jueves, 27 de agosto de 2020

ANGEL O DEMONIO: CAPÍTULO 11

 


Pedro contempló la sala de reuniones del Chaves Central Bank. Estaba solo, sentado a un extremo de una enorme mesa de caoba. El aire acondicionado ronroneaba y el sol entraba filtrado por unas persianas verticales.

Recordó la última vez que había estado en aquella habitación. No le habían invitado a sentarse, y mucho menos en la silla presidencial. No, aquella silla estaba reservada en exclusiva para un hombre, y aquel hombre era el presidente, Claudio Chaves.

Había sido un día helado de febrero, pero mientras Pedro estaba de pie frente a Claudio, el sudor le había corrido a raudales por la espalda. Recordaba el miedo que había sentido al enfrentarse con aquel hombre, el sombrero entre sus manos nerviosas, para pedirle un préstamo y salvar lo que quedaba del negocio de su padre. Y aún más, recordaba la humillación de haber tenido que arrastrarse ante Chaves, algo que su padre jamás habría hecho por muy mal que se hubieran puesto las cosas.

Pero Mauricio Alfonso había muerto en un accidente seis meses antes y Construcciones Alfonso se iba rápidamente a pique. Su madre había intentado mantener la empresa a flote, sin embargo los clientes se habían mostrado recelosos de hacer negocios con ella y con su hijo de diecinueve años. Habían perdido contrato tras contrato, hasta que no pudieron seguir pagando las facturas de los materiales.

El banco que les había concedido los préstamos estaba a punto de ejecutarlos y Pedro había jurado que haría cualquier cosa para evitarlo, aunque eso significara humillarse ante el todopoderoso Claudio Chaves.

Se daba cuenta de que había sido una broma cruel siquiera imaginar en Claudio la generosidad de ayudar a cualquiera en aquella situación, pero sobre todo a él, al hijo de Mauricio Alfonso. Mauricio y Claudio habían roto relaciones hacía tiempo. Mauricio, harto del despotismo de Claudio, había mudado su cuenta y la tramitación de sus negocios a otro banco en una ciudad cercana. Claudio odiaba perder el control de cualquier cosa en Lenape Bay, y el hecho de que Construcciones Alfonso hubiera sido un negocio floreciente durante unos años lo llevaba clavado como una espina en el corazón.

Con todo, Pedro había sido lo bastante valiente como para dirigirse a él en busca de ayuda. Nadie se había sorprendido más que el propio Pedro cuando Claudio aprobó el préstamo utilizando una segunda hipoteca sobre su casa como aval. Incluso le ofreció a su madre trabajó para que cuidara del caserón que se alzaba sobre la bahía. Le había parecido la solución a todos sus problemas.

Pedro frunció el ceño ante su propia candidez. Aquel dinero fue utilizado para pagar los materiales, pero no tardó en descubrir que no podía continuar sin más dinero para pagar a los obreros y nuevos materiales. Claro que Claudio lo había sabido desde el principio y le negó más préstamos aduciendo que su familia carecía de avales. Hubo de venderse todo y la compañía quebró. Cuando todo terminó, se habían quedado sin un céntimo. Pero eso no fue lo peor. Lo peor fue que Claudio no sólo era el jefe de su madre, sino que también tenía su hipoteca. Había conseguido poner a los Alfonso donde los había querido desde el primer momento, en la palma de su mano.

Pedro juró devolverle la jugada por cómo se había aprovechado de ellos y les había manipulado. Sin embargo, a los diecinueve años sus oportunidades de hacer daño a la banca Chaves eran limitadas, por decirlo de una forma suave. No obstante, Pedro encontró una manera de vengarse, aunque fuera a un nivel exclusivamente personal.

Pedro había perseguido metódicamente y sin descanso a la niña de los ojos de Claudio y de toda Lenape Bay. Funcionó hasta que le salió el tiro por la culata.

Pablo entró en la sala de juntas seguido de un grupo de hombres. Conforme los presentaba, saludaban e iban a ocupar su puesto en torno a la mesa. Uno o dos rostros familiares se acercaron a estrecharle la mano e intercambiar saludos, pero, en su mayoría, los hombres de negocios de Lenape Bay no querían mezclarse con él hasta no oír lo que tenía que decirles.

