—¿Por dónde, Molly?
Molly, con la lengua fuera, se colocó entre sus piernas cuando llegaron a un cruce de caminos, pero no le indicó por dónde deberían ir.
Paula apretó los labios. La semana anterior habían ido explorando río abajo. ¿Deberían explorar río arriba o cruzarlo para ver lo que había al otro lado?
—Hoy vamos río arriba. ¿Qué te parece, Molly?
La perra movió la cola, contenta. La verdad, le gustaban mucho esos paseos. Habían empezado como una forma de matar el tiempo, pero los beneficios del ejercicio empezaban a notarse. Como había estado prácticamente encerrada en casa durante los últimos meses, era un placer trabajar los músculos y respirar aire fresco. Seguiría paseando cuando volviera a casa, decidió.
Y compraría un perro.
Molly y ella estuvieron paseando diez minutos más y llegaron a una zona en la que el río se hacía más ancho y menos profundo, con las orillas rodeadas de enormes piedras que brillaban con todos los tonos del arco iris. Paula estaba encantada hasta que oyó un chapuzón cerca de ella.
Y, por el ruido, debía de ser un animal grande. ¿Habría jabalíes por allí?, se preguntó, asustada.
—Vamos, Molly, es hora de…
No terminó la frase porque la perra, ladrando, empezó a correr hacia la orilla. Paula corrió tras ella. ¿Qué diría Pedro si le pasaba algo a su perrita?
Pero no podía colarse entre las piedras como lo hacía Molly. Paula se subió a una de ellas dispuesta a mover los brazos y gritar como una posesa para ahuyentar a… lo que fuera.
—Hola, Paula.
—¡Pedro!
Debajo de ella, Pedro estaba nadando tranquilamente. Tenía el torso bronceado y a Paula empezó a palpitarle el corazón. En su mente había aparecido una erótica imagen de sí misma lamiendo las gotas de agua de sus hombros…
El agua era casi transparente, pero la parte inferior de su cuerpo estaba oculta por las sombras que creaban las piedras.
Afortunadamente.
Cuando no contestó, Pedro hizo pantalla con una mano para verla mejor.
—¿Qué pasa?
—Había oído un ruido…
—¿Y decidiste investigar?
—No me apetece encontrarme con un oso polar o un hipopótamo.
Pedro sonrió.
—Que yo sepa, a los osos polares y a los hipopótamos no les va muy bien en Australia.
—Ya sabes lo que quiero decir, un jabalí o algo parecido.
—Si algún día te encuentras con uno, lo mejor es que te subas a un árbol. ¿De acuerdo?
—De acuerdo.
—¿Cómo es que has venido a investigar?
—Molly salió corriendo y…
—Y decidiste que Molly necesitaba protección.
—¿Qué hay de malo en eso?
—Paula, eres un caso perdido —suspiró Pedro.
—Éste es un sitio precioso. Si no hubiera venido a investigar, no lo habría encontrado —murmuró ella, mirando alrededor. Sobre la hierba había un sombrero, una camisa, unos vaqueros… y unos calzoncillos—. ¿Está nadando desnudo, señor Alfonso?
—Desde luego que sí, señorita Chaves.
Paula tragó saliva.
—Yo nunca me he bañado desnuda.
—¿Quieres probar? —sonrió Pedro.
Debería hacer eso más a menudo. Sonreír. Suavizaba las líneas de su rostro y lo hacía parecer un hombre al que ella podría…
¡Tonterías!
—No, gracias. Aunque esto puede convertirse en un deporte del que me haga espectadora.
Oh, sí. Eso tenía potencial. Y Pedro Alfonso tenía unos bíceps que podían enviar el pulso de una chica por las nubes.
—Si no dejas de mirarme así, voy a tirarte al agua.
Por un momento, Paula sintió la tentación de seguir mirando para ver lo que pasaba.
Otro pensamiento loco. Si la tiraba al agua con él…
—Perdona.
—Bueno, voy a salir. ¿Te importaría darte la vuelta?
