jueves, 17 de septiembre de 2020

EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 15

 


Paula no estaba en la cocina, y tampoco en el pasillo, ni en la pequeña habitación para el servicio que había al lado de la puerta trasera. Justo cuando había llegado a la conclusión de que había abandonado la casa, Pedro advirtió un movimiento a través de la ventana.


Así que Paula estaba allí, en el jardín.


El corazón le dio un vuelco. Tenía otra oportunidad. Empujó la puerta y bajó los escalones que conducían al jardín. Había dejado de llover, pero la lluvia había dejado tras de sí una espesa niebla.


Paula se había detenido en un puente que cruzaba el arroyo que serpenteaba a lo largo del jardín. Estaba inclinada sobre la barandilla blanca, con la mirada perdida en la niebla. El sonido de los pasos de Pedro la alertó, y se volvió sobresaltada.


Su mirada desconcertada hizo que Pedro se detuviera. Se miraron el uno al otro en tenso silencio. Paula tenía el pelo empapado. La humedad lo rizaba suavemente, enmarcando su pálido rostro... un rostro con el que Pedro soñaba últimamente despierto.


—¿Qué está haciendo aquí? —preguntó Paula por fin, mirándolo con recelo.


Pedro se metió las manos en los bolsillos, adoptando una pose relajada. No podía recordar la última vez que una mujer lo había recibido con tan poco entusiasmo, a menos que contara su último encuentro con ella.


—Qué extraño, estaba a punto de hacerte la misma pregunta.


—Eso no es asunto suyo, doctor Alfonso.


Pedro. Me llamo Pedro.


Paula desvió la mirada.


Lo estaba haciendo otra vez, se dijo Pedro. Lo estaba ignorando, y él no sabía cómo romper la barrera que estaba erigiendo. Y no sabía tampoco por qué tenía necesidad de hacerlo.


—¿Trabajas para Laura?


—Sí.


La respuesta lo sorprendió. No le gustaba que trabajara para Laura, y tampoco terminaba de comprender que lo hiciera. Había algo que no encajaba.


—¿Cómo...?


—Como sirvienta.


Pedro se le hacía muy difícil verla en ese papel. Sus modales refinados y su forma de hablar la hacían parecer una persona de educación universitaria. ¿Por qué motivo habría terminado trabajando para Laura?


Más preguntas para añadir a su ya larga lista de dudas sobre Paula Flowers.


—No elegiste hora para una próxima cita. Espero que por lo menos hayas seguido mi consejo: descanso, vitaminas y nada de trabajo duro.


Paula lo miró con el rostro encendido de indignación.


—No pienso ir a su consulta, y no voy a contestar a ninguna pregunta sobre mi salud. Pensé que había quedado muy claro. No quiero que usted sea mi médico.


Pedro se acercó a ella a grandes zancadas y la miró a los ojos.


—Y yo no quiero que seas mi paciente.


La sorpresa se hizo hueco en aquellos ojos profundamente grises, la sorpresa y quizá también cierta indignación.


—¿Entonces qué es lo que quiere?


«A ti». No lo dijo, pero lo sintió, y por el rubor que advirtió en su rostro, Paula debió adivinar su respuesta. Retrocedió ligeramente. Un movimiento inteligente.


Pedro se apoyó a su lado en el puente.


—Siempre estás huyendo de mí, ¿por qué?


Paula dejó escapar un suspiro de exasperación.


—¿Qué más le da? Usted no me conoce y yo no lo conozco. Y eso no va a cambiar. Debería volver a la cena. De un momento a otro, vendrán a buscarlo.


—Dímelo.


Paula apretó los labios y desvió la mirada. Pedro continuó estudiándola, intrigado por los sentimientos que la joven pretendía ocultar.


Al cabo de unos segundos, cuando Pedro estaba ya perdiendo la paciencia, Paula se volvió hacia él y lo miró a los ojos.


—Por si quiere saberlo, me ha puesto en una situación muy embarazosa en el comedor.


Pedro la miró desconcertado. Aunque era cierto que había contado la historia de los callos por ella, no entendía por qué podía haberle resultado embarazosa una situación a la que sólo ella y él podían encontrarle algún sentido.


—¿Y por qué?


—¿Quiere decir que no lo sabe?


—La verdad es que no.


—Se ha interrumpido en medio de la historia que estaba contando y se ha quedado mirándome boquiabierto.


—¿Que me he quedado mirándote? —la verdad era que no estaba muy seguro de cómo había reaccionado al verla—. ¿Dices que me he quedado mirándote boquiabierto?


—Sí, y claro, inmediatamente me han mirado todos los demás. Y después ha tenido que sacar a relucir —vaciló un momento—, lo de los callos.


—¿Y?


—¿Cómo que «¿y?» ¡Lo ha hecho deliberadamente!


