Pedro estaba enfadado. Se había dejado atrapar en la red que él mismo había urdido. La voz de la razón le gritaba que se pusiera a salvo, que dejara de tocarla, pero sus manos parecían poseer voluntad propia. Fascinado, observó el movimiento de sus propias manos bajo el vestido. Se resistió al impulso de bajárselo para contemplarla. Por el contrario, le acarició los pezones en círculos lentos y ardientes.
Paula dejó escapar un gemido. Él sintió cómo entraba en erección. La besó en el cuello con la boca abierta, los labios húmedos. Paula era suave y delicada, como un helado de vainilla. Necesitaba saborear sus senos incitantes.
En algún lugar profundo de su mente, Paula recordó el motivo que la había llevado hasta allí. Tenía que ver con la ciudad, el banco, la verdad, sin embargo, parecía borroso y distante, carente de importancia. Lo único que le importaba era Pedro. Su boca, sus manos, la manera en que la estaba acariciando. Deseaba estrecharle contra sí, besarlo, llevarle dentro de ella y que se quedara ahí… para siempre.
Aquella palabra la dejó helada. Con Pedro no había nada que significara para siempre. Él notó el cambio en cuanto Paula se quedó rígida.
—¿Qué te pasa?
—Tengo que irme —dijo ella levantándose, apartándose de él.
—Paula…
—No, Pedro. Es la verdad. Se ha hecho muy tarde. Ha sido una cena encantadora, pero tengo que irme.
Con la cabeza gacha para evitar mirarlo, se abotonó el vestido. Cuando alzó la cabeza vio que la miraba con ojos brillantes e intensos. Tenía ambas manos metidas en los bolsillos del pantalón, un truco que no ocultaba nada. Ella se obligó a mirarlo a la cara, sabiendo perfectamente que la suya se había sonrojado.
—No pienso disculparme —dijo él.
—Tampoco te lo he pedido. Ha sido un error de los dos.
—Quizá haya sido algo más. Has venido buscando algo esta noche. Espero que lo hayas encontrado.
Paula recogió el bolso y se dirigió hacia la puerta.
—Lo que buscaba era la verdad, Pedro. La verdad acerca de lo que te propones.
—Ya te lo he dicho, pequeña. El proyecto va muy en serio. Pienso quedarme.
—Ojalá pudiera creerlo.
Antes de que pudiera salir, Pedro le cogió la muñeca y se llevó su mano a los labios. Sin dejar de mirarla a los ojos, le besó la palma con la boca abierta. Un beso largo, caliente, que acabó con un roce de su lengua.
—Créelo.
El sonido que salió de la garganta de Paula fue más de dolor que de placer. Le traspasó el cuerpo hasta clavársele en el corazón, ese corazón que él había creído invencible.
Pedro la vio marcharse y, por un segundo, deseó que él también pudiera creerlo.