martes, 15 de septiembre de 2020

EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 9

 


Las preguntas e inseguridades sobre su pasado la mantenían despierta durante la mayor parte de la noche, y cuando el sueño llegaba terminaban despertándola las pesadillas.


—Estás muy estresada, y la culpa es mía.


—No empieces otra vez.


—Pero es que es verdad —en el delgado rostro de Ana volvieron a reflejarse la culpa y la preocupación. Por muchas veces que Paula le asegurara que no tenía sentido que se culpara por el accidente, Ana seguía atormentándose a sí misma con sentimientos de culpabilidad—. Lo siento tanto, Paula. Si no hubiera sido por mí, no te encontrarías ahora en esta difícil situación. Debería haber prestado más atención, quizá así hubiera evitado atropellarte.


—El accidente fue culpa mía, no tuya. Si no hubiera sido tu coche, habría terminado atropellándome otro —Paula tomó la mano de su amiga—. Tú has sido mi ángel de la guarda, Ana. Me llevaste al hospital y te quedaste conmigo durante tres días, pagaste las cuentas, me has traído a tu casa y me has ayudado a encontrar trabajo.


—Sí, un trabajo que te está dejando completamente exhausta —sacudió la cabeza con tristeza—. Tú no eres mujer para trabajar limpiando casas, y trabajar con Laura no creo que sea nada fácil. Es una esnob y sus hijos son muy revoltosos. Sé que espera que te ocupes de ellos, aunque teóricamente eso no forma parte de tu trabajo.


—El trabajo está bien. Y no sabes cuánto te agradezco que me ayudaras a encontrarlo.


Pero Ana no estaba dispuesta a dejar que acallaran su conciencia. Surcaban su frente pequeñas arrugas de inquietud.


—Sé que no te gusta hablar de esto, Paula, pero han pasado ya seis semanas y todavía no has recordado quién eres, ni dónde vivías. He estado revisando por Internet los informes sobre personas desaparecidas, he ido a casi todas las comisarías de Denver, he visto docenas de fotos y todavía no tengo una sola pista —se interrumpió un instante. Paula se estremeció al imaginarse lo que le iba a decir a continuación—. Creo que ya es hora de que informes a las autoridades o te decidas a utilizar los medios de comunicación.


—No —un escalofrío de terror recorrió la espalda de Paula. No era capaz de soportar la idea de proclamar su debilidad al mundo y tener que esperar a que algún desconocido llegara a reclamarla—. Todavía no estoy preparada para decírselo a nadie.


—Sigues teniendo miedo, ¿verdad?


Paula vaciló, deseando poder eludir la pregunta.


—Estoy convencida de que alguien me perseguía cuando me puse a cruzar corriendo esa carretera. No recuerdo quién ni por qué, pero recuerdo perfectamente la sensación de pánico y la certeza de que tenía que alejarme de allí. Tú misma dijiste que parecía estar huyendo de algo.


—Eso es cierto —Ana la miró un tanto desconcertada—. Pero también es posible que estuvieras intentando parar a un taxi. Tu miedo podría ser un síntoma del accidente. Al fin y al cabo, te diste un golpe terrible.


—Estoy segura de que alguien me seguía. Alguien que estaba enfadado, una persona violenta y cruel —se estremeció ante aquella sombra de recuerdo que continuaba amenazando su sueño—. Hasta que no recuerde algo más sobre mi situación, no quiero informar a las autoridades. Pero tengo un plan para comenzar a buscar pistas sobre mi pasado. Volveré a Denver, a la calle en la que sucedió todo, para ver si recupero la memoria.


—Podría funcionar —se mostró de acuerdo Ana, aunque la preocupación no había desaparecido de su rostro—. ¿Pero cómo piensas ir hasta allí? No puedes conducir y yo no puedo llevarte. Teo insiste en que nos vayamos mañana de camping. Ha estado planeando este viaje durante todo el año y no consigo quitárselo de la cabeza.


—Pues ve y procura disfrutar, por el amor de Dios. Necesitas un descanso tanto como él. Y, por favor, no te preocupes por mí. Cuando esté lista para volver al escenario del accidente, ya encontraré la forma de ir hasta allí. Es posible que los recuerdos fluyan entonces por sí solos —sonrió, decidida a mostrarse optimista—. Es posible incluso que alguien haya puesto carteles sobre mi desaparición.