—Pero no pretendía avergonzarte. Todavía no entiendo cómo he podido hacerlo. Al fin y al cabo, nadie excepto tú sabía tu opinión sobre mis manos.


—¡Yo no tengo ninguna opinión sobre sus manos! —protestó, con los ojos chispeantes por el enfado.


—¿Entonces por qué te quejaste?


—Yo no me quejé —empezaba a mostrarse visiblemente avergonzada—. Yo sólo... lo noté. Eso es todo —se mordió el labio y se aferró con fuerza a la barandilla del puente. Al cabo de un momento, admitió con pesar—: No tenía derecho a hacer una observación como aquélla. Algo tan personal. Lo siento.


—El caso es que no me afectó en absoluto — pero había otras muchas cosas de ella que sí lo afectaban. Como la deliciosa fragancia a manzano silvestre de su pelo, la calidad luminosa de su piel, la invitación de su boca o la forma en que la blusa se pegaba a su cuerpo, convertida por la humedad de la niebla en un velo casi transparente. Insinuaba formas que habría adorado explorar. Sentir, saborear...


Pedro tuvo que hacer un serio esfuerzo para sobreponerse a la tentación que lo asaltaba.


—¿Entonces no son mis manos la razón por la que no quieres que sea tu médico?


—Por supuesto que no.


—¿Cuál es entonces?



EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 14

 


Pedro continuaba sentado con la mirada fija en la dirección que Paula Flowers había tomado, apenas consciente de las respuestas que le estaba dando a su compañera de mesa.


Prácticamente había renunciado ya a volver a verla. Había estado atento durante toda una semana, esperando encontrársela o escuchar algún comentario sobre una recién llegada que encajara con su descripción. Pero nadie hablaba de ella, por lo menos delante de él.


Pronto había dejado de indagar. No quería que nadie reparara en su interés por ella, por lo menos hasta que supiera quién era y qué estaba haciendo allí. Quizá ni siquiera entonces continuara investigando. No era el tipo de mujer que pretendía encontrar. Era una mujer extraña, misteriosa, lo último que buscaba.


Así que había hecho todo lo que había estado en su mano para olvidarla.


Y no había funcionado.


Aquella noche, por primera vez desde su encuentro, había conseguido dejar de pensar en ella gracias a la distracción que le proporcionaba la cena de Laura. Pero entonces, en medio del relato de una estúpida anécdota, había alzado la mirada y la había encontrado frente a él.


La sorpresa lo había dejado sin habla. Estaba pálida, tenía un aspecto frágil, y estaba tan condenadamente hermosa que no había sido capaz de dejar de mirarla. ¿Pero qué estaría haciendo allí? Servir el café, evidentemente.


Y cuando había alzado su mirada increíblemente sensual hasta él, pensar se había convertido en un imposible. Su rostro conservaba el rubor que él recordaba de su primer encuentro, de la primera vez que la había tocado. Un poderoso deseo le exigía que volviera a tocarla, con más delicadeza aquella vez, de una forma que la haría temblar...


Pero era irritante que le bastara mirarla para que se desencadenara en su interior un deseo como aquél. Él era más fuerte que todo eso, era un hombre de principios, un hombre lógico, razonable, no un esclavo de los impulsos carnales. Podía ignorar el calor que se extendía por su cuerpo, ignorar aquellas estúpidas elucubraciones que lo llevaban a imaginar la expresión que tendría Paula en su cama.


Pero cuando se había marchado, sin dar la más ligera muestra de reconocimiento, como si no lo hubiera visto jamás en su vida, todas sus intenciones de resistirse a aquellos sentimientos habían desaparecido. Así que pretendía ignorarlo, ¿verdad? Pretendía actuar como si no se hubieran visto jamás. Pues iba a enseñarle que no sería nada fácil.


Tuvo que apretar los dientes y recordarse que Paula tenía todo el derecho del mundo a fingir que no se conocían. Como paciente suya que era, tenía que tener garantizado el derecho a la confidencialidad de sus visitas.


Pero, a un nivel exclusivamente personal, no podía tolerar que lo ignorara. Quería provocarle una respuesta, por pequeña que ésta fuera. Una sonrisa, un ceño fruncido, quizá. Una expresión de reconocimiento. Paula se lo debía, por todas las noches de insomnio que le había causado.


Con una habilidad de la que se sentía bastante orgulloso, había intercalado la queja de Paula sobre los callos de sus manos en la historia que estaba contando.


Paula había reaccionado de forma muy discreta. Estaba seguro de que nadie había advertido la tensión de sus labios. Por un momento, había llegado a temer que le vaciara la cafetera en el regazo.


Y aunque pudiera parecer extraño, una reacción de ese tipo lo habría aliviado. Se había preparado para agarrar cualquier objeto que la joven pudiera arrojarle, para agarrarla del brazo, sacarla de la habitación y castigarla con un largo y profundo beso...


