martes, 29 de septiembre de 2020

EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 55

 


Antes de que el sol saliera, Paula se llevó a Tofu a dar un paseo y llamó a Gastón Tierney desde una cabina telefónica. No era capaz de imaginarse a ese hombre como su marido.


Pedro era el único hombre con el que había hecho el amor. Su cuerpo, su corazón y su alma habían ardido únicamente para él. Lo amaba intensamente, como jamás había amado a nadie. Pero estaba casada con otro hombre.


No quería creerlo. No quería enfrentarse a la realidad. Pero tenía que hacerlo. Tenía que volver con el hombre con el que estaba casada y hacer todo lo posible por recordar su relación. Sólo cuando volviera a conocerse a sí misma podía tomar una decisión.


Había pasado la mayor parte de la noche despierta, luchando contra sus propios demonios. El dolor y el miedo la habían atormentado durante toda la noche, acompañados por aquella vaga vocecilla interior que la alertaba contra el peligro.


¿Pero contra cuál? ¿Sería el miedo una simple consecuencia del accidente? Quizá sí, pero en caso de que no fuera así, no podía arriesgarse a poner a nadie en peligro. Tenía que proteger tanto a Annie como a Pedro de todo posible problema. Tenía que enfrentarse a su pasado sin ellos.


Por eso no podía llamar a Gastón Tierney desde casa de Pedro. No quería que pudiera identificar el número y localizar su casa.


Pero eso significaba que no confiaba en su marido.


Otra de las cosas que la inquietaba era saber cómo encajaba Mauro Forrester en aquel paisaje. ¿Sería él el que la estaba persiguiendo?


Le contestó el mensaje grabado de un contestador y reconoció la voz de Gastón Tierney. Recordó entonces nuevos sucesos del pasado: se recordaba bailando con Gastón, sentada a su lado en su avión privado o cenando en un carísimo restaurante en el extranjero. Tenía la sensación de haber estado con él en Francia. Había sido divertido... Sí, y se había sentido halagada por que un hombre como Gastón pudiera enamorarse de ella.


Se recordaba besándolo, una experiencia agradable, si su memoria funcionaba correctamente, pero nada parecida a la pasión que se desencadenaba en su interior cuando estaba con Pedro.


Cerró los ojos y se aferró al teléfono. Aquél no era momento para pensar en Pedro. La herida acababa de abrirse. El dolor era demasiado intenso. Tendría que dejarlo. Ese mismo día.


—Gastón —habló para el contestador en cuanto sonó un pitido—. Soy Paula. Yo... vuelvo a casa —tragó saliva, intentando deshacer el nudo de tristeza que atenazaba su garganta—. Estaré allí a última hora de esta tarde.


Colgó el teléfono y se inclinó contra el escaparate de una tienda cercana, sobrecogida de dolor. No podía dejarse arrastrar por aquellos sentimientos tan intensos. Tenía que actuar movida por la razón, no por las emociones. Tenía que descubrir su verdadera vida.


Por lo menos los recuerdos de Gastón le habían dado cierta confianza. Lo recordaba como un hombre educado, encantador, que con frecuencia le hacía reír. Era imposible que fuera él el causante de su miedo.


Pero cuando lo pensaba, el miedo zigzagueaba nuevamente en su interior. Se llevó la mano al corazón, luchando para recobrar la compostura antes de hacer su próxima llamada.


Llamaría a Ana para pedirle que la llevara a Denver. En cuanto llegaran a la entrada de la ciudad, le pediría que regresara a Sugar Falls y tomaría un taxi para dirigirse a casa de Gastón.


No podía permitir que Ana se acercara a aquel lugar hasta que hubiera recordado y comprendido lo que había ocurrido tras la ceremonia de la boda, y por qué se agolpaba el miedo en su interior cada vez que oía los nombres de Mauro Forrester y Gastón Tierney.


Era posible que ella misma se viera involucrada en algún tipo de problema. Y era exactamente esa la razón por la que no podía pedirle a Pedro que la llevara a Denver. Estaba segura de que no le permitiría tomar un taxi el resto del camino. Y si lo hacía, la seguiría.