Pedro consultó su reloj. Eran las ocho y cinco de la mañana. Se sentía despejado, alerta, listo para la acción. El grupo ambiguo que se desplegaba ante él parecía todo lo contrario. Por eso había pedido que se celebrara aquella reunión. Hacía mucho tiempo que había aprendido que un madrugador contaba con una notable ventaja. Durante años se había forzado a levantarse al amanecer, nadar antes de ducharse y tomarse una buena dosis de café para calentar motores.

Esperó y observó mientras los termos de café pasaban de mano en mano. De vez en cuando alguien cruzaba la mirada con él, a lo que respondía con una ligera sonrisa. Esperaba las miradas de curiosidad, pero descubrió que disfrutaba con las de nerviosismo. Estaban asustados y eso era bueno. Cuanto más asustados estuvieran, más fácil le resultaría.

Hacía mucho tiempo que no veía al pleno del ayuntamiento en aquella sala. Había un par de caras nuevas, pero, en su mayoría, excepto el gran Claudio Chaves, eran los mismos hombres que habían mandado en Lenape Bay desde que él había nacido.

Le echó un vistazo a Pablo y se dijo que tendría que conformarse con él. Cuando Pedro se había enterado de la muerte de Claudio se había quedado tan inmóvil como si hubiera metido la cabeza en un avispero. Todos sus planes y sus ideas habían nacido para hacerle daño a Claudio y el que el hombre se le hubiera muerto le parecía muy injusto. Le había deprimido tanto que había necesitado bastante tiempo para decidir lo que quería hacer. Sin embargo, por mucho que lo meditase, una cosa seguía siendo cierta: todos los Chaves eran responsables de lo que le había pasado a su familia, y todos lo pagarían.

Pablo le sonrió. Pedro estudió su pelo escaso y su barriga. Había empezado a parecerse al viejo Claudio. Pedro le devolvió la sonrisa.

«Sí, servirá perfectamente».

Ya estaba bien de pensar en el pasado. Volvió a consultar su reloj. Paula se retrasaba. No la había invitado, pero estaba seguro de que se enteraría a tiempo de la reunión. Una lástima, ya era hora de comenzar.

—Caballeros —comenzó—. Estoy seguro de que todos se preguntan por qué he vuelto a Lenape Bay. Bien, estoy aquí porque…

—Dispensen —dijo la secretaria de Pablo, asomando la cabeza por la puerta—. ¿Señor Chaves?

—¿Qué pasa, Bárbara?

—Es la alcaldesa Wallace. Quiere saber si puede entrar. ¿Es correcto?

Pablo miró a Pedro.

—No faltaba más —dijo el último.





ANGEL O DEMONIO: CAPÍTULO 10

 


Paula no se sintió capaz de preguntarle a su padre y su hermano declaró que él no sabía nada. Intentó ponerse en contacto con su madre, pero la señora Alfonso dejó de trabajar para su familia el mismo día en que Pedro se fue de la ciudad. 

Cuando fue a verla, la mujer le dio con la puerta en las narices. En septiembre, no tuvo más remedio que marcharse a la universidad y aprovechar la beca que había ganado. Cuando la madre de Pedro puso su casa en venta y se marchó, pareció un caso cerrado.

Pedro nunca escribió, nunca llamó, y el dolor se clavó hondo en su corazón. Su hermano se burló de ella recordándole que Pedro «había conseguido lo que quería» para después desaparecer en busca de cielos más azules. Llegó a llamarle cobarde, y aunque su corazón no quería creer a su hermano, la realidad era muy difícil de ignorar.

Los rumores siguieron llegando. De vez en cuando, alguien que se tropezaba con Pedro al cabo de los años, pero nada más. Nunca una noticia directa.

Hasta aquel momento.

Paula se preguntó que andaría buscando. ¿Por qué había vuelto? No podía pretender que retomaran sus relaciones, había asesinado cualquier sentimiento que ella hubiera podido albergar por él hacía años. Durante mucho tiempo lo había odiado, ya no. No lo amaba, no lo odiaba, no sabía lo que sentía por él. La única cosa de la que podía estar segura era que no confiaba en Pedro.

