lunes, 21 de diciembre de 2020

SIN TU AMOR: CAPITULO 14

 

Paula montó la tienda en un tiempo récord, desesperada por meterse en un agujero aunque sólo fuera unos minutos. Gateó al interior rápidamente y subió la cremallera. Respiraba entrecortadamente, y sudaba. Un día entero apretujada contra Pedro, sin tenerlo realmente, resultaba agotador para cualquier mujer. Sentía una gran agitación, y no era por los baches de la carretera. A pesar del cansancio estaba muy lejos de sentir sueño. Los recuerdos y las palabras, pronunciadas o no, daban vueltas en su mente como en una enloquecedora noria.


Deseaba acallar los rumores, apagar el botón de encendido que la mera presencia de Pedro había pulsado. Como si no hiciera ya bastante calor en África, él se empeñaba en subir la temperatura varios grados con sus leves caricias y ojos escrutadores. Cada vez que la rozaba, de su piel saltaban chispas y el deseo aumentaba.


Las gotas de sudor cayeron por el cuello y se acumularon entre los pechos, unos pechos hinchados y sensibles. Se moría por una ducha de agua fría. La fantasía era casi tan buena como la otra que danzaba en el fondo de su mente, aquélla que le hacía sentir más calor y cuyo origen no era una ducha sino un hombre.


Pero ninguna de las dos opciones era posible en esos momentos. Desde luego, podría ducharse, pero eso implicaría salir ahí fuera y pasar delante de los chicos que jugaban al fútbol, y le flaqueaban las piernas. Sin embargo, sí se dio un lujo. Llevaba toallitas húmedas y sacó algunas del paquete. Con las piernas cruzadas, cerró los ojos y deslizó las toallitas por la ardiente y sensible piel.


El zumbido sonó fuerte y acelerado. Paula se quedó paralizada y se apresuró a recoger el sujetador del biquini, pero él fue más rápido y le agarró las manos, apartándolas del desnudo cuerpo. Con la otra mano, bajó la cremallera, quedando encerrados en la tienda.


–Creía que ibas a jugar al fútbol –exclamó ella.


–Necesitaba… una cosa –Pedro se tomó su tiempo en contestar.


–¿El qué? –ella lo animó a continuar.


–No lo sé –los ojos de Pedro desprendían fuego.


Pedro –Paula intentó sacudir la cabeza, pero la ardiente llama le impedía moverse.


De todos modos, Pedro no parecía oír nada. El deseo que reflejaba su mirada igualaba el que ella sentía en su interior. Los erectos pezones prácticamente gritaban que los tocara. Sentía la tensión en los pechos y, a pesar de todo lo sucedido, deseaba que él los tomara con sus manos ahuecadas y que los besara. Deseaba que aliviara el angustioso tormento.


Pedro tenía la mandíbula rígida. Lentamente alzó los ojos y sus miradas se fundieron. Entre ellos ardía la fiebre. Con un gruñido se dio media vuelta y salió de la tienda.


Paula cayó de lado sobre el saco de dormir. ¿Qué demonios estaba haciendo? Se puso apresuradamente una camiseta y salió de la tienda. Pedro estaba apartado del resto, pateando con rabia un balón contra un árbol. Lo golpeaba sin precisión, una y otra vez.


–No te acerques a mí –rugió al verla aproximarse.


–¿Por qué no? –ella se paró en seco.


–Porque me muero por besarte. Me muero por hacer algo más que besarte –el balón volvió a golpear el árbol–. No tienes ni idea de lo que me gustaría hacer contigo.


Ella sintió que el calor invadía sus rincones más secretos mientras respiraba entrecortadamente.


–Empezamos algo, Paula –él la miró fijamente con las manos apoyadas en las caderas–. Y para mí aún no ha acabado. Pensaba que sí, pero no –volvió a golpear el balón con saña–. Pero no quiero volver a cometer el mismo error. De modo que no te acerques a mí.



SIN TU AMOR: CAPITULO 13

 


Se maravilló ante las vistas: a lo lejos se divisaban los flamencos junto al lago, los hipopótamos en el agua, las hienas acechando alrededor. Pedro parecía decidido a dejarla tranquila. Le señaló las mejores fotos, rió con ella al descubrir al león tumbado a la sombra a quien no parecía importarle la presencia de unos humanos, cámara en ristre, de pie en el Jeep descapotable. No podía creerse que estuviera tan cerca y casi estuvo a punto de parársele el corazón al divisar a un cachorro con su madre.


