El placer que reflejaba el rostro de Paula al contemplar el valle hizo que a Pedro se le encogerá el estómago. Aquél era su hogar, aunque todavía no estuviera dispuesta a reconocerlo, pero para él era tan evidente como que tenía nariz y labios. Trató de no pensar en sus labios y en sus deseos de besarla. Paula había dejado muy clara su postura: no volverían a estar juntos. No sabía por qué eso le molestaba, ya que era lo que él también quería.
No, lo que quería era besarla. Pero Paula tenía razón: no había futuro para ellos. Pero ella no se marcharía hasta un año después. Volvió a pensar en Marcos, el que la había besado en la mejilla, el que estaba en el salón de tatuaje. Se encogió de hombros.
—Sabes cómo tratar a los niños —¿querría tener hijos?
—Pareces sorprendido —dijo ella mirándolo y tratando de no sonreír.
—Nunca había pensado en ello —hizo una pausa—. Parece que Marcos y tú os lleváis bien.
—Sí —afirmó ella al tiempo que arqueaba una ceja—. Él y Bonnie, su esposa, son mis mejores amigos.
Pedro se sintió ridículo y se apresuró a seguir hablando antes de que ella le reprochara que le hiciera presuntas de carácter personal.
—¿Qué planes tienes para cuando vuelvas a la ciudad, a tu verdadera vida? —al ver que ella parpadeaba, se sintió cohibido, como cuando Mel trataba de hacer amigos—. Me has dicho que lo de la librería era temporal.
Ella se apoyó en las manos para dejar de estar arrodillada y sentarse con las piernas estiradas. Sin pensarlo, él comenzó a quitarle las hojas de los pantalones. Ella se puso rígida y él retiró la mano murmurando una disculpa.
—No pasa nada —dijo ella con voz ahogada.
Pero claro que pasaba algo, lo mismo que siempre habían tenido: la mutua atracción física, que no les había resuelto las cosas ocho años antes y que no iba a hacerlo en aquel momento. Tenía que recordar que no debía tocarla.
—¿Qué hay de tus planes?
—Ah, sí —Pau se relajó, saludó con la mano a Melly y siguió contemplando la vista.
Pedro la miró también: era espectacular, aunque no tanto como… «Deja de pensar esas cosas», se dijo.
—Voy a abrir una galería de arte.
—¿Una galería de arte? —la miró fijamente al tiempo que una sensación dolorosa lo recorría de arriba abajo—. Pero ¿no tienes un salón de tatuaje?
—Y una librería —le recordó ella—. Tanto Marcos como yo pusimos dinero para el salón, pero él es quien se encarga del día a día. Yo soy más bien una… artista invitada. Se podría decir que soy su socia capitalista.
—Tal vez sea eso lo que necesites en la librería: un socio.
—No lo había pensado —se volvió hacia él—. Pero no. La librería es lo único que me queda de mi madre —volvió a contemplar la vista.
—¿Dónde piensas abrir la galería?
—Había empezado a mirar sitios cuando mi madre… Vi algunos estupendos.
A pesar del tono ligero de su voz, su dolor se clavó en Pedro como una astilla. Quería abrazarla, pero sabía que no aceptaría su consuelo. Apretó los puños.
—Pero el alquiler sobrepasaba con mucho mi presupuesto.
Pedro pensó de repente que los alquileres en aquella zona no eran tan exorbitantes como en la ciudad. Se imaginó a Paula llevando la galería, casi pudo experimentar su entusiasmo e ilusión. Vio sus cuadros colgados en las paredes.
—Lo cual me lleva a otro tema —se volvió hacia él con ojos brillantes—. ¡Tú!
—¿Yo? —¿qué había hecho?
Ella agarró el bolso, que se había negado a dejar en la camioneta y que no había consentido que él llevara durante el paseo. Lo trataba como si contuviera algo muy valioso. Pedro creyó que serían sus herramientas de tatuaje. Se quedó mudo cuando ella le puso en las rodillas un bloc de dibujo. Sintió náuseas cuando le puso un lápiz en la mano.
—Dibuja, Pedro.
El pánico se apoderó de él.
—Dibuja —le ordenó ella mientras abría el bloc. Le sacudió la mano en que sostenía el lápiz.
—¡No! —trató de levantarse, pera ella lo agarró del brazo—. Ya no dibujo —dijo entre dientes al tiempo que trataba de luchar contra la oscuridad que lo amenazaba.
