Estaba perdiendo el control. Se había olvidado ya por completo del objetivo de su misión... Se había olvidado de todo lo que no fuera la imparable urgencia de hacer el amor con ella.
Pero no podía hacerlo. Le había prometido que se detendría.
Cerrando los ojos en un dolorosísimo intento de controlar su deseo, presionó su rostro contra el vientre de Paula.
Excitado todavía más por su penetrante aroma, luchó contra la necesidad de hundir los dedos en su interior.
—Paula —susurró, asustado por su falta de control—. Tenemos que detenernos. Creo que nos hemos saltado algunos pasos de... Bueno, la progresión natural.
—A mí todo me está pareciendo muy natural —respondió Paula con voz trémula.
Pedro apretó los dientes hasta que le dolieron. Podía hacer el amor con ella, lo sabía. La respuesta de Paula era demasiado ardiente para resistirse durante mucho tiempo; estaba demasiado excitada.
«¿Pero la natural progresión de las cosas no es terminar haciendo el amor?», le había preguntado Paula, añadiendo que hasta que no supiera si estaba casada no sabría si podía hacerlo.
Pedro maldijo suavemente. Él no se había propuesto seducirla. Lo único que pretendía era conseguir la información que Paula deseaba, un asunto relativamente sencillo. Pero en todo momento había habido una motivación inconsciente que no se le reveló hasta ese momento: hacerla llegar a las más altas cumbres del sexo para que los temores de Paula terminaran haciéndose realidad. Para que se enamorara perdidamente de él. Era una locura pensar que mediante el sexo podría hacerle enamorarse, pero la propia Paula parecía creerlo posible. Y también era una locura desear que se enamorara de él, pero así era.
Y Pedro no era un hombre al que le resultara fácil desviarse de los objetivos que se proponía. Sintiendo el latido de la sangre en las sienes y la angustiosa llamada del sexo en su miembro, con una impaciencia que no se sentía ya capaz de doblegar, se aferró a las piernas de Paula para separarlas. Un gemido casi gutural vibró en su garganta mientras se inclinaba sobre ella, dispuesto a dar rienda suelta a su placer.
Paula jadeó al sentir la humedad de la lengua de Pedro sobre una de las zonas más sensibles de su cuerpo. La intimidad de lo que estaba haciendo la sorprendía, y pensaba que debía detenerlo.
Realmente, debería detenerlo.
Pero Pedro tenía los ojos cerrados en tan intensa concentración... Su lengua se deslizaba por los más escondidos rincones, despertando al placer cada una de las terminaciones nerviosas de la joven.
De la garganta de Paula escapó un regocijado sollozo.
Pedro gimió y hundió su lengua más profundamente, saboreando lo que Paula le ofrecía en profundidad. La joven gritó y cerró los ojos, perdida en el torbellino de sensaciones que giraban en su interior. Y cuando pensaba ya que no iba a poder seguir soportando aquella dulce tortura, Pedro hundió un dedo en su interior.
El jadeo de Paula se confundió con el suave gruñido de Pedro mientras la primera sentía la primera sacudida de un orgasmo; una espumosa ola que recorría de pies a cabeza su cuerpo.
Pedro mantuvo el dedo en su interior mientras ella se tensaba, atrapándolo en sus muslos. Permanecieron así durante una eternidad, hasta que Pedro decidió apartar lentamente su dedo. Bastó aquel movimiento para que Paula volviera a estremecerse.
Pedro la atrapó entonces en un cariñoso abrazo, mientras ella temblaba, jadeaba y se acurrucaba contra él, asombrada por los sentimientos que Pedro había invocado.
—Paula—susurró éste con voz trémula. Parecía estar tan conmovido como ella—. Eres virgen.
Aquella novedosa información tardó algunos segundos en penetrar el estado post-orgásmico de Paula.
—Virgen —repitió Pedro.
A Paula no la sorprendió tanto la idea como parecía sorprenderlo a él. Pero sí las consecuencias que de ella podían derivarse.
—¿Estás seguro? —susurró, casi temiendo creerlo.
—Completamente —contestó Pedro sin hacer ningún esfuerzo para disimular su alivio—. No estás casada, Paula. No puedes estar casada.
—No estoy casada —repitió Paula, en el tono del que hacía un importante descubrimiento.
—Y, por supuesto, nunca has tenido un hijo. Nunca has hecho... —se le cerró la garganta, y se obligó a tomar aire. La deseaba de tal manera que no estaba seguro de ser capaz siquiera de respirar.
Una inmensa alegría iluminó los ojos de Paula y curvó sus labios en una sonrisa. Pedro, incapaz de contenerse, besó delicadamente su boca.
—¿Todavía soy virgen? ¿Incluso después de lo que hemos hecho?
—Completamente.
—¿Pero cómo...? ¿No habremos roto el himen?
Pedro buscó la forma de explicárselo.
—La verdad es que no he ido muy lejos...
—A mí me ha parecido que sí —contestó la joven sonrojada.
—Sólo ha sido un dedo —respondió Pedro con la voz entrecortada y su sexo todavía palpitante de deseo—. Pero es posible que te haya parecido más porque estabas muy cerrada.
Paula recorrió su rostro con la mirada, para fijarla al final en sus ojos con lánguida sensualidad.
—Sigue con algo más.
Pedro sintió que una llamarada de fuego se apoderaba de su cerebro.
—¿Quieres más?
Paula deslizó la mano por su pelo.
—Continúa —susurró con un meloso susurro—, con todo lo que puedas.
Pedro no esperó otra invitación. Ni siquiera se detuvo para preguntarle si estaba segura. Se apoderó de su boca con un tórrido beso, expresando con aquel gesto toda la emoción que lo invadía antes de hundirse lenta e irrevocablemente en ella.
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