Para cuando Paula llegó de nuevo a la casa, la niebla se había transformado en una helada llovizna, provocándole un intenso temblor. La joven habría dado cualquier cosa por que la cena hubiera terminado para poder correr a refugiarse en la habitación que le habían asignado en el ático.
Pero al llegar a la cocina, estuvo a punto de chocarse con Laura, que parecía haber estado esperándola, dispuesta a abalanzarse sobre ella.
—Ah, así que estás aquí. Te he estado buscando por todas partes —la examinó sin disimular su desaprobación—. Estás empapada. ¿Dónde te has metido?
—He salido. Necesitaba un descanso.
—¿Un descanso? Ya entiendo. ¿Has ido a encontrarte quizá con uno de mis invitados? ¿Con el caballero que estaba sentado a mi lado en la mesa?
—No, no lo he hecho —no podía arriesgarse a decirle a Laura la verdad, y esperaba que ésta nunca adivinara su pequeña mentira.
Laura pareció un tanto apaciguada.
—Supongo que sabes de quién estoy hablando. Me refiero al doctor Pedro Alfonso.
—Sí, ya lo sé.
—¿Entonces lo conoces?
—De vista, supongo.
Laura se permitió el lujo de una sonrisa.
—Supongo que se ha retirado para hacer una llamada. Ése es uno de los inconvenientes de salir con un médico... Siempre parecen estar trabajando.
Paula tomó buena nota de lo que Laura le estaba diciendo: estaba saliendo con él. Al parecer, había advertido la atención que éste le había prestado en la mesa. Era una suerte que no lo hubiera visto en el jardín, susurrándole que la deseaba, o posando las manos en sus hombros y mirándola como si pretendiera besarla hasta hacerle perder el sentido.
Al recordarlo, una oleada de calor reconfortó su cuerpo helado. Por lo menos ya sabía que la atracción que sentía hacia él era correspondida. Pero aun así, no podía permitirse el lujo de dejarse arrastrar por su deseo.
Y aunque pudiera, haría bien en mantenerse a cierta distancia de él. Por lo que sabía, Pedro era capaz de dedicarse a halagar y seducir a mujeres tan vulnerables como ella mientras se citaba con damas de la alta sociedad como la propia Laura.
—André se preocupó al no encontrarte —continuó diciendo Laura—. Ahora está sirviendo las copas y después se marchará. Tú te encargarás de recoger y fregar los platos.
Aferrándose a la encimera de la cocina, Paula intentó combatir la fatiga que amenazaba con rendirla. Aquel día había comenzado a trabajar a primera hora de la mañana y apenas había podido parar para comer. La verdad era que tampoco tenía hambre. Tenía el estómago hecho un nudo, sentía una desagradable pesadez en los ojos y le dolía la cabeza.
Si por lo menos pudiera descansar por las noches, los días no le resultarían tan agotadores. Pero las preguntas y las pesadillas se negaban a darle descanso. Quizá aquella noche fuera diferente. Quizá aquella noche pudiera dormir.
—¿Le importaría que lo dejara para mañana? —osó preguntar—. Será lo primero que haga nada más levantarme.
—¿Quieres decir que vas a dejar todos estos platos sucios en la cocina durante toda la noche?
A Paula se le cayó el corazón a los pies. Evidentemente, Laura no estaba dispuesta a hacerle ningún favor. Y ella no pensaba rebajarse a pedírselo otra vez. No quería darle esa satisfacción. Recogería hasta la última miga aquella misma noche, aunque no le quedara siquiera tiempo para dormir.
—Le pagaré a André un dinero extra para que se ocupe de ello —una voz brusca y profunda, llegada desde la puerta de la cocina hizo que ambas mujeres volvieran la cabeza—. Oh, si no, puedo hacerlo yo mismo.
—¡Pedro! —Laura se sonrojó violentamente. Se llevó la mano a la cara, intentando disimular su embarazo—. No seas tonto, ¿por qué ibas a tener que...? —pero se interrumpió bruscamente al mirarlo a la cara.
Pedro permanecía apoyado en el marco de la puerta, con las manos en los bolsillos de los pantalones y el pelo brillante por la humedad.
