martes, 15 de diciembre de 2020

EL PRECIO DEL DESEO: CAPITULO 29

 


Paula se llevó una sorpresa cuando despertó y vio que el sol estaba tan bajo en el cielo. Debía de haberse dormido durante un par de horas por lo menos. No era propio de ella dormir durante el día, aunque tampoco era propio de ella tener tanto sexo a plena luz. En algún sitio había leído que tener un orgasmo era el mejor somnífero que podía tomarse, y parecía que era cierto.


Era como si acabara de despertarse tras haber sufrido un desmayo.


Pedro seguía dormido. Y todo por culpa de ella.


–Pobrecito –murmuró, acariciándole el brazo.


Él rodó sobre sí mismo y se puso boca arriba. Abrió los ojos. Ella se incorporó y le sonrió.


–Es hora de levantarse, bello durmiente. No sé tú, pero yo me muero de hambre. ¿Hay algún restaurante que abra pronto? –le preguntó, apartándose el pelo de la cara–. No sé si puedo aguantar mucho.


Pedro, mirando sus pechos desnudos, empezó a sentir que su propio cuerpo volvía a la vida, pero logró controlar el impulso. Cuanto antes tomaran la cena, más larga sería la tarde noche.


–El club de vela sirve cenas a partir de las cinco y media –le dijo–. Solo está a unos pocos minutos en coche de aquí. Podemos sentarnos en la terraza, y la puesta de sol es espectacular. Deberías llevarte la cámara.


–Suena genial. Te veo en el salón en quince minutos –le dijo. Saltó de la cama y se dirigió a la puerta. Sin duda iba hacia el cuarto de baño principal, y a la habitación de invitados, donde había dejado todas sus cosas.


–¡Paula! –gritó él antes de perderla de vista.


Ella se volvió desde la puerta. Ya no sentía vergüenza al enseñarle su cuerpo. Eso era un buen síntoma.


–¿Qué?


–Un vestido, por favor. Y nada de ropa interior.


Ella parpadeó y entonces se sonrojó.


–Sin «peros». Sin discusiones. Sin ropa interior.


Ella levantó la barbilla, desafiante.


–No. No voy a hacer eso.


–¿Por qué no? Te gustará.


–No. No me gustará.


–¿Y cómo sabes que no?


–Lo sé.


–¿Igual que sabes que no te gusta ir de acampada? ¿O de pesca? No has probado ninguna de las dos cosas. Inténtalo, Paula. Nadie lo sabrá excepto yo.


–Bueno, pues ya son demasiadas personas. Estuve de acuerdo en tener sexo contigo, Pedro, pero no he accedido a esa clase de… fetichismos.


Él arqueó las cejas.


–Bueno, yo no lo llamaría fetichismo.


–Yo sí.


–Muy bien. No querría que hicieras nada con lo que no te encontraras cómoda.


–Y no tengo intención de hacerlo. Ahora voy a vestirme.


Molesto, Pedro se puso en pie y empezó a vestirse. Era obvio que a Paula aún le quedaba mucho para dejarse consumir totalmente por el placer del sexo. Él era el que tenía el problema en realidad.


Ella regresó con un vestido de flores, con falda de vuelo, cintura estrecha y corpiño con cuello halter. Llevaba el pelo recogido de cualquier manera, y varios mechones le caían sobre la frente de forma caprichosa. No llevaba más maquillaje que un brillo de labios, pero, aun así, sus mejillas resplandecían y sus ojos azules brillaban. Estaba tan fresca, tan sexy, hermosa…


–No llevas sujetador –le dijo él en un tono gruñón, viendo la silueta de sus pezones dibujada en la tela.


Ella se encogió de hombros.


–Hay vestidos con los que no se puede llevar sujetador.


–Ya –le dijo él en un tono un tanto hosco–. Creo que deberías llevar una rebeca o una chaqueta –le dijo, yendo hacia la puerta–. A lo mejor refresca después de la puesta de sol.


–Voy por una.


Él no hizo ningún comentario. No quería retrasar más la salida. Cuanto antes se la llevara al club de vela, antes podrían comer y regresar.


Paula no dijo ni una palabra durante el camino. En realidad se sentía un poco culpable, y muy incómoda, porque había hecho lo que él le había pedido, salir sin ropa interior.


Para cuando llegaron al club de vela, ya estaba bastante tensa. Era un local pequeño, construido en una parcela bien escogida justo al lado de la bahía. Tenía una sola planta, con una terraza bastante amplia, sillas y mesas de madera y plástico, muchas de ellas al borde del agua, situadas a la sombra de frondosas palmeras… Como llegaron tan pronto consiguieron una de las mejores mesas, desde donde podrían ver la puesta de sol en todo su esplendor.


Para entonces el sol ya había bajado mucho y empezaba a ponerse de color dorado. La belleza del atardecer distrajo a Paula durante un rato; la alejó de los temores que la atenazaban.


–¿Cuánto falta para la puesta de sol? –le preguntó a Pedro.


–No mucho. Es hora de empezar a hacer fotos. Yo voy a pedir. ¿Qué quieres? Puedes tomar filete con ensalada, pescado con patatas, algún asado, comida china…


–Pescado y patatas.


–Muy bien.


Paula sacó el teléfono y aprovechó para hacer fotos. Cuando él regresó, el sol ya estaba perdiéndose en el horizonte. Se había convertido en una bola de fuego, roja y resplandeciente.


