viernes, 25 de septiembre de 2020

EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 41

 



El calor de sus palabras encontró respuesta en el interior de Paula. Pero no podía sucumbir a aquel calor. No podía permitir que sus preocupaciones se disolvieran en ese fuego.


—Es como lo que me dijiste la otra noche —insistió—. Si siguiéramos la progresión natural que seguirían un hombre y una mujer, yo me habría ido a mi casa esta mañana y tú habrías seguido viviendo tu vida. Si te hubiera apetecido llamarme para salir otro día, lo habrías hecho. Pero resulta que estoy viviendo contigo. Me parece que esto se desvía bastante del ritmo habitual de este tipo de cosas.


Pedro la estrechó firmemente contra él.


—A mí me parece completamente normal.


Paula contuvo la respiración. Porque en su corazón, ella también estaba de acuerdo.


—Paula—deslizó la mano por su pelo y le hizo inclinar el rostro hacia él—. Sólo te deseo a ti —confesó con un fervoroso susurro—. Si no quieres acostarte conmigo, no tienes por qué hacerlo. Seré capaz de enfrentarme a ello. Pero, por favor —cerró los ojos y rozó sus labios entreabiertos—, por favor, no te alejes de mí.


Paula no podía ignorar aquella súplica. Y la respondió con un apasionado beso. Pedro sabía a café y a pasta de dientes. Olía a sándalo, y tocarlo era estar en la gloria.


Con un angustiado gemido, Paula se separó de él. Cuando estaba con Pedro, no podía confiar en sí misma. Le bastaba un beso para desear muchos más.


—Si no quieres que me aleje de ti —le advirtió alarmada—, no puedes besarme así.


—De acuerdo, Paula. No te besaré... —se interrumpió y apareció en su mirada un brillo perturbador— así.


Con el corazón a punto de salírsele del pecho, Paula se volvió y metió la bandeja en el horno, decidida a ignorar las caóticas reacciones provocadas por Pedro.


—Iré a vestirme —musitó el médico, observándola mientras ajustaba la temperatura del horno—. Y después de desayunar, iremos de exploración.


—Exploración —Paula se volvió alarmada hacia él.


Aquella palabra bastaba para evocar el calor de la noche anterior.


—Sí, daremos un paseo por la falda de la montaña que llega hasta mi jardín —le aclaró suavemente, sonriendo como si le hubiera leído el pensamiento.



EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 40

 


Mientras Pedro recibía a su invitada en el cuarto de estar, Paula batía huevos en la cocina, para preparar unas galletas de mantequilla. Por el rápido vistazo que les había echado a Pedro y a su visitante, sabía que Monica había llevado el desayuno.


Lo cual quería decir que no tendría por qué hacer galletas. Pero tenía que mantenerse ocupada si no quería terminar haciendo el ridículo. Era muy posible que Mónica terminara quedándose a compartir la quiche que había llevado con Pedro.


Pero aquello no podía ser. No, no debía. No tenía ningún derecho a sentirse molesta por una aparición como aquélla.


Hacer el amor con Pedro había sido un error. Lo había sabido en cuanto había abierto los ojos aquella mañana y se había descubierto acurrucada contra su cuerpo desnudo. Había deseado entonces permanecer allí eternamente, refugiada entre sus brazos, piel contra piel, y maravillosamente saciada tras una noche de amor. Segundos después, había deseado mucho más que eso. Había deseado despertarlo con un beso y volver a hacer el amor una y otra vez.


Pero al contemplar su rostro dormido había sentido una ternura tan sobrecogedora, que apenas se había atrevido a respirar.


Había comprendido lo fácil que le resultaría enamorarse de él.


Y no podía permitírselo. El miedo que la amenazaba escondido tras la espesa niebla que ocultaba sus recuerdos era la más convincente de las advertencias. Sabía que podría hacer sufrir a Pedro, que su amor suponía para él un riesgo físico. No estaba segura de por qué, pero estaba segura de que ocurriría. Y tenía que marcharse antes de que así fuera.