Ana asintió y sonrió, pero Paula veía la duda en sus ojos. Y un intenso dolor la golpeó al pensar que aquella amiga a la que prácticamente no conocía podía ser la única persona del mundo a la que le importara.


—No quiero que te preocupes por mí, Ana.


—Entonces vuelve a ver al doctor Alfonso y cuéntale lo de la amnesia. No quiero que te ocurra nada mientras estoy fuera. Te diste un golpe muy serio en la cabeza. Debería haber algún médico pendiente de ti.


—Lo siento, pero no puedo —cada vez que pensaba en confiarle a alguien, a quien fuera, su secreto, una terrible sensación de pavor la detenía. Una historia como aquélla podía acabar en los periódicos, incluso en la televisión. Y después de una aparición así, cualquiera podría presentarse en la puerta de su casa con intención de llevársela. Un sudor frío cubría las palmas de sus manos cuando pensaba en ello.


Haciendo un gran esfuerzo, apartó el miedo hasta el último rincón de su mente. No podía permitir que el terror la dominara.


Pero había otras razones más prácticas por las que prefería mantener en secreto lo de la amnesia. En primer lugar, no era un trastorno que mucha gente comprendiera. El marido de Ana, la única persona que además de ella estaba al corriente de su enfermedad, todavía no confiaba en ella. Paula le había oído decirle a Ana que toda la historia de la amnesia era un simple montaje y que, aunque estaba dispuesto a mantener la boca cerrada, iba a estar atento a cada uno de sus movimientos.


Paula se imaginaba perfectamente lo que ocurriría si el secreto de su amnesia se extendía. Todo el mundo comenzaría a sospechar posibles motivos, a cada cual más terrible, por los que había decidido quedarse en aquel lugar. Perdería su trabajo. Entonces tendría que marcharse de allí y comenzar de nuevo en cualquier otra parte, sin conocer a nadie.


Ni siquiera a sí misma.


—Por lo menos prométeme —le suplicó Ana—, que si vuelves a tener un mareo irás a ver al doctor Alfonso, incluso en el caso de que no quieras mencionarle lo de la amnesia. Lo conozco desde que era un crío. Le enseñé Matemáticas. Y, francamente, no puedo recordar un estudiante más capaz y más digno de confianza —Ana sacudió la cabeza—. Ese chico estaba decidido a conseguir una beca e hizo todo lo que estuvo en su mano para que así fuera. Consiguió una beca en Harvard. Siempre lo he admirado por ello, especialmente considerando la familia de la que procede.


—¿De qué familia procede?


Ana se sonrojó ligeramente y vaciló, como si se arrepintiera de haber sacado a colación aquel tema.


—Oh, sus padres siempre fueron un poco... diferentes, eso es todo. No quiero decir que fueran malos. Simplemente, su modo de vida le hizo las cosas un tanto difíciles a Pedro —al cabo de algunos segundos de reflexión, sacudió la mano, como si quisiera olvidarse de aquello—. El caso es que, por encima de todos los obstáculos, Pedro consiguió una beca para estudiar en Harvard. Y estoy convencida de que es un magnífico médico.


—No lo dudo —musitó Paula, distraída por la imágenes que Ana acababa de despertar en su mente. Casi tuvo que morderse la lengua para no seguir haciendo preguntas sobre él. ¿Pero por qué quería más información sobre él? Por bueno que fuera, lo único cierto era que representaba un serio peligro para ella.


—Por favor, Paula —insistió Ana—. Prométeme que si necesitas ayuda cuando yo esté fuera, volverás a verlo.


Paula miró a su amiga, aquel ángel que la miraba con expresión suplicante.


Lo que tenía que hacer, se dijo, era asegurarse de que no iba a necesitar ayuda de ningún tipo mientras Ana estuviera fuera. Y, en segundo lugar, dejar de pensar de una vez por todas en el doctor Pedro Alfonso.



EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 8

 

—Me dijiste que era un hombre mayor, Ana, un hombre mayor, dulce y sabio. No un joven sexy y atractivo.


Ana Tompkins se encogió de hombros.


—Pensé que te atendería el doctor Brenkowski. Me había olvidado de que Pedro Alfonso compartía ahora la consulta con él. ¿Pero qué más te da que el doctor fuera joven y sexy? Esa no es razón para renunciar a la revisión médica que necesitas.