—¡Tonterías!
—¡Por Dios, Pau!
—Tienes miedo.
Era un desafío. Pedro apretó los dientes, lleno de frustración. Sentía los dedos en torno al lápiz gruesos e inútiles como salchichas.
—Lo dejé —farfulló.
—Pues ya es hora de que lo retomes.
—¿Qué quieres? ¿Ver lo malo que me he vuelto? —preguntó lleno de ira.
—Si es necesario… —lo miró con ojos dulces—. Por favor —le susurró.
Pedro agarró el lápiz con tanta fuerza que casi lo rompió. Si quería que dibujara, dibujaría. Quizá así se diera cuenta de lo torpe que se había vuelto y lo dejara en paz.
—¿Qué quieres que dibuje?
—Ese árbol —lo señaló.
Pedro lo estudió durante unos segundos. La escala y las dimensiones se le quedaron grabadas de forma inmediata. Pero no se hizo ilusiones: no esperaba volver a ser un artista medianamente decente. Ella se sentó a su lado con los brazos cruzados, a la expectativa. Él sabía que podía levantarse e irse, pero eso traicionaría la importancia que le daba a la acción de pintar. Se pasó la mano por la cara. Fracasar en aquel momento significaría la muerte de algo muy profundo en su interior. Y no tenía intención de revelar a Paula lo mucho que significaba para él marchándose de malas maneras. Aceptaría la derrota con dignidad.
Cuando percibió que Pau se impacientaba, comenzó a dibujar. Y lo hizo mal: el trazo era pesado, el sentido del equilibrio y la perspectiva, equivocado… Se dijo que era lo que esperaba, pero la oscuridad se apoderó de su mente. Paula echó una ojeada a lo que había hecho y él tuvo que contenerse para no encorvarse y evitar que lo viera. Ella arrancó la hoja, hizo una pelota con ella y la puso en el suelo.
—Dibuja el parque infantil. ¿A qué esperas? —le preguntó al ver que la miraba boquiabierto.
¿Qué le pasaba a Paula? ¿No quería darse cuenta? Miró el parque infantil, lleno de colorido. En otra vida lo habría pintado con colores tan brillantes que habrían dejado sin aliento al espectador. Volvió a empuñar el lápiz, pero sus manos se negaron a seguir las órdenes que les dictaba el cerebro. Había dado la espalda al arte para ser carpintero, por lo que los dedos se le habían convertido en bloques de madera. No obstante, siguió intentándolo porque sabía que Paula no quería derrotarlo, sino que volviera a dibujar, que volviera a disfrutar de la alegría y la libertad que proporcionaba. Cuando se diera cuenta de que ya no podía hacerlo, lamentaría la pérdida tanto como él.
Cuando acabó, Paula arrancó la hoja e hizo con ella lo mismo que con la anterior.
—Dibuja esa roca con la hierba alrededor.
Ella también desechó aquel dibujo. Pedro comenzó a sentir más frustración que sensación de derrota.
—Dibuja la montaña rusa.
—¿Para qué? —estalló él.
—Deja de quejarte —le dijo en tono cortante al tiempo que lo empujaba.
—Si me vuelves a empujar… —Pedro cerró los puños.
—¿Qué? —lo desafió ella.
—Ya he tenido bastante —dejó el bloc en la hierba.
—¡Pues yo no! —agarró el bloc y se lo puso de un golpe sobre las rodillas—. Dibuja la montaña rusa, Pedro.
Los dedos de él volaron por encima del papel. Cuanto antes acabara, mejor. Al terminar, no miró el dibujo, sino que lanzó el bloc a Paula, sin importarle si lo agarraba o no. Pero lo agarró, y estuvo mirándolo durante largo tiempo. Pedro sintió náuseas.
—Mejor —dijo ella finalmente. No arrancó la hoja ni hizo con ella una pelota.
—No me digas lo que no es, Paula —podía enfrentarse a la derrota, pero no a su compasión.
—Míralo —dijo ella como respuesta al tiempo que le daba uno de los dibujos descartados.
Él estaba demasiado cansado para discutir. Alisó el papel. Era el dibujo del parque infantil, algo horroroso, horrible, una caricatura.
—No —dijo ella al ver que iba a volver a arrugar la hoja—. Míralo —después de que lo hiciera, añadió—: Ahora, mira éste —se puso de pie sosteniendo el dibujo de la montaña rusa.