El pánico la dejó paralizada. Estaba segura de que, si eso ocurría, resultaría herido. Gravemente herido.


¿Pero por qué tenía aquella certeza? Por mucho que se esforzara por disipar aquel miedo con las herramientas de la razón, su certeza se incrementaba, alojándose en su corazón como un terrible aviso.


No, no podía permitir que Pedro corriera ningún peligro. Tendría que manejar sola la situación. Tendría que renunciar a su protección.


Podía marcharse mientras Pedro estaba en el trabajo, supuso. Pero le había prometido avisarle antes de irse. Era lo único que le había pedido.


Paula tendría que decírselo. Le haría creer que estaba perfectamente, que no estaba asustada y que la esperaba en Denver un marido cariñoso.


Quizá así fuera.


Decidida a resistirse a las lágrimas, llamó a Ana y ésta le prometió hacer todo lo que estuviera en su mano para ayudarla. Paula regresó después a casa, a casa de Pedro, se recordó con dolor.


Lo encontró paseando nervioso por la cocina, agarrado al teléfono y con expresión grave. A Paula le dio un vuelco al corazón. Deseaba besarlo, besarlo y quedarse para siempre a su lado.


¡Lo quería tanto!


Pero era precisamente ésa la razón por la que tenía que abandonar su casa sin él.




EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 54

 


Marcó el número de información de Tallahassee.


—¿Podría darme el número de teléfono de Marta Chaves? —garabateó el número de teléfono en un papel.


El corazón le latía a una velocidad vertiginosa. Podía saberlo todo sobre sí misma sólo con una llamada telefónica. Seguramente la tía Marta sabría cosas sobre ella. Y, precipitadamente, marcó el número.


Tras numerosos pitidos, contestó una somnolienta voz femenina.


Al oírla, a Paula se le llenaron los ojos de lágrimas.


—¿Paula? ¡Oh, Dios santo! ¿Dónde estás?


—En Colorado.


—¡Estaba terriblemente preocupada! ¿Por qué no me has llamado? Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que hablé contigo, y cada vez que te llamaba, me saltaba el contestador. Te he dejado miles de mensajes.


—Lo siento, tía Marta. Tuve un accidente.


—¿Un accidente? Oh, no. Paula, cariño...


—Ahora estoy perfectamente —se apresuró a asegurarle—. Excepto que... Bueno, no soy capaz de recordar algunas cosas.


—¿No puedes recordar? Oh, Dios mío. Eso parece serio. ¿Y por qué Gaston no me ha llamado?


—¿Gaston? —preguntó con un hilo de voz—. ¿Quién es Gastón?


—¿Quieres decir que no lo sabes? —preguntó su tía con incredulidad—. Oh, Dios mío, Dios mío. Entonces, ¿no estás en casa? ¿No estás con él?


Paula se aferró al teléfono con fuerza. «En casa». «Con él». No le gustaba nada cómo sonaban aquellas palabras.


—Dime quién es Gastón. Por favor.


—Es tu marido, querida.


A Paula se le cayó el alma a los pies. Su marido.


Y de pronto se imaginó un rostro vinculado a aquel nombre. El rostro de un hombre bastante atractivo, de una belleza convencional. Iba vestido de forma muy elegante y tenía una risa un tanto afectada.


Su tía le puso al corriente de la generosidad con la que Gastón la había cortejado: le explicó que veneraba el suelo que ella pisaba y cómo, a causa de su empresa, había tenido que mudarse a Colorado. Paula no era capaz de asimilar todo lo que oía.


Gaston Tierney. De manera que había sido él el que le había puesto la alianza en el dedo. Pero no recordaba nada más de él.


Cerró los ojos y se obligó a preguntar, a pesar de las tenazas que parecían haber inutilizado su garganta:—¿Viniste a mi boda, tía Marta?


—No, cariño. El médico jamás me habría dejado hacer un viaje tan largo.


—¿Y hablamos después de la boda?