—No he renunciado a ella, sólo la he pospuesto hasta que Brenkowski regrese a la ciudad.


—Te has acobardado —antes de que Paula pudiera decir nada, Ana alzó la mano y entrecerró ligeramente los ojos, para protegerse del sol que entraba a raudales por la ventana de su cocina—. No quiero excusas. Lo que tienes que hacer es ir a hora mismo a la consulta de ese médico y pedirle que te examine las heridas —y con voz burlona añadió—: Y no me obligues a forzarte.


Paula se inclinó contra el respaldo de la silla, relajándose por primera vez desde que había salido de la consulta del doctor Alfonso aquella mañana. No se imaginaba a aquella pequeña profesora jubilada utilizando otra fuerza que la de la persuasión. Sin embargo, la fuerza de la persuasión de Ana Tompkins era digna de ser tenida en cuenta. De hecho, si no hubiera sido por ella, Paula no habría terminado allí tras salir del hospital de Denver.


Respirando el perfume de los manzanos silvestres y los ciruelos que arrastraba la brisa, Paula pensó en cuánto se alegraba de haberse ido con Ana. Porque aunque todavía no se había permitido establecer relación con la gente de Sugar Falls, el lugar en sí mismo la ayudaba a tranquilizarse. Se sentía relativamente a salvo en aquella comunidad escondida entre las Rocosas de Colorado.


Robando algunos minutos, antes de regresar al trabajo, se había acercado a casa de Ana, donde estaba disfrutando de un delicioso té. La fabulosa mansión en la que trabajaba, por lujosa que fuera, no le parecía en absoluto tan confortable.


—Estoy estupendamente, Ana, de verdad.


—¡Estupendamente! —el sol formaba un halo sobre los rojizos rizos de Ana, haciéndole parecer un ángel—. Ayer mismo sufriste uno de tus mareos y, por lo que me ha dicho Laura Hampton, estuviste a punto de desmayarte encima del cesto de la ropa sucia.


Paula frunció el ceño. Su patrona no tenía ningún derecho a hablarle a nadie de sus mareos.


—La enfermera me ha hecho unos análisis y me ha dado vitaminas. El médico cree que los mareos se deben al cambio de altitud, y también quizá al agotamiento. Tengo que beber más agua, descansar un par de días y me pondré bien.


—¿Agotamiento? El trabajo en casa de Laura te está resultando demasiado duro, ¿verdad?


—Por supuesto que no. Me gusta trabajar. Prefiero mantenerme ocupada. El único problema es que no estoy durmiendo bien, eso es todo —lo cual era completamente cierto.




EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 7

 


Pedro cerró la puerta de su despacho, se dejó caer en la silla que había detrás de su escritorio y dejó escapar un pesado suspiro. Se sentía como si acabara de correr una maratón.


¿Qué demonios le había sucedido?


Fuera lo que fuera, era la primera vez que le ocurría. Había tratado a miles de mujeres a lo largo de su carrera y nunca había sentido por ninguna de ellas algo más que un interés puramente médico. En aquella ocasión, sin embargo, en cuanto había visto a Paula Flowers todo parecía haberse trastocado.


Lo había sabido en cuanto la había mirado a los ojos. Aquella mujer tenía algo que le afectaba de forma muy personal. Quería tocarla. Y en cuanto había posado la mano en su rostro, había deseado continuar acariciándola.


Cerró los ojos, apoyó la frente en sus manos y se maldijo a sí mismo. ¿Habría advertido ella su interés? ¿Sería esa la razón por la que había decidido posponer el chequeo hasta que regresara el doctor Brenkowski? Fuera cual fuera la razón, se alegraba de que lo hubiera hecho. En caso contrario, probablemente habría tenido que interrumpir el mismo la consulta. Porque había llegado a temer la posibilidad de perder el control.


¿Por qué le afectaría aquella mujer de forma tan intensa?


Oh, era muy hermosa, sí, con aquel precioso pelo, que parecía una nube de seda oscura sobre sus hombros. Y su cutis parecía estar pidiendo a gritos ser acariciado... por no hablar de los enormes ojos grises con los que Paula parecía ser capaz de desnudarle el alma. Pero la belleza física nunca había sido suficiente para sacar de él algo más que un breve reconocimiento, sobre todo cuando estaba trabajando.