Pero Paula había abandonado la habitación.


¿A dónde habría ido? ¿Se habría marchado? Y en cualquier caso, ¿qué estaría haciendo allí? ¿Trabajaría para Laura? O quizá trabajara en el club de campo, como André.


¿Volvería a verla otra vez?


Pedro dejó su servilleta en la mesa y se levantó.


—Perdonadme. Tengo un asunto que atender —murmuró para Laura y los demás invitados que lo estaban observando.


Antes de que nadie pudiera preguntar nada más, se alejó en la misma dirección que Paula había desaparecido. En aquella ocasión, no iba a permitir que se marchara tan fácilmente.



EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 13

 


Lo vio en cuanto dobló la esquina. Estaba sentado en el centro de la mesa, derrochando tanto humor y simpatía en su narración que todos estaban pendientes de él. Iba vestido con una camisa de seda oscura y una chaqueta. Un atuendo elegante y viril con el que estaba, sencillamente, devastador.


Laura Hampton, sentada a su derecha llevaba una blusa de satén color salmón que realzaba el color castaño de su pelo. Monica, con un elaborado peinado y un top de encaje, permanecía sentada a la izquierda de Alfonso.


Dolorosamente consciente de su uniforme, blusa blanca, falda negra y delantal rojo, Paula se sentía como una fregona tras un duro día de trabajo. De hecho, era precisamente una fregona tras un duro día de trabajo.


Y se negaba a sentirse inferior por ello. Lo único que estaba haciendo era ganarse honradamente un salario. No tenía nada de lo que avergonzarse. De manera que irguió los hombros, se detuvo tras la silla del primero de los invitados, alzó su taza de café y sirvió el oscuro brebaje con toda la gracia de la que fue capaz.


—El decano tenía un caballo árabe en el establo —estaba explicando el doctor— uno de los mejores ejemplares que he visto en mi vida: negro, con los músculos a tono y tan salvaje como hermoso.


Paula se acercó al siguiente invitado, que estaba sentado frente al médico, evitando en todo momento mirar a este último. Así que le gustaban los caballos. De hecho, por el tono de su voz, parecía adorarlos. ¿Y por qué aquello la conmovía de tal manera que habría sido capaz de olvidarse de la cafetera para poder escuchar atentamente su relato? Alzó otra taza y la sirvió.


Pedro iba adornando la historia con alguna que otra risa.


—La hija del decano, que tenía ya dieciocho años y se consideraba a sí misma la mejor amazona del mundo, intentó ensillarlo. Deberíais haberla visto cuando...


Se interrumpió bruscamente, a mitad de la frase. Intentando no preguntarse a qué se habría debido aquella interrupción que había dejado el comedor en un expectante silencio, Paula continuó concentrándose en el café.


—¿La hija del decano intentó ensillarlo y...? — preguntó Laura.


Pero el médico no continuó su relato. Y Paula no pudo evitar el mirarlo a la cara.


Fue un grave error.


Su mirada se encontró directamente con la suya. Alfonso la estaba mirando con tal intensidad que la joven se sonrojó al verlo. Oh, la había reconocido. Eso era evidente. Rápidamente, desvió la mirada, justo a tiempo para darse cuenta de que tenía en la mano un azucarero, en vez de una taza de café. Avergonzada, lo dejó de nuevo en la mesa y tomó la taza que estaba a su lado.


El silencio del médico continuaba mientras los invitados esperaban el final de su historia. Por el rabillo del ojo, Paula veía que continuaba observándola. Los demás intercambiaban ya miradas de curiosidad. ¿Pero qué otra cosa iban a hacer? El médico la estaba mirando de una forma muy poco delicada.


—¿Qué estabas diciendo, Pedro? —volvió a preguntar Laura malhumorada. Evidentemente, no le hacía ninguna gracia tener que competir con su sirvienta para captar la atención de un hombre.


—Ah, sí —dijo el médico, en un tono que parecía indicar que ya no se acordaba de lo que estaba contando.


—¿La chica intentó ensillar al caballo y...? —repitió Laura.


—Y lo hizo muy bien —murmuró Pedro.


Pero todo el mundo pudo darse cuenta de que estaba pensando en otra cosa.


Aunque Paula no quiso arriesgarse a mirarlo de nuevo, mientras se dirigía hacia el final de la mesa pudo ver que la estaba observando. Y pronto iba a tener que servirle el café.


—Realmente, el problema llegó cuando montó el caballo —y para alivio de Paula, decidió continuar su relato—. Terminó montada de espaldas, y cuando le tendí la mano para que pudiera darse la vuelta, hizo algo completamente extraño. Apartó la mano y dijo que no soportaba mis callos.


