Se abrazaron, cayeron de rodillas debatiéndose por permanecer los más juntos posible. Pedro le sujetó la cabeza mientras recorría con los labios todos los rasgos de su cara. Después comenzó un beso lento, mordisqueándole el labio inferior, luego pasándole la lengua hasta que ella abrió la boca invitándole a entrar.
Cuando sus lenguas se tocaron, el control que habían mantenido hasta entonces saltó hecho pedazos. Sus besos se volvieron ardientes, violentos. Pedro oyó la voz del sentido común que le conminaba a no apresurarse, pero no podía detenerse. La dulzura de aquella boca le abrumaba, ahogando toda excusa, todo pensamiento.
Aquella era la verdadera razón que le había sacado de un sueño profundo, la razón por la que le hervía la sangre cada vez que pronunciaba su nombre, la razón que le había impulsado a ir a su casa y romper la puerta si hubiera sido preciso.
Sí, quería hablar con ella, pero también quería saborearla, sentirla, olería. Le tomó los senos y los apretó contra su pecho velludo.
—¡Ah, pequeña! Siénteme.
—Te siento —jadeó ella—. También quiero tocarte, Pedro. Quiero…
La cara de Pedro se suavizó al oírla. Su cuerpo se relajó gradualmente.
—¿Qué es lo que quieres? Dímelo.
Paula apartó la mirada de aquellos ojos penetrantes. Se sentía avergonzada, lo que bien pensado era bastante ridículo.
—No sé qué quieres que te diga.
Pedro le puso las manos en las caderas e hizo que se recostara sobre la alfombra.
—Háblame de tus fantasías. Tendrás alguna, supongo.
—Como todo el mundo.
—Pues eso.
Pedro se tumbó de espaldas con las manos en la nuca. El fuego arrancaba reflejos dorados de su cuerpo. Contemplándole, ciertos pensamientos secretos pasaron chispeando por su mente. Paula se sonrojó. Pedro sonrió. Casi podía ver lo que estaba pensando.
—Ánimo, pequeña. Soy todo tuyo.
Los ojos de Paula se oscurecieron aún más. Se inclinó sobre su cuerpo y le acarició con los labios. Él no se movió. Le besó las mejillas, los labios, el hoyuelo de la barbilla y Pedro siguió sin moverse.
—¿Vas a quedarte quieto?
—Si es lo que quieres…
—¿Me lo prometes?
—Tienes mi palabra.
Paula sonrió. Ebria de aquel poder que tenía sobre él, le puso ambas manos en el pecho y lo montó a horcajadas. Pedro sonrió pero no dijo nada. Ella pensó que parecía pasárselo bien. Era justo, porque a ella le ocurría lo mismo.
Con caricias lentas y juguetonas, se rozó ligeramente, sintiendo la textura de su piel bajo el vello dorado. Bajó hacia el vientre. Pedro tensó los músculos del estómago pero se mantuvo fiel a su promesa y no se movió.
Paula se inclinó para besarle, para hacer que sus labios siguieran el camino que habían trazado sus manos, cubriéndole de besos húmedos que bajaban por su cuerpo. Tenía la piel caliente, tensa y suave. Le excitaba acariciarle con las mejillas antes de pasar al punto siguiente.
Detuvo los besos justo al lado de su sexo y fue a apoyar la cabeza sobre su muslo. No le tocó. Se limitó a calentarle con su aliento, observando cómo se excitaba más con cada bocanada cálida. Le complacía sentir cómo se contraían sus músculos intentando controlarse. Continuó su ataque aéreo hasta que Pedro alzó una rodilla.
—Creía que no ibas a moverte —bromeó ella.
—Lo siento —dijo él bajando la pierna.
Paula cedió a la tentación de coger el miembro entre sus dedos. Le acarició por todos lados. Pedro era como terciopelo, su carne dura y ardiente entre sus manos. Paula lo sabía porque podía sentir la tensión de su cuerpo. También ella estaba excitada. El placer que le proporcionaba le era devuelto multiplicado por diez. Las respuestas a sus caricias eran tan evidentes que el pulso se le aceleró mientras su necesidad se convertía en urgencia.
De repente ya no tuvo bastante con tocarle. Los labios reemplazaron a las manos y Paula disfrutó con su capacidad para dejar a un lado las inhibiciones y gozar de él como siempre había soñado.
El cuerpo de Pedro comenzó a temblar. Hacía tiempo que había quitado las manos de la nuca para clavar las uñas en la alfombra en un vano intento de controlarse y no penetrarla a la fuerza. Al principio había parecido una buena idea prometerle que no la iba a tocar, pero se estaba volviendo loco. Y su boca… Se ordenó no pensar en lo que Paula estaba haciendo. Ya lo pensaría al día siguiente. Tenía que pensar en el banco, en su plan…
Lanzó una gruesa maldición. Buscó sus pantalones para sacar un paquete antes de sentar a Paula sobre él. La sujetó por los cabellos y buscó su boca para demostrarle cómo besaba un hombre desesperado. Temblaba de deseo sin poder hacer nada por evitarlo. Tampoco le importaba. Estaba a salvo, estaba con Paula.
La alzó cogiéndola de la cintura y la hizo sentarse directamente encima de él. Con un poderoso empuje de nalgas entró en ella. Paula estaba tan caliente, tan húmeda, tan lista para recibirle que tuvo que cerrar con fuerza los párpados y quedarse inmóvil para recuperar el poco control que le quedaba antes de perderse por completo.
Paula le puso las manos a ambos lados de la cabeza y le miró fijamente a los ojos. Su pelo desordenado era una visión de pura gloria. Se le habían hinchado los labios y la expresión de su rostro era la de una mujer preparada para la pasión.
—Has roto tu promesa —susurró.
—Demándame.
La besó al mismo tiempo que empujaba. Paula gimió su aceptación y se acopló a su ritmo. Él la acarició en todos los lugares al alcance de sus manos. Cuando jugueteó con sus pezones, sus entrañas reaccionaron. Era excesivo. Paula aceleró el ritmo esforzándose por que entrara más en su cuerpo. Estaba cerca, muy cerca…
Pedro llevó su mano entre sus cuerpos y la acarició con la yema del pulgar trazando círculos íntimos. Paula empezó a sacudirse y Pedro sintió que sus espasmos la impulsaban al abismo… Pedro se dejó arrastrar con ella. Aunque intentó resistir hasta el último minuto y prolongar el placer, no pudo. La estrella era Paula, había llevado las riendas desde el principio hasta el final.
Y él había gozado cada segundo de su estrellato.