Algo había ido mal. Drásticamente mal.


Al sentir su rostro entre sus manos, su cuerpo había respondido de una forma muy poco profesional.


Y le bastaba recordar cómo había señalado su paciente la curva de su cadera, descendiendo después hasta su muslo, para que un deseo absurdamente intenso volviera a apoderarse de él.


Ella no había pretendido parecer provocativa, de eso había podido darse cuenta. Tenía experiencia más que suficiente, sobre todo desde que había regresado a Sugar Falls, para saber cuándo una mujer estaba intentando seducirlo. En un par de ocasiones, al entrar en su consulta, había encontrado a alguna de sus pacientes adoptando la más lujuriosa de las posturas sobre la camilla.


Afortunadamente, Gladys siempre había sido muy útil para templar aquellas situaciones. Y en ninguna de ellas Pedro había llegado a excitarse, ni siquiera mínimamente.


Hasta aquel día. Hasta que había mirado a Paula Flowers a los ojos y había deseado acariciarla, más que cualquier cosa en el mundo.


No, no podía continuar examinándola. Pero Paula necesitaba atención médica. Parecía estar sufriendo un intenso agotamiento. Además, había tenido la sensación de que estaba particularmente estresada, y se preguntaba por qué.


Tampoco entendía la extraña pregunta que le había hecho a Gladys. Quería saber si un médico podía determinar si había tenido un hijo. Paula se había justificado diciendo que era una pregunta general. ¿Pero entonces por qué le había dicho a Gladys que quería saber todo lo que el médico pudiera decirle sobre sí misma?


Cuando le había preguntado que si alguna vez había dado a luz, no le había contestado. ¿Sería posible que no lo supiera? Si así era, eso indicaba que había sufrido una importante pérdida de memoria. Pero ella había negado que hubiera padecido amnesia tras el accidente.


Definitivamente, Paula Flowers representaba un misterio.


Le había pedido que dejara un número de teléfono y le había dicho que quería verla al cabo de una semana, para seguir al corriente de sus mareos.


Pero el número de teléfono que Paula le había dejado era falso, y no habían llegado a concertar una próxima cita. Tampoco había dejado dirección alguna, aunque sí un apartado de correos. Era un apartado de correos local, lo que quería decir que vivía en la ciudad y podría volver a verla otra vez.


Pedro sacudió la cabeza perplejo por la ansiedad que le producía la posibilidad de volver a verla. Al parecer, llevaba demasiado tiempo sin estar con una mujer. No había vuelto a tener una cita desde que había regresado a Sugar Falls y ya habían pasado tres meses.


¿Y por qué? Uno de los motivos por los que había regresado a Sugar Falls era que quería encontrar una mujer honesta y sencilla. Sencilla sobre todo. Las complicadas relaciones que había encontrado en Boston le habían enseñado muchas cosas, pero le habían dejado con una sensación de vacío y soledad que no conseguía sacudirse de encima.


Había pensado que regresar a casa podría ayudar, pero de momento no había sido así.


En realidad, sólo podía culparse a sí mismo de la falta de compañía femenina. Había recibido muchas invitaciones y algunas de mujeres a cuyas familias conocía desde hacía años, mujeres capaces de comprender el tipo de vida que deseaba para sí y que sabían disfrutar de la sencillez de vida de Sugar Falls.


Lo último que necesitaba era una aventura con una desconocida de ojos grises cargada de secretos.


Pero aquellos secretos lo intrigaban. Paula lo intrigaba. Y la idea de tener una aventura con ella lo excitaba de forma inexplicable.




lunes, 14 de septiembre de 2020

EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 6

 



La enfermera de pelo gris irrumpió en aquel momento en la habitación, disculpándose por haber llegado tan tarde. El doctor no le hizo prácticamente caso, toda su atención estaba centrada en Paula, de la que esperaba una respuesta.


—He cambiado de opinión sobre el examen médico —dijo Paula, consciente del sonrojo de su rostro y la inseguridad de su voz—. Prefiero esperar hasta que vuelva el doctor Brenkowski.


El doctor Alfonso se quedó mirándola absolutamente sorprendido.


La enfermera parecía mucho más asombrada incluso.