Contempló el teléfono que estaba sobre la mesilla de noche. Su primer pensamiento había sido llamar a su hermano, pero si no había vuelto de Boston tendría que dejarle un mensaje a su mujer. Prefería no tratar con Lore a menos que fuera absolutamente necesario. Lorena era todo un modelo de ama de casa, pero demasiado repipi para su gusto. Con los años, ella y Paula habían desarrollado una relación amistosa, pero distante. Podía intentar localizar a su hermano, sin embargo sabía que eso era lo que Pedro esperaba.

Una vez más deseó que su padre estuviera vivo, aunque se preguntó qué habría hecho en aquella situación, los Alfonso le habían dejado perplejo incluso a él. Eran unos rebeldes, y la mentalidad conservadora de un banquero no podía tolerar lo que calificaba como «los de su clase». Mauricio Alfonso le había desafiado al llevar su cuenta bancaria a otro sitio y Claudio nunca se lo había perdonado.

A su muerte, la animosidad de Claudio se centró en su hijo, Pedro. Ningún otro era capaz de despertar su ira como él. Cuando Pedro era joven, Claudio simplemente le desaprobaba, no permitía que sus hijos se mezclaran con el chico. Pero cuando llegaron al instituto, la actitud de Claudio se convirtió en abierta hostilidad. El hecho de que la señora Alfonso les limpiara la casa sólo parecía exacerbar la situación.

Quizá Claudio había presentido el interés de Pedro por su hija antes de que se manifestara, ella no lo sabía. No obstante, su relación de camaradería levantaba ampollas en la casa de los Chaves. Tendría que haberse figurado que estaba destinada a acabar violentamente.

Paula siempre había sido sensible a los agravios que Pedro soportaba de su padre y de todo el pueblo. Nunca tuvo el valor de decírselo, pero sabía que su rebeldía era pura y simple rabia. Nunca supo exactamente qué la había desencadenado, pero las cosas habían ido de mal en peor al poco de que su padre resultara muerto en un accidente de coche y todo su negocio de construcción se perdiera.

Pedro se había puesto imposible, rompiendo todas las normas y convirtiéndose, con su moto, en una fuente de irritación para toda la ciudad. No hacía falta ser un genio para saber que su padre, él y ella se hallaban en un curso de colisión, sólo era una cuestión de tiempo.

Paula cerró los párpados con fuerza y suspiró. Sus emociones estaban sobrecargadas y necesitaba levantarse temprano para hablar con su hermano antes de que se fuera al banco.

Comprobó el despertador y se tapó con el edredón, haciéndose un ovillo. Justo antes de dormirse, tomó nota mental de que debía vestirse con cuidado para el día siguiente. Prometía ser una jornada interesante.


miércoles, 26 de agosto de 2020

ANGEL O DEMONIO: CAPÍTULO 9

 


Paula se despertó en aquel momento como si algún mecanismo de defensa se hubiera puesto en marcha, evitando que reviviera el resto. Con el corazón alterado, se puso una bata y salió al porche. Era muy tarde. La luna estaba muy alta en el cielo y no se veían trazas del amanecer. Se recostó sobre los cojines de su mesedora de junco con una pierna bajo el cuerpo. Se dejó mecer al compás de un ritmo interior mientras miraba a través de las celosías de las ventanas.

Soplaba una brisa ligera que contenía toda la dulzura del aire del mar. Todo estaba en un silencio tranquilo y perezoso. Su mente se movía a una velocidad vertiginosa entre las imágenes calidoscópicas del pasado.

Hacía muchos años que no había tenido aquel sueño. Durante la universidad, había sido frecuente, casi hasta el punto en que lo había podido prever, particularmente después de haber salido con alguien nuevo. Había sido como si Pedro se mantuviera cerca de ella, dispuesto a reclamarla, como si su espíritu acechara en las sombras, posesivo, celoso, vigilante para que nadie llegara a convertirse en algo especial para ella. Como si, a pesar de no quererla, deseara asegurarse de que no sería de nadie más.

Todo habían sido imaginaciones suyas, por supuesto. No había vuelto a saber de él hasta aquella noche. Pero los porqués y las consecuencias de una experiencia que sólo podía describirse como una espléndida pesadilla la habían perseguido durante mucho tiempo.