—¡Ni una sola vez! Me imaginé que estaríais de luna de miel, pero dos meses son demasiado tiempo, incluso para un hombre tan rico como Gastón.


—Necesito su número de teléfono. Su número de teléfono y su dirección.


—Pero, por Dios, Paula, ¿de verdad no los recuerdas? —a Marta le llevó algunos minutos comprender que pudiera ocurrir algo así, y otros tantos encontrar los datos que su sobrina le pedía.


Los dictó lentamente, y Paula los copió.


—Ah, una pregunta más, tía Marta. ¿Conoces a un hombre llamado Mauro Forrester?


—Mauro Forrester. Humm. Creo que no —tras pensarlo en silencio, preguntó con ansiedad—. Te pondrás bien, ¿verdad, cariño? Creo que lo que tendrías que hacer es quedarte conmigo hasta que estés completamente curada. Honey y Spice te echan de menos. Te acuerdas de ellos, ¿verdad? Se suponía que tenía que enviártelos cuando te instalaras.


—Gracias por cuidarlos, tía Marta —musitó Paula—. Te llamaré mañana.


Y colgó el teléfono absolutamente confusa.


—¿Paula? —la voz profunda y vibrante de Pedro le llegó desde el pasillo—. ¿Estabas hablando por teléfono?


Paula asintió en silencio.


—¿Y con quién estabas hablando?


—Con mi tía —susurró.


—¿Tu tía? —centró rápidamente en el cuarto de estar y se sentó a su lado—. ¿Te has acordado de tu tía?


Paula volvió a asentir en silencio.


Pedro abrió los ojos de par en par, con expresión de alerta.


—¿Y qué te ha dicho?


Aunque quería contestar, las palabras se negaban a salir de su garganta.


—Paula—Pedro frunció el ceño y se inclinó hacia ella—. Dime qué te ha dicho.


—Estoy casada.


Pedro se la quedó mirando en un atónito silencio.


—Con un hombre llamado Gaston Tierney —le temblaba la voz—. Lo recuerdo —añadió en un trémulo susurro—. Recuerdo haberme casado con él.


El silencio parecía vibrar entre ellos.


Pedro cerró los ojos y respiró hondo. Estaba muy quieto.


Paula intentaba no pensar. No quería pensar.


—Es tarde —dijo Pedro por fin, con una voz casi irreconocible—. A estas horas... No podemos pensar con claridad —abrió los ojos y la miró desolado—. Hablaremos mañana.


Se levantó de la silla y le tendió la mano. Fueron juntos al dormitorio. El dormitorio de Pedro. Paula se estremeció al pensar en ello. En la puerta de la habitación, se detuvo y le soltó la mano. No podía dormir con Pedro si estaba casada con otro hombre.


—No creo que hubieras podido hacer el amor conmigo tal como lo has hecho —susurró Pedro—, si hubieras estado enamorada de otro hombre.


Paula no contestó. Pero, en su corazón, estaba de acuerdo con él.


Pedro se metió en su dormitorio. Solo.



EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 53

 


—¿Te resulta familiar alguno de esos nombres, Paula? —preguntó Ana.


Paula se retorcía las manos nerviosa.


—Siempre he tenido la sensación de que me llamaba Paula —susurró con un hilo de voz—. Y Chaves me resulta familiar. Pero... —sacudió la cabeza.


Paula Chaves. Sí, suponía que podía llamarse así.


Paula Chaves Tierney. Hasta el sonido de aquel nombre le hacía sentirse enferma. Y también el nombre de Mauro Forrester. Al oír mencionar su nombre había sentido escalofríos. ¿Y por qué habría dado dos posibles nombres para localizarla?


—Déjame ver el número desde el que ha llamado —pidió Pedro, y tomó el papel que Ana le tendía.


—No llames —gritó Paula—. Si ese hombre es el que me perseguía antes del accidente, podría localizar la llamada —el miedo que había sentido durante sus pesadillas nocturnas, se instaló de nuevo en ella. Era como si su perseguidor se hubiera materializado de repente—. No quiero que sepa dónde encontrarnos.