—Puedo asegurarle, señorita Flowers, que el doctor Alfonso es uno de los mejores médicos con los que he trabajado —proclamó—. Fue el primero de su promoción en Harvard y estuvo trabajando en un hospital de Boston antes de...


—Gladys, ya esta bien —su mirada continuaba siendo exclusivamente para Paula—. Tienes perfecto derecho a ser atendida por el médico que desees, y el doctor Brenkowski es excelente. Pero tengo que advertirte que no regresará hasta dentro de un mes.


¡Un mes! ¿Cómo iba esperar durante tanto tiempo para conocer la respuesta a algo tan importante? Por otra parte, no podía permitir que aquel médico tan atractivo la examinara más íntimamente. Ni que adivinara lo poco que sabía sobre sí misma.


—Un mes, estupendo —le aseguró.


La enfermera parecía dispuesta a salir nuevamente en defensa de su adorado doctor Alfonso. Él, sin embargo, se mostraba inexplicablemente aliviado. ¡Aliviado! ¿Había esperado quizá que fuera a causarle algún problema?


—Aunque por lo menos, deberías dejarme echar un vistazo a tus lesiones —le ofreció—, para que nos aseguremos de que no está habiendo ningún obstáculo en el proceso de recuperación. También me gustaría hacerte análisis, quizá podamos averiguara qué se deben esos mareos.


—La verdad es que las heridas no me molestan mucho —replicó— Y en cuanto a los mareos...


—Puede llegar a ser peligroso. Es sobre todo en eso donde tengo que insistir. Aunque el doctor Brenkowski sea tu médico, ahora estoy yo en su lugar, y tengo la obligación de decirte que tienes que hacerte esas pruebas. Es posible que los mareos se deban a la altitud, pero quiero estar seguro. Además, necesitas descansar... pasa un par de días en cama. Tienes síntomas de estar físicamente agotada.


—¡Agotada! —no se lo esperaba, a pesar de que últimamente no dormía bien y su trabajo era verdaderamente agotador.


—Estás dispuesta a colaborar, ¿verdad?


Parecía tan decidido a salirse con la suya que Paula no pudo menos que sonreír.


—Sí, por supuesto, doctor Alfonso. Y le aseguro que en ningún momento he pretendido poner en duda su experiencia médica.


Aunque no de forma inmediata, la expresión de Alfonso por fin se dulcificó. Bajó la mirada hacia la boca de Paula, hacia su sonrisa, y sin ofrecerle otra a cambio, susurró de forma casi inaudible.


—En ningún momento he pensado que lo estuvieras haciendo.




EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 5

 


Paula advirtió que el médico había dejado de hablar y se estaba limitando a observarla. Y, para su más absoluta sorpresa, se oyó decir.


—Sus manos... son callosas. No me lo esperaba de un médico.


Pedro miró las palmas de sus manos, como si hasta ese momento no lo hubiera advertido.


—Debe de ser por la escalada. O por la pesca. O por los caballos —se encogió de hombros—. El trabajo en el campo —una ligera sonrisa apareció en la comisura de sus labios, inclinó la cabeza y la contempló con mucha atención—. ¿Te molesta... que sean callosas?


—Ah... no —contestó en un tono casi soñador y deseó abofetearse por ello. No debería reparar en cosas como la dureza o la suavidad de las manos de aquel médico.


Pedro Alfonso permaneció en silencio, y ella lo imitó. Volvieron a mirarse con aquella desconcertante tensión que crecía por momentos.


—Acerca de la revisión médica —dijo Pedro por fin, con voz grave y baja—. ¿A qué te referías cuando le has dicho a Gladys que querías saber todo lo que yo pudiera averiguar?


Paula tragó saliva. Para entonces, había olvidado prácticamente la pregunta que le había hecho a la enfermera. No se le ocurría ninguna explicación coherente.


—Tengo entendido que le has preguntado si podría averiguar si habías tenido hijos o no. ¿Te importaría explicarme por qué lo has preguntado?


Presa del pánico, Paula se echó el pelo hacia atrás y fijó la mirada en la pared.


—Era una pregunta sin importancia, tenía curiosidad por saber si era científicamente posible para un médico decirle a una mujer si había dado alguna vez a luz. No me refería exactamente a mí.