Durante demasiados años se había interrogado a sí misma acerca del motivo de que le hubiera acompañado después de que destrozara la entrada del banco de su padre. Como una loca enamorada, le había seguido hasta la ruinosa cabaña donde había desafiado las estrictas órdenes de Claudio. Había sido la primera y única vez de toda su vida en la que había desobedecido abiertamente a su padre, pero había sido un comportamiento irracional porque, en ese momento, estaba desesperada e irrevocablemente enamorada.

Paula se levantó y entró en la sala de estar. Se sirvió una copa de Chardonnay y saboreó el líquido frío y afrutado contemplando la bahía. Hasta aquella noche no había vuelto a ver a Pedro. No tenía que haber sido así. Iban a pasar la vida juntos. Sacudió la cabeza para evitar que el nudo de su garganta se convirtiera en algo más grande. Ya había llorado un mar de lágrimas amargas por él y se había jurado hacía mucho tiempo que no derramaría una sola más.

Dejó la copa en la cocina y volvió al dormitorio. Más que nada, deseaba caer en un sueño profundo, en el olvido, pero su mente se negaba a descansar. Paula sabía que tendría que revivirlo hasta el fin si quería volver a pegar un ojo aquella noche.

Se pasó una mano por los cabellos sentada en el borde de la cama, permitiendo que sus pensamientos retrocedieran en el tiempo. Mucho antes de que hicieran el amor, Pedro la había estrechado entre sus brazos. Se habían susurrado palabras tiernas y habían intercambiado promesas que jamás cumplirían. Él había tenido que irse de la ciudad y ella había estado de acuerdo. No había modo de que su padre no le denunciara después de lo que le había hecho al banco. Le dijo que la amaba, le pidió que se casara con él. Con la cabeza llena de pájaros ella había respondido que sí e hicieron planes para encontrarse en la cabaña a la mañana siguiente.

La llevó en coche hasta dejarla en el camino que conducía a su casa. El amanecer empezaba a clarear el horizonte y ella se dio cuenta de que tendría problemas si llegaba a cruzarse con su hermano o con su padre. Planeaba entrar a hurtadillas en la casa, recoger sus cosas y escapar antes de que la vieran.

Paula sonrió ante su ingenuidad. Descubrir a los diecisiete que no era rival para Claudio Chaves había sido una gran desilusión, pero de verdad había pensado en escapar sin que nadie lo advirtiera. No pudo, por supuesto. Claudio la estaba esperando lívido. Fue la primera vez en que tuvo auténtico miedo de su padre.

El jefe de policía local la interrogó hasta bien entrada la mañana, pero ella no dijo una palabra de los planes de Pedro. Cuando acabaron con ella, corrió escaleras arriba e hizo su equipaje. Desafortunadamente, su padre y su hermano se habían ido llevándose los dos coches. Se negó a darse por vencida y anduvo unos cuantos kilómetros por un camino que atajaba entre las dunas. Sin embargo, cuando llegó a la cabaña, Pedro había desaparecido. Lo esperó sin poder creer que se había marchado sin ella. Al atardecer emprendió el camino de vuelta a su casa arrastrando la maleta. Tenía que haber pasado algo, estaba segura de que él volvería, de que le mandaría un mensaje, pero no lo hizo.

Ni entonces ni nunca.




ANGEL O DEMONIO: CAPÍTULO 8



Los sueños de Paula aquella noche fueron de todo menos dulces. La luz siniestra de los faros alumbraba unas figuras oscuras, visibles pero no claras, y, sin embargo, instintivamente sabía quiénes eran.

Pablo y Pedro. Era media noche, Main Street. El banco de su padre. Sonaban gritos. Era su propia voz la que gritaba. El sonido enfermizo de unos puños golpeando la carne. Pedro girando, Pablo volando por el aire…

El rostro herido de su hermano apoyado en su regazo, el blanco nieve de su vestido del baile de graduación manchado de sangre, sucio y roto. El sonido de un coche poniéndose en marcha… Pedro al volante de viejo Cadillac de su padre, el motor acelerando, escupiendo gases, las ruedas lanzando grava suelta.

Los ojos de Pedro brillaron en la oscuridad como joyas iriscentes. Intentó correr hacia él para detenerle, para que no hiciera lo que se proponía, pero algo la retuvo. Pablo se aferraba con los dos brazos a su cintura. Desesperada, se debatió para liberarse, sus ojos se encontraron con los de Pedro a pocos metros y, no obstante, a una distancia insalvable. Ella le gritaba, lloraba, le suplicaba, rabiaba, todo en vano. Pedro levantó el pie del freno y el coche se lanzó hacia delante a una velocidad aterradora, los neumáticos traseros protestaron cuando se estampó contra la puerta de cristales del banco.