La mirada de Laura voló de nuevo hacia Paula, cuyas ropas estaban también empapadas. Nadie habría podido dudar que habían estado fuera. Y, más que probablemente, juntos.
—No hace falta ser un genio de la medicina para darse cuenta de que esta mujer está al borde del desmayo —argumentó Pedro, sin apartar la mirada de la de Paula—. Sugiero que se tome un par de días libres y los pase descansando en la cama. Además, tiene que tomar una buena dosis de líquidos y vitaminas. Es obvio que no está lejos de la extenuación física.
—Extenuación física —repitió Laura—. No tenía ni idea —dijo mostrando un nuevo interés—. ¿Es una de tus pacientes, Pedro?
—¡No! —consiguió exclamar por fin Paula—. No soy paciente suya —en ese momento se dio cuenta de que acababa de echar a perder la única excusa que podía justificar que hubieran estado hablando juntos en el jardín—. Bueno, técnicamente no soy paciente suya. Yo fui a ver al doctor Brenkowski, pero está fuera —lo último que pretendía confesarle a Laura era que estaba enferma—. Pero no tengo ningún problema, estoy perfectamente.
—Quizá no, pero hasta que regrese Brenkowski, me corresponde a mí hacerme cargo de sus pacientes.
—Usted no es mi médico, y nunca lo será.
—¡Paula! —la amonestó Laura—. ¡No olvides tus buenos modales! Al fin y al cabo, Pedro es mi invitado.
Ignorando la interrupción de Laura, Pedro se acercó a Paula.
—Ignora mi consejo, querida, y terminarás en una de las camas de mi clínica.
—Oh, Dios mío —musitó Laura—. No querríamos que ocurriera algo así.
—Yo no me llamo «querida» —se daba cuenta de que se estaba aferrando a su último recurso para defenderse, pero no le importaba.
Quizá no le hubiera molestado tanto aquella palabra si no la hubiera hecho sonar con tanto afecto. Se sentía demasiado vulnerable a cualquier gesto de cariño.
—Vete a la cama, Paula —le ordenó—, y quédate allí.
—Claro que sí, vete a la cama —insistió Laura. Sus ojos verdes resplandecían con lo que podía pasar como cierta preocupación—. Ya nos ocuparemos de los platos André o yo. Tú concéntrate en cuidar de ti misma, ¿quieres?
Comprendiendo que aquella era una batalla perdida, y sin estar muy segura de en qué consistiría exactamente la victoria, Paula alzó la barbilla y se dirigió hacia su dormitorio. Desde el pasillo, oyó a Pedro llamando a André y comentándole algo a continuación.
—Olvídate de tu dinero, Pedro —le advirtió Laura—. Yo le pagaré.
—Déjame hacerlo a mí. Considéralo una forma de recompensarte por mi escapada —la voz de Pedro contenía una sonrisa. Y Paula se imaginaba que bastante seductora—. Apenas hemos tenido tiempo para hablar.
Paula se aferró a la barandilla de la escalera y comenzó a subir a toda velocidad. Así que Pedro iba a pasar la noche con Laura, se dijo. Quizá hasta la mirara de la misma forma que la había mirado a ella, y susurrara las mismas tonterías románticas.
La idea la molestaba mucho más de lo que debería. Sobre todo porque la única certeza que tenía sobre Pedro Alfonso era que para ella representaba un peligro emocional, social y económico. Bastarían unas cuantas palabras del médico para que comenzaran a correr rumores sobre ella por toda la localidad. Y le bastaba imaginarse a todo el pueblo intentando meterse en su vida para que se renovara el miedo que había estado intentando aplacar.
Y, definitivamente, Pedro representaba un peligro para su trabajo, un trabajo que ella necesitaba de forma desesperada. Sin casa, sin coche, sin informes, sin cartilla de la seguridad social y sin ahorros se encontraría en una situación muy difícil si la echaban. Especialmente estando Ana fuera.
De modo que, aunque tuviera que tragarse su orgullo, tendría que convertir en una prioridad el ganarse la confianza de Laura. Evitar la presencia del doctor Alfonso en su vida era imprescindible para ello.