Paula contuvo la respiración, parte del café que estaba sirviendo rebosó el borde de la taza, quemándole los dedos.


—¿Qué les parece, señoras? —aunque se dirigía a las mujeres con las que compartía la mesa, estaba mirando a Paula, con la cabeza ligeramente inclinada y un brillo peculiar en la mirada—. ¿Tan desagradables son los callos en las manos de un hombre?


Las mujeres contestaron todas al mismo tiempo, con un coro de risas que a la joven le resultó profundamente molesto. Aunque los demás no se dieran cuenta, ¡el médico se estaba riendo de ella!


Afortunadamente, en ese momento André terminó de servir la tarta. Sin darle ninguna explicación, Paula le pasó la cafetera y se alejó del salón. Jamás se había sentido tan humillada. O, por lo menos, no lo recordaba.




miércoles, 16 de septiembre de 2020

EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 12

 

Hasta las propias montañas parecían haberse vestido de primavera para la fiesta. Las flores silvestres, rosas, amarillas, azules..., tejían un intrincado encaje sobre sus laderas verdes, proporcionándole al campo de golf de Laura un marco digno de una artista.


Sin embargo, el lejano retumbar de un trueno y la luz de un relámpago, supusieron un rápido cambio de planes: la cena ya no podía celebrarse al aire libre. Así que, evitando a duras penas las enormes gotas de agua que comenzaban ya a caer, Paula y el camarero contratado trasladaron la mesa al comedor, mientras Laura daba la bienvenida a los invitados en el espacioso salón de su mansión.


Paula esperaba poder estar fuera de escena durante toda la noche, y dedicarse a trabajar en la cocina. André tenía mucha experiencia en servir fiestas y cenas, de modo que podría manejárselas perfectamente en aquella cena de diez comensales.


A través de las puertas que separaban el comedor del salón, Paula pudo echar un vistazo a los invitados charlando entre las bandejas de entremeses que habían dispuesto en distintas mesas. La mayor parte de ellos, por lo que André le había contado, eran miembros del club de campo o de la estación de esquí de la que Laura era propietaria.


La joven se preguntaba si el doctor Alfonso no habría llegado todavía.


Pero, aunque hubiera llegado, no iba a fijarse en ella, se prometió. Y aunque lo hiciera, no podía ocurrirle nada. Por insultado que se hubiera podido sentir cuando había decidido aplazar la revisión hasta que llegara el otro médico, no iba a mencionarlo en una situación como aquélla. Por supuesto que no. Posiblemente, ni siquiera repararía en su presencia. En ocasiones como aquélla, los sirvientes eran prácticamente invisibles.


Aun así, soltó un suspiro de alivio cuando puso el último plato en la mesa del comedor y pudo regresar al refugio que le proporcionaba la cocina, donde se dedicó a continuar preparando bandejas de aperitivos.


En realidad, comprendió entonces, no era la reacción del doctor Alfonso la que le preocupaba. Era la suya. Se había sentido tan violentamente atraída hacia él que había hecho el ridículo el día que había estado en su consulta. Había permanecido en silencio durante la mayor parte de la visita y lo único que se le había ocurrido había sido un absurdo comentario sobre los callos de sus manos. Y como no podía confiar su capacidad de mantener cierto decoro en su presencia, tenía que procurar mantenerse a una prudente distancia.


—¿Puedes servir cuatro copas de Chardonnay, querida? —le preguntó André—. Ahora volveré a por ellas.


Paula sonrió, admirando el entusiasmo y la energía de aquel camarero. Ella necesitaría parte de esa energía, porque la suya estaba seriamente debilitada. El día había sido muy largo y había estado repleto de emociones demasiado agitadas.


No quería ver al doctor Pedro Alfonso otra vez. Porque le bastaba pensar en él para que el pulso se le acelerara.


Obligándose a mantenerlo fuera de su mente, sirvió el vino en cuatro delicadas copas de cristal. La luz se filtraba a través de aquel líquido fragante. Y de pronto un recuerdo se materializó. Ella había estado con una de esas copas en la mano, elevándola para hacer un brindis.


¡Era un recuerdo! ¡Un recuerdo auténtico! Dejó la botella en la mesa, intentando retener aquel recuerdo, mientras estallaba una alegría desbordante en su interior. Tenía tanto miedo de no volver a recuperar nunca la memoria... y de pronto allí estaba. Cerró los ojos y saboreó el recuerdo de aquella escena mientras intentaba recordar algo más, ver el rostro de las personas con las que estaba, o identificar al menos el lugar.


Pero no emergía ningún nuevo detalle a la superficie.


Aunque desilusionada en cierta manera, terminó de servir las copas mucho más animada de lo que anteriormente había estado. Por lo menos había recuperado un fragmento de memoria. Y aunque no podía estar del todo segura, creía que aquel brindis había sido en su honor. Era una celebración de algún tipo. ¿Pero qué estaría celebrando?