El impacto la lanzó contra el duro asfalto mientras una lluvia de cristales caía sobre ellos. En el segundo que transcurrió antes de que sonara la alarma, Paula se preguntó si Pedro no se habría matado. Su cuerpo estaba derrumbado sobre el volante. Luego, se desató el infierno y el chillido de la alarma se elevó quebrando la noche.

Paula se tapó los oídos. Pedro se bajó del coche, su frac estaba cubierto de trozos de vidrio. Tenía el rostro ensangrentado pero triunfante, sus ojos brillaban como dos llamas azules.

Se acercó hasta ella y le tendió la mano.

—Ven conmigo, Paula.

Ella le tomó la mano…

La llevó a su cabaña, su escondite especial en la playa. Llevaba años abandonada y se caía a pedazos, pero Pedro la había descubierto y la había convertido en el secreto perfecto, lejos de miradas indiscretas y de las órdenes de papá.

Pedro estaba fuera de sí y ella se contagió de su estado. La pelea con Pablo le había excitado. Sus ojos azules la dejaron paralizada mientras le acariciaba el brazo desnudo. Ella le tendió las manos y él no perdió tiempo en estrecharla entre sus brazos, besándola tan profundamente que tuvo la sensación de que alcanzaba su alma. El tacto de su piel, el sabor de su boca, los potentes latidos de su corazón despertaron un deseo que llevaba mucho tiempo reprimido. No hizo falta más para encender toda la fuerza y la pasión de su amor juvenil.

Pedro la desvistió lentamente, con tanta ternura que la dureza de la violencia reciente se evaporó en el aire de la noche. Le acarició el pelo, la cara, los pechos, el vientre, allí donde sólo él la había tocado. Paula se hizo mujer aquella noche… su mujer… mientras, sobre el suelo de la cabaña, hacían el amor por primera vez. Cada caricia, cada sensación se multiplicó por diez cuando entró en ella. Había sido todo lo que ella siempre había soñado y su corazón se había llenado hasta estallar de amor por él.




ANGEL O DEMONIO: CAPÍTULO 7

 

Paula se había levantado para dejar la lata en el fregadero, se volvió a mirarlo. Desde que tenía memoria, Pedro la había dejado sin aliento. El cabello rubio, los ojos azul claro, los rasgos esculpidos a cincel. Perfecto. Demasiado perfecto, si no fuera por un pequeño bulto en el puente de la nariz. Se negó a recordar cómo había conseguido aquella pequeña imperfección.

—¿Cuánto tiempo, Pedro?

—No creo que te importe.

—Yo diría que sí.

—¿Desde cuándo?

—Desde que soy la alcaldesa electa.

—¿La alcaldesa? ¡Vaya! —exclamó él y silbó—. La hija del banquero se lo monta bien, ¿eh? Papaíto debió de sentirse feliz como una almeja.

La pulla la hirió. Él sabía, quizá mejor que nadie, lo mucho que se había esforzado por complacer a su padre. Años antes se le habrían saltado las lágrimas ante su mordacidad, pero esos días habían pasado para siempre. Podía ignorar sin dificultad los dolores pequeños. El haber lidiado con los grandes la había endurecido.

—¿Por cuánto tiempo? —insistió.

—No lo sé. Depende.

—¿De qué?

—De lo mucho que Lenape Bay quiera que me quede.

Paula lo miró. Sabía que él quería que le preguntara por qué. Era imposible que ignorara que no había un alma viviente en aquella ciudad que le diera la bienvenida con los brazos abiertos incluso después de tanto tiempo.

—En ese caso, será un viaje breve.

—Puede que sí y puede que no —dijo él sonriendo—. Los tiempos cambian y la gente también. Nunca se sabe.

Pedro acabó la cerveza, aplastó la lata con una mano y la tiró al cubo de la basura como si jugara al baloncesto. Paula se acercó, la recogió y la sostuvo ante él entre dos dedos.

—Señor Alfonso, en Lenape Bay reciclamos.

Pedro cogió la lata.

—Lo recordaré, alcaldesa Chaves.