–Gracias –le dijo ella cuando él le puso una copa de vino blanco delante–. Pero no puedo bebérmela todavía. No me quiero perder ni un segundo de esto –añadió y se volvió hacia el horizonte de nuevo.


Resultaba increíble que el sol pudiera ponerse tan rápido.


Un minuto antes apenas tocaba la línea del horizonte, y poco después casi se había ocultado del todo.


–Oh… –exclamó ella con un suspiro.


–Darwin es famoso por sus puestas de sol.


–Son espectaculares. Mi madre querrá venir cuando le enseñe las fotos. Y eso me recuerda… –agarró la copa–. Tengo que llamarla después. No dejes que se me olvide.


–¿Vas a llamar a tu madre todas las noches?


Paula bebió un sorbo y contó hasta diez antes de contestar. Entendía que la relación de Pedro con su familia era muy distinta, pero eso no le daba derecho a ser tan crítico con algo que para ella era de lo más normal.


–Sí, Pedro. Voy a llamar a mi madre todas las noches. La quiero mucho, y sé que me echa mucho de menos. Siento mucho que te moleste tanto, pero tendrás que aguantarte.


Esperó a que él le soltara algún latigazo sarcástico, pero no lo hizo.


Simplemente asintió con la cabeza.


–Siempre he admirado ese carácter tuyo, Paula. Y su sinceridad.


Paula agarró con fuerza la copa.


–No siempre soy sincera.


Pedro le lanzó una mirada de sorpresa.


–¿En serio? ¿Cuándo no lo has sido?





EL PRECIO DEL DESEO: CAPITULO 28

 


TE HAS acostado con muchas mujeres? –le preguntó Paula.


Estaba tumbada con la cabeza apoyada en el vientre de Pedro y el rostro vuelto hacia él, jugueteando con el fino vello de su pecho. Pedro estaba estirado, con las manos entrelazadas por detrás de la cabeza y la vista fija en el techo. Acababan de volver a la cama después de una larga ducha.


–Me prometiste que no me ibas a hacer más preguntas.


–Yo no he prometido nada. Te dejé descansar. Eso es todo, así que te lo repito. ¿Te has acostado con muchas mujeres?


–Me he acostado con muchas mujeres.


–Eso pensaba.


–¿Te importa mucho?


–Supongo que no.


–No estarás celosa, ¿no?


–En absoluto. Solo siento curiosidad. ¿Pero cuándo tuviste tiempo para acostarte con tantas novias? Según lo que me contaste, te has pasado la mayor parte de tu vida adulta escalando montañas y haciendo expediciones por la jungla.


–No he dicho que haya tenido muchas novias. He dicho que me he acostado con muchas mujeres. Hay una diferencia.


–Oh. Oh, claro. Entiendo. Eres de aventuras de una noche.


–Normalmente sí. Tuve un par de novias formales en la universidad, pero no fue nada serio. No tengo tiempo para relaciones estables y largas últimamente. Ni tampoco tengo ganas.


–Pero estoy segura de que la noche de la fiesta en casa de tus padres me dijiste que acababas de romper con una mujer.


–Mentí.


Ella se incorporó abruptamente.


–¿Pero por qué?


–Porque no quería que me hicieras preguntas. Claro.


–Muy bien. Ya no haré más preguntas –dijo. No era buena idea insistir más, sobre todo porque él ya empezaba a mirarla con ojos afilados.


–Gracias. El silencio es oro para mí. ¿Sabes? Sobre todo cuando estás muy cansado.


Paula se rio y entonces volvió a apoyar la cabeza en su vientre. Esa vez, no obstante, se había acostado mirando hacia el otro lado. Contempló su miembro. No parecía cansado en absoluto, pero tampoco estaba erecto. En estado de flacidez, tampoco parecía tan intimidante. Ella sospechaba, no obstante, que solo tenía que rodearlo con la boca para devolverlo a la vida.


–¡Oye! –exclamó él, cuando ella le agarró el pene con mano firme–. ¿Pero qué haces?


–¿Qué crees que hago?


Él gimió cuando ella empezó a mover la mano arriba y abajo.


–Chica, no tienes compasión.


–Para ti no.


–Me vas a matar.


–Posiblemente. Pero será una forma maravillosa de irse de este mundo.


Él se rio y entonces contuvo el aliento.


–¡No te atrevas a hacer eso!


Ella no contestó. No podía.


Pedro apretó la mandíbula y aguantó la oleada de sensaciones que lo sacudía. Ella era buena, muy buena… Era difícil de creer que tuviera tan poca experiencia sexual. Sin embargo, sí que la creía. No era ninguna mentirosa. Él, en cambio, sí que mentía muy bien, sobre todo cuando era necesario mentir.


Sus protestas habían sido una especie de mentira. Estaba deseando que ella hiciera justamente eso, despertar su deseo sexual, de nuevo. Quería provocarle un orgasmo tras otro.


Porque ese era su plan, hacerla adicta al sexo con él. Y entonces, al lunes siguiente, dos días antes de que entrara en el periodo de máxima fertilidad, dejarían de hacerlo un tiempo. Así tendrían más probabilidades de conseguir el embarazo. Para el miércoles, ella estaría lista para quedarse embarazada, y ya no estaría tan obsesionada con los bebés, sino con el placer.