Estaba tan distraída en sus especulaciones, que cuando llegó hasta sus oídos una voz masculina particularmente grave procedente del salón la sorprendió con la guardia completamente baja. Reconoció aquella voz... y reaccionó inmediatamente a ella.


El doctor Alfonso estaba allí.


Prometiéndose con renovado fervor pasar el resto de la noche en la cocina, encontró tareas más que suficientes para mantenerse ocupada mientras daba el toque final a los cócteles, la sopa, las ensaladas y el plato principal.


El problema llegó a la hora del postre.


—Mientras sirvo el pastel y el helado —le indicó André—, vete sirviendo el café —y no había forma de discutir aquella propuesta.


El helado se derretiría antes de que se sirviera el café si ella no lo hacía.


Consideró la posibilidad de fingirse enferma, pero no podía arruinarle la noche a André. Además, antes o después iba a tener que volver a encontrarse con el doctor Alfonso, sobre todo si continuaba saliendo con Laura.


Escudándose en aquel lúgubre pensamiento, agarró la cafetera y siguió al camarero. Al acercarse al arco que daba entrada a la zona del comedor, oyó el rumor de las conversaciones. Entre ellas destacaba la casi musical voz del doctor Alfonso, que estaba relatando alguna anécdota.




EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 11

 


Aquella resolución, por sabia que fuera, la condenaba a una terrible soledad. Y quizá fuera esa la razón por la que le había afectado tanto su visita al doctor Alfonso. Había estado prácticamente sola desde el accidente, Ana era la única persona con la que había podido hablar desde entonces... La soledad podía llegar a convertirse en un poderoso afrodisíaco, pensó. Especialmente cuando una se encontraba con un hombre tan viril como aquel médico.


—¡Pero eso es fantástico! —exclamó efusivamente Monica. A Paula le pareció detectar cierta nota de envidia en su voz—. No sé de nadie que haya salido con él desde que ha vuelto.


—Yo tampoco —replicó Laura sin poder disimular su satisfacción—. Y no sólo eso —se interrumpió, probablemente para tomar un sorbo de vino y mantener durante algunos segundos el suspense—, sino que va a venir a la cena que celebro esta noche.


—¡No me digas! Paty Jennings se va a poner verde de envidia.


—Debería haberse aferrado bien a él cuando estaba en el instituto.


—Cada vez que lo ve, echa espuma de rabia por la boca.


—¿Y no lo hacemos todas? —ambas mujeres se echaron a reír.


Con renovada curiosidad por quién podía ser aquel rompecorazones, Paula continuó limpiando, esperando alguna pista. Suponía que pronto lo averiguaría, puesto que Laura había insistido en que se encargara ella, junto con el camarero del club de campo que habían contratado para la ocasión, de la cena. Paula pensaba permanecer durante todo el mayor tiempo posible en la cocina. No quería arriesgarse a que alguien se fijara en ella. En una población tan pequeña como Sugar Falls, las preguntas surgían fácilmente. Y ella no estaba en condiciones de enfrentarse a ninguna pregunta.


Un grito procedente del solario puso fin a sus especulaciones,


—¡Mis sandalias! ¡Mis sandalias nuevas! Tofu, ¡eres un perro terrible! ¡Mira lo que has hecho!


Paula respingó y se asomó a la ventana. Tofu, un bonito Shih Tzu blanco y negro, estaba inclinado al lado del jacuzzi con una sandalia entre las garras. Paula deseó poderle evitar al perro el castigo que, estaba segura, se había ganado. Era un perro al que se trataba con excesiva dureza. La preferencia de Laura por su nuevo caniche, estaba interfiriendo con la necesidad de Tofu de hacer patente su condición de macho dominante. ¿Cómo era posible que Laura no se diera cuenta? Para Paula estaba perfectamente claro y...


—¡Paula!


Paula se sobresaltó ante la llamada de Laura. Dejó el plumero en la mesa y corrió al solario, donde la atractiva viuda y la elegante rubia permanecían sentadas, cada una en su jacuzzi, sin mover un solo dedo.


Antes de que Paula pudiera decir una sola palabra, Laura señaló hacia el perro, que la miraba con las orejas gachas.


—Mira lo que les ha hecho a mis sandalias. Las ha convertido en jirones de cuero. Limpia todo esto y encierra a Tofu en el armario de la limpieza. Tiene que aprender que todas esas maldades no van a servirle de nada —y le comentó a Monica—, está tan celoso desde que traje a Fluff-Fluff que se está dedicando a destrozar zapatos, ropas, muebles...


