientes? —Pedro apartó las mantas y salió de la cama. Sus ceñidos calzoncillos negros parecían hechos a medida, y él parecía sentirse tan cómodo moviéndose ante ella semidesnudo como si fuera algo que hiciera a diario. Evidentemente, debía estar muy acostumbrado a vestirse y desvestirse en los dormitorios de otras mujeres.


Paula apenas había asimilado aquel inquietante pensamiento cuando él se volvió a tomar sus pantalones, ofreciéndole una clara visión de su musculosa espalda y su redondeado y firme trasero. La garganta se le secó. Lo conocía hacía dos años, pero nunca había pensado en el aspecto que tendría sin ropa. Sin embargo, ya no necesitaría hacerlo. Aquellos calzoncillos dejaban muy poco a la imaginación.


—¿Paula?


—¿Qué?


—Aún no has respondido a mi pregunta. ¿Te sientes mejor?


En lo que a Paula le pareció cámara lenta, Pedro se puso los pantalones. A la luz del sol, el pelo de sus magníficas piernas parecía más rubio que castaño. Cuando los tuvo en torno a la cintura, Paula oyó la veloz y eficiente subida de la cremallera.


Sintió una punzada de pesar. Aquella era una sensación tan ajena a ella que se quedó totalmente desconcertada. Al ver que Pedro la miraba con expresión divertida, se dio cuenta de que aún no había respondido.


—Bien. Me siento bien.


—¿Se te ha ido el dolor del todo?


—Solo queda el recuerdo.


Pedro volvió a entrecerrar los ojos.


—¿Qué sucede, Paula? —preguntó, preocupado.


—Nada. Es solo que… lamento que sintieras que debías quedarte toda la noche. No te habrás sentido muy cómodo. ¿Has podido dormir algo?


—Sí. Me quedé dormido en cuanto noté que te habías relajado y te habías quedado dormida.


Paula rió forzadamente.


—Supongo que estás acostumbrado a dormir con mujeres.


Pedro le dedicó una enigmática sonrisa y luego tomó su camisa.


—¿Hace cuanto sufres de migrañas?


Paula miró su pecho desnudo.


—No mucho.


Pedro se puso la camisa.


—Respuesta equivocada. He mirado las fechas de prescripción de tus frascos de medicinas. Algunos de ellos tienen casi un año.




UNA PELIGROSA PROPOSICIÓN: CAPÍTULO 7

 


Algo inquietó a Paula. Un aroma vagamente conocido invadió sus sentidos. Estaba sucediendo algo que no quería que sucediera. Se resistió a moverse y a abrir los ojos. El instinto le dijo que algo iba mal. Se sentía cálida y cómoda… pero también frágil. Extremadamente frágil.


Entonces recordó. La noche anterior había sufrido una migraña. Ya se le había pasado pero, como siempre, su cabeza retenía el recuerdo del dolor. Suspiró suavemente. Hacía más de dos meses que no tenía una migraña, y había llegado a creer que ya las había superado. Evidentemente, no era así. Y para empeorar las cosas, aquella había sido una de las peores.


¿Qué había sucedido? ¿Y qué estaba oliendo? ¿Y sintiendo?


Trató de recordar lo sucedido la noche anterior. La fiesta… había ido bien. Hernan Mathis y Teo Korster estaban a punto de aceptar su propuesta, y esa era la meta principal de la fiesta. Sí, lo recordaba. Incluso había logrado allanar el camino para futuros proyectos.


Champán. Las luces del estanque. Unos ojos marrones. Un pelo que siempre parecía necesitar un peine.


Pedro.


Se había presentado después de que todo el inundo se hubiera ido. Según él, había vuelto porque había sentido que algo iba mal. Eso le había parecido muy extraño.


A veces, Pedro podía ser una auténtica cruz. Nadie conseguía alterarla como él. Cuando trataba de ignorarlo, él se negaba a permitírselo. Y cuando trataba de cortarlo en seco dándole la espalda, se reía de ella.


Unos meses atrás, la invitó a ella, a su hermana Teresa y a unos amigos a volar a Corpus Christie en su nuevo avión. Pero se fue dejándola en tierra. ¿El motivo? Que se retrasó quince minutos y Pedro se negó a esperarla. Se puso furiosa.


Sin embargo, en otras ocasiones se sentía atraída por él. Al menos, hasta que lograba recuperar el control sobre sus sentidos y se recordaba por qué no podía sentirse atraída por Pedro. Dario era el hombre con el que planeaba casarse… si lograba convencerlo, por supuesto.