–¡Mira, Pedro! –susurró, volviéndose hacia él para asegurarse de que lo hubiera visto.


Pero él no miraba al león, sino a ella. La miraba con una feroz quietud y la concentración de un cazador. Pero no eran los animales los que estaban en peligro.


–¿Estás tomando pastillas contra la malaria? –preguntó ella bruscamente–. Creo que tienes fiebre o algo así. Tienes la mirada vidriosa.


–Pero eres tú la que pareces acalorada –él le acarició la frente con el dorso de la mano.


–No tienes remedio, ¿verdad? –Paula se apartó.


–Al parecer, no –Pedro hizo una mueca.


Pedro permaneció aplastado contra ella durante el horrible trayecto de regreso al parque de las serpientes donde les esperaba la camioneta. Durante horas su pierna se apretó contra el muslo de ella. Tanta frustración iba a acarrearle la muerte. Sentía cada respiración entrecortada de la joven, que intentaba calmarse a la vez que hacía intentos desesperados por apartarse de él. Bajando la vista vio los erectos pezones, que se marcaban bajo el sujetador del biquini. Veía claramente las marcas de la deliciosa areola y los tensos botones que se moría por mordisquear.


Un intenso deseo lo invadió. Había pasado mucho tiempo y sabía que ella también lo sentía. Estaban celebrando un baile de miradas y palabras en el que se iban acercando.


Sin embargo, jamás olvidaría el dolor reflejado en los ojos de Paula al preguntarle si se había casado con ella únicamente para conseguir ser nombrado socio. ¿Qué se había creído? ¿Pensaría que se trataba de amor verdadero? Por supuesto que sí. Pero no había sido más que un salvaje y fabuloso revolcón. La lujuria, por ella y por la posible promoción, lo había cegado, y el matrimonio no había sido más que un medio para asegurárselo, al menos durante un tiempo. Pero él no creía en el matrimonio. Había dedicado tanto tiempo a arreglar el final para otras parejas que no podía tomárselo en serio. Lo había hecho por el trabajo. Sus propios padres le habían enseñado una y otra vez lo fácil que resultaba romper y olvidar los votos. Pero ella no había sabido nada de eso, ¿verdad? No le había contado nada sobre sí mismo.


Tampoco conseguía olvidar la sensación del cuerpo de Paula. Se bajó del Jeep y se dirigió a la camioneta en busca de algo para beber. Primero se refrescaría desde el interior antes de quemar un poco más de la maldita frustración jugando al fútbol. Sin embargo, no había fútbol que pudiera quemar la energía de su cuerpo.



SIN TU AMOR: CAPITULO 12

 


Paula dedicó el resto de la tarde a leer a la sombra mientras ignoraba el partido de fútbol que Pedro había organizado entre los hombres. No necesitaba recordar la buena forma física de la que disfrutaba. Ya había pensado demasiado tiempo en su increíble atractivo sexual.


Pero durante la cena se sentó junto a ella y la obligó a conversar, a hablar sobre el viaje, sobre lo que había visto y hecho. Temas de conversación sin peligro… y aun así peligrosos dadas las oportunidades que ofrecían para sonreír, reír y relajarse. La oscuridad se adueñó de todo y la conversación se alargó hasta que perdieron la noción del tiempo.


No durmió mucho aquella noche, consciente de que él estaba a escasos metros de la tienda. Se despertó temprano, sudorosa y preocupada, y se sentó en la tienda para controlar sus hormonas y el acelerado latido del corazón. El problema no era sólo la proximidad física sino también las conversaciones mantenidas con él. Necesitaba urgentemente recuperar la confianza y adoptar una actitud que le advirtiera de que no le causara problemas. Rebuscó en el fondo de la mochila y sacó los ridículos zapatos que había acarreado durante semanas. Apenas podía creerse que se hubiera comprado eso, ni que fuera a ponérselos, pero la situación era desesperada. ¿De verdad opinaba que no era demasiado alta? Pues iba a sacarle de su error.


–Qué calzado más apropiado –él se fijó enseguida–. Tacones altos para ir de safari.


–Sí, lo es –ella lo miró desafiante–. ¿No te gusta lo alta que me hacen parecer?


–Sigo siendo más alto que tú –Pedro se encogió de hombros.