—Wallace. Alcaldesa Wallace.

—¿Te has casado, Paula?

—Estoy divorciada.

Pedro la tomó de la mano y le besó el dorso.

—¡Vaya! Tampoco me olvidaré de eso.

Paula retiró la mano rápidamente y se limpió el sitio donde la había besado.

—Es mejor no despertar algunos recuerdos.

—Estoy de acuerdo. No me interesa lo que fue, sólo lo que es.

Paula echó a andar hacia la puerta, Pedro le abrió la mosquitera. Fuera había caído una noche oscura, suavizada por el tenue resplandor de la luna. Aunque necesitaba alejarse para poner en orden sus sentimientos, se volvió a mirarlo por última vez.

—¿Cuándo vas a decirme lo que te propones?

Una sonrisa devastadora, como las de los anuncios de dentífricos, iluminó su rostro.

—Antes de lo que imaginas. Dulces sueños, alcaldesa Wallace.

Pedro cerró la puerta y la dejó sola con unos recuerdos y una luz de luna imposibles de ignorar.




martes, 25 de agosto de 2020

ANGEL O DEMONIO: CAPÍTULO 6

 


Pedro reapareció en la cocina llevando un chándal blanco y negro. Era de firma, Paula sabía por los años que había pasado en Boston que debía haber costado una pequeña fortuna. Pero claro, él se lo podía permitir. Hacía años que había oído que se había hecho rico con el mercado inmobiliario de los ochenta. Todo el mundo en Lenape Bay se había sorprendido. Siempre habían dado por supuesto que la única ropa de diseño a la que Pedro podía aspirar era el traje de presidiario.

Lo observó mientras él abría el frigorífico para buscar una cerveza. Llevaba el espeso pelo rubio cortado a la moda, de punta, dejando la frente despejada. Paula notó por primera vez que tenía barba de más de un día. Se quedó mirando las subidas y bajadas de la nuez mientras bebía.

—¡Ah! Así está mejor.

Paula dio otro sorbo, necesitaba averiguar el motivo de su regreso, qué estaba haciendo en su casa. Y tenía que hacerlo sin provocarle. Le recordaba lo bastante bien como para saber que no diría otra cosa que lo que le interesara. Había demasiados temas pendientes entre ellos, demasiadas preguntas sin respuesta, preguntas que era mejor no hacer. Paula creía que su vida era buena ahora, completa y feliz. Ni quería ni necesitaba que Pedro la perturbara y sabía de sobra que era perfectamente capaz.

—¿Qué tal te ha ido, Pedro?

Él se sentó en un poyo de fórmica arruinado y la estudió un momento, como si tratara de decidir si su pregunta era sincera.

—Bien, me ha ido bien.

—Hace años nos enteramos de que vivías en California, ¿sigues allí?

—Tengo una casa. Allí es donde está mi negocio.

—Inmobiliarias, ¿no?

—Estás muy bien informada —dijo él, sonriendo.

Paula apartó la mirada. Recordaba aquellos ojos inquietantes y helados, y lo hondo que podían penetrar.

—Ya conoces las ciudades pequeñas. Nos chifla el chismorreo.

—Sobre todo si el tema soy yo.

—Siempre has conseguido animar la vida del pueblo.

—Eso no es cierto.

—¿A qué has venido, Pedro? ¿Por qué estás en esta casa, mi casa?

Pedro se secó los labios con el dorso de la mano y se recostó contra el poyo en una postura relajada.

—Ya no es tu casa. Paula —dijo haciendo una pausa para observar el efecto de sus palabras—. La he comprado.

El corazón naufragó en el pecho de Paula. Sintió un vacío en el estómago al ver confirmadas sus sospechas.

—¿Tú? —preguntó tragando saliva—. ¿Cuándo?

—Esta misma mañana cerré el trato. El corredor ya ha firmado los documentos.

—No tenía ni idea. Pablo no me comentó que hubiera alguien interesado.

—Pablo tampoco lo sabe. El corredor me ha dicho que hoy estaba fuera en Boston. Sin embargo, me dijo que ella estaba autorizada a efectuar la transacción. ¿Es verdad?

—Sí, pero… ¿No le has echado un vistazo a la casa?

—Lo hice cuando tenía siete años. Desde la carretera, nunca me invitaron a entrar.