—Ya que lo menciona, señora Hampton —intervino Paula, olvidándose de su habitual prudencia—, en realidad no son los celos los causantes del problema. Lo que está haciendo Tofu es definir su territorio. Castigarlo no va a servir de nada. Ya ve...


—Paula —la arrulló Laura, con su más meloso tono de voz—. Ahora que ya eres parte de la familia, puedes llamarme señorita Laura.


Frustrada por aquella interrupción, Paula forzó una sonrisa. Se preguntaba qué otro miembro de la familia la llamaría señorita Laura.


—Señorita Laura, entonces. Pues como iba diciendo, el resentimiento de Tofu probablemente sea debido a...


—Supongo que no vas a ponerte a discutir conmigo sobre cómo debo tratar a mi perro — bajo la amable sonrisa de Laura, brillaban destellos de hielo.


—No pretendía discutir, pero...


—Estupendo. Ahora limpia todo este desastre y hazme el favor de encerrar al perro. Y si todavía no has terminado de limpiar la plata, te sugiero que te concentres en ello durante las horas que quedan hasta la cena —Laura reclinó la cabeza sobre el borde del jacuzzi, cerró los ojos y elevó su rostro al sol—. Los niños tienen un partido de fútbol después del colegio. Quiero que los acompañes. Tienen que llegar puntuales. Después del partido, dales de cenar y procura que se bañen antes de acostarse.


Mordiéndose la lengua para evitar una contestación, Paula tomó en brazos al perro. Si no fuera por lo mucho que necesitaba aquel trabajo, le diría a Laura unas cuantas cosas sobre la relación entre los perros, los niños y los amos. Desgraciadamente, necesitaba aquel trabajo como pocas cosas en el mundo.


Intentando superar una repentina oleada de cansancio, que sospechaba estaba más relacionada con el agotamiento mental que con el físico, se llevó al perro al interior de la casa. Mientras se alejaba, le oyó decir a Laura.


—No tiene carné de conducir. ¿Puedes creértelo? Tiene que ir andando a todas partes. Es irritante.


Paula estuvo a punto de soltar una carcajada. Así que a Laura le resultaba irritante. Pero la que tenía que lidiar con el problema era ella. Era horrible no poder meterse en un coche, ponerse tras el volante e ir a donde le apeteciera. ¿Pero cómo iba a conseguir un carné de conducir sin saber quién era?


A través de la ventana, escuchó a Monica compadeciéndose de Laura.


—Es taaan difícil encontrar buen servicio.


Paula elevó los ojos al cielo mientras se dirigía a la cocina. Esperaba que el sol hiciera estragos en las arrugas de aquel par de ociosas.


Medio avergonzada de sí misma por aquel pensamiento, dejó a Tofu en el armario, no sin meterle algunos juguetes y golosinas. A continuación, alzó la cabeza con orgullo y regresó al solario a limpiar lo que quedaba de la sandalia. Al acercarse, comprobó aliviada que ambas mujeres habían dejado de hablar de los problemas causados por el servicio.


—No te importa que salga con él, ¿verdad?


—¡Importarme! ¿Por qué iba a importarme?


—Oh, vamos, Moni. ¿Por qué otra razón sino escogiste ese trabajo? —Laura dejó escapar una risita—. No puedo culparte por esperar tener una oportunidad de conocerlo un poco mejor.


Tras algunas protestas, Monica rió tímidamente.


—Bueno, supongo que ése es uno de los beneficios de algunos trabajos... llegar a entablar amistad con el jefe.


Paula se quedó completamente helada. Estaban hablando del doctor Alfonso. Tenía que ser él. Mónica trabajaba en su oficina... y él era definitivamente guapísimo. Y eso quería decir que el médico le había pedido a Laura una cita. Una extraña tristeza cubrió el corazón de Paula.


Tristeza que desapareció en cuanto recordó la primera parte de aquella conversación y comprendió que el médico iba a ir a cenar en esa casa esa misma noche.




EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 10

 


Allí estaba Paula de nuevo, sentada en la camilla, con otra de esas batas que apenas ocultaban su desnudez. Al principio, había sentido frío, pero en cuanto había oído sus pasos acercándose, la temperatura había aumentado a la par que la sensibilidad de su piel.


Aquella vez estaba dispuesta a hacerlo. Permitiría que el doctor deslizara sus manos bajo la bata y se estrecharía contra él, guiándolo hacia él lugar que más deseaba que acariciara... y entonces le rodearía el cuello con los brazos y lo besaría haciéndole inclinarse sobre ella, hasta que terminaran haciendo el amor en la camilla...


Paula tomó aire, dejó a un lado el plumero y se llevó las manos a su acalorado rostro. ¿Por qué no era capaz de dejar de soñar despierta en ese tipo de cosas?