Era un plan perfecto. Pedro le acarició el cabello con ambas manos, intentando detenerla. Después de todo, no quería que se hiciera adicta a dar placer, sino a recibirlo. Sin embargo, lo que le estaba haciendo era delicioso.


Le clavó las yemas de los dedos en la cabeza y la sujetó en el sitio, sucumbiendo a la tentación.


Más tarde, cuando ella se acurrucó a su lado, él le rodeó los hombros con el brazo y la atrajo hacia sí.


–Eso ha sido increíble. Gracias.


–Un placer –le dijo ella y le dio un beso en el cuello con los labios todavía húmedos.


De repente Pedro sintió una extraña sensación; una emoción poderosa que lo embargaba.


«Yo soy el que se está haciendo adicto aquí».


La idea de que pudiera estar enamorándose de Paula era tan sorprendente, tan asombrosa, que Pedro no sabía qué hacer o pensar. Al principio parecía algo imposible. Lo del amor no era para él, pero poco a poco, una vez dejó a un lado esa perplejidad que lo atenazaba, se dio cuenta de que la idea no era una locura tan grande. De hecho, a lo mejor siempre había estado un poco enamorado de ella.


–Vas a pensar que soy una ingenua –dijo ella de repente, levantando la cabeza lo suficiente para poder mirarlo a los ojos–. Pero solía pensar que tendría que estar locamente enamorada de un hombre para poder disfrutar del sexo con él. Quiero decir, disfrutar de verdad, como he hecho contigo –bajó la cabeza y la apoyó sobre el pecho de él–. Creo que eso viene de haber sido una romántica empedernida durante muchos años. No me daba cuenta de que para disfrutar solo hace falta toparse con un hombre que sepa bien lo que hace.


El momento escogido para hacer un comentario como ese resultaba de lo más irónico. Sin embargo, sus palabras sinceras fueron un alivio para él.


Evidentemente no era amor lo que sentía por Paula. Era lujuria, lo mismo que siempre había sentido por ella. Tanto sexo le estaba afectando. Tenía que parar un poco.


–Gracias por el cumplido, Paula. Yo también he descubierto algo desde que me fui contigo a la cama.


Ella levantó la cabeza de nuevo.


–¿Qué?


–No aguanto más.


–Ni yo tampoco. De hecho, apenas puedo mantener los ojos abiertos –le dijo, volviendo a recostarse sobre su pecho.


–Me vendría bien dormir un poco –le dijo él. Por suerte ella no podía ver su rostro, tenso y contraído.


¿Cómo iba a dormirse teniéndola encima de esa manera?


No lo hizo. Se quedó allí tumbado, debajo de ella, intentando controlar la respiración, intentando dominar su propio cuerpo. Paula fue la primera en quedarse dormida. Y Pedro lo agradeció, porque así podría echarla a un lado.


Ella se acurrucó de inmediato y Pedro la cubrió con una sábana antes de apartarse.


Una vez puso algo de distancia entre ellos, empezó a relajarse. Pero aun así pasó un buen rato despierto, esperando a que el sueño lo sumiera en un merecido olvido.





EL PRECIO DEL DESEO: CAPITULO 27

 


No esperó a que ella le contestara. Fue hacia el dormitorio principal y le dio con la puerta en las narices. Paula se quedó en mitad del salón, totalmente desconcertada, pero excitada. No había ningún género de dudas.


Haría todo lo que él quisiera, porque en el fondo, eso era lo que deseaba.


Hacerlo, no obstante, no era cosa fácil. Le daba un poco de miedo. No se miró en el espejo del cuarto de baño mientras se desvestía. Abrió el grifo de la ducha y esperó a que el agua se calentara un poco antes de entrar. Se lavó a conciencia, intentando no detenerse demasiado en esas zonas que le recordaban lo excitada que estaba. Cinco minutos más tarde, ya había salido de la ducha.


Tardó cinco minutos más en salir del baño. Se cepilló el pelo durante una eternidad, se pintó los labios y se puso un poco de perfume. Cuando ya no pudo retrasarlo más, respiró profundamente varias veces y abrió la puerta.


Salió desnuda y atravesó el apartamento. Aquello era lo más duro que había hecho jamás, incluso más duro que ir a la clínica de fertilidad por primera vez. Cuando llegó a la puerta del dormitorio principal, estaba hecha un manojo de nervios. Se armó de valor, pero no llamó. Abrió directamente y entró sin más.


Él estaba saliendo del aseo justo en ese instante, con una toalla alrededor de la cintura.


Ella se paró de golpe, con las manos apoyadas en las caderas.


–Yo también quiero que estés desnudo –le espetó.


–Todavía no –le contestó él. Sus ojos brillaron cuando la miró de pies a cabeza–. Eres todavía más hermosa de pie que tumbada. Ahora ven aquí. Quiero verte caminar. Quiero sujetarte fuertemente contra mí y besarte hasta que me supliques que lo haga, tal y como hiciste anoche. Pero no en la cama, con las piernas enroscadas alrededor de mi cintura, y los brazos alrededor de mi cuello.


Sus palabras evocaban imágenes eróticas que la bombardeaban una y otra vez. A Paula empezó a darle vueltas la cabeza. De alguna forma consiguió atravesar la habitación sin tropezarse con nada. Tenía las rodillas de gelatina.


Él la taladraba con una mirada aguda, sin decir ni una palabra más.