Pedro

—Esta mañana le eché otro vistazo y la compré. Conocía la casa. Conocía a los propietarios. No puede decirse que fuera una decisión precipitada, ¿no? He pagado en efectivo. Ya me conoces, pequeña.

Sí, lo conocía. Impulsivo, arrogante, conflictivo.

—De modo que no has cambiado, ¿no es cierto, Pedro?

Él entornó los párpados antes que sus labios esbozaran una sonrisa.

—Pues sí. He cambiado. No puedes hacerte una idea de cuánto.

—¿A qué has venido?

—No hay nada como ir directo al grano —dijo él riendo y apartándose del poyo.

—Ya me conoces, Pedro —dijo ella en el mismo tono que él había empleado.

—Sí. Bueno, digamos que sentía nostalgia. Quería volver a mis raíces y todo eso.

—No te creo.

Pedro alzó las cejas y se llevó una mano al corazón, una expresión burlona de horror apareció en su cara.

—Me destrozas, mujer. Puede que quiera volver a ver el sitio donde nací. ¿Qué tiene de raro?

—Nada. Pero podías haberte alojado en un hotel del pueblo y no comprar la casa de mi familia, si lo que querías era saciar tu nostalgia. ¿Cuánto planeas prolongar esta visita?

—¿Quién ha dicho que esté de visita?





ANGEL O DEMONIO: CAPÍTULO 5

 


Pedro subió los escalones de dos en dos, sus pensamientos girando a toda velocidad. Ni siquiera quería especular sobre lo que significaba tener a Paula Chaves sentada en su cocina. Ella, y todo lo que representaba, conjuraban unas visiones que debían seguir enterradas si quería conseguir lo que se había propuesto, la razón que le había hecho volver.

Al principio no la había reconocido. 

Llevaba el pelo más corto, más oscuro, su cuerpo se había desarrollado, era más… mujer. Le era difícil pensar en Paula como mujer. La última vez que la había visto, bueno era mejor no pensar en aquella noche, pero ella era como una gacela, más ángulos que curvas.

Ya no.

Cuando llegó al dormitorio principal estaba medio desnudo. Tiró el traje en la bañera y se frotó vigorosamente con una toalla. Necesitaba un poco de tiempo para dominar su reacción ante ella. Le enfurecía haber reaccionado si quiera. Sabía que iba a tener que verla, claro, lo había planeado hasta el último detalle, pero no había contado con que se presentara allí. Al menos no hasta que estuviera preparado para verla.

Parte de su plan consistía en controlar sus sentimientos hacia los habitantes de Lenape Bay, los Chaves en especial. Se puso un chándal y con la toalla al cuello comenzó a peinarse. Le dijo a su imagen en el espejo que debía tranquilizarse. Después de todo, no podía permitirse el lujo de desviarse del asunto principal antes de poner manos a la obra, ¿o no?

«¿Qué demonios estaba haciendo Paula allí?»

No podía saber que él había vuelto, nadie lo sabía. El corredor le había asegurado que Paula y Pablo estaban fuera de la ciudad. Había escogido a propósito el final de temporada, cuando la playa estaba desierta y el tráfico por la carretera de las dunas se reducía al mínimo. Necesitaba un par de días para repasarlo todo, para volver a acostumbrarse al entorno antes de mostrarle a las fuerzas vivas de la ciudad quién era él.

Tiró la toalla sobre la cama, disgustado. Todo eso tendría que cambiar ahora. Lo que tenía que hacer era ponerse en contacto con Pablo aquella misma noche, sin importar lo tarde que fuera, para concertar una reunión a primera hora del día siguiente. Si había algo que recordaba de Lenape Bay era la eficacia del chismorreo. Antes de que el asiento hubiera tenido tiempo de enfriarse, Paula se abalanzaría sobre los teléfonos. Por la mañana, todo el mundo que fuera alguien sabría que Pedro Alfonso había vuelto.

Sonrió. La excitación le corría por las venas como una droga potente. Había pasado mucho tiempo preparando su vuelta, quería saborear cada momento único por entero. Si encontrarse con Paula antes de lo previsto alteraba sus planes, así tendría que ser. Él era flexible. Demonios, más que flexible, estaba preparado para cualquier cosa. Se dio un último vistazo en el espejo.

«Para cualquier cosa, para casi todo.»