Y ni siquiera podía hablarle de su miedo porque sabía que entonces Pedro jamás la dejaría marcharse. Su instinto protector lo conduciría a involucrarse todavía más en sus problemas.


¿Pero qué ocurriría si el peligro no era real?, le preguntaba una vocecilla interior. Quizá fuera realmente un síntoma del accidente. Pero cuanto más deseaba creer en aquella posibilidad, más dificultades tenía para hacerlo.


Tenía que dejar de pensar en ello, se dijo mientras sacaba una fuente del armario para meterla en el horno. Incluso sin contar con aquel miedo innombrable que la acechaba, hacer el amor con Pedro sólo le serviría para multiplicar sus complicaciones.


Al advertir que el murmullo de voces procedente del salón había cesado, se volvió hacia la puerta y estuvo a punto de dejar caer la bandeja.


Pedro estaba reclinado contra el mostrador de la cocina, con las manos en los bolsillos de la bata y mirándola fijamente con expresión muy seria.


—Estoy haciendo unas galletas para después de la quiche —consiguió decir la joven.


—No hay ninguna quiche. Se la ha llevado Monica.


Paula se obligó a concentrase de nuevo en la bandeja. El alivio que sintió sólo era un indicativo de lo profundos que eran ya sus sentimientos hacia Pedro.


—¿Te apetece que haga unas salchichas con...?


—Paula —la interrumpió Pedro—, ¿te arrepientes de lo que ocurrió anoche?


Paula sentía el corazón en la garganta. ¿Cómo podía contestar sinceramente una pregunta así? Atesoraría lo que había ocurrido aquella noche durante toda su vida, pero sí, al mismo tiempo se arrepentía profundamente de lo ocurrido.


—No, no, por supuesto que no —mintió, volviéndose hacia él con una sonrisa. Una sonrisa que se desvaneció ante la presión de su mirada.


—¿Debería haberme detenido?


—¡No seas tonto! Yo misma te pedí que continuaras. Prácticamente te lo supliqué. Aunque me arrepintiera, no podría culparte a ti de lo ocurrido.


Pedro cerró los ojos y volvió a abrirlos lentamente.


—Entonces tú crees que hay motivos para sentirse culpable.


—Oh, Pedro, no era eso lo que quería decir —dejó la cuchara sobre la bandeja y se aventuró a dar un paso hacia él, deseando poder aliviar las dudas que adivinaba en su rostro—. Lo de anoche fue maravilloso, increíblemente maravilloso. Supongo que tú ya sabes lo mucho que... que me gustó.


Los ojos de Pedro eran un océano de sentimientos insondables.


—¿Pero?


Paula forzó una sonrisa.


—Pero nada. Me diste una información extremadamente importante sobre mí misma, algo que siempre te agradeceré. Y, por supuesto, pasé un rato magnífico.


—Un rato magnífico —repitió Pedro—. Ven aquí. Y bésame.


La sonrisa de Paula fue desapareciendo lentamente de su rostro mientras continuaba mirándolo con doloroso desconcierto. Un beso podía representar un serio peligro para su corazón.


Pedro le tomó las manos y la empujó hacia él mientras se sentaba en el borde de uno de los taburetes que había al lado de la encimera.


—Dime lo que va mal, Paula—le pidió, mientras le rodeaba la cintura con el brazo para impedir que se escapara.


—Hacer el amor contigo ha complicado la situación —confesó Paula, incapaz de resistirse a su mirada.


—¿Qué cosas?


—Mi situación en la casa en primer lugar. Acepté trabajar para ti, y tú estuviste de acuerdo en darme alojamiento y comida a cambio —se interrumpió, intentando poner orden al caos de sus pensamientos—. No sería justo que ninguno de los dos esperáramos algo más que eso.


Pedro frunció el ceño.