–Algún día encontraré unos que me hagan parecer más alta que tú.


–Prueba en el circo, allí tienen zancos.


–¿No temes tener que mirar hacia arriba?


–Tu estatura no me intimida –él sonrió–. En realidad resulta interesante –se inclinó hacia ella y susurró–. Muy adecuado en determinadas circunstancias. Me evita tener que contorsionarme.


Con ese hombre resultaba muy fácil pasarse de la raya y Paula continuó provocándole, acercándose a él, registrando con placer la expresión en sus ojos.


–¿Quieres saber lo mejor de estos zapatos?


Pedro abrió la boca, pero no consiguió producir el menor sonido.


–Los tacones son estupendos para aplastar los dedos de los pies de cualquiera que se acerque demasiado –se echó hacia atrás y lo miró con frialdad.


–Me doy por advertido.


–Estupendo –ella se volvió y se alejó ocultando una expresión triunfal.


Volvieron a subirse al Jeep y se dirigieron al interior del cráter. Paula llevaba años soñando con esa excursión y, a pesar de las pocas horas de sueño, estaba decidida a aprovecharla al máximo. No iba a permitir que sus hormonas lo estropearan todo.


De pie en el Jeep contemplaron la abundante fauna cuya magnificencia hizo que se olvidara de luchar contra él, o contra ella misma.


–¿Cuál es tu animal interior, Pedro? ¿El león? No, no, ya lo sé –sonrió–. El guepardo.


–Pues no –él la miró fijamente–. El elefante.


–¿Y eso? –preguntó ella con gesto inocente–. ¿Por tu enorme… trompa?


–Gracias por el elogio, cariño, pero no. Es por mi memoria. Puede que no supiera muchas cosas de ti, Paula, pero lo que aprendí no lo he olvidado –le susurró al oído–. Recuerdo lo que te gusta. Recuerdo cómo te gusta… lo rápido, lo intenso, cuántas veces.


Paula sintió el deseo arder en el estómago. Era su venganza por el asuntillo de los tacones.


–¿Sabes tú qué clase de animal alojas? –le recogió un mechón de los cabellos tras la oreja.


–Ni te atrevas a decir la jirafa –ella se obligó a respirar.


–Ni se me ocurriría –él la miró con ojos brillantes–. Pensaba más bien en una gacela.


–Debes estar de broma –Paula se sentía muy en peligro cuando él la miraba de ese modo. Estaba claro que era una jirafa, angulosa y torpe.


–Lo he dicho en serio. Saltas a la más mínima –él parecía cada vez más cerca–. Asustadiza.


–No soy asustadiza –ella se pegó al lado del Jeep en un intento de alejarse de él.


–Sí, lo eres –contestó él–. Y no me importa. Tengo paciencia de sobra para acechar a mi presa.


–Los elefantes son vegetarianos –ella se negaba a convertirse en su presa.


–Entonces sí que debo ser un león.


–En realidad, la que caza suele ser la leona –Paula alzó la barbilla desafiante.


–¿De verdad? –murmuró él–. Pues enséñame tus garras.


Ella se apartó un milímetro más.


–Yo tenía razón –Pedro parecía acaparar todo el espacio–. Una pequeña y asustadiza gacela.


Paula encogió el estómago y le dio la espalda, concentrándose en el paisaje. En la disputa verbal él siempre llevaba las de ganar.



domingo, 20 de diciembre de 2020

SIN TU AMOR: CAPITULO 11

 


Al fin llegaron al campamento junto a la boca del cráter. El Jeep se paró y se bajaron. Al día siguiente visitarían la naturaleza salvaje y Paula se moría de ganas. Además, llevaba consigo un cebo vivo para alimentar a los leones…


Pedro estiró los músculos mientras observaba a Paula caminar hacia los servicios. Al verle quitarse la camiseta no pudo reprimir el impulso de seguirla. El sujetador del biquini y el pantalón corto dejaban al descubierto prácticamente todo el cuerpo. ¿Cómo podía pensar que esas piernas eran demasiado largas?


Aceleró el paso y la alcanzó, agarrándola del brazo y obligándola a volverse hacia él. Tenía las mejillas ligeramente sonrosadas y los ojos azules brillaban.


–¿Qué es eso? –Pedro carraspeó. No se había dado cuenta de que tenía la voz ronca.


–¿El qué?


–Eso –él señaló hacia el ombligo.