Cuando ella se le acercó, pudo oír su respiración, mezclada con la suya propia. Pudo sentir la tensión…


Se quitó la toalla, mostrándole su miembro erecto en todo su esplendor.


Paula sintió que se le secaba la boca, imaginando cómo le haría el amor. ¿Lo haría de pie, tal y como le había dicho? El corazón se le aceleró. Se le endurecieron los pezones.


De repente él la estrechó entre sus brazos y la apretó con fuerza contra su erección.


«Sí. Sí. Hazme el amor. Házmelo ahora. No me beses. No esperes. Simplemente levántame en el aire y hazme el amor…».


Pero él no hizo caso de esa súplica silenciosa. Primero empezó a besarla, con desesperación, con ardor. Paula necesitaba tenerle dentro… La urgencia era insoportable. De repente gimió.


–Dime lo que quieres, Paula –le dijo él en un susurro.


–Te quiero a ti. Oh, Dios, Pedro… Hazlo sin más. Hazlo tal y como dijiste.


Él la penetró bruscamente, le agarró el trasero y la levantó del suelo.


–Pon las piernas y los brazos a mi alrededor.


La apoyó contra la pared del dormitorio y empezó a empujar una y otra vez. Ella llegó al clímax rápidamente. El primer espasmo fue tan intenso y salvaje que tuvo que gritar. Él llegó unos segundos después, de una forma tan violenta como ella. Sus gemidos orgásmicos resonaron casi como gritos de dolor. Él le clavó las yemas de los dedos en la piel mientras ella se aferraba a su cuello. El clímax duró un rato para ambos. Sus cuerpos latían al unísono, y sus corazones también.


Al final, cuando todo terminó, les sobrevino una ola de cansancio.


Paula suspiró, y Pedro también. Levantó la cabeza. Ella se sentía completamente vacía, sin fuerzas. Las piernas casi se le caían. Apenas podía aferrarse ya a su cintura.


Él se dio cuenta. La llevó hasta la cama y la tumbó con cuidado.


–¿Ves lo que me has hecho? –le preguntó, poniéndose erguido y asintiendo con la cabeza.


–Pobre Pedro–murmuró ella en un tono adormilado–. A lo mejor deberías tumbarte a mi lado y descansar un poco.


–A lo mejor. Pero solo con la condición de que no me hagas más preguntas.





lunes, 14 de diciembre de 2020

EL PRECIO DEL DESEO: CAPITULO 26

 


Paula se quedó profundamente impresionada con el nuevo paseo marítimo. Era un paraíso para los turistas, con apartamentos de lujo, un hotel fantástico, tiendas modernas, cafeterías, calles amplias por las que se podía salir a correr, una piscina de olas para niños y adultos y puertos de gran calado donde podían atracar barcos cruceros. De no haber estado tan absorta en sus propios pensamientos, Paula habría hecho muchos, muchos comentarios.


Nunca antes en toda su vida se había sentido tan inquieta. La cabeza le daba vueltas, y el estómago también. Cuando Pedro sugirió que tomaran una comida ligera en una elegante terraza, aceptó rápidamente, porque eso significaba que por fin podría retirar la mano de la de él. No era que no disfrutara sosteniéndosela, no obstante. En realidad lo disfrutaba más de lo que quería. Pero no era esa la clase de cercanía que buscaba.


Sin necesidad de consultar la carta, Pedro pidió dos rollitos de pollo con lechuga envueltos en pan de pita, y dos cafés con leche.


La joven camarera apuntó el pedido con una sonrisa cómplice. Era evidente que Pedro le había gustado mucho.


Paula le lanzó una mirada envenenada a la joven. A punto estuvo de hacer un comentario corrosivo cuando esta se retiró, pero finalmente consiguió morderse la lengua. Cualquiera hubiera dicho que estaba celosa; algo absurdo, sobre todo porque iba a ser ella quien iba a pasar la tarde con él en la cama.


Respiró hondo.


–¿No te gusta lo que he pedido?


–No, no. Me gusta. Es que acabo de acordarme de que debería haber hecho algunas fotos para enviarle a mi madre. Se me olvidó por completo.


–Todavía puedes hacerlas, cuando terminemos de comer.


–Sí. Supongo que sí.


–Pero tendrás que darte prisa.


–Oh. ¿Por qué? –le preguntó, levantando la vista al cielo. No había ni una nube a la vista.


–Para ser una chica tan inteligente, a veces te pones muy espesa –le dijo él en un tono de exasperación–. Me da la sensación de que no conoces muy bien a los hombres.


Paula decidió no darse por ofendida. Estaba cansada de discutir con él.


–Soy consciente de que he llevado una vida muy aburrida. Después de escuchar todas esas historias tuyas sobre tus viajes y tus aventuras, me doy cuenta de que sí ha sido muy aburrida. Supongo que te imaginas que he tenido un montón de novios a lo largo de los años, pero en realidad puedo contarlos con los dedos de una mano. Y es cierto. No conozco muy bien a los hombres. Siento mucho haberte decepcionado.


–No hay nada en ti que me haya decepcionado, Paula. Siempre te he admirado mucho.


–¿En serio? –había un atisbo de risa en su voz.


–En serio.


–¿Incluso cuando soy espesa con el tema de los hombres?


–Incluso en esos momentos.


–¿Entonces por qué te parecí espesa antes?


