Paula se había levantado para dejar la lata en el fregadero, se volvió a mirarlo. Desde que tenía memoria, Pedro la había dejado sin aliento. El cabello rubio, los ojos azul claro, los rasgos esculpidos a cincel. Perfecto. Demasiado perfecto, si no fuera por un pequeño bulto en el puente de la nariz. Se negó a recordar cómo había conseguido aquella pequeña imperfección.
—¿Cuánto tiempo, Pedro?
—No creo que te importe.
—Yo diría que sí.
—¿Desde cuándo?
—Desde que soy la alcaldesa electa.
—¿La alcaldesa? ¡Vaya! —exclamó él y silbó—. La hija del banquero se lo monta bien, ¿eh? Papaíto debió de sentirse feliz como una almeja.
La pulla la hirió. Él sabía, quizá mejor que nadie, lo mucho que se había esforzado por complacer a su padre. Años antes se le habrían saltado las lágrimas ante su mordacidad, pero esos días habían pasado para siempre. Podía ignorar sin dificultad los dolores pequeños. El haber lidiado con los grandes la había endurecido.
—¿Por cuánto tiempo? —insistió.
—No lo sé. Depende.
—¿De qué?
—De lo mucho que Lenape Bay quiera que me quede.
Paula lo miró. Sabía que él quería que le preguntara por qué. Era imposible que ignorara que no había un alma viviente en aquella ciudad que le diera la bienvenida con los brazos abiertos incluso después de tanto tiempo.
—En ese caso, será un viaje breve.
—Puede que sí y puede que no —dijo él sonriendo—. Los tiempos cambian y la gente también. Nunca se sabe.
Pedro acabó la cerveza, aplastó la lata con una mano y la tiró al cubo de la basura como si jugara al baloncesto. Paula se acercó, la recogió y la sostuvo ante él entre dos dedos.
—Señor Alfonso, en Lenape Bay reciclamos.
Pedro cogió la lata.
—Lo recordaré, alcaldesa Chaves.
—Wallace. Alcaldesa Wallace.
—¿Te has casado, Paula?
—Estoy divorciada.
Pedro la tomó de la mano y le besó el dorso.
—¡Vaya! Tampoco me olvidaré de eso.
Paula retiró la mano rápidamente y se limpió el sitio donde la había besado.
—Es mejor no despertar algunos recuerdos.
—Estoy de acuerdo. No me interesa lo que fue, sólo lo que es.
Paula echó a andar hacia la puerta, Pedro le abrió la mosquitera. Fuera había caído una noche oscura, suavizada por el tenue resplandor de la luna. Aunque necesitaba alejarse para poner en orden sus sentimientos, se volvió a mirarlo por última vez.
—¿Cuándo vas a decirme lo que te propones?
Una sonrisa devastadora, como las de los anuncios de dentífricos, iluminó su rostro.
—Antes de lo que imaginas. Dulces sueños, alcaldesa Wallace.
Pedro cerró la puerta y la dejó sola con unos recuerdos y una luz de luna imposibles de ignorar.
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