–Oh…


Con masculino placer, observó cómo se acentuaba el rubor de las mejillas de Paula.


–Un piercing.


Eso ya lo sabía, pero le encantaba ver cómo había reaccionado, consciente de que ella también sentía algo. En cuanto a él, sentía que perdía el control de su cuerpo.


–¿Cuándo?


–Hace unos meses.


–¿Por qué?


–Por algo que leí en un libro de autoayuda –ella puso los ojos en blanco, como una quinceañera descubierta tiñéndose el pelo–. Decía que había que hacer algo impropio de uno, como tatuarse o ponerse un piercing. Yo me decidí por la opción no permanente.


–¿Lo hiciste porque lo ponía en un libro? –Pedro tenía ganas de reír, pero estaba demasiado ocupado mirándola fijamente–. ¿Qué clase de libro?


–Pues uno bastante bueno, por cierto.


–¿Y te sientes más fuerte?


–Osada.


En esa ocasión sí que rió, aunque apenas un segundo. ¿Paula osada? Adoptó un semblante muy serio, incapaz de resistirse a la tentación de tocar. Pegó la mano contra el estómago situando el ombligo entre el pulgar y el dedo índice. Sintió estremecerse los músculos de Paula, y sintió la calidez de su piel.


–¿Te dolió? –el deseo por ella aumentaba.


–No –respondió ella con un tono de desafío en la voz–. He pasado por cosas peores.


Pedro le faltaba muy poco para besarla.


Si era tan osada como admitía ser, seguramente recibiría un bofetón a cambio y se lo tendría merecido, ¿o no? Porque ella se había tomado en serio un matrimonio que él sólo había pretendido que fuera un divertido revolcón.


–Eh… –buscó las palabras, algo coherente para no hacer el ridículo–. ¿Qué dijo tu madre?


–¿Sobre el piercing? –ella parpadeó perpleja antes de soltar una carcajada–. Está muerta.


–Demonios, Paula, lo siento –fue el turno de Pedro de parpadear. ¿Había sucedido recientemente? No tenía ni idea.


–No pasa nada. Fue hace mucho tiempo.


–Entiendo –él sonrió tímidamente e intentó arreglar la situación–. ¿Y tu padre, qué dijo?


La sonrisa se esfumó de los labios de Paula. Debería habérselo imaginado.


–Murieron juntos en un accidente, Pedro. Yo tenía seis años.


–Paula, eso es terrible –él respiró entrecortadamente. Ella dio un paso atrás, dispuesta a alejarse, pero él no iba a permitírselo. Necesitaba saber, preguntar sobre todo aquello que no le había importado hasta entonces. Quizás así lograría entenderla mejor. La mano, apartada de su cuerpo, estaba helada.


–¿Con quién te criaste?


–Con el hermano de mi madre y su mujer.


–¿Gente agradable? –Pedro caminaba lentamente a su lado, temeroso de preguntar lo obvio, pero incapaz de resistirse a ello.


–¿En serio quieres saberlo, Pedro? –Ana se paró en seco.


Él asintió.


–Fui la típica huérfana solitaria –comenzó ella, mientras sacudía la cabeza–. Ellos ya tenían dos hijos, dos perfectas personitas rubias. Yo no encajaba. No estaba a la altura. Y sufría. Supongo que se lo puse difícil desde el principio. Me encerré en mí misma.


–Tenías seis años, era normal que sufrieras –tras la sonrisa y el sarcasmo, Pedro distinguió un profundo dolor–. Estabas perdida, ellos tenían que haberte encontrado.

 

Deberían haberle proporcionado un hogar seguro. Pedro sabía bien lo que era no sentirse deseado. ¿Acaso no había percibido esa sensación de un par de padrastros?


–¿Mejoró con el tiempo? ¿Te llevabas bien con tus primos?


–No mucho.


O sea que había ido a peor.


–Me marché de casa en cuanto pude. 


Decididamente a peor.


–¿Y tú qué? ¿Tienes hermanos?


Pedro dudó sin saber por dónde empezar, consciente de lo difícil que resultaba llevarse bien con unos niños con los que no tenías nada en común, pero con los que tenías que vivir por culpa de los adultos. En su caso fue debido a un matrimonio tras otro de sus padres. Prefirió no destapar aquello y se decidió por el camino más fácil.