A pesar de todo… estaba en deuda con Pedro. Por mucho que le costara aceptarlo, así era. Cuando la migraña había atacado, él había estado allí para ayudarla.


Tal vez podría haber superado la crisis por sí misma, pero eso era algo que nunca llegaría a saber. Tendría que encontrar algún modo apropiado de darle las gracias. Tal vez, regalándole una planta para su despacho.


Gimió interiormente. ¿Cómo iba a saber cuál era el modo apropiado de darle las gracias? Lo mejor que podía hacer era esperar a hablar con Monica en el trabajo. De momento, aún se sentía muy aturdida.


Abrió los ojos lentamente y vio que la luz del sol inundaba la habitación. Volvió a gemir interiormente. Lo normal era que, en cuanto el primer rayo de sol entraba por la ventana, saltara de la cama, totalmente dispuesta a enfrentarse al nuevo día. Pero lo cierto era que aún se sentía muy débil, y el impulso de permanecer en la cama era muy fuerte.


Sin embargo, nunca se había permitido utilizar las migrañas como excusa para vaguear. Cuando estaba en el trabajo era más consciente de los primeros síntomas de un ataque de migraña y tomaba rápidamente una pastilla para frenarla. Pero la noche anterior trató de superarla a base de ignorarla, y no había servido para nada.


Volvió la cabeza para mirar el reloj. Eran las siete y media. Normalmente estaba en la oficina a las siete. Si se levantaba ya, aún podía llegar a las ocho y media. Experimentalmente, trató de erguirse en la cama.


—¿Ya te sientes mejor?


Paula se quedó totalmente paralizada. Pedro. Se volvió hacia él y dio un gritito ahogado.


Estaba tumbado de espaldas, con los brazos tras la cabeza y la manta a la altura de la cintura, dándole una visión completa de su pecho desnudo. Una mata de pelo castaño claro cubría este, formando una uve hasta desaparecer bajo las mantas. ¡Dios santo! ¿Estaría desnudo? Paula cerró rápidamente los ojos y volvió a abrirlos…


—¿Qué haces aquí?


Pedro se volvió hacia ella y apoyó un codo en el colchón para erguirse. Su rostro estaba tan cerca que Paula pudo ver su incipiente barba y las vetas doradas de sus ojos.


—¿No te acuerdas?


—Yo… —un recuerdo surgió en la mente de Paula.


Se había mostrado reacia a que se fuera, aunque no recordaba haberle pedido que se quedara. Pero aquel recuerdo trajo otros. El dolor había sido tan intenso que había sentido una necesidad vital de aferrarse a él, como si su fuerza hubiera podido rellenarlo. Pero…


—Recuerdo que rodeaste la cama y te tumbaste encima de las mantas —también recordaba cómo se arrimó a él para tratar de absorber su calor. Pero estaba segura de que las mantas aún se interponían entre ellos.


Y en ese momento reconoció el aroma que había invadido su sueño. Era el aroma vigoroso, sexual y único de Pedro, y probablemente estaría en las sábanas en las que había dormido.


—No esperaba que te quedaras toda la noche y, desde luego, no esperaba que te… desvistieras.



martes, 19 de enero de 2021

UNA PELIGROSA PROPOSICIÓN: CAPÍTULO 6

 


Pero esa noche, durante la fiesta, había notado que los ojos de Paula adquirían una expresión dolida, algo en lo que no se habrían fijado quienes la conocían a un nivel meramente social o profesional. Pero él sí se había fijado, y por eso había vuelto.


—¿Qué tal estás? —Preguntó, en un susurro—. ¿Te apetece ponerte alguna otra cosa ahora?


Paula se estremeció.


—Tengo frío.


Pedro se levantó de inmediato y fue hasta el armario empotrado que se hallaba frente a la cama. Pasó por alto las hileras de trajes de trabajo perfectamente colgados, los vestidos, las camisas y las faldas y centró su atención en un camisón beige de punto con una bata a juego. Lo acarició y comprobó que era suave y cálido, perfecto para Paula en aquellos momentos.


Lo descolgó y se acercó con él a la cama. Paula tenía los ojos abiertos.


—¿Te parece bien? —preguntó, mostrándoselo.


Ella asintió levemente y volvió a cerrar los ojos.


—Puedo cambiarme yo sola —murmuró.


En circunstancias normales, Pedro sabía que se habría opuesto con todas sus fuerzas a que él la ayudara a cambiarse, pero, esa noche, su habitual determinación por controlarlo todo estaba muy disminuida.