—¿Estás preocupada porque temes que considere que parte de tu trabajo consiste en acostarte conmigo?


Paula se sonrojó, odiándolo por pensar que era capaz de acusarlo de algo tan bajo.


—¡No como parte de mi trabajo! Pero nuestra relación sexual complica nuestra relación laboral, teniendo en cuenta sobre todo que tendríamos que vivir juntos. Mira por ejemplo lo que ha pasado con Monica —señaló—. No tenías por qué pedirle que se fuera, pero entiendo la razón por la que lo has hecho. No se habría sentido cómoda estando yo aquí, especialmente si se hubiera enterado de que entre nosotros había algo más que una relación de trabajo.


—Yo no quería que Monica se quedara, y nuestra relación no es asunto suyo.


Paula no pudo evitar sentirse aliviada, lo cual servía únicamente para aumentar su propio desconcierto.


—Quizá ahora no te apetecía que se quedara —argumentó—, pero es posible que pudiera apetecerte alguna vez. ¿Y crees que te sentirías cómodo trayendo a alguien a casa estando yo aquí?


—¿A una mujer, quieres decir?


—Sí, a una mujer. Tienes derecho a traer a tu casa a quien te apetezca.


—¿Estás diciéndome que no te molestaría?


Le destrozaría el corazón, comprendió Paula con repentina claridad. Y se quedó completamente helada. No podía esperar de Pedro atención en exclusiva.


—Como ama de llaves —dijo, batallando consigo misma para no perder la firmeza de su voz—, no tendría ningún derecho a opinar sobre el tema. No tengo ningún derecho a inmiscuirme en tu vida privada.


—¿Y crees que te sentirías mejor si te dijera que pienso traer a una mujer a casa una vez por semana? O quizá dos. Diablos, ¿y por qué conformarse con una sola mujer? He crecido rodeado de personas que creían en el amor libre y en las relaciones abiertas. ¿Es eso lo que me estás diciendo que quieres?


—No —estaba estremecida, horrorizada y muy cerca de las lágrimas.


—Estupendo. Porque no quiero que estés de acuerdo en que traiga otras mujeres a casa. Y puedes estar segura de que no me haría ninguna gracia que trajeras a otros hombres. No soy un hombre que se tome este tipo de relaciones a la ligera, Paula, y teniendo en cuenta lo que descubrimos anoche, creo que tú tampoco.


—No —susurró Paula—. Y ése es el problema. Mientras esté viviendo aquí, tener relaciones sexuales contigo sólo servirá para difuminar las líneas de lo que razonablemente puedo esperar de nuestra relación. Complicaría las cosas.


—Las cosas se complicaron desde el momento en que te conocí.




EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 39

 


Ambos miraron sorprendidos hacia la puerta principal. Antes de que Pedro pudiera empezar a imaginarse quién podría haberse presentado en su casa a tan temprana hora del domingo, Paula pasó por delante de él y se metió en la cocina. Sin haber resuelto todavía la terrible duda de si Paula se habría arrepentido de hacer el amor con él, Pedro se acercó a abrir a puerta.


—¡Pedro, buenos días!


—Monica —afortunadamente, consiguió ahogar el gemido de disgusto que estuvo a punto de salir de su garganta.


No tenía tiempo en ese momento para tratar con Mónica. Ya le resultaba suficientemente difícil intentar esquivar en la oficina las atenciones personales que continuamente le prodigaba como para tener que soportarla en su casa.


—Traigo una quiche de queso y jamón —alzó la fuente que llevaba en las manos, por si Pedro todavía no había reparado en ella—. He pensado que te vendría bien un buen desayuno después de la dura noche que has debido de pasar —frunció los labios en un simpático puchero, le tendió la fuente de cristal y cruzó la puerta sin esperar invitación.


Pedro se la quedó mirando sin pestañear: ¿la dura noche que había pasado?