–No –la miró y esperó a que ella lo mirara–. Cielos, no sabemos mucho el uno del otro…


–No creo que quisiéramos –ella lo miró durante un instante antes de soltar una carcajada y darse media vuelta–. Creo que éramos demasiado felices en nuestro mundo de fantasía.


–Pero estuvo bien, ¿verdad? –Pedro rió. Aquellos días habían sido una locura.


Ella se encogió de hombros, evitando responder, despertando la curiosidad de Pedro.


–¿Por qué viniste a África? ¿Me enviaste los papeles del divorcio y saliste corriendo? –era una de sus especialidades… huir.


–No salí corriendo. Me apetecía vivir una aventura, una que pudiera controlar.


A diferencia de lo que habían vivido juntos. Una aventura en la que ninguno de los dos había controlado nada.


–¿Ibas a ir a verme a tu regreso?


–No.


Le había enviado los papeles del divorcio junto con una breve nota en la que detallaba sus pretensiones y los papeles que debía enviar a su abogado. No había tenido el menor deseo de verlo y había esperado que se limitara a firmar y enviar los papeles por correo.


–Paula, eres una cobarde.


–Lo fui –Paula guardó silencio antes de asentir–. Durante mucho tiempo, pero ya no lo soy.




SIN TU AMOR: CAPITULO 10

 


Paula abrió los ojos y encontró a Pedro tumbado a su lado ocupando más espacio de lo que era justo y dejándola a ella acurrucada en un extremo del saco. Por el sonido de su respiración, continuaba profundamente dormido. Con cuidado, se acercó a él y estudió el masculino rostro como jamás se atrevería a hacerlo si estuviera despierto.


Aquello fue un error, pues el aroma de Pedro, repentinamente familiar, la envolvió. ¿Cómo había podido olvidarlo? El corazón empezó a latir con fuerza mientras recordaba las sensaciones que deliberadamente había aparcado en el fondo de su mente meses atrás. La mandíbula estaba cubierta por una incipiente barba y recordó la sensación de esa barba bajo las yemas de los dedos, haciéndole cosquillas en el estómago, quemando dulcemente sus muslos…


Pedro tenía unos labios carnosos y recordó la sensación que habían provocado en su cuerpo. El torso descubierto dejaba a la vista unos amplios y musculosos hombros. Cada célula de su cuerpo se tensó ante la visión del hombre más atractivo que hubiera visto jamás.


–Paula –apenas fue un susurró, pero consiguió penetrar hasta lo más hondo de su ser.


Lentamente, alzó la vista y sus miradas se fundieron. Los azules ojos reflejaban adormecimiento, pero también algo más. Sabía que lo había estado mirando… con deseo.


Durante un instante ninguno se movió.


–Me toca preparar el desayuno.


Paula agarró apresuradamente los pantalones cortos y el sujetador del biquini. Ya se los pondría detrás de un arbusto. Pedro la llamó de nuevo, pero ella escapó, ignorándolo.


Los sentimientos que había creído haber ahogado: vista, olfato, oído, tacto, regresaron poderosos dejándola temblorosa de pies a cabeza.


Y sabor. Se moría por saborearlo.


¿Cómo era posible? ¿Cómo podía pensar en ello si meses atrás no había significado nada para él y todo para ella? ¿Cómo, si él le había hecho vivir algo tan horrible?


Sin embargo el cuerpo hacía caso omiso de su cerebro. No le interesaban esos recuerdos. Los músculos tenían sus propios recuerdos del peso, la sensación y el placer que el cuerpo de Pedro le había proporcionado. Lo deseaba sin importarle las consecuencias.


Se dirigió al centro del campamento, donde Bundy ya había encendido el fuego y puesto a hervir el agua. Se sirvió una taza de té amargo y caliente y lo bebió con un estremecimiento al quemarse los labios y el velo del paladar. El dolor fue un buen recordatorio de que no deseaba experimentar nada parecido.


El desayuno terminó enseguida y durante el mismo no miró a Pedro ni una sola vez. Al ver que había recogido la tienda y sus efectos, murmuró un agradecimiento casi inaudible.


Los Jeep llegaron para conducirles hasta el cráter Ngorohgoro y Paula caminó hacia ellos. Sin embargo, antes de poder dar dos pasos, Pedro estaba pegado a ella. Sus ojos brillaban divertidos mientras arrojaba las pertenencias de ambos a la parte trasera del coche.


Paula se movió inquieta, sintiendo el impulso de salir corriendo. Pero no había escapatoria, sobre todo cuando él le sujetó la puerta y luego se sentó a su lado.