Estaba asustada. Y se sentía terriblemente culpable por haber llevado aquellos problemas a la vida de Ana y Pedro.


—Paula, cariño, tranquilízate —la consoló Pedro—. No voy a llamar a ese número. Pero quiero dárselo al detective que contraté ayer, y pedirle también que investigue los nombres de Mauro Forrester y Paula Chaves Tierney. Eso no puede hacernos ningún daño, ¿verdad?


—No, supongo que no.


Pedro la abrazó con fuerza y fue a llamar por teléfono.


Incapaz de dominar su ansiedad, Paula comenzó a caminar nerviosa por el cuarto de estar.


—Supongo que tendré que dejar que seáis vosotros los que os ocupéis de todo esto —dijo Ana, sin poder disimular su preocupación—. Pero avisadme en cuanto el detective averigüe algo.


Paula le agradeció que le hubiera llevado aquella noticia. La acompañó a la puerta y desde allí la observó marcharse.


Permaneció con la mirada perdida en la oscuridad de la noche hasta que las luces del coche de Ana se desvanecieron mientras se enfrentaba a la más que obvia posibilidad de que Chaves pudiera ser su apellido de soltera y Tierney el de casada.


Pero no, se dijo obstinada, tenía que haber otra explicación.


Cerró la puerta y se abrazó a sí misma, presa de un desagradable ataque de frío.


Pedro terminó de hablar con el detective y se volvió hacia ella.


—Va a llamar para ver quién le responde y dentro de un momento me llamará a mí. Mañana mismo investigará los nombres que le he dado.


Paula musitó una vaga respuesta, intentando parecer optimista.


Cuando volvió a sonar el teléfono, Pedro contestó y tras unas breves palabras, lo colgó desilusionado.


—El número era el de un teléfono público de un hospital de Denver.


—¡Un teléfono público! Así que no tenemos nada...


—Bueno, todavía tenemos el nombre de Mauro Forrester... si es que es un nombre real. Y, lo que es más importante, el de Paula Chaves Tierney.


Pero Paula no encontraba en ello ningún consuelo.


Pedro la abrazó, le hizo apoyar la cabeza en su pecho y acarició su pelo.


—Pero ahora, intenta relajarte, ¿quieres? Superaremos juntos todo esto. Ya lo verás.


Paula asintió y forzó una sonrisa. Pedro la besó.


Cuando se acostaron, Paula no fue capaz de conciliar el sueño. Los nombres resonaban en su cabeza continuamente. Paula Chaves. Mauro Forrester. Paula Chaves Tierney.


Sentía la presión del cansancio y, justo cuando comenzó a cerrar los ojos, vencida por la fatiga, un recuerdo se abrió paso en su mente, despertándola por completo. Tía Marta Chaves. ¡Su tía! Veía nítidamente la imagen de su rostro y su encantadora sonrisa.


Paula se sentó en la cama. ¿Cómo podía haberse olvidado de tía Marta? Había sido la única madre que había conocido desde que...


Los recuerdos se agolpaban desordenados en su mente. Recordaba vagamente a sus padres. Habían muerto en un accidente de coche cuando ella era niña. Ella había vivido con su tía hasta que se había mudado a su propio apartamento. ¡En Tallahassee! ¡Sí, vivía en Tallahassee, en Florida!


Reclinó la cabeza en la almohada, dejándose envolver por los jirones de memoria que se filtraban por la niebla de su cerebro. Recordaba hechos fortuitos de su infancia, gente de su colegio, del instituto y de la universidad. Pero se le escapaban muchos detalles. Demasiados. No recordaba nada de su vida de adulta, ni de Mauro Forrester, ni del apellido Tierney.


Miró a Pedro, que había caído rendido en un profundo sueño, se separó cuidadosamente de sus brazos y se levantó. Era casi medianoche. 


Demasiado tarde para llamar a Florida.


Pero tenía que hacerlo.




lunes, 28 de septiembre de 2020

EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 52

 


—¡Ana! —exclamó Pedro sorprendido.