Monica dirigió una provocativa mirada hacia su pecho, parcialmente visible bajo la bata, y descendió hasta sus pies desnudos.


—Espero no haberte despertado, Pedro. Laura me ha dicho esta mañana que tuviste que atender un caso urgente anoche. Me preocupé tanto al no veros aparecer por el baile... Laura ha sufrido una gran desilusión, pero, por supuesto, yo comprendo perfectamente las exigencias del trabajo de un médico —pasó al cuarto de estar—. ¿Se trataba de uno de nuestros pacientes habituales?


—Bueno... no precisamente.


—Espero que no se tratara de nada serio —comentó, arqueando una ceja con curiosidad.


—Monica —le tendió de nuevo la fuente—, aprecio tu preocupación, pero ya he desayunado y no...


—La dejaremos para la comida entonces —se encogió graciosamente de hombros, alzando al hacerlo los prominentes senos que ocultaba tras un minúsculo top floreado—. Lo meteré en el frigorífico, para que nos lo comamos más tarde.


—Preferiría que te fueras, Monica. Tengo muchas cosas que hacer.


—Pero si hoy es domingo. Deberías tomarte al menos un día libre... —pero al mirar hacia la chimenea, se interrumpió bruscamente.


Pedro siguió el curso de su mirada y descubrió las dos copas de vino que habían dejado la noche pasada sobre la repisa. El bolso y las sandalias de Paula estaban a escasa distancia de ellas.


Un intenso rubor coloreó el bronceado perfecto de Monica. Lentamente, se volvió hacia Pedro con una falsa sonrisa.


—Bueno, ya que estás tan ocupado... supongo que será mejor que siga mi camino. Probablemente necesites descansar después de tu urgencia de anoche.


Pedro esbozó una tensa sonrisa mientras le tendía nuevamente la fuente.


En aquella ocasión, Mónica la aceptó.





jueves, 24 de septiembre de 2020

EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 38

 


Cuando Pedro se despertó, no encontró a Paula en su cama, cosa que lo sorprendió y desilusionó al mismo tiempo. Se habían quedado dormidos uno en brazos del otro la noche anterior, exhaustos.


Pedro jamás había hecho el amor como aquella noche. Todavía estaba admirado por lo ocurrido. Cuando por fin se había hundido en ella, un torrente de emociones lo había transportado a una dimensión que estaba más allá de la razón o el placer.


¿Se habría debido aquella respuesta al hecho de que Paula fuera virgen? Estaba seguro de que al menos algo había tenido que ver con ello. Jamás había alcanzado un clímax con la fuerza que en aquella ocasión. Había explotado de una forma sorprendente, incapaz de contener los violentos espasmos que su cuerpo liberaba.


A continuación, la había abrazado con fuerza, sintiendo en su corazón, en cada uno de sus huesos, que después de lo ocurrido Paula le pertenecía.


Un sentimiento que poco a poco había ido desapareciendo, por supuesto. Que hubiera sido el primer hombre que había hecho el amor con Paula no le daba ningún derecho sobre ella.


A menos que Paula se hubiera enamorado de él.


Sacudió la cabeza ante aquel ridículo pensamiento. Sabía que el sexo por sí solo no era ninguna garantía para una relación.


Además, ¿por qué se habría levantado Paula de la cama?


Miró el reloj y advirtió que eran solo las siete. Tenían todo el día por delante. Y lo que de momento le apetecía era que Paula volviera a la cama y demostrarle lo maravilloso que sería hacer el amor sin tener que enfrentarse a ningún tipo de dolor físico. O al menos no tanto dolor. Porque posiblemente, Paula iba a estar dolorida durante todo el día.


—Soy un bárbaro —se regañó mientras se levantaba de la cama y se ponía la bata para ir a buscarla.


Cuando llegó al pasillo, oyó correr el agua de la ducha. La ducha de la habitación de invitados, no la del dormitorio principal.