–Pensé que intuitivamente sabrías que necesitaba tenerte de vuelta en el apartamento después de comer, tan pronto como sea posible.


Pedro vio cómo cambiaba su expresión. Sus mejillas se colorearon de inmediato.


–Oh –dijo y entonces sonrió con tristeza–. Pensaba que era solo yo quien sufría en silencio.


Sus palabras no fueron consuelo para Pedro. No recordaba haberse excitado tanto en toda su vida.


Fue un alivio cuando llegó la comida, en el momento preciso. El rollito estaba exquisito, pero apenas pudo saborearlo comiendo tan rápido.


–Vas a tener una indigestión –le advirtió Paula con una sonrisa.


Ella se lo estaba tomando con calma.


–Come y haz esas fotos, o las hago yo.


–¡Sí, señor!


–Y deja de ser tan sarcástica. Te prefería como eras hace un rato.


–¿Cómo?


–Suave y dulce.


–Pero yo creía que mis ironías te gustaban mucho.


Pedro habló entre dientes.


–Ahora no quiero que me gustes tanto.


–Ah, entiendo. No te preocupes. Te prometo que seré tan dulce como una tarta de manzana hasta que lleguemos a casa.


Pedro no pudo evitar reírse.


–Limítate a comer, ¿quieres?


Sus miradas se encontraron.


–Ve a hacer esas fotos mientras yo pago la cuenta –le dijo, poniéndose en pie.


Paula solo tuvo tiempo de hacer unas pocas fotos antes de que volviera a recogerla.


Regresaron a paso ligero, por el mismo camino por el que habían llegado. Esa vez no iban de la mano. Paula trataba de seguir el ritmo de sus enormes zancadas. Cuando llegaron al edificio de apartamentos, su respiración se había vuelto pesada. Subieron en el ascensor en silencio. Paula ni siquiera se atrevía a mirarlo a la cara.


Cuando él le abrió la puerta del apartamento y la invitó a entrar, se dio cuenta de que la deseaba con desesperación. Hubiera querido hacerle el amor contra la puerta, en el sofá, en el suelo… De pronto él se apartó.


–No, Paula –le dijo con brusquedad al ver que ella fruncía el ceño–. Aquí no. Todavía no. Quiero que te metas en el cuarto de baño y te des una ducha caliente. Yo voy a hacer lo mismo en mi aseo. Cuando sientas que estás relajada, sales, te secas, y vienes a mi dormitorio. Sin ropa, por favor. Ni toalla. Ni albornoz.


Paula tragó en seco.


–¿Esperas… esperas que entre en tu habitación, completamente desnuda?


–Completamente. Tienes un cuerpo increíble, Paula, y lo quiero ver todo, todo el tiempo.


–¿Todo el tiempo? –repitió ella, tartamudeando.


–Por supuesto. A partir de ahora solo llevaremos ropa cuando salgamos.


–Pero…


–Sin «peros». Esto es parte del plan.


–¿Y qué plan es ese?


–Un plan secreto.


–Pero no entiendo cómo…


–Pensaba que estábamos de acuerdo en que no habría «peros». Y basta ya de discusiones. Lo único que quiero oír de ti esta tarde es «Sí, Pedropor supuesto. Lo que tú digas, Pedro».


–Has olvidado eso de «como usted ordene, mi señor ».


Él sonrió.


–Esa es mi chica.


Paula sacudió la cabeza.


–¡Eres el tipo más exasperante que he conocido jamás!


–Y tú eres la mujer más irresistible. Ahora ve y haz exactamente lo que te he dicho.




EL PRECIO DEL DESEO: CAPITULO 25

 


Paula parpadeó. ¿Qué podría haber pasado entre ellos para enturbiar tanto la relación entre padre e hijo?


–No creo que sepas nada de esto, porque mis padres no hablan de ello, pero yo tenía un hermano gemelo.


–¡Gemelo!


–Sí. Tenía un hermano, Damián, que nació unos minutos antes que yo. Éramos idénticos. Idénticos en cuanto a los genes, pero no teníamos mucho que ver en cuanto a la personalidad. Él era extrovertido. Yo era todo lo contrario. Él era hiperactivo, travieso, encantador. Empezó a hablar cuando todavía gateaba. Yo era más tranquilo, mucho menos comunicativo. La gente pensaba que era tímido, pero no lo era. Solo era… un tanto retraído.


Paula creyó saber lo que venía a continuación.


–Damián se ahogó en la piscina del patio de atrás cuando tenía cuatro años. Mi madre estaba al teléfono un día y nosotros estábamos jugando fuera. Damian acercó una silla a la verja y trató de subirse, pero se cayó y se golpeó la cabeza antes de caer a la piscina. Yo me quedé paralizado, mirándole durante demasiado tiempo… Al final entré a la casa, gritando, buscando a mi madre. Cuando le sacaron, estaba muerto.


–Oh, Pedro–dijo Paula, con lágrimas en los ojos–. Qué triste.


Pedro se puso tenso al ver la reacción de ella, su solidaridad. Eso era lo que no podía soportar. Era por eso que nunca le había contado la historia a nadie. No quería sentir lo que estaba sintiendo en ese preciso momento. No le gustaba sentirse culpable por la muerte de su hermano. La lógica le decía que no podía ser culpa suya, pero la lógica no significaba nada para un chico de cuatro años que había visto a su madre casi catatónica por el dolor, y a su padre llorando desconsoladamente. De repente volvió a sentir toda esa pena, la culpa… Porque él quería mucho a Pedro, tanto como sus padres. Era su hermano gemelo, sangre de su sangre. Eran inseparables.