—¿Ana? —gritó Paula, corriendo hacia a su amiga para invitarla a entrar en el comedor.


Ana se fundió con ella en un abrazo.


—Paula, cariño, ¿cómo estás? Estaba muy preocupada por ti. Llamé ayer a casa de Laura y me dijeron que ya no trabajabas allí. Teo y yo regresamos directamente a casa. Temía que hubieras tenido que alojarte en un hotel —miró la camisa desabrochada de Pedro y la bata de Sarah y su pecosa frente se sonrojó—. Pero parece que ya has encontrado un lugar en el que alojarte...


Paula ignoró su propio rubor.

—Te dije que no te preocuparas por mí. Estoy estupendamente. Pedro ha sido —lo miró con inmenso cariño— maravilloso...


—Sí, sí —respondió Ana—, de eso ya me he enterado.


En los ojos de Pedro apareció un brillo de diversión.


—Entonces, Paula —preguntó Ana con la voz un tanto tensa—, ¿has tenido alguna... nueva noticia?


Por la preocupación que detectó en su voz, Paula comprendió que temía hablar de su pérdida de memoria delante de Pedro.


—No pasa nada, Ana. Pedro está al corriente de todo. Y sí, he empezado a recuperar algunos recuerdos, pero todavía no sé quién soy.


—Algo es algo.


—Siéntate, Ana —la invitó Pedro—. Voy a preparar café.


—No, no puedo quedarme. Sólo quería decirle a Paula algo que puede ser importante —la inquietud de su rostro hizo que Paula concentrara en ella toda su atención.


—¿Qué ocurre, Ana? —le preguntó.


—Llamó a mi casa un desconocido preguntando por ti.


—¿Por mí?


—Dijo que le habían dado mi nombre en el hospital. Sabía que yo había pagado la cuenta de una paciente llamada Paula que había sufrido una severa pérdida de memoria tras un accidente.


El corazón de Paula comenzó a latir violentamente. Connor deslizó el brazo por sus hombros con expresión grave.


—Al parecer él estaba buscando a una mujer que desapareció el mismo día que tú ingresaste en el hospital. Una mujer llamada Paula —Ana se mordió el labio, nerviosa—. Te describió perfectamente. Yo temía decirle nada sobre ti. Sabía que tenías miedo de que alguien estuviera persiguiéndote, así que le dije que no había vuelto a verte desde que saliste del hospital.


Paula se balanceaba sobre sus pies, sintiéndose repentinamente desorientada. Pedro la estrechaba con fuerza contra él.


—¿Te dijo su nombre? ¿Dejó algún número de teléfono?


—No podía preguntarle su número de teléfono después de haberle dicho que no sabía nada de ti —exclamó Ana—. Pero sé el número desde el que estaba llamando. Tengo un identificador de llamadas en el teléfono.


—¿Y quién es, Ana? —Paula se aferró a la mano de Pedro—. ¿Cómo se llama?


—Mauro —contestó Ana—. Mauro Forrester.


Mauro. El nombre que ella repetía en sueños.


—¿Y te dijo cómo se llamaba la mujer a la que estaba buscando?



—Dijo que podía responder al nombre de Paula Chaves o al de Paula Chaves Tierney.




EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 51

 


Más tarde, mientras ambos descansaban somnolientos y exhaustos, le preguntó por sus padres. Quería entender el dolor que le había causado al intentar darle una sorpresa.


Pedro comenzó a hablar vacilante, pero pronto fue fluyendo la conversación.


—Se conocieron en San Francisco, durante los sesenta. En Haight-Ashbury —especificó—. Un lugar mítico —añadió con ironía—. Se fueron a vivir a un lugar situado al norte de Sugar Falls con unos amigos y establecieron una colonia de músicos y artistas. Vivían de forma natural, así es como lo llamaba mi padre. Eran vegetarianos, pacifistas... Rechazaban la medicina convencional y eran partidarios de utilizar hierbas, la aromaterapia, la música...