Pero no había nada de raro en ello. Paula se había duchado y cambiado de ropa en aquel baño la noche anterior...


Decidido a conservar el optimismo, se dirigió a la cocina y preparó café. Al poco tiempo dejó de oír la ducha. No oyó sin embargo que se abriera la puerta del baño, ni siquiera al cabo de unos minutos. Se tomó una taza de café, hojeó el periódico del domingo, se dio una ducha rápida y se afeitó. Pero antes de vestirse para enfrentarse a un nuevo día, volvió a ponerse la bata y se asomó al pasillo, para ver si Paula había salido ya del baño.


Era evidente que sí. El baño estaba abierto y vacío y la que estaba cerrada era la puerta de la habitación de invitados.


Inmediatamente se acercó y llamó.


—Paula, ¿estás bien?


—Sí, estoy perfectamente.


—¿Estás segura?


—Claro que estoy segura.


—¿Y te importaría abrirme la puerta?


Pasó un buen rato antes de que lo hiciera. Y cuando la abrió, permaneció con la mano en el pomo, como si pensara cerrarla de nuevo. Paula iba vestida con unos vaqueros y una camiseta tan ancha que dejaba parte de uno de sus hombros al desnudo. Se había recogido la melena en una cola de caballo y el brillo de sus ojos grises aparecía apagado por una sombra de prevención.


—¿Sí? —preguntó Paula.


Pedro se apoyó contra el marco de la puerta y la miró. Paula tenía un aspecto juvenil, inocente y hermoso. Le bastó posar en ella sus ojos para que el deseo volviera a invadir sus entrañas. Pero su aire distante lanzaba una clara señal: no le iba a resultar más fácil tocarla que cuando eran unos perfectos desconocidos.


—Yo... he hecho café —musitó, sintiéndose como si acabaran de darle una patada en el estómago—. Descafeinado, para recompensar la dosis extra de cafeína que tomaste ayer.


—Oh —un delicado rubor coloreó sus mejillas—. Gracias, pero supongo que debería haberlo hecho yo. Es mi primer día de trabajo y ni siquiera se me ha ocurrido preparar el desayuno.


—Oh, el trabajo... —frunció el ceño—. Paula, yo...


En ese momento, sonó el timbre.





EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 37

 


Estaba perdiendo el control. Se había olvidado ya por completo del objetivo de su misión... Se había olvidado de todo lo que no fuera la imparable urgencia de hacer el amor con ella.


Pero no podía hacerlo. Le había prometido que se detendría.


Cerrando los ojos en un dolorosísimo intento de controlar su deseo, presionó su rostro contra el vientre de Paula.


Excitado todavía más por su penetrante aroma, luchó contra la necesidad de hundir los dedos en su interior.


—Paula —susurró, asustado por su falta de control—. Tenemos que detenernos. Creo que nos hemos saltado algunos pasos de... Bueno, la progresión natural.


—A mí todo me está pareciendo muy natural —respondió Paula con voz trémula.


Pedro apretó los dientes hasta que le dolieron. Podía hacer el amor con ella, lo sabía. La respuesta de Paula era demasiado ardiente para resistirse durante mucho tiempo; estaba demasiado excitada.


«¿Pero la natural progresión de las cosas no es terminar haciendo el amor?», le había preguntado Paula, añadiendo que hasta que no supiera si estaba casada no sabría si podía hacerlo.


Pedro maldijo suavemente. Él no se había propuesto seducirla. Lo único que pretendía era conseguir la información que Paula deseaba, un asunto relativamente sencillo. Pero en todo momento había habido una motivación inconsciente que no se le reveló hasta ese momento: hacerla llegar a las más altas cumbres del sexo para que los temores de Paula terminaran haciéndose realidad. Para que se enamorara perdidamente de él. Era una locura pensar que mediante el sexo podría hacerle enamorarse, pero la propia Paula parecía creerlo posible. Y también era una locura desear que se enamorara de él, pero así era.