Pero a nadie le había importado su dolor.


No podía creer que aún le doliera tanto…


–Bueno, resumiendo, mi padre hizo algo la noche del día en que murió Pedro… algo que me afectó mucho. Le vi sentado en el salón, con la cabeza entre las manos. Fui hacia él y lo abracé. Él me apartó y le dijo a mi madre que me acostara, que no soportaba verme.


Paula contuvo el aliento.


–Más tarde, esa misma noche, vino a darme un beso de buenas noches a mi habitación, pero yo aparté la cara y no le dejé darme un beso. Él se encogió de hombros y se marchó. Después de eso, yo dejé de hablarle durante mucho tiempo. En realidad, le ignoré por completo durante años. Parecía que a él le daba igual. De repente había dejado de ser el padre al que yo adoraba. Estaba vacío por dentro. Mi madre sabía lo que pasaba, pero ella pasó mucho tiempo lidiando con su propio dolor, y no me ayudó demasiado. No sabía qué decir, o qué hacer. No se recuperó hasta que tuvo a Melisa. Ella fue quien insistió en que vendiéramos la otra casa y nos mudáramos a esta. Pero mi padre siguió igual. Y yo también. Se volvió huraño, se dio al alcohol, y yo me convertí en ese chico al que conociste. Un chaval resentido, furioso con el mundo.


Paula había empezado a morderse el labio inferior para no llorar.


–Me sorprende que seas capaz de dirigirle la palabra a tu padre con tanta educación.


–Desde que se retiró ha cambiado bastante. No le he llegado a perdonar del todo, pero el odio y la venganza no llevan a ninguna parte. Ahora que me he hecho mayor, entiendo que nuestros padres no son perfectos. Solo son seres humanos. Damián había sido el ojito derecho de mi padre, y murió. El dolor te puede llevar a hacer cosas horribles.


Después de la muerte de Bianca, él mismo le había dicho cosas horribles a su familia. Les había echado la culpa de todo por no acompañarla esa noche. Ellos, sin embargo, no se lo habían tomado a pecho. No le habían devuelto las acusaciones.


Tras la tormenta, no obstante, se había sentido muy mal. La vergüenza le había llevado a regalarles la casa de Río y todo lo que había en ella. Tenía que compensarles de alguna manera.


–¿Alguna vez has hablado con tu padre de lo que pasó esa noche? –le preguntó Paula, frunciendo el ceño.


–No.


–Por lo menos tu madre te quería a ti y a tu hermano por igual.


–Seguro que sí. Pero entonces llegó Melisa y mi madre se dedicó a ella por completo.


–Todas las madres están muy apegadas a sus hijas. Eso no significaba que te quisiera menos. Además, por aquella época no eras un niño encantador precisamente.


Pedro se rio.


–Nadie me aleja de la autocompasión tan bien como tú.


–No era mi intención. Pero… ¿sabes una cosa, Pedro? A lo mejor las cosas no fueron cómo te pareció entonces. He estado pensando…


Pedro suspiró lentamente.


–¿De qué se trata esta vez?


–Es sobre lo que te dijo tu padre. A lo mejor quería decir que no podía soportar mirarte a la cara porque le recordabas a Damián. Erais idénticos físicamente. A lo mejor no quería decir que no te quería tanto como a tu hermano.


–Bueno, creo que todo lo que hizo a partir de ese momento indicaba todo lo contrario. Tuvo muchas oportunidades para demostrarme su cariño, pero no las aprovechó. Se comportaba como si yo no existiera. No sabes la envidia que me daba tu padre. Él siempre fue un padre con mayúsculas.


–Era extraordinario. Pero tú tenías a tu abuelo.


–Cierto. El abuelo fue muy bueno conmigo. Si te soy sincero, de no haber sido por él, probablemente me hubiera ido de casa y habría acabado en la cárcel.


–Oh, no creo.


–¿No crees? Las cárceles están llenas de jóvenes furiosos, hijos rechazados con muy poca autoestima, sin metas en la vida. Mi abuelo me devolvió el amor propio y me dio un objetivo; llegar a ser geólogo. Su muerte fue un duro golpe para mí, porque ocurrió justo antes de la graduación. Pero incluso después de su muerte, siguió cuidando de mí. Me dejó dinero, mucho dinero, en realidad. Con ese dinero venía una carta en la que me decía que tenía que viajar y ver el mundo. En cuanto me gradué, me fui. Primero hice un viaje por Europa, pero tampoco me gustó demasiado. Demasiadas ciudades, pocos árboles. Me fui de nuevo y viajé por todo el mundo durante un par de años. Al final aterricé en Sudamérica. Para entonces me había quedado sin dinero, así que tuve que buscar trabajo. O eso o volvía a casa. Como podrás imaginar, lo de regresar a casa no me hacía mucha gracia. De todos modos, como no tenía experiencia, solo encontré trabajo en una empresa minera que buscaba a geólogos que estuvieran dispuestos a ir a sitios a los que nadie quería ir. Era un trabajo peligroso, pero pagaban bien, y de repente me di cuenta de que me gustaba asumir riesgos. A lo largo de los últimos diez años, he descubierto un yacimiento de esmeraldas en Colombia, petróleo en Argentina, gas natural en Ecuador. La otra cara de la moneda fue que recibí unos cuantos balazos por ello, me caí por una montaña, y casi morí ahogado en el Amazonas. Me mordieron miles de insectos voraces… Pero me pagaron muy bien y me pude comprar la casa de Río, y este apartamento en Darwin. ¡Lo bueno es que ya no tengo que volver a aceptar trabajos que me pueden costar la vida! –sonrió con tristeza–. Incluso me puedo permitir el lujo de mantener a un hijo sin que su madre tenga que volver a trabajar en toda su vida, si no quiere, claro.


