Lo vio en cuanto dobló la esquina. Estaba sentado en el centro de la mesa, derrochando tanto humor y simpatía en su narración que todos estaban pendientes de él. Iba vestido con una camisa de seda oscura y una chaqueta. Un atuendo elegante y viril con el que estaba, sencillamente, devastador.
Laura Hampton, sentada a su derecha llevaba una blusa de satén color salmón que realzaba el color castaño de su pelo. Monica, con un elaborado peinado y un top de encaje, permanecía sentada a la izquierda de Alfonso.
Dolorosamente consciente de su uniforme, blusa blanca, falda negra y delantal rojo, Paula se sentía como una fregona tras un duro día de trabajo. De hecho, era precisamente una fregona tras un duro día de trabajo.
Y se negaba a sentirse inferior por ello. Lo único que estaba haciendo era ganarse honradamente un salario. No tenía nada de lo que avergonzarse. De manera que irguió los hombros, se detuvo tras la silla del primero de los invitados, alzó su taza de café y sirvió el oscuro brebaje con toda la gracia de la que fue capaz.
—El decano tenía un caballo árabe en el establo —estaba explicando el doctor— uno de los mejores ejemplares que he visto en mi vida: negro, con los músculos a tono y tan salvaje como hermoso.
Paula se acercó al siguiente invitado, que estaba sentado frente al médico, evitando en todo momento mirar a este último. Así que le gustaban los caballos. De hecho, por el tono de su voz, parecía adorarlos. ¿Y por qué aquello la conmovía de tal manera que habría sido capaz de olvidarse de la cafetera para poder escuchar atentamente su relato? Alzó otra taza y la sirvió.
Pedro iba adornando la historia con alguna que otra risa.
—La hija del decano, que tenía ya dieciocho años y se consideraba a sí misma la mejor amazona del mundo, intentó ensillarlo. Deberíais haberla visto cuando...
Se interrumpió bruscamente, a mitad de la frase. Intentando no preguntarse a qué se habría debido aquella interrupción que había dejado el comedor en un expectante silencio, Paula continuó concentrándose en el café.
—¿La hija del decano intentó ensillarlo y...? — preguntó Laura.
Pero el médico no continuó su relato. Y Paula no pudo evitar el mirarlo a la cara.
Fue un grave error.
Su mirada se encontró directamente con la suya. Alfonso la estaba mirando con tal intensidad que la joven se sonrojó al verlo. Oh, la había reconocido. Eso era evidente. Rápidamente, desvió la mirada, justo a tiempo para darse cuenta de que tenía en la mano un azucarero, en vez de una taza de café. Avergonzada, lo dejó de nuevo en la mesa y tomó la taza que estaba a su lado.
El silencio del médico continuaba mientras los invitados esperaban el final de su historia. Por el rabillo del ojo, Paula veía que continuaba observándola. Los demás intercambiaban ya miradas de curiosidad. ¿Pero qué otra cosa iban a hacer? El médico la estaba mirando de una forma muy poco delicada.
—¿Qué estabas diciendo, Pedro? —volvió a preguntar Laura malhumorada. Evidentemente, no le hacía ninguna gracia tener que competir con su sirvienta para captar la atención de un hombre.
—Ah, sí —dijo el médico, en un tono que parecía indicar que ya no se acordaba de lo que estaba contando.
—¿La chica intentó ensillar al caballo y...? —repitió Laura.
—Y lo hizo muy bien —murmuró Pedro.
Pero todo el mundo pudo darse cuenta de que estaba pensando en otra cosa.
Aunque Paula no quiso arriesgarse a mirarlo de nuevo, mientras se dirigía hacia el final de la mesa pudo ver que la estaba observando. Y pronto iba a tener que servirle el café.
—Realmente, el problema llegó cuando montó el caballo —y para alivio de Paula, decidió continuar su relato—. Terminó montada de espaldas, y cuando le tendí la mano para que pudiera darse la vuelta, hizo algo completamente extraño. Apartó la mano y dijo que no soportaba mis callos.
Paula contuvo la respiración, parte del café que estaba sirviendo rebosó el borde de la taza, quemándole los dedos.
—¿Qué les parece, señoras? —aunque se dirigía a las mujeres con las que compartía la mesa, estaba mirando a Paula, con la cabeza ligeramente inclinada y un brillo peculiar en la mirada—. ¿Tan desagradables son los callos en las manos de un hombre?
Las mujeres contestaron todas al mismo tiempo, con un coro de risas que a la joven le resultó profundamente molesto. Aunque los demás no se dieran cuenta, ¡el médico se estaba riendo de ella!
Afortunadamente, en ese momento André terminó de servir la tarta. Sin darle ninguna explicación, Paula le pasó la cafetera y se alejó del salón. Jamás se había sentido tan humillada. O, por lo menos, no lo recordaba.
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