—Sin embargo, tú eres un médico tradicional —señaló Paula con interés.


Pedro apretó la barbilla, pero no hizo ningún comentario.


Paula lo instó a continuar, y escuchó fascinada el relato de su infancia. Pedro había vivido durante años sin luz, hasta que habían aprendido a utilizar la energía solar.


—Mi padre la consideraba la fuente de energía más «natural». Y eso le permitía tocar la guitarra eléctrica y grabar canciones. La música era algo sagrado.


—Ya me he dado cuenta. He escuchado tus canciones.


En aquella ocasión, Pedro tampoco hizo ningún comentario, pero cambió sutilmente de tema.


—Mi madre nos enseñaba a mí y a otros niños todo lo que deberíamos haber aprendido en la escuela. Rara vez íbamos a la ciudad, salvo para vender artesanía.


—¿Y entonces por qué viniste al instituto de Sugar Falls?


—Por entonces yo ya tenía edad suficiente para rebelarme. Quería tener más experiencia del mundo que... —se interrumpió para sumirse en un prolongado silencio. Era evidente que todavía no estaba preparado para compartir aquellos recuerdos.


—¿Conocías a alguien de la ciudad?


—No a mucha gente. Además, por aquí corrían rumores sobre los «hippies de las montañas», así era como nos llamaban. Decían que se drogaban, que tenían rituales paganos, orgías...


—¿Y eran ciertos esos rumores?


—No todos.


Paula comprendió entonces cuánto lo había mortificado la imagen que de él tenía la gente. Se imaginaba a aquel niño, en un lugar lleno de extraños, avergonzándose de su familia y de su pasado.


—Y en cuanto aprendí cómo vivía la mayor parte de la gente, ya no fui capaz de regresar a mi casa. Me sentía como si me hubiera liberado.


Era extraño, pensó Paula, que lo que para un hombre podía representar la libertad, para otro pudiera ser la más hermética de las prisiones.


—Debiste de sufrir mucho en el instituto...


Pedro no contestó.


—¿Viajabas diariamente hasta aquí? —le preguntó entonces Paula.


—No. Le alquilé una habitación a Gladys.


—¿A Gladys? ¿Tu enfermera? —le preguntó sorprendida.


Pedro asintió.


—Ella fue la que me hizo interesarme por la medicina y me ayudó a seguir este camino.


Paula recordó entonces la vehemente defensa de Gladys durante su primera visita a la consulta de Pedro, cuando había insistido en que era uno de los mejores médicos que había conocido en su vida.


—¿Y qué tal les sentó a tus padres que te aventuraras en el mundo?


—Se sintieron traicionados.


Delicadamente, casi temerosa, Paula le preguntó:—¿Regresaste alguna vez?


—No mientras mis padres estaban vivos.


El corazón de Paula lloró por él.


Tras una larga pausa, Pedro le explicó:—Mi padre murió de apendicitis cuando yo estaba estudiando el primer año de Medicina. Le escribí a mi madre para que se trasladara a la ciudad. Estoy convencido de que en el fondo mi madre deseaba hacerlo, pero permaneció allí. Me escribió diciéndome que se sentía más cerca de mi padre estando en casa —sacudió la cabeza con pesar—. Unos meses después, mi madre murió en medio de una tormenta de nieve —la miró a los ojos, sin ocultar su dolor—. Estaban completamente locos. Los dos.


—Me gustaría haberlos conocido —susurró Paula.


Pedro curvó los labios en una mueca de desaprobación. Pero, de pronto, apoyó la cabeza contra la almohada y dejó escapar una risa.


—Algo me dice que les habrías encantado.


Era extraño, pronunció aquella frase como si fuera un cumplido.


Tofu comenzó a ladrar en la otra habitación y a los pocos segundos sonó el timbre de la puerta. Pedro y Paula se miraron sorprendidos, y se volvieron hacia el reloj. Sólo eran las nueve, pero tenían la sensación de que era mucho más tarde.


—¿Quién diablos...? —murmuró Pedro.