Tenía que distraerla, y para ello contaba con el tópico perfecto.


—Sé que puedes —dijo, en tono despreocupado—, pero ya que estoy aquí, me gustaría ser de alguna utilidad —con sumo cuidado, ayudó a Paula a erguirse—. Además —continuó—, hay algo que necesito decirte. En realidad es una confesión. Sé que estarás de acuerdo conmigo en que me equivoco en muy raras ocasiones —Paula dejó escapar un leve gruñido de protesta. Él sonrió. Podía oírlo. Eso estaba bien—. El caso es que esta noche me he equivocado. Después de todo, Darío no te estaba esperando en el dormitorio.


—Dario no… no ha venido.


—Nunca viene a tus fiestas, ¿verdad?


—Algunas veces sí viene.


—Cualquiera pensaría que no le gustas —Pedro bajó rápidamente la cremallera del vestido de Paula y le hizo sacar los brazos.


—Si le gusto…


El vestido cayó hasta su cintura. Pedro notó que se le secaba la garganta al ver el sujetador de encaje de color crema que llevaba puesto. La atrajo hacia sí para rodearla con los brazos y soltárselo. Un perfume cálido y sensual se elevó de la piel de Paula cuando el sujetador cayó, dejando expuestos sus pechos, de areolas y pezones delicadamente rosados. Pedro sintió que se endurecía y que la boca se le hacía agua.


Apartó a un lado el sujetador e hizo un esfuerzo por continuar.


—Supongo que has decidido que ya ha llegado el momento de ir definitivamente tras él, ¿no? —Preguntó, mientras deslizaba el camisón por la cabeza de Paula—. Alza los brazos hacia mí.


—No —la mirada de Paula revelaba una evidente falta de comprensión, pero Pedro sintió que estaba tratando de centrarse en lo que le decía—. Sé que le gusto a Darío.


—Claro que sí… como miembro de su familia. Alza los brazos para que pueda ponerte el camisón, cariño —Paula obedeció—. Pero creo que debo decirte que no tienes la más mínima oportunidad de llevártelo a la cama, y mucho menos al altar.


—No. Claro que sí. Quiero decir que… ¿por qué piensas eso?


Pedro trató de concentrarse en meterle el camisón por los brazos sin mirar sus pechos. A pesar de todo, el dorso de una de sus manos rozó la cima de uno de ellos, haciéndole contener el aliento. Casi gimió. Los pechos de Paula eran exactamente como los había imaginado: altos, redondeados y firmes, lo suficientemente grandes como para llenar sus manos, pero no tanto como para hacer que un hombre volviera la cabeza al pasar junto a ella. Tal y como a él le gustaban.


—En primer lugar —dijo, sin poder evitar el tono ronco de su voz—, Darío te considera miembro de su familia, y no creo que vayas a poder hacerlo cambiar de opinión al respecto. Después de todo, no eres exactamente una mujer fatal, ¿no?


Paula miró el camisón que la cubría hasta la cintura con expresión de no saber cómo había llegado allí.


—Sí lo soy —contestó.


—Túmbate —Pedro apoyó una mano tras su nuca y la ayudó a tumbarse—. Me gustaría estar de acuerdo contigo en que eres una mujer fatal, pero me temo que no puedo —mintió, pero aquel no era momento de confesar la facilidad con que Paula podía hacer que la deseara.


Se levantó, se inclinó sobre ella y deslizó el vestido hacia abajo por sus caderas y piernas hasta quitárselo. Por unos momentos, solo pudo mirar. Paula llevaba unas diminutas braguitas de encaje a juego con el sujetador.


—Pronto tendré a Dario comiendo de mi…


—¿Mano? —Pedro concluyó la frase al ver que ella no parecía encontrar la palabra para hacerlo. Enseguida notó que su voz revelaba el incontenible deseo que estaba creciendo en su interior. Debía tener cuidado porque, a pesar de su estado, Paula podía notarlo.


—Lo necesito…


Pedro se aclaró la garganta.


—Crees que lo necesitas, pero no es cierto. El problema es lo que quieres. Y quieres el cincuenta por ciento de Barón International que Darío heredará cuando muera tu tío Guillermo. Con la mayoría de las acciones en tu poder podrás controlar a tu hermana —Pedro se obligó a tirar las braguitas hacia donde estaba el sujetador y a bajar el camisón todo lo que pudo.


—Sí. No —Paula apoyó una mano en su sien—. Cuando nos casemos, ganaré el cincuenta por ciento de… er… de su negocio.