Pedro no era un hombre al que le resultara fácil desviarse de los objetivos que se proponía. Sintiendo el latido de la sangre en las sienes y la angustiosa llamada del sexo en su miembro, con una impaciencia que no se sentía ya capaz de doblegar, se aferró a las piernas de Paula para separarlas. Un gemido casi gutural vibró en su garganta mientras se inclinaba sobre ella, dispuesto a dar rienda suelta a su placer.


Paula jadeó al sentir la humedad de la lengua de Pedro sobre una de las zonas más sensibles de su cuerpo. La intimidad de lo que estaba haciendo la sorprendía, y pensaba que debía detenerlo.


Realmente, debería detenerlo.


Pero Pedro tenía los ojos cerrados en tan intensa concentración... Su lengua se deslizaba por los más escondidos rincones, despertando al placer cada una de las terminaciones nerviosas de la joven.


De la garganta de Paula escapó un regocijado sollozo.


Pedro gimió y hundió su lengua más profundamente, saboreando lo que Paula le ofrecía en profundidad. La joven gritó y cerró los ojos, perdida en el torbellino de sensaciones que giraban en su interior. Y cuando pensaba ya que no iba a poder seguir soportando aquella dulce tortura, Pedro hundió un dedo en su interior.


El jadeo de Paula se confundió con el suave gruñido de Pedro mientras la primera sentía la primera sacudida de un orgasmo; una espumosa ola que recorría de pies a cabeza su cuerpo.


Pedro mantuvo el dedo en su interior mientras ella se tensaba, atrapándolo en sus muslos. Permanecieron así durante una eternidad, hasta que Pedro decidió apartar lentamente su dedo. Bastó aquel movimiento para que Paula volviera a estremecerse.


Pedro la atrapó entonces en un cariñoso abrazo, mientras ella temblaba, jadeaba y se acurrucaba contra él, asombrada por los sentimientos que Pedro había invocado.


—Paula—susurró éste con voz trémula. Parecía estar tan conmovido como ella—. Eres virgen.


Aquella novedosa información tardó algunos segundos en penetrar el estado post-orgásmico de Paula.


—Virgen —repitió Pedro.


A Paula no la sorprendió tanto la idea como parecía sorprenderlo a él. Pero sí las consecuencias que de ella podían derivarse.


—¿Estás seguro? —susurró, casi temiendo creerlo.


—Completamente —contestó Pedro sin hacer ningún esfuerzo para disimular su alivio—. No estás casada, Paula. No puedes estar casada.


—No estoy casada —repitió Paula, en el tono del que hacía un importante descubrimiento.


—Y, por supuesto, nunca has tenido un hijo. Nunca has hecho... —se le cerró la garganta, y se obligó a tomar aire. La deseaba de tal manera que no estaba seguro de ser capaz siquiera de respirar.


Una inmensa alegría iluminó los ojos de Paula y curvó sus labios en una sonrisa. Pedro, incapaz de contenerse, besó delicadamente su boca.


—¿Todavía soy virgen? ¿Incluso después de lo que hemos hecho?


—Completamente.


—¿Pero cómo...? ¿No habremos roto el himen?


Pedro buscó la forma de explicárselo.


—La verdad es que no he ido muy lejos...


—A mí me ha parecido que sí —contestó la joven sonrojada.


—Sólo ha sido un dedo —respondió Pedro con la voz entrecortada y su sexo todavía palpitante de deseo—. Pero es posible que te haya parecido más porque estabas muy cerrada.


Paula recorrió su rostro con la mirada, para fijarla al final en sus ojos con lánguida sensualidad.


—Sigue con algo más.


Pedro sintió que una llamarada de fuego se apoderaba de su cerebro.


—¿Quieres más?


Paula deslizó la mano por su pelo.


—Continúa —susurró con un meloso susurro—, con todo lo que puedas.