—¿Por qué, te da vergüenza?
—No —contestó él—. Pensé que a ti te daría vergüenza.
Pedro empezó a salir del agua y, lanzando un grito, Paula se dio la vuelta, con el corazón acelerado. Podía imaginarlo aunque no lo viera. Vívidamente. Y se obligó a sí misma a dar un par de pasos adelante, lejos de la tentación. Si fuera la clase de mujer que tenía aventuras…
¿Por qué no? ¿Por qué no podía serlo? Estaba de vacaciones, ¿no? Quería cambiar de vida, ¿no? A lo mejor eso significaba hacer cosas que no había hecho antes.
Y si eso significaba ver a Pedro desnudo…
Sin pensarlo dos veces se volvió y… oh, calzoncillos azul marino mojados y pegados a…
Paula no podía apartar la mirada de la evidencia de su deseo.
—¿Qué haces? —exclamó Pedro.
Por el momento, intentar que el corazón no se le saliera del pecho. Era un hombre tan atractivo, tan masculino… y la deseaba. Era evidente. Eso le dio ánimos para enfrentarse a su mirada.
—He cambiado de opinión.
—¿Sobre qué?
—Sobre verte desnudo.
—¿Qué?
—Me encantaría nadar desnuda.
Pedro la señaló con el dedo.
—No des un paso más.
Pero Paula dio un paso adelante y se acercó tanto que podía ver el pulso latiendo en su cuello.
—No sabes lo que estás haciendo.
—Sé perfectamente lo que estoy haciendo —murmuró ella, poniendo una mano sobre su corazón. Su piel era fresca y firme, tan masculina que se puso a temblar.
—Piensa, Paula, piensa. Tú no eres de las que tienen aventuras de verano. Para ti sería imposible que no significara algo. He conocido a otras mujeres como tú. Tú me ahogarías, yo tendría que buscar espacio, discutiríamos, tú te pondrías a llorar… todo sería demasiado complicado.
—¿Por qué?
—Tú has dicho que no podrías vivir aquí y yo no puedo vivir en otro sitio.
¿No podía o no quería? Paula lo dejó pasar.
—Demasiado complicado —repitió Pedro.
Pero ella se fijó en cómo apretaba los labios, en cómo brillaban sus ojos de deseo.
—Al contrario, es muy sencillo —murmuró, poniendo la mano de Pedro entre sus pechos para que pudiese sentir los latidos de su corazón—. Yo quiero tocarte y quiero que me toques a mí. ¿Dónde está la complicación?
Apenas había terminado la frase cuando, soltando una maldición, Pedro la tomó entre sus brazos y buscó su boca. Su urgencia, la dureza de su erección contra su estómago encendieron un deseo en ella que no sabía que existiera. Un deseo que la llevaba como la corriente del río, como el viento que movía las copas de los árboles. Se sentía salvaje, libre… deseada.
—¡No!
Él dio un paso atrás. A través de la niebla del deseo, Paula pudo ver el tormento en sus ojos.
—Esto no puede pasar.
—¿No te gusto? —murmuró Paula.
—No te hagas la ingenua —contestó él—. No puedes ser tan ciega, tienes que saber el efecto que ejerces en un hombre.
El efecto que…
¿Ella? Paula tuvo que sonreír. Pero Pedro dio otro paso atrás, como si supiera lo que estaba pensando. Luego se inclinó para tomar los vaqueros y se los puso a toda velocidad.
—Bonito trasero.
Él se puso la camisa, fulminándola con la mirada.
—Y los hombros también son bonitos.
Murmurando algo así como «esta mujer está loca», Pedro tomó su sombrero y se alejó sin decir una palabra más. Paula lo observó hasta que desapareció entre los árboles y luego se dejó caer de rodillas sobre la hierba, hundiendo la cara en el pelo de Molly.
—Le gusto —susurró. No podía evitar sentirse emocionada.
Pedro Alfonso la deseaba. Sólo necesitaba algún tiempo para hacerse a la idea.