La carretera era deplorable. En lugar de camino había cráteres, hoyos y barro reseco, más duro que el asfalto, que les hizo saltar en todas direcciones, manteniéndoles suspendidos en el aire en numerosas ocasiones. Pedro se agarró al techo del Jeep mientras sujetaba a Paula con el otro brazo. Casi hubiera preferido golpearse contra el coche.




SIN TU AMOR: CAPITULO 9

 


Unas horas más tarde, cuando aún seguía despierta, oyó el característico sonido de la lluvia. No llovía a menudo, pero cuando lo hacía, llovía a conciencia. Cerró los ojos y maldijo. No podía permitir que durmiera sobre un frío barrizal.


Pedro, métete aquí –encendió la linterna y bajó la cremallera de la tienda.


Estaba sentado a unos pocos metros, mascullando entre dientes. En cuestión de segundos el enorme corpachón entró en la tienda arrastrando el saco.


–Maldita sea –con un ágil movimiento se quitó la camiseta.


–¿Qué haces?


–¿A ti qué te parece? –Pedro la arrojó en una esquina de la tienda.


–Estás… –cielo santo, ese cuerpo era increíble. Lo encontró más delgado, más atlético. Pura roca que hacía que sus dedos ardiesen en deseo de tocarlo.


–Exacto, me estoy quitando la ropa mojada.


Las enormes manos desabrochaban con calma el pantalón. Ella recordó esas manos sobre su cuerpo. Recordó el calor de la noche y la música. La locura que se había apoderado de ella haciéndole suspirar sí, sí, sí.


–Aquí hay escorpiones –espetó–. Podrían picarte.


–Podría picarme algo mucho más grande –con gesto divertido, él dejó al descubierto los calzoncillos.


Paula apagó la linterna.


–¡Eh! –Pedro alargó una mano y volvió a encenderla–. Me gustaría encontrar mi saco –rió–. No creo que te gustara que me equivocase y me metiera en el que no es, ¿verdad?


Ella desvió la mirada ante el viejo Pedro que la provocaba con tanta facilidad.


Encogió las piernas y se hundió en el ardiente saco de dormir.


Con la mirada fija en el techo de la tienda, el silencio le resultó agónico.


¿Cómo demonios iba a poder dormir con tanta tensión? Pedro era como una central eléctrica que la encendía cada vez que se acercaba a menos de tres metros. Y apenas separados por treinta centímetros estaba a punto de saltar del suelo.


Cerró los ojos y contó las respiraciones, intentando pensar en algo, en cualquier cosa que no fuera él. Pero a medida que la lluvia arreciaba, comprendió la ridiculez de aquello y empezó a reírse sin poder parar.


Y él también rió con esa risa profunda y fuerte que aliviaba la tensión. Adoraba esa risa.


Pero de repente la tensión volvió a invadirla con ese estúpido deseo que sentía al recordar las horas de risas y revolcones en lo que había pensado sería una aventura eterna.


–¿Tuviste que venir hasta África, Pedro? –preguntó completamente seria.


–Sí –suspiró él en un tono que evidenciaba que lo lamentaba tanto como ella–. Tuve que hacerlo.



sábado, 19 de diciembre de 2020

SIN TU AMOR: CAPITULO 8

 

Paula reprimió un suspiro en intentó con todas sus fuerzas no volver a mirar el reloj. Las horas pasaban con exasperante lentitud.


¿Por qué no le había mandado antes los papeles? Porque durante los primeros meses había estado demasiado enferma. Y cuando por fin se había recuperado físicamente había estado destrozada emocionalmente. Al fin había emergido de la oscuridad, enriquecida tras la experiencia, y había empezado a reconstruir su vida. Había empezado por dos aspectos: la confianza en sí misma y la sensación de haber conseguido algo. Y había trabajado, preparándose para relanzar su vida. Únicamente entonces había estado segura de poder enfrentarse a Pedro, o al menos de instruir a su abogado para que lo hiciera.


Por fin llegaron al campamento base. Estaba en un parque de serpientes en el que iban a poder ver la mamba negra de la cual, al parecer, bastaba un mordisco para caer fulminado. No estaría mal que una se acercara a Pedro. O mejor aún, uno de los cocodrilos, que podría engullirlo de un solo bocado. Con eso, desde luego, sus problemas quedarían atrás.