—Ah, ya entiendo —tras una pausa, durante la que pareció reflexionar sobre la respuesta, continuó—. Entonces, para que el chequeo sea lo más correcto posible, quizá deberías rellenar esas casillas que has dejado en blanco. ¿Tienes algún hijo?


Paula volvió a clavar en él la mirada, mientras se daba cuenta de su error. No podía contestarle porque él no tardaría en averiguar si le estaba mintiendo o no. Mediante un examen médico, iba a saber sobre ella mucho más que ella misma.




EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 4

 


El médico le sostuvo la mirada durante unos instantes que para Paula fueron de aturdimiento. La diversión había desaparecido de su rostro y la miraba con una extraña intensidad mientras bajaba los ojos hacia su boca.


El corazón de Paula latía violentamente.


El médico le alzó la barbilla con el pulgar y susurró:—Di «aaahh».


Paula apenas lo miraba. La sensualidad que corría por su cuerpo la había dejado sin voz y sentía que un intenso rubor cubría su rostro.


—Es más fácil examinarte la garganta con la boca abierta —le explicó el médico con ligera brusquedad.


Paula desvió la mirada, mientras intentaba recuperar la compostura. ¿Qué diablos le pasaba? El médico estaba comportándose exactamente tal como debía, pero cada uno de sus movimientos despertaba en ella una respuesta íntimamente sensual. Y lo peor de todo era que no conseguía olvidarse de que estaba prácticamente desnuda y de que el examen médico pronto llegaría a zonas más íntimas.


—Quizá debería revisarte las lesiones —Paula asintió y entonces él le preguntó—: ¿Qué tipo de molestias te están causando?


Paula tuvo que hacer un serio esfuerzo para poder hablar.


—Las costillas me duelen de vez en cuando y la cadera... —bueno desviando la mirada, apoyó la mano en la curva de su cadera mientras le explicaba vacilante—: En realidad la herida ya no me duele, pero a veces siento el muslo entumecido. Desde aquí... —trazó el camino con la mano—, hasta aquí aproximadamente.


Como el médico no contestaba, Paula lo miró y lo descubrió observándola con extraña intensidad. Sin decirle una sola palabra, se inclinó hacia la pared y pulsó el botón del intercomunicador.


—Gladys, necesito que vengas a la sala B. Ahora —tras unos embarazosos segundos, le dio por fin una explicación—. Es un procedimiento de rutina. Gladys me suele ayudar en todas las revisiones.


Paula sospechaba que el hecho de que hubiera reclamado su presencia tenía más que ver con la sexualidad que impregnaba el ambiente y que ella no había sido capaz de ignorar. Pero estaba convencida de que el que hubiera una enfermera entre ellos no iba a servir de nada.


Hasta el médico parecía estar nervioso.


—Háblame de tus mareos —le dijo con voz tranquila.


Paula obedeció. Cuando terminó, el médico le preguntó por su dieta y por la medicación que tomaba.


—Los mareos pueden ser debidos al cambio de altitud —le explicó por fin—. Hace poco tiempo que viniste de Denver, ¿verdad?


Paula asintió, intentando ocultar sus nervios. Había escrito Denver en el formulario porque conocía el nombre de algunas calles de allí.


—Aquí estamos a mucha más altura. La mayor parte de la gente necesita algún tiempo para acostumbrarse. Algunas personas más que otras... —continuó hablándole de la necesidad de consumir más líquidos en aquellas circunstancias.


Mientras el médico hablaba, Paula fijó la mirada en su pelo, aquel pelo oscuro que probablemente tendría un tacto tan suave como el terciopelo. Y, por absurdo que a ella misma le pareciera, tuvo que hacer un enorme esfuerzo para no deslizar la mano por su cabello.


¿Por qué tendría aquel hombre un efecto así en ella? Todo en él parecía atraerla como un imán, desde sus ojos hasta la ruda textura de su piel.




domingo, 13 de septiembre de 2020

EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 3

 


Se trataba de un hombre de cuerpo atlético que todavía no debía haber cumplido ni los treinta. Su piel bronceada contrastaba duramente con su bata blanca. Una hermosa mata de pelo oscuro enmarcaba un rostro de facciones duras. Aquel hombre se movía con una gracia viril que le hacía parecer un vaquero o un pistolero del oeste. Cualquier cosa menos un médico. Para completar el cuadro, bajo la bata llevaba unos vaqueros y unas botas de cuero.