Sus fantasías habían ido en aumento durante el curso de las semanas. Al principio, eran fantasías bastante inocentes. Pensaba en las miradas que habían compartido y se imaginaba manteniéndolas. Después, había añadido algunos susurros, alguna conversación un tanto íntima... y la cosa había ido progresando hasta llegar a aquel punto. Por al amor de Dios, sólo había visto a ese hombre una vez en su vida y no era capaz de sacarlo de su mente... ni de sus más salvajes fantasías.


Mientras se obligaba a concentrarse de nuevo en la limpieza de los muebles, oyó una pregunta que inmediatamente despertó su curiosidad. Procedía del solario donde Monica Whittenhurst, la espectacular rubia que había encontrado en la consulta del médico, disfrutaba del jacuzzi junto a Laura Hampton.


—¿Me estás diciendo que te ha pedido una cita?


—Va a llevarme al Baile de Caridad de la Primavera —contestó Laura.


Sin verle siquiera la cara, Paula podía imaginarse perfectamente su presuntuosa sonrisa.


Y se descubrió preguntándose con quién se habría citado. Realmente, no tenía demasiada importancia para ella: su interés en la vida privada de Laura era escaso y además no era probable que conociera al que iba a ser su acompañante. Deliberadamente, había evitado a los habitantes de Sugar Falls desde su llegada. Cualquier relación personal podía comprometer su secreto. Hasta que no hubiera recuperado la memoria, tenía que mantenerse estrictamente aislada.



martes, 15 de septiembre de 2020

EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 9

 


Las preguntas e inseguridades sobre su pasado la mantenían despierta durante la mayor parte de la noche, y cuando el sueño llegaba terminaban despertándola las pesadillas.


—Estás muy estresada, y la culpa es mía.


—No empieces otra vez.


—Pero es que es verdad —en el delgado rostro de Ana volvieron a reflejarse la culpa y la preocupación. Por muchas veces que Paula le asegurara que no tenía sentido que se culpara por el accidente, Ana seguía atormentándose a sí misma con sentimientos de culpabilidad—. Lo siento tanto, Paula. Si no hubiera sido por mí, no te encontrarías ahora en esta difícil situación. Debería haber prestado más atención, quizá así hubiera evitado atropellarte.


—El accidente fue culpa mía, no tuya. Si no hubiera sido tu coche, habría terminado atropellándome otro —Paula tomó la mano de su amiga—. Tú has sido mi ángel de la guarda, Ana. Me llevaste al hospital y te quedaste conmigo durante tres días, pagaste las cuentas, me has traído a tu casa y me has ayudado a encontrar trabajo.


—Sí, un trabajo que te está dejando completamente exhausta —sacudió la cabeza con tristeza—. Tú no eres mujer para trabajar limpiando casas, y trabajar con Laura no creo que sea nada fácil. Es una esnob y sus hijos son muy revoltosos. Sé que espera que te ocupes de ellos, aunque teóricamente eso no forma parte de tu trabajo.


—El trabajo está bien. Y no sabes cuánto te agradezco que me ayudaras a encontrarlo.


Pero Ana no estaba dispuesta a dejar que acallaran su conciencia. Surcaban su frente pequeñas arrugas de inquietud.


—Sé que no te gusta hablar de esto, Paula, pero han pasado ya seis semanas y todavía no has recordado quién eres, ni dónde vivías. He estado revisando por Internet los informes sobre personas desaparecidas, he ido a casi todas las comisarías de Denver, he visto docenas de fotos y todavía no tengo una sola pista —se interrumpió un instante. Paula se estremeció al imaginarse lo que le iba a decir a continuación—. Creo que ya es hora de que informes a las autoridades o te decidas a utilizar los medios de comunicación.


—No —un escalofrío de terror recorrió la espalda de Paula. No era capaz de soportar la idea de proclamar su debilidad al mundo y tener que esperar a que algún desconocido llegara a reclamarla—. Todavía no estoy preparada para decírselo a nadie.


—Sigues teniendo miedo, ¿verdad?


Paula vaciló, deseando poder eludir la pregunta.


—Estoy convencida de que alguien me perseguía cuando me puse a cruzar corriendo esa carretera. No recuerdo quién ni por qué, pero recuerdo perfectamente la sensación de pánico y la certeza de que tenía que alejarme de allí. Tú misma dijiste que parecía estar huyendo de algo.


—Eso es cierto —Ana la miró un tanto desconcertada—. Pero también es posible que estuvieras intentando parar a un taxi. Tu miedo podría ser un síntoma del accidente. Al fin y al cabo, te diste un golpe terrible.


—Estoy segura de que alguien me seguía. Alguien que estaba enfadado, una persona violenta y cruel —se estremeció ante aquella sombra de recuerdo que continuaba amenazando su sueño—. Hasta que no recuerde algo más sobre mi situación, no quiero informar a las autoridades. Pero tengo un plan para comenzar a buscar pistas sobre mi pasado. Volveré a Denver, a la calle en la que sucedió todo, para ver si recupero la memoria.