Paula saltó de la camioneta y se estiró en un intento de suavizar la tensión que se acumulaba en cada uno de sus músculos. Otra noche más en una tienda de campaña. Después de tres semanas, estaba un poco harta.


–¿Ustedes querrán compartir una tienda? –Bundy se acercó.


–Claro –contestó Pedro antes de que ella pudiera siquiera respirar, mucho menos pensar.


–Ahí, detrás de ese árbol –el conductor guiñó un ojo–. Así tendrán un poco de intimidad.


Paula se quedó boquiabierta.


–Gracias –contestó Pedro.


Ella no pudo hacer otra cosa que darse media vuelta y fingir no haber visto ese intercambio de miradas cómplices entre los dos hombres.


Pedro sacó una tienda del montón y, seguido por Paula, se acercó al punto que Bundy había señalado. Desde luego necesitaban intimidad, puesto que estaba a punto de cometer un asesinato en primer grado.


–¿Por qué habrá pensado que querríamos compartir tienda? –apenas consiguió no gritar.


–Le dije que estábamos casados.


–¿Cómo? ¿Por qué?


–Porque lo estamos. Así conseguí incorporarme a la excursión en su etapa final.


–Dijiste que nuestro encuentro había sido pura casualidad.


–Mentí –él sonrió abiertamente.


–Y no por primera vez, Pedro –espetó ella. Definitivamente lo haría con un cuchillo.


–Yo también subestimé lo agradable que sería volver a verte, Paula –la sonrisa de Pedro se hizo más amplia.


No había planeado volver a ver a Pedro. Y desde luego no iba a pasar la noche en una tienda con él. Un punzante calor descendía por su cuerpo desde la nuca. Felipe era la única persona que sabía dónde estaba. Iba a tener que intercambiar unas palabritas con él a su regreso a Londres.


Furiosa, observó cómo Pedro colocaba las piezas de la tienda en el suelo. Iba a necesitar al menos una hora para averiguar cómo disponerlas, tal y como le había sucedido a ella la primera vez. Odiaba el reducido tamaño de las tiendas. No podrían dormir ahí dentro sin encogerse… juntos. Iba a resultarle imposible respirar. Apenas lo lograba en esos momentos, al aire libre y con él a unos dos metros de distancia.


Porque a pesar de todo lo sucedido, aún lo deseaba. Una mirada, a su espalda, había puesto en marcha de nuevo el mecanismo. Los sentidos, tanto tiempo dormidos, habían despertado, suplicando atención, anhelando caricias… las suyas.


–No voy a compartir tienda contigo, Pedro –ella se rebeló.


–Tenemos que hacerlo. Bundy dijo que no quedaban tiendas libres –él se encogió de hombros.


–Puedes dormir al raso dentro de una mosquitera –o en la camioneta. O con las serpientes. En cualquier sitio, pero lejos de ella–. Bajo las estrellas.


–De acuerdo –él le sostuvo la mirada y repitió sus palabras lentamente–. Bajo las estrellas.


Paula recordó otra ocasión en la que él había sugerido eso mismo. No había habido mosquitera, nada salvo dos cuerpos desnudos. La noche de bodas. En el balcón, cuando ella se había visto cegada por las estrellas.


Sintió un escalofrío que le atravesó el cuerpo. Rápidamente se agachó y empezó a extender la tienda sin orden ni concierto.


–Déjame a mí –Pedro la apartó–. ¿Por qué no te vas a tomar algo? Pareces acalorada.


–Puedo arreglármelas –¿Acaso no se daba cuenta de que llevaba meses haciéndolo?


–Estoy seguro de que puedes –contestó él–. Pero yo no llevo días sentado bajo el sol en ese camión. Siéntate un rato a la sombra.


–Gracias –Paula era perfectamente capaz de montar la tienda, pero no era ninguna estúpida. ¿Él quería montarle la tienda? Fabuloso. Algún provecho sacaría de la ocasión.


Agarró el sarong que utilizaba a modo de toalla y se dirigió a los aseos. Una ducha fría sería maravillosa.


Después se dirigió a los recintos que albergaban a los animales. Durante una eternidad contempló al cocodrilo tumbado al sol, tan quieto que parecía esculpido en piedra.


–¿Crees que estará realmente vivo? –preguntó Pedro.


–No te dejes engañar –contestó ella sin volverse–. Se mueve más rápido que tú pestañeas.