Se puso rápidamente los pantalones mientras Paula cubría su desnudez con la bata. La joven se asomó al pasillo y observó a Pedro mientras éste se dirigía a abrir la puerta.




EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 50

 


Se tumbó en la cama, abrazada a Tofu en busca de consuelo. Tuvo la sensación de que pasaba una eternidad hasta que oyó que se abría la puerta.


—Paula —la llamó Pedro—. Lo siento.


Paula no contestó. Pedro la había herido, y quería que lo supiera. «Esto no tiene nada que ver contigo», le había dicho. No podía haberle dejado más claro que no era bienvenida en los rincones más secretos de su corazón.


—No debería haber reaccionado así —admitió Pedro—. No debería haberte gritado.


Paula se sentó en la cama, dejando que el perro se librara de su abrazo. Ninguna de las cosas que le había dicho Pedro le había molestado tanto como el hecho de que se negara a compartir con ella sus sentimientos.


—Abre la puerta, Paula, por favor —parecía profundamente cansado—. Ninguna de esas cosas significa nada para mí, pero tú sí... —en un susurro casi inaudible añadió—: Tú lo eres todo.


Paula sentía el corazón en la garganta mientras se levantaba lentamente y abría la puerta.


En los ojos de Pedro se acumulaba un tumulto de emociones.


—No necesito tu tarjeta —le dijo Paula—. Ni tus establos, ni las llaves de tu coche. Pero maldita sea, Pedro, necesito comprenderte a ti.


Pedro la estrechó en sus brazos y hundió el rostro en su pelo, apretándola de tal manera que Paula prácticamente podía oír su confusión.


Le había causado dolor, comprendió. En su celo por hacerlo feliz, había conseguido hacerle sufrir.


Pedro —susurró—. Lo siento.


Pedro le tomó el rostro entre las manos y la besó como si le fuera en ello la vida, como si Paula fuera su salvación. Ella contestó con una pasión casi dolorosa mientras Pedro la llevaba frente a la chimenea. Terminaron en el suelo, completamente desnudos, con las manos unidas y mirándose a los ojos mientras hacían el amor olvidados de todo lo que no fueran ellos.


El orgasmo de Paula pareció desencadenarse en lo más profundo de su cuerpo, dejándola ardiente e inexplicablemente insatisfecha.


Quería algo más. Quería que Pedro le perteneciera en cuerpo y alma.


En cuanto ambos se hubieron recuperado mínimamente, tomó a Pedro de la mano y lo condujo a su dormitorio, donde volvieron a amarse. Paula besó cada rincón de su cuerpo, saboreándolo con ardor, para concentrarse después en su sexo henchido. Algo que hacía por primera vez.


—Paula —gimió Pedro, empapado en sudor, y agarrándola por los hombros—. No tienes que...


—Chsss —susurró Paula—. Tú sólo tienes que decir ahhh.


Pedro lo hizo, de forma incontrolada.


Tras sumirlo prácticamente en la desesperación, Paula se colocó a horcajadas sobre él. Con movimientos lentos y sinuosos, lo ayudó a hundirse en ella. Pedro la agarró por las caderas y se alzó hasta alcanzar el clímax en medio de un gemido desgarrado.


Paula sabía que jamás había amado a nadie como lo amaba a él. Y no necesitaba recuperar la memoria para estar segura de ello.



domingo, 27 de septiembre de 2020

EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 49

 


Al final de la semana, Paula ya tenía la sensación de conocer a Pedro. Habían pasado juntos todo el tiempo posible. Haciendo el amor, riendo, rescatando a Tofu de la perrera local y disfrutando en cada momento de su mutua compañía.


Compartían cenas deliciosas y veladas interminables frente al fuego, enfrascados en largas y profundas conversaciones. Pedro le habló de sus ajetreados días en el instituto, de sus estudios en Boston y del alivio que había supuesto para él regresar a Sugar Falls.


Por eso le resultó tan asombroso descubrir una parte oculta de Pedro. Ocurrió después de vaciar las cajas de su habitación. Tras ellas, encontró unas sillas, un escritorio y mesitas que distribuyó por toda la casa.


