Paula se quedó profundamente impresionada con el nuevo paseo marítimo. Era un paraíso para los turistas, con apartamentos de lujo, un hotel fantástico, tiendas modernas, cafeterías, calles amplias por las que se podía salir a correr, una piscina de olas para niños y adultos y puertos de gran calado donde podían atracar barcos cruceros. De no haber estado tan absorta en sus propios pensamientos, Paula habría hecho muchos, muchos comentarios.
Nunca antes en toda su vida se había sentido tan inquieta. La cabeza le daba vueltas, y el estómago también. Cuando Pedro sugirió que tomaran una comida ligera en una elegante terraza, aceptó rápidamente, porque eso significaba que por fin podría retirar la mano de la de él. No era que no disfrutara sosteniéndosela, no obstante. En realidad lo disfrutaba más de lo que quería. Pero no era esa la clase de cercanía que buscaba.
Sin necesidad de consultar la carta, Pedro pidió dos rollitos de pollo con lechuga envueltos en pan de pita, y dos cafés con leche.
La joven camarera apuntó el pedido con una sonrisa cómplice. Era evidente que Pedro le había gustado mucho.
Paula le lanzó una mirada envenenada a la joven. A punto estuvo de hacer un comentario corrosivo cuando esta se retiró, pero finalmente consiguió morderse la lengua. Cualquiera hubiera dicho que estaba celosa; algo absurdo, sobre todo porque iba a ser ella quien iba a pasar la tarde con él en la cama.
Respiró hondo.
–¿No te gusta lo que he pedido?
–No, no. Me gusta. Es que acabo de acordarme de que debería haber hecho algunas fotos para enviarle a mi madre. Se me olvidó por completo.
–Todavía puedes hacerlas, cuando terminemos de comer.
–Sí. Supongo que sí.
–Pero tendrás que darte prisa.
–Oh. ¿Por qué? –le preguntó, levantando la vista al cielo. No había ni una nube a la vista.
–Para ser una chica tan inteligente, a veces te pones muy espesa –le dijo él en un tono de exasperación–. Me da la sensación de que no conoces muy bien a los hombres.
Paula decidió no darse por ofendida. Estaba cansada de discutir con él.
–Soy consciente de que he llevado una vida muy aburrida. Después de escuchar todas esas historias tuyas sobre tus viajes y tus aventuras, me doy cuenta de que sí ha sido muy aburrida. Supongo que te imaginas que he tenido un montón de novios a lo largo de los años, pero en realidad puedo contarlos con los dedos de una mano. Y es cierto. No conozco muy bien a los hombres. Siento mucho haberte decepcionado.
–No hay nada en ti que me haya decepcionado, Paula. Siempre te he admirado mucho.
–¿En serio? –había un atisbo de risa en su voz.
–En serio.
–¿Incluso cuando soy espesa con el tema de los hombres?
–Incluso en esos momentos.
–¿Entonces por qué te parecí espesa antes?
–Pensé que intuitivamente sabrías que necesitaba tenerte de vuelta en el apartamento después de comer, tan pronto como sea posible.
Pedro vio cómo cambiaba su expresión. Sus mejillas se colorearon de inmediato.
–Oh –dijo y entonces sonrió con tristeza–. Pensaba que era solo yo quien sufría en silencio.
Sus palabras no fueron consuelo para Pedro. No recordaba haberse excitado tanto en toda su vida.
Fue un alivio cuando llegó la comida, en el momento preciso. El rollito estaba exquisito, pero apenas pudo saborearlo comiendo tan rápido.
–Vas a tener una indigestión –le advirtió Paula con una sonrisa.
Ella se lo estaba tomando con calma.
–Come y haz esas fotos, o las hago yo.
–¡Sí, señor!
–Y deja de ser tan sarcástica. Te prefería como eras hace un rato.
–¿Cómo?
–Suave y dulce.
–Pero yo creía que mis ironías te gustaban mucho.
Pedro habló entre dientes.
–Ahora no quiero que me gustes tanto.
–Ah, entiendo. No te preocupes. Te prometo que seré tan dulce como una tarta de manzana hasta que lleguemos a casa.
Pedro no pudo evitar reírse.
–Limítate a comer, ¿quieres?
Sus miradas se encontraron.
–Ve a hacer esas fotos mientras yo pago la cuenta –le dijo, poniéndose en pie.
Paula solo tuvo tiempo de hacer unas pocas fotos antes de que volviera a recogerla.
Regresaron a paso ligero, por el mismo camino por el que habían llegado. Esa vez no iban de la mano. Paula trataba de seguir el ritmo de sus enormes zancadas. Cuando llegaron al edificio de apartamentos, su respiración se había vuelto pesada. Subieron en el ascensor en silencio. Paula ni siquiera se atrevía a mirarlo a la cara.
Cuando él le abrió la puerta del apartamento y la invitó a entrar, se dio cuenta de que la deseaba con desesperación. Hubiera querido hacerle el amor contra la puerta, en el sofá, en el suelo… De pronto él se apartó.
–No, Paula –le dijo con brusquedad al ver que ella fruncía el ceño–. Aquí no. Todavía no. Quiero que te metas en el cuarto de baño y te des una ducha caliente. Yo voy a hacer lo mismo en mi aseo. Cuando sientas que estás relajada, sales, te secas, y vienes a mi dormitorio. Sin ropa, por favor. Ni toalla. Ni albornoz.
Paula tragó en seco.
–¿Esperas… esperas que entre en tu habitación, completamente desnuda?
–Completamente. Tienes un cuerpo increíble, Paula, y lo quiero ver todo, todo el tiempo.
–¿Todo el tiempo? –repitió ella, tartamudeando.
–Por supuesto. A partir de ahora solo llevaremos ropa cuando salgamos.
–Pero…
–Sin «peros». Esto es parte del plan.
–¿Y qué plan es ese?
–Un plan secreto.
–Pero no entiendo cómo…
–Pensaba que estábamos de acuerdo en que no habría «peros». Y basta ya de discusiones. Lo único que quiero oír de ti esta tarde es «Sí, Pedro, por supuesto. Lo que tú digas, Pedro».
–Has olvidado eso de «como usted ordene, mi señor ».
Él sonrió.
–Esa es mi chica.
Paula sacudió la cabeza.
–¡Eres el tipo más exasperante que he conocido jamás!
–Y tú eres la mujer más irresistible. Ahora ve y haz exactamente lo que te he dicho.