Las serpientes no le resultaron atractivas, mirándola con sus fríos y peligrosos ojos, pero se sintió fascinada por cómo el camaleón movía los ojos por separado en todas direcciones y maravillada ante el color de su piel.


–No se decide por un camuflaje –Pedro rió.


Paula se identificaba con la pobre criatura. Ella misma no sabía cómo defenderse de su propia debilidad. Pero la curiosidad le pudo más.


–¿Y tú qué, Pedro? ¿Por qué viajas solo? ¿No tienes a nadie que caliente tu saco de dormir?


–Si quieres puedes hacerlo tú –él rió ante la mirada espantada de Paula–. Tú preguntaste –se frotó los nudillos contra la barbilla y un fugaz destello de arrepentimiento asomó a su mirada–. En realidad hace mucho tiempo que no he besado a nadie.


–¿Y esperas que me lo crea? –ella apartó la mirada del camaleón.


–Pues sí.


Pedro, te conozco –Paula puso los ojos en blanco–. Sé cómo eres.


–No he estado con ninguna después de ti. Lo que sucedió entre nosotros no fue normal.


–No –ella consiguió sonreír. Desde luego para ella no lo había sido.


–Normalmente no les pido a las mujeres que se casen conmigo.


–¿La experiencia te ha apartado de todas las mujeres? –ella rió. Sería un justo castigo.


–A lo mejor –él le sostuvo la mirada fríamente.Ni rastro de burla.


–¿Has conocido a alguien? –volvió a preguntar él.


–A la mayoría de los hombres no les gusta que una chica les saque una cabeza.


–Tú no me sacas una cabeza. Soy más alto que tú.


–Tú no eres la mayoría de los hombres.


–A la mayoría de los hombres les gustan las piernas largas –él la recorrió con la mirada.


–Para ti no tiene importancia, eres un hombre –Paula sacudió la cabeza, irritada ante la mirada incrédula de Pedro–. En tu caso es un activo. Pero para una mujer, ser tan alta como yo, es esperpéntico. Los veo, Pedro. Me miran, se ríen, se colocan a mi espalda en el bar para medirse con la mujer gigante.


–¿Tanto te preocupa? –él frunció el ceño–. Si te miran es por lo hermosa que eres.


Sí, claro.


–¿En serio no hay nadie más? –él se acercó un poco.


–No –contestó ella, incapaz de mentir. ¿A qué tanto interés?–. Pero eso es irrelevante, Pedro.


–Quizás –él se concentró de nuevo en el camaleón.


Paula no estaba dispuesta a que la confundiera. No estaba dispuesta a que el pasado volviera a sacudirla cuando al fin lo había superado.


Se giró para regresar a la seguridad del grupo, pero Pedro se interpuso en su camino, sin tocarla, pero sin dejarle avanzar. Levantó la vista y lo miró en un intento de dejar patente su desinterés por él, algo difícil, dado que su cuerpo se empeñaba en mostrarse interesado.


Pedro casi sonreía, pero su mirada era demasiado afilada y su cuerpo demasiado tenso.


–La cena ya debe estar lista –Paula interrumpió el incómodo silencio–. Estoy famélica.


Comió en silencio, atenta a la charla que mantenía Pedro con los demás. No dio ninguna explicación a su aparición y, afortunadamente, los demás eran demasiado educados para preguntar, aunque era evidente que estaban encantados con él. Como ella, como Felipe la noche que habían salido por la ciudad. Era imposible no sentirse encandilado por esa sonrisa, las atenciones, las habilidades sociales. Y en esos momentos desplegaba todo el lote. Los hombres pensaban que era un buen tipo mientras las mujeres la miraban de reojo preguntándose cómo podría tener tanta suerte.


Si supieran. La cálida afabilidad que mostraba no era nada comparada con su comportamiento en la cama. Las mejillas se le enrojecieron ante el recuerdo. Era como si dedicara cada célula de su cuerpo al arte del placer… una y otra vez.


Paula se dirigió al lavadero a pesar de no ser su turno de lavar los platos. Tenía que apartarse de su lado.


La oscuridad era absoluta y, aunque en el cielo brillaban millones de estrellas, en la tierra no había ninguna luz. Jamás dormiría al aire libre allí, había muchos peligros. Pero Pedro era grande y fuerte y tendría que apañárselas. Se acurrucó en la tienda e intentó no sentirse culpable.