—Eso acabo de decir.


Paula permaneció en silencio, tratando de comprender.


—¿Tan ansiosa estás porque muera tu tío?


Paula abrió los ojos de par en par y volvió a cerrarlos rápidamente.


—No. Lo quiero.


—A veces me pregunto si sabes lo que es querer —murmuró Pedro—. Conociendo tu plan, resulta difícil creerlo.


—¿Qué?


—Nada. Vuelve a erguirte un poco —Pedro la ayudó a hacerlo. Unos momentos después había logrado meterla en la cama—. Además, hablando estrictamente, no serías tú, sino Dario, el que ganaría el cincuenta por ciento de la empresa. Y quién sabe qué querrá hacer con ella.


—Una vez que nos casemos…


—«Si» os casáis, quieres decir. Pero supongamos que lo hacéis; ¿de verdad crees que Darío se sentiría tan apabullado por tus encantos femeninos como para dejarte hacer lo que quieras con su cincuenta por ciento?


—Sí, él…


—Piénsalo bien, querida. Además, ¿acaso crees que eres la única mujer que quiere a Darío? Y no solo por su futuro porcentaje en Barón International.


Paula frunció el ceño y volvió a apoyar una mano sobre su sien.


—Des nunca ha mostrado interés en…


—Tienes razón. Nunca ha mostrado interés en Barón International, pero yo no apostaría contra él cuando herede su parte de la empresa. Por si no lo sabes, te diré que Darío es un hombre de negocios muy astuto —Pedro observó un momento el rostro de Paula y le pareció que estaba algo más relajada—. ¿Cómo te sientes ahora?


—Yo… —Paula se interrumpió y Pedro tuvo la sensación de que estaba tratando de evaluar su dolor, lo que significaba que había tenido cierto éxito con su táctica de distraerla preocupándola—. Aún me duele mucho.


Pedro miró su reloj.


—Han pasado quince minutos desde que te di la medicina. ¿Debería haberte hecho efecto ya?


—Lo hará.


—¿Quieres decir que pronto te sentirás mejor?


Paula no respondió. Mirando su rostro, precioso y más pálido que nunca, Pedro se sintió más impotente que nunca en su vida.


—Voy a llamar al médico. ¿Dónde está el número?


Paula gimió e hizo un intento por moverse que interrumpió de inmediato.


—Sniffer.


—¿Qué?


Paula alzó una temblorosa mano y señaló la mesilla de noche.


—Sniffer.


Pedro abrió el cajón en el que había vuelto a guardar los frascos de medicina.


—¿Sniffer? —entonces lo vio. Se trataba de un inhalador. Lo sacó—. ¿Es esto lo que quieres?


Paula alargó una mano y él le entregó el inhalador. Luego la ayudó a erguirse sobre un codo.


—Esto me atontará y… pronto estaré mejor.


—Bien.


—¿Te… te irás?


—Me iré en cuanto esté seguro de que te encuentras bien.


Paula se llevó el inhalador a la boca, lo presionó y se dejó caer de nuevo sobre la almohada.


Pedro la observó durante varios minutos. Paula permanecía muy quieta, aunque le pareció que empezaba a respirar de forma más relajada. Ella no podía saberlo, pero no tenía ninguna intención de dejarla sola esa noche en aquella gran casa.


—¿Paula?


Al ver que no contestaba, Pedro se levantó de la cama. De inmediato, ella abrió los ojos.


—¿Tienes que irte… ya?


—No.


—Quédate… un poco más.


Pedro apenas podía creer que le estuviera pidiendo que se quedara. Para que Paula hiciera algo así debía estar pasando por un auténtico infierno.


—Me quedaré todo el tiempo que quieras.


Paula volvió a entrecerrar los ojos.


—Solo un… poco.


Pedro se quitó la chaqueta y la corbata, se arremangó la camisa y se quitó los zapatos. Luego se sentó en el otro lado de la cama, colocó dos almohadas junto al cabecero y se apoyó en ellas.


Paula gimió y, adormecida, se arrimó a él. Debía tener frío. Pedro la atrajo lentamente hacia sí, aunque él estaba encima de las mantas y ella debajo. Pasó un brazo en torno a sus hombros y le hizo apoyar la cabeza en su pecho.


Llevaba mucho tiempo deseando abrazarla, pero no así. Solo podía pensar en cómo conseguir que estuviera más cómoda. Paula volvió a gemir. ¿Qué podía hacer?