Pedro sintió que todo se detenía en su interior. Tenía defectos, defectos básicos, y sin embargo… Había captado la sensación de libertad y de huida. Paula tenía razón: era mejor que los anteriores. La miró. Ella frunció los labios y examinó el sitio en que se hallaba sentado.
—Aquí no estás bien —agarró el bolso—. Ven.
Lo condujo a unos árboles que había cerca. Él la siguió con el pulso acelerado, queriendo huir.
—Ponte ahí —le señaló el tronco de un árbol desde donde podrían seguir viendo a Melly, que los saludó con la mano.
Cuando se hubo sentado, Paula le dio el bloc y el lápiz y sacó del bolso un segundo bloc y más lápices. Se sentó a su izquierda con las piernas cruzadas. Verla así le resultó tan familiar a Pedro, que creyó que había retrocedido ocho años.
—Apoya la espalda y dobla las piernas como hacías en nuestro mirador.
«Nuestro mirador». Era Richardson's Peak, muy poco frecuentado. Pedro trató de reprimir los recuerdos.
—Mira, yo estoy sentada en la roca de al lado.
No era un roca, sino la hierba, pero Pedro cedió, apoyó la espalda, dobló las piernas y dejó que lo invadieran los recuerdos.
—¿Qué quieres dibujar? —le preguntó ella.
—La vista —siempre habían sido su especialidad, pero, en aquel momento, no sabía por dónde empezar.
—Cierra los ojos —le ordenó ella en un susurro, cerrando los suyos—. ¿Recuerdas cómo era el mirador? La inmensa vista que se extendía ante nosotros, el canto de los pájaros, el olor de los eucaliptos… ¿Recuerdas cómo brillaba el sol en las hojas, cómo nos calentaba incluso cuando el viento soplaba con fuerza?
Pedro sintió su calor en la piel, y sus dedos se relajaron alrededor del lápiz.
—Ahora, dibuja —susurró ella.
Pedro abrió los ojos y dibujó. Las pocas veces que la miró, la halló inclinada sobre el bloc dibujando con movimientos lentos, tal como la recordaba en sueños.
Pasó el tiempo. Pedro no sabía cuánto llevaban dibujando, pero, al alzar la cabeza, vio que las sombras se habían alargado y que Pau lo esperaba. Volvieron a la zona de picnic a buscar a Melly. Estaba sentada en la hierba con sus nuevos amigos.
—¿Has terminado? —le preguntó Pau señalando el dibujo—. ¿Puedo verlo?
Se lo preguntó con la misma timidez que ocho años antes. Él sonrió. Estaba cansado, pero se sentía vivo y libre.
—Si quieres —había perdido la cuenta del número de dibujos que había hecho. Los dedos le habían volado sobre el papel como si tuvieran que compensar los ochos años de inactividad.
Paula suspiró, se rió entre dientes y se burló de él como años atrás.
—¿Esto es un pájaro? —preguntó señalando uno de los dibujos.
—He querido dar la impresión de que volaba.
—Tienes que mejorarlo —dijo ella con una sonrisa—. Pero mira cómo has captado la luz entre los árboles aquí. Es precioso —giró la cabeza para mirarlo directamente a los ojos. Los suyos brillaban—. Puedes volver a dibujar, Pedro.
Su júbilo lo envolvió. ¡Podía volver a dibujar! No pudo contenerse. Le puso la mano en la nuca y la besó en los labios cálida, firme, brevemente.
—Gracias. Si no hubieras insistido… —señaló el bloc.
Ella se echó hacia atrás con los ojos muy abiertos y sorprendidos.
—De nada, pero no he hecho gran cosa. Es algo que hay en tu interior y que tienes que dejar salir. Eso es todo —se llevó los dedos a los labios, pero los bajó al ver que él la observaba. Se le había acelerado la respiración. Alzó la barbilla y lo fulminó con la mirada—. Si vuelves a dar la espalda al don que posees, lo perderás para siempre.
Pedro sabía que tenía razón… y que quería volver a besarla.
—Se está haciendo tarde —dijo ella como si le hubiera leído el pensamiento—. Será mejor que vayamos pensando en volver.
Pedro se dio cuenta de que no quería que la besara. Recordó todas las razones para no hacerlo.
—Tienes razón.
Y se dijo que era mejor así.