Pedro no esperó otra invitación. Ni siquiera se detuvo para preguntarle si estaba segura. Se apoderó de su boca con un tórrido beso, expresando con aquel gesto toda la emoción que lo invadía antes de hundirse lenta e irrevocablemente en ella.




EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 36

 


Paula se quedó sin aliento al sentirlo deslizar la punta de la lengua por la palma de su mano. Pedro cerró los ojos y fue deslizando sus labios por cada uno de sus dedos, saboreándolos al mismo tiempo con la lengua, provocándole a Paula sensaciones intensamente placenteras. Cuando Pedro llegó al dedo meñique, lo deslizó completo al interior de su boca. El calor que bañaba el cuerpo de Paula se intensificó en el interior de su vientre. Pedro alzó el rostro hacia ella. Su mirada vibraba con un deseo apenas contenido.


—Estoy un poco confundido sobre lo que podría ocurrir a continuación —susurró con voz ronca—, pero yo diría que me convendría comenzar a atacar tu brazo.


Paula lo observó en silencio. El corazón parecía estar a punto de salírsele del pecho mientras Pedro trazaba un camino de besos desde su muñeca hasta las zonas más sensibles del brazo, que mordisqueaba y lamía con deleite.


Paula contuvo la respiración, cerró los ojos y dejó que de su garganta escapara un complacido ronroneo. Si alguna vez a lo largo de su vida hubiera sentido algo tan placentero, estaba segura de que no habría podido olvidarlo. Entregada a aquellas novedosas sensaciones, se dejó caer contra la almohada, mientras Pedro acercaba los labios a su hombro y la sorprendía lamiendo los rincones que lo aproximaban a su seno.


Paula gimió, extasiada por aquellas eróticas cosquillas mientras Pedro le acariciaba el cuello con la barbilla, desencadenando una cascada de suaves risas.


—Dilo otra vez —susurró Pedro contra su oído.


—¿Qué...?


Pedro miró deseoso su boca.


—Di «aahh»».


Y cuando Paula repitió aquel sensual suspiro, Pedro deslizó la lengua al interior de su boca, moviendo lentamente la cabeza. Con cada uno de sus gestos parecía crecer la sensibilidad de la piel de Paula que, entregada ya por completo al deseo, enmarcó su rostro con las manos para invitarlo a profundizar su beso.


Sus lenguas se enredaron en un beso de fuego. Las manos de Pedro se apropiaban de cada una de las curvas del cuerpo de Paula, hambriento y ansioso por sentir hasta el último centímetro de su piel.


Tras saborear aquella piel de seda, deslizó lentamente los tirantes del camisón para deleitarse con la vista de los senos desnudos de Paula. Llenó sus manos de aquella cremosa suavidad, acariciando los pezones con los pulgares hasta hacerlos erguirse orgullosos contra sus dedos.


Paula gimió contra su boca, arqueando al mismo tiempo su cuerpo.


Pedro interrumpió enfebrecido su beso y se inclinó sobre sus senos para apoderarse con la boca de los montículos rosados que los encumbraban.


Paula se deshacía en susurros y gemidos, aferrada con fuerza a la espalda de Pedro. Desgarrado por la pasión, Pedro le quitó el camisón por completo para consumir con la mirada la belleza que él mismo había revelado.


Dejó que sus manos vagaran libremente por aquel cuerpo desnudo, desnudo y perfecto, sintiendo cómo se avivaba la hoguera que lo abrasaba cuando Paula se arqueó nuevamente contra él, buscando sus caricias. Pedro siguió con la boca el camino abierto por sus manos hasta encontrar el dulce montículo de su vientre.


Paula había cerrado los ojos, advirtió. Y tenía los labios entreabiertos. Sus senos se elevaban y descendían al agitado ritmo de su respiración. Pedro no había visto nada más excitante en toda su vida. O por lo menos nada que lo hubiera afectado más.


Con manos temblorosas, se deshizo de las bragas de encaje y se abrió camino a través de los rizos que cubrían el vientre de Paula.