Se detuvo a corta distancia de Paula y le dirigió una amable mirada. No dijo nada y pareció un tanto sorprendido al verla.


¿Por qué se habría sorprendido?, se preguntó Paula. Ella era la única que tenía que estar asombrada. La temperatura de la habitación parecía haber subido algunos grados con su sola presencia... debido quizá a la potente virilidad que aquel hombre irradiaba.


—Soy el doctor Pedro Alfonso —se presentó con una voz profunda y aterciopelada que encontró eco en el mismísimo corazón de Paula. Sin sonreír, se acercó todavía más a ella y le tendió la mano—. Y tú debes de ser Paula.


Paula asintió en silencio y le estrechó la mano. Una mano cálida, callosa e incuestionablemente fuerte. Y aunque no podía recordar a nadie de su pasado, sabía que no había conocido un hombre más atractivo en toda su vida.


Cuando el médico le soltó la mano, Paula fue repentinamente consciente de que estaba sentada en una camilla con solo una fina bata sobre su cuerpo desnudo.


—¿Dónde está el doctor Brenkowski? —consiguió preguntar, cruzándose instintivamente de brazos.


—En Europa. Ahora estoy atendiendo a sus pacientes y a los míos. Pero tú no eras paciente suya, ¿verdad?


—No.


El médico arqueó una ceja con expresión interrogante, pero Paula no le ofreció ninguna explicación. El médico miró entonces su carpeta. La joven comprendió que estaba leyendo su informe con el ceño ligeramente fruncido. Pero cuando alzó la mirada del papel, el ceño había desaparecido para ser sustituido por una profesional sonrisa que consiguió acelerar el pulso de Paula.


La joven sentía la habitación cargada de electricidad.


—Gladys ha escrito que tuviste un accidente. ¿Fue muy grave?


—No demasiado —contestó prudentemente. Esperaba que no se le ocurriera pedir informes a sus médicos anteriores pues había escrito nombres y direcciones falsas en aquella sección del formulario.


El médico se dirigió hacia un pequeño armario y tras tomar algún instrumental médico se acercó de nuevo a ella.


—¿Qué tipo de daños sufriste?


—Costillas rotas, arañazos, una herida en la cadera izquierda y... —balbuceó cuando el médico comenzó a recorrer su cuerpo con la mirada, como si pretendiera adivinar las secuelas que habían dejado aquellas lesiones—... y una ligera conmoción cerebral.


—¿Perdiste la consciencia? —su mirada empezaba a causarle a Paula problemas para respirar.


—Brevemente.


—¿Y tuviste alguna pérdida de memoria?


—No —respondió muy tensa.


El médico la miró un tanto sorprendido.


—¿Ninguna? ¿Recuerdas entonces cómo fue el accidente?


—La mayor parte.


—Bien —encendió una diminuta linterna y le apartó el pelo de la cara para iluminar el interior de su oído—. ¿Sucedió en Sugar Falls?


Al sentir su mano en la oreja, Paula se estremeció débilmente.


—¿Perdón?


—El accidente —se dirigió hacia el otro oído—. ¿Tuvo lugar aquí, en Sugar Falls?


—Oh, no, no.


El médico le examinó el oído derecho y la tomó después por la barbilla para hacerle volver la cabeza de lado a lado.


—Me lo imaginaba. No había oído comentar que hubiera habido ningún accidente por aquí. Mira hacia el frente.


Paula obedeció y el médico le examinó los ojos. Estaba tan cerca de ella que Paula sentía reaccionar su pituitaria al recibir la fresca y boscosa esencia que emanaba de su piel.


Por ridículo que pudiera parecer, aquella proximidad estaba causando estragos en su corazón. El médico apagó la linterna y le tanteó con sus propios dedos los oídos. Aunque sus gestos eran impecablemente profesionales, la reacción de Paula estaba siendo estrictamente personal. Su fragancia, su cercanía, su contacto... todo ello le infundía una dulce sensualidad.


—¿Te están causando problemas?


—¿Quién? —preguntó Sarah, mirándolo aterrada.


—Las heridas —parecía haber enronquecido mientras deslizaba los dedos por su rostro.


—Algunos.


El médico la miró divertido. Un brillo suavizó la dureza de sus ojos castaños.


—¿Siempre eres tan habladora?


—No, nunca.