Al fin llegaron al campamento junto a la boca del cráter. El Jeep se paró y se bajaron. Al día siguiente visitarían la naturaleza salvaje y Paula se moría de ganas. Además, llevaba consigo un cebo vivo para alimentar a los leones…
Pedro estiró los músculos mientras observaba a Paula caminar hacia los servicios. Al verle quitarse la camiseta no pudo reprimir el impulso de seguirla. El sujetador del biquini y el pantalón corto dejaban al descubierto prácticamente todo el cuerpo. ¿Cómo podía pensar que esas piernas eran demasiado largas?
Aceleró el paso y la alcanzó, agarrándola del brazo y obligándola a volverse hacia él. Tenía las mejillas ligeramente sonrosadas y los ojos azules brillaban.
–¿Qué es eso? –Pedro carraspeó. No se había dado cuenta de que tenía la voz ronca.
–¿El qué?
–Eso –él señaló hacia el ombligo.
–Oh…
Con masculino placer, observó cómo se acentuaba el rubor de las mejillas de Paula.
–Un piercing.
Eso ya lo sabía, pero le encantaba ver cómo había reaccionado, consciente de que ella también sentía algo. En cuanto a él, sentía que perdía el control de su cuerpo.
–¿Cuándo?
–Hace unos meses.
–¿Por qué?
–Por algo que leí en un libro de autoayuda –ella puso los ojos en blanco, como una quinceañera descubierta tiñéndose el pelo–. Decía que había que hacer algo impropio de uno, como tatuarse o ponerse un piercing. Yo me decidí por la opción no permanente.
–¿Lo hiciste porque lo ponía en un libro? –Pedro tenía ganas de reír, pero estaba demasiado ocupado mirándola fijamente–. ¿Qué clase de libro?
–Pues uno bastante bueno, por cierto.
–¿Y te sientes más fuerte?
–Osada.
En esa ocasión sí que rió, aunque apenas un segundo. ¿Paula osada? Adoptó un semblante muy serio, incapaz de resistirse a la tentación de tocar. Pegó la mano contra el estómago situando el ombligo entre el pulgar y el dedo índice. Sintió estremecerse los músculos de Paula, y sintió la calidez de su piel.
–¿Te dolió? –el deseo por ella aumentaba.
–No –respondió ella con un tono de desafío en la voz–. He pasado por cosas peores.
A Pedro le faltaba muy poco para besarla.
Si era tan osada como admitía ser, seguramente recibiría un bofetón a cambio y se lo tendría merecido, ¿o no? Porque ella se había tomado en serio un matrimonio que él sólo había pretendido que fuera un divertido revolcón.
–Eh… –buscó las palabras, algo coherente para no hacer el ridículo–. ¿Qué dijo tu madre?
–¿Sobre el piercing? –ella parpadeó perpleja antes de soltar una carcajada–. Está muerta.
–Demonios, Paula, lo siento –fue el turno de Pedro de parpadear. ¿Había sucedido recientemente? No tenía ni idea.
–No pasa nada. Fue hace mucho tiempo.
–Entiendo –él sonrió tímidamente e intentó arreglar la situación–. ¿Y tu padre, qué dijo?
La sonrisa se esfumó de los labios de Paula. Debería habérselo imaginado.
–Murieron juntos en un accidente, Pedro. Yo tenía seis años.
–Paula, eso es terrible –él respiró entrecortadamente. Ella dio un paso atrás, dispuesta a alejarse, pero él no iba a permitírselo. Necesitaba saber, preguntar sobre todo aquello que no le había importado hasta entonces. Quizás así lograría entenderla mejor. La mano, apartada de su cuerpo, estaba helada.
–¿Con quién te criaste?
–Con el hermano de mi madre y su mujer.
–¿Gente agradable? –Pedro caminaba lentamente a su lado, temeroso de preguntar lo obvio, pero incapaz de resistirse a ello.
–¿En serio quieres saberlo, Pedro? –Ana se paró en seco.
Él asintió.
–Fui la típica huérfana solitaria –comenzó ella, mientras sacudía la cabeza–. Ellos ya tenían dos hijos, dos perfectas personitas rubias. Yo no encajaba. No estaba a la altura. Y sufría. Supongo que se lo puse difícil desde el principio. Me encerré en mí misma.
–Tenías seis años, era normal que sufrieras –tras la sonrisa y el sarcasmo, Pedro distinguió un profundo dolor–. Estabas perdida, ellos tenían que haberte encontrado.
Deberían haberle proporcionado un hogar seguro. Pedro sabía bien lo que era no sentirse deseado. ¿Acaso no había percibido esa sensación de un par de padrastros?
–¿Mejoró con el tiempo? ¿Te llevabas bien con tus primos?
–No mucho.
O sea que había ido a peor.
–Me marché de casa en cuanto pude.
Decididamente a peor.
–¿Y tú qué? ¿Tienes hermanos?
Pedro dudó sin saber por dónde empezar, consciente de lo difícil que resultaba llevarse bien con unos niños con los que no tenías nada en común, pero con los que tenías que vivir por culpa de los adultos. En su caso fue debido a un matrimonio tras otro de sus padres. Prefirió no destapar aquello y se decidió por el camino más fácil.
–No –la miró y esperó a que ella lo mirara–. Cielos, no sabemos mucho el uno del otro…
–No creo que quisiéramos –ella lo miró durante un instante antes de soltar una carcajada y darse media vuelta–. Creo que éramos demasiado felices en nuestro mundo de fantasía.
–Pero estuvo bien, ¿verdad? –Pedro rió. Aquellos días habían sido una locura.
Ella se encogió de hombros, evitando responder, despertando la curiosidad de Pedro.
–¿Por qué viniste a África? ¿Me enviaste los papeles del divorcio y saliste corriendo? –era una de sus especialidades… huir.
–No salí corriendo. Me apetecía vivir una aventura, una que pudiera controlar.
A diferencia de lo que habían vivido juntos. Una aventura en la que ninguno de los dos había controlado nada.
–¿Ibas a ir a verme a tu regreso?
–No.
Le había enviado los papeles del divorcio junto con una breve nota en la que detallaba sus pretensiones y los papeles que debía enviar a su abogado. No había tenido el menor deseo de verlo y había esperado que se limitara a firmar y enviar los papeles por correo.
–Paula, eres una cobarde.
–Lo fui –Paula guardó silencio antes de asentir–. Durante mucho tiempo, pero ya no lo soy.
Ayyyyyyyyyyyy por favorrrrrr, cómo me tiene esta historia. Está buenísima!!!!
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