La respiración de Paula era ya un descontrolado jadeo. Enardecido por su respuesta, Pedro capturó aquellas caderas que lo estaban volviendo loco con sus movimientos y se colocó sobre Paula, dispuesto a hundirse en su interior.



miércoles, 23 de septiembre de 2020

EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 35

 


Pedro le tomó la mano y la ayudó a levantarse. El silencio que poblaba la casa parecía zumbar en los oídos de la joven mientras Pedro la conducía a su dormitorio. Una vez allí, Pedro se detuvo al lado de su enorme cama y se volvió hacia Paula.


—No necesitas esto —susurró. Y Paula no le contradijo mientras le desataba el cinturón de la bata y la deslizaba sobre sus hombros—. Y yo tampoco necesito la camisa —se la quitó rápidamente y la dejó caer al lado de la bata—. Y tampoco los vaqueros —empezó a desabrochárselos, pero de pronto se detuvo para mirarla a los ojos—. ¿O sí?


—Yo... supongo que no.


Se los quitó rápidamente y se colocó frente a ella, llevando encima únicamente unos minúsculos calzoncillos que a duras penas ocultaban su erección.


—¿Estás seguro de que esto no será injusto para ti? —consiguió susurrar Paula—. Quiero decir... bueno, cuando nos detengamos.


Pedro se acercó todavía más a ella.


—Si te refieres a mí... reacción, se ha convertido en un problema crónico desde que te conocí. No pienses mucho en ello.


Paula se sentó al borde de la cama, con las rodillas temblorosas y el corazón latiéndole de forma errática. Apenas era capaz de pensar en «ello»». De hecho, se descubría a sí misma deseando tocarlo, deseando acariciarlo...


—Estás asustada —susurró Pedro.


—No. Sólo un poco nerviosa, quizá.


Pedro se sentó a su lado en la cama.


—¿Nerviosa por lo que podamos averiguar? —quiso saber—. ¿O por lo que vamos a hacer?


—Por las dos cosas —sintió que sus pezones se oscurecían bajo la seda del camisón, reaccionando al ardor de la mirada de Pedro.


—No tienes por qué ponerte nerviosa, Paula —oírlo pronunciar su nombre la conmovió como la más íntima de las caricias—. Lo único que quiero es que nos sintamos cómodos el uno con el otro.


Cómodos. No era esa la mejor palabra para definir su estado de ánimo, se dijo Paula, y por lo que ella podía advertir, tampoco el de Pedro.


—Si queremos seguir la progresión natural que suele darse entre un hombre y una mujer cuando se gustan —continuó diciendo con voz ronca—, lo primero que tenemos que hacer es mirarnos a los ojos. Le hizo volver el rostro hacia ella y se quedaron mirándose fijamente, en un profundo silencio—. Es algo muy agradable, ¿no crees?


—Sí, si lo creo —contestó Paula con una sonrisa.


—Y ahora podríamos hablar, como hemos hecho bastante a menudo.


—Sí, podríamos hablar.


—Y después nos tocaríamos —le informó suavemente—, de una forma muy natural. Como... ésta... —le tomó la mano y entrelazó los dedos entre los suyos—. O ésta... —deslizó el brazo por sus hombros y la acurrucó contra él—. Esto no te molesta, ¿verdad?


Paula negó con la cabeza, completamente embriagada ya por su fuerza, su aroma y su devastadora proximidad.


—Después, cuando nos sintiéramos un poco más aventureros, te besaría la mano si me lo permitieras. ¿Crees que me lo permitirías?


Claro que sí, le permitiría prácticamente cualquier cosa.


Pedro se llevó la mano de Paula a los labios y la besó con extrema delicadeza.


—Tienes una piel tan suave —rozó sus nudillos con los labios, desencadenando una agradable sensación que se extendió por todo su brazo—. Estaba deseando sentir tu sabor, Paula.