Paula frunció el ceño.


–Ya veo que sigues pensando. Y no en cosas alegres precisamente. Mira, si no quieres mi dinero, dilo sin más. No te voy a obligar a aceptarlo si no quieres. Muchas mujeres estarían encantadas de tener una oferta así sobre la mesa, pero ya debería haberme dado cuenta de que tú no eres de esas.


–Le tengo mucho aprecio a mi independencia.


–Si aceptaras mi dinero, podrías comprarte una casa. Incluso podrías contratar a una niñera, si quieres seguir trabajando.


–¿Una niñera? ¡No quiero dejar a mi hijo en manos de una niñera! Y en cuanto a comprarme mi propia casa, tienes que saber que ya tengo suficiente dinero para comprarme la que me dé la gana, si quisiera. Llevo ahorrando para una casa desde que empecé a trabajar. Muchas gracias por la oferta, Pedropero no. No necesito ni quiero ayuda económica.


Su punto de vista no debería haberle hecho enojar, pero lo hizo.


–Muy bien –le dijo en un tono cortante–. No voy a pagar nada entonces.


–No hay necesidad de enfadarse –dijo ella–. Deberías alegrarte de que no sea como la mayoría de las mujeres. Solo imagina lo que pasaría si yo fuera una de esas cazafortunas. ¡Te sacaría todo lo que pudiera!


Pedro no pudo evitar sonreír. Ella parecía realmente asqueada ante la idea. Se había ruborizado y así parecía más hermosa que nunca.


–Muy bien. Es una suerte que no seas una interesada. Bueno, ¿tienes alguna pregunta más que hacerme antes de poder seguir con mi plan para hoy?


Paula parpadeó, sorprendida.


–¿Tienes un plan para hoy? –le preguntó, pensando que era ella quien tenía el plan.


–Sí que lo tenía, antes de que lo fastidiaras todo y te diera por querer conocerme mejor.


–Bueno, yo… Yo… –Paula no podía creerse que estuviera tartamudeando. Normalmente solía ser una persona con bastante facilidad de palabra. Apretó los labios un segundo, respiró hondo y siguió adelante–. Muy bien. No más preguntas por ahora. Pero a lo mejor luego me surge alguna más. ¿Cuál era tu plan para hoy?


–Hacer un poco de turismo, tomar una comida ligera y pasar la tarde en la cama.


Paula se quedó boquiabierta.


–¿Toda la tarde?


–Palabra. Cuando te presentaste en el balcón esta mañana, hecha un bombón, tuve ganas de meterme en la cama contigo directamente y pasar allí el resto del día.


Ella se lo quedó mirando. Apenas podía creerse que la deseara tanto, casi tanto como ella a él. De repente, la decisión de dejar el sexo para las noches ya no le pareció tan buena idea.


–Además –añadió él. Una llamarada de deseo brilló en sus ojos–. Lo de esta tarde no tiene nada que ver con lo de los bebés. Se trata de placer. No solo mío, sino tuyo también. A juzgar por cómo reaccionaste la otra noche, tu vida sexual no ha sido muy animada últimamente. Si me dejas, yo puedo hacer que eso cambie –se puso en pie y le tendió la mano–. Bueno, vámonos a pasear.




EL PRECIO DEL DESEO: CAPITULO 24

 


Pedro regresó al dormitorio principal. Se puso una camiseta blanca, unas chanclas cómodas y buscó la gorra de béisbol que se había comprado la semana anterior. Incluso en el invierno, el sol de Darwin podía llegar a quemar, sobre todo después de haberse rapado casi toda la cabeza.


Cuando regresó al salón, Paula le esperaba con un enorme bolso colgado del brazo y un sombrero blanco de ala ancha.


Pedro fue hacia la puerta, abrió y la invitó a salir. Cerró y se guardó las llaves en el bolsillo de los pantalones cortos. La acompañó hasta los ascensores. Bajaron juntos, en silencio. Una vez allí, él la agarró del codo y la condujo al otro lado de la calle, hacia el parque.


–El parque abarca toda la Esplanade –le dijo, avanzando por el zigzagueante camino que se abría entre los jardines–. Este camino nos lleva al final del CBO, más allá de Government House, un edificio extraordinario. Después iremos por una pasarela y tomaremos un ascensor que nos bajará hasta el nuevo paseo marítimo. Creo que te vas a llevar una sorpresa cuando veas todo lo que han hecho para mejorar la zona.


–Tienes razón. ¡Las vistas de la bahía desde aquí abajo son impresionantes! Y muy distintas de las que se ven desde tu balcón. ¿Crees que podremos salir a la bahía un día? –le preguntó mientras hacía fotos.