A continuación, se dispuso a abrir las cajas que había en el desván. Desván del que Pedro jamás le había hablado y que no habría descubierto si no hubiera confundido la puerta que conducía hasta él con la de un armario.


En aquellas cajas encontró los más inesperados tesoros: tallas de madera, cerámica, cuadros, alfombras... Casi todas las piezas estaban firmadas por Dora y Saul Alfonso. Paula se imaginó que se trataría de los padres de Pedro. Descubrió también una guitarra, una pandereta, una armónica, una flauta y un equipo estéreo. Pero lo que más le sorprendió fue encontrar numerosas cintas con los títulos de las canciones rotulados a mano. La mayor parte de las canciones estaban escritas y arregladas por Saul Alfonso.


Una de las cintas era de canciones de Pedro Alfonso.


Paula llevó el equipo de música al cuarto de estar y escuchó la cinta de Pedro. Su voz, la música y la letra de sus canciones la conmovieron profundamente. En aquella época, Pedro debía de ser un adolescente.


En un par de canciones, cantaba acompañado por otro hombre de voz grave. Al escuchar las otras cintas, reconoció que se trataba de su padre. El padre de Pedro.


Sin saber muy bien por qué, Paula se echó entonces a llorar.


Pasó toda la tarde del miércoles acompañada de aquellas canciones y decorando la casa con todo lo que había encontrado. Estaba tan concentrada que perdió la noción del tiempo y ni siquiera había empezado a preparar la cena cuando los ladridos de Tofu le avisaron de la llegada de Pedro.


Salió a recibirlo. Y lo primero en lo que se fijó Pedro fue en su rostro.


—Has estado llorando —le dijo preocupado—. ¿Que ha pasado?


—Nada —le sonrió y lo besó—. Sólo me he emocionado.


—¿Emocionado?


Y fue entonces cuando se fijó en el tapiz que había colgado en el cuarto de estar, y en la cerámica que adornaba las estanterías, y en los cuadros y tallas que cubrían los rincones antes vacíos.


Paula esperaba expectante. Aquellos detalles habían añadido calor y personalidad a la casa.


—Quita todo eso.


Paula pestañeó asombrada.


—¿Perdón?


El rostro de Pedro se había convertido en una máscara de granito.


—Pensaba vender todo esto a un comerciante de Denver.


—¡Venderlo! ¿Pero no son cosas que han hecho tus padres?


Un rayo de inquietud atravesó el semblante de Pedro, pero rápidamente desapareció.


—Vete a cualquier tienda de la ciudad, compra todo lo que te apetezca, cárgalo a mi cuenta y decora la casa a tu gusto. Pero quita todas estas cosas —se dirigió hacia la puerta trasera de la casa sin haberse cambiado siquiera de ropa—. Voy a montar un rato. Quiero que todo esto haya desaparecido cuando vuelva.


Paula lo siguió a la cocina, herida y desconcertada por su fría reacción.


—¿Y qué me dices de las cintas?


Pedro giró bruscamente hacia ella.


—¿Has encontrado las cintas?


Paula asintió, temerosa de su posible reacción.


—Dámelas.


Paula comprendió, sin ningún tipo de dudas, que las destrozaría.


—No —contestó.


—¿Que no? —repitió Pedro con incredulidad.


—Exacto —Paula alzó la barbilla—. No.


—Paula, quiero esas cintas.


—Y yo. Y también toda la artesanía que encontrado. Te lo compraré todo. Me llevará algún tiempo pagártelo, pero...


—Maldita sea, Paula. No puedes quedarte con nada de eso —tronó—. Esos objetos no tienen nada que ver contigo.


—Pero tienen mucho que ver contigo —gritó ella a su vez—. En caso contrario, no te afectarían tanto.


Con una furia que Paula jamás había visto en él, Pedro salió a grandes zancadas de la casa. Paula, enfadada, descolgó hasta el último tapiz que había colgado, lo llevó todo al desván, lo guardó en las cajas y se encerró después en la habitación.