—Podría funcionar —se mostró de acuerdo Ana, aunque la preocupación no había desaparecido de su rostro—. ¿Pero cómo piensas ir hasta allí? No puedes conducir y yo no puedo llevarte. Teo insiste en que nos vayamos mañana de camping. Ha estado planeando este viaje durante todo el año y no consigo quitárselo de la cabeza.


—Pues ve y procura disfrutar, por el amor de Dios. Necesitas un descanso tanto como él. Y, por favor, no te preocupes por mí. Cuando esté lista para volver al escenario del accidente, ya encontraré la forma de ir hasta allí. Es posible que los recuerdos fluyan entonces por sí solos —sonrió, decidida a mostrarse optimista—. Es posible incluso que alguien haya puesto carteles sobre mi desaparición.


Ana asintió y sonrió, pero Paula veía la duda en sus ojos. Y un intenso dolor la golpeó al pensar que aquella amiga a la que prácticamente no conocía podía ser la única persona del mundo a la que le importara.


—No quiero que te preocupes por mí, Ana.


—Entonces vuelve a ver al doctor Alfonso y cuéntale lo de la amnesia. No quiero que te ocurra nada mientras estoy fuera. Te diste un golpe muy serio en la cabeza. Debería haber algún médico pendiente de ti.


—Lo siento, pero no puedo —cada vez que pensaba en confiarle a alguien, a quien fuera, su secreto, una terrible sensación de pavor la detenía. Una historia como aquélla podía acabar en los periódicos, incluso en la televisión. Y después de una aparición así, cualquiera podría presentarse en la puerta de su casa con intención de llevársela. Un sudor frío cubría las palmas de sus manos cuando pensaba en ello.


Haciendo un gran esfuerzo, apartó el miedo hasta el último rincón de su mente. No podía permitir que el terror la dominara.


Pero había otras razones más prácticas por las que prefería mantener en secreto lo de la amnesia. En primer lugar, no era un trastorno que mucha gente comprendiera. El marido de Ana, la única persona que además de ella estaba al corriente de su enfermedad, todavía no confiaba en ella. Paula le había oído decirle a Ana que toda la historia de la amnesia era un simple montaje y que, aunque estaba dispuesto a mantener la boca cerrada, iba a estar atento a cada uno de sus movimientos.


Paula se imaginaba perfectamente lo que ocurriría si el secreto de su amnesia se extendía. Todo el mundo comenzaría a sospechar posibles motivos, a cada cual más terrible, por los que había decidido quedarse en aquel lugar. Perdería su trabajo. Entonces tendría que marcharse de allí y comenzar de nuevo en cualquier otra parte, sin conocer a nadie.


Ni siquiera a sí misma.


—Por lo menos prométeme —le suplicó Ana—, que si vuelves a tener un mareo irás a ver al doctor Alfonso, incluso en el caso de que no quieras mencionarle lo de la amnesia. Lo conozco desde que era un crío. Le enseñé Matemáticas. Y, francamente, no puedo recordar un estudiante más capaz y más digno de confianza —Ana sacudió la cabeza—. Ese chico estaba decidido a conseguir una beca e hizo todo lo que estuvo en su mano para que así fuera. Consiguió una beca en Harvard. Siempre lo he admirado por ello, especialmente considerando la familia de la que procede.


—¿De qué familia procede?


Ana se sonrojó ligeramente y vaciló, como si se arrepintiera de haber sacado a colación aquel tema.


—Oh, sus padres siempre fueron un poco... diferentes, eso es todo. No quiero decir que fueran malos. Simplemente, su modo de vida le hizo las cosas un tanto difíciles a Pedro —al cabo de algunos segundos de reflexión, sacudió la mano, como si quisiera olvidarse de aquello—. El caso es que, por encima de todos los obstáculos, Pedro consiguió una beca para estudiar en Harvard. Y estoy convencida de que es un magnífico médico.


—No lo dudo —musitó Paula, distraída por la imágenes que Ana acababa de despertar en su mente. Casi tuvo que morderse la lengua para no seguir haciendo preguntas sobre él. ¿Pero por qué quería más información sobre él? Por bueno que fuera, lo único cierto era que representaba un serio peligro para ella.


—Por favor, Paula —insistió Ana—. Prométeme que si necesitas ayuda cuando yo esté fuera, volverás a verlo.


Paula miró a su amiga, aquel ángel que la miraba con expresión suplicante.


Lo que tenía que hacer, se dijo, era asegurarse de que no iba a necesitar ayuda de ningún tipo mientras Ana estuviera fuera. Y, en segundo lugar, dejar de pensar de una vez por todas en el doctor Pedro Alfonso.