miércoles, 20 de enero de 2021

UNA PELIGROSA PROPOSICIÓN: CAPÍTULO 8

 


Pedro se irguió hasta sentarse. Las mantas se apartaron lo suficiente como para dejar ver el elástico negro de sus calzoncillos. Paula suspiró, aliviada. Al menos, no estaba totalmente desnudo.


—Lo cierto es que en ningún momento tuve intención de dejarte sola. Si no hubieras dicho algo, planeaba esperar tras la puerta hasta que te quedaras dormida. Luego habría entrado de nuevo.


Paula parpadeó.


—¿Por qué?


—No podía dejarte sola. Estabas demasiado enferma, demasiada ida como para quedarte sola. Quería estar aquí por si empeorabas, o por si sufrías alguna reacción adversa a la medicación, o por si necesitabas algo.


Paula nunca había visto la mirada de Pedro tan suave como en aquellos momentos. Se mordió el labio inferior. Un instante después se dio cuenta de lo que estaba haciendo. Aquel gesto era un mal recuerdo de una infancia tensa.


—Y… ¿qué te impulsó a desnudarte y meterte bajo las sábanas?


Pedro sonrió.


—Aún después de que la medicina te hiciera efecto no parecías sentirte cómoda. Pensé que tal vez tuvieras frío, y era cierto. En cuanto me desvestí y me metí en la cama, te abracé. Te relajaste de inmediato.


Paula no podía decir nada al respecto. No había hecho nada de forma consciente y, por tanto, no podía explicar sus acciones. Tenía un vago recuerdo del brazo de Pedro rodeándole los hombros, de sentirse segura y cálida junto a él.


—¿Cuánto tiempo llevas despierto?


—Desde el amanecer.


—¿Y por qué no me has despertado? —preguntó Paula, irritada.


Él respondió con una sonrisa, y Paula se sintió atrapada ante la visión de sus sensuales labios y de su asonante hoyuelo.


—Por educación.


—¿Disculpa?


—No te he despertado porque no habría sido educado hacerlo.


—¿Por qué no?


—Estabas totalmente enredada conmigo.


Paula se quedó sin aliento al recordar de pronto la sensación de su pierna entre las de Pedro y de su brazo rodeándole la cintura. Sintió que el rostro le ardía. Habría jurado que nunca se ruborizaba, pero ya no podía estar segura, porque Pedro entrecerró repentinamente los ojos mientras la miraba.


—Además —continuó él—, estabas tan dormida que no quería despertarte.


—Pero cuando… me he despertado estaba aquí, en mi sitio.


Pedro se encogió de hombros.


—He pasado casi toda la noche en la misma posición. Los músculos empezaban a dolerme y he tenido que estirarme. Te he apartado intentando no despertarte. Lo siento.


Paula asintió, aunque no sabía por qué. Al menos, agradecía no haber despertado entre sus brazos. Eso habría sido demasiado bochornoso.


—¿Cómo te sientes? —Pedro apartó las mantas y salió de la cama. Sus ceñidos calzoncillos negros parecían hechos a medida, y él parecía sentirse tan cómodo moviéndose ante ella semidesnudo como si fuera algo que hiciera a diario. Evidentemente, debía estar muy acostumbrado a vestirse y desvestirse en los dormitorios de otras mujeres.


Paula apenas había asimilado aquel inquietante pensamiento cuando él se volvió a tomar sus pantalones, ofreciéndole una clara visión de su musculosa espalda y su redondeado y firme trasero. La garganta se le secó. Lo conocía hacía dos años, pero nunca había pensado en el aspecto que tendría sin ropa. Sin embargo, ya no necesitaría hacerlo. Aquellos calzoncillos dejaban muy poco a la imaginación.


—¿Paula?


—¿Qué?


—Aún no has respondido a mi pregunta. ¿Te sientes mejor?


En lo que a Paula le pareció cámara lenta, Pedro se puso los pantalones. A la luz del sol, el pelo de sus magníficas piernas parecía más rubio que castaño. Cuando los tuvo en torno a la cintura, Paula oyó la veloz y eficiente subida de la cremallera.


Sintió una punzada de pesar. Aquella era una sensación tan ajena a ella que se quedó totalmente desconcertada. Al ver que Pedro la miraba con expresión divertida, se dio cuenta de que aún no había respondido.


—Bien. Me siento bien.


—¿Se te ha ido el dolor del todo?


—Solo queda el recuerdo.


Pedro volvió a entrecerrar los ojos.


—¿Qué sucede, Paula? —preguntó, preocupado.


—Nada. Es solo que… lamento que sintieras que debías quedarte toda la noche. No te habrás sentido muy cómodo. ¿Has podido dormir algo?


—Sí. Me quedé dormido en cuanto noté que te habías relajado y te habías quedado dormida.


Paula rió forzadamente.


—Supongo que estás acostumbrado a dormir con mujeres.


Pedro le dedicó una enigmática sonrisa y luego tomó su camisa.


—¿Hace cuanto sufres de migrañas?


Paula miró su pecho desnudo.


—No mucho.


Pedro se puso la camisa.


—Respuesta equivocada. He mirado las fechas de prescripción de tus frascos de medicinas. Algunos de ellos tienen casi un año.




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