–Claro. Alquilaré un barco. Iremos a dar un paseo y te enseñaré a pescar. Últimamente me ha dado por la pesca.


Ella dejó de hacer fotos y lo miró.


–Me sorprendes. Pensaba que eras hombre de tierra firme.


–Yo también lo pensaba. Pero después del accidente pasé varios meses casi paralizado. Un amigo me sugirió lo de la pesca y me encantó.


–Mi padre solía pescar. Pero yo nunca fui con él. Siempre me pareció aburrido.


–No si sabes dónde pescar y tienes el equipo adecuado. Si es así, puede llegar a ser muy emocionante, y satisfactorio. En el barco nos cocinarán lo que capturemos, si te gusta el pescado, claro.


–Me encanta.


–Entonces ya tenemos algo en común.


Paula se rio.


–La única cosa que tenemos en común, seguramente.


–No. No es la única cosa –le dijo él, bajando la voz.


Paula decidió no darse por aludida. Fue hacia una placa conmemorativa con una lista de nombres relacionados con la Segunda Guerra Mundial. Se puso a leerla. Darwin había sido la única ciudad de Australia que había sido bombardeada durante la Segunda Guerra Mundial. Lo había leído en Internet. Tomó una foto de la placa y varias de las vistas.


–Darwin es un sitio maravilloso.


–Me gusta mucho.


–¿Entonces por qué no vives aquí de forma permanente? ¿Por qué vas a volver a Sudamérica? Pensándolo bien, ¿por qué te fuiste a trabajar allí? Quiero decir que aquí hay mucho trabajo para los geólogos. Podrías haberte venido aquí o a alguna de las ciudades mineras del oeste del país. No hay necesidad de irse al otro lado del mundo solo para huir de… –la pregunta que realmente quería hacerle se le escapó de los labios–. ¿Por qué odias tanto a tu padre?


–Vaya –dijo él–. Esas son muchas preguntas de golpe. Mira, ¿por qué no nos sentamos aquí? –le dijo, llevándola hacia una parte del banco que estaba a la sombra de un árbol. Podría llevarme un buen rato contestarlas todas.


–Sobre todo si lo haces con sinceridad –le recordó ella.


–Paula, ¿crees que te mentiría?


–Seguro que sí –dijo ella.


Él sonrió.


–Me conoces demasiado bien.


–Sé que no te gusta hablar de ti mismo.


Pedro se encogió de hombros.


–No creo que te haga mucha gracia, pero… ¿Qué demonios? Quieres la verdad.


Durante una fracción de segundo, se preguntó si podría mentirle. Una fracción de segundo…


–Empecemos por el principio. En realidad no voy a volver a Brasil. Vendí mi casa de Río hace poco. Tengo pensado quedarme y trabajar aquí en Australia.


–¡Vaya sorpresa! ¿Y qué te ha hecho volver después de tantos años? Me parecía que te encantaba vivir en América del Sur.


–Y así es. Probablemente me habría quedado si mi ama de llaves no hubiera muerto. Era una señora encantadora llamada Bianca, a la que quería mucho. Fue apuñalada por una banda de chicos de la calle a los que intentaba ayudar.


–Oh, Pedro, eso es horrible.


–Sí que lo fue. Era una mujer tan buena. Salía todas las noches y les llevaba comida a los sin techo. Cuando no estaba trabajando, yo solía acompañarla. No me gustaba que fuera sola. Los sitios a los que iba eran muy peligrosos. Traté de convencerla para que dejara de salir cuando yo no podía acompañarla, pero no me hizo caso. Me decía que no le pasaría nada. Creía que si no ayudaba a esos chicos, nadie lo haría. Una mañana llegué a casa y me encontré un coche de policía aparcado. Sabía que algo horrible le había pasado. Me volví loco cuando me enteré de que había sido asesinada. Quería matar a todos esos bastardos. Al final, les di una buena paliza a un par de ellos. A la policía no le hizo mucha gracia y me lanzaron una advertencia. Por aquel entonces, me daba igual. No estaban haciendo nada para resolver el caso de Bianca. De todos modos, sabía que si me quedaba, podría llegar a cometer una verdadera estupidez, así que vendí la casa y me marché.


–Fue lo mejor. ¿Tu familia sabe algo de esto?


–¡Claro que no!


–¿Pero por qué no?


–Porque es asunto mío y de nadie más.


–¿Entonces no saben lo del ama de llaves? ¿Ni tampoco que ya no vives en Brasil, o que tienes pensado vivir y trabajar en Australia a partir de ahora?


–Todavía no. Espera un momento –añadió al ver que ella abría la boca, asombrada–. Déjame terminar antes de que te subas a ese caballo blanco tuyo y me despellejes vivo por ser tan mal hijo. Se lo diré todo. Bueno, lo de Bianca no. Solo les diré que he vuelto a Australia y que voy a trabajar aquí. Pero de momento es mejor que no sepan nada. No le hago daño a nadie.


Paula apretó los labios para no decirle que siempre le hacía mucho daño a su familia con esas ausencias tan prolongadas, sobre todo a su madre.


A Carolina no le hubiera sentado nada bien saber que estaba allí en Darwin, de vacaciones, en vez de estar en Brasil, trabajando.


–Bueno, si te digo la verdad, no es que odie a mi padre. Mis sentimientos hacia él no son tan sencillos.