jueves, 27 de agosto de 2020

ANGEL O DEMONIO: CAPÍTULO 11

 


Pedro contempló la sala de reuniones del Chaves Central Bank. Estaba solo, sentado a un extremo de una enorme mesa de caoba. El aire acondicionado ronroneaba y el sol entraba filtrado por unas persianas verticales.

Recordó la última vez que había estado en aquella habitación. No le habían invitado a sentarse, y mucho menos en la silla presidencial. No, aquella silla estaba reservada en exclusiva para un hombre, y aquel hombre era el presidente, Claudio Chaves.

Había sido un día helado de febrero, pero mientras Pedro estaba de pie frente a Claudio, el sudor le había corrido a raudales por la espalda. Recordaba el miedo que había sentido al enfrentarse con aquel hombre, el sombrero entre sus manos nerviosas, para pedirle un préstamo y salvar lo que quedaba del negocio de su padre. Y aún más, recordaba la humillación de haber tenido que arrastrarse ante Chaves, algo que su padre jamás habría hecho por muy mal que se hubieran puesto las cosas.

Pero Mauricio Alfonso había muerto en un accidente seis meses antes y Construcciones Alfonso se iba rápidamente a pique. Su madre había intentado mantener la empresa a flote, sin embargo los clientes se habían mostrado recelosos de hacer negocios con ella y con su hijo de diecinueve años. Habían perdido contrato tras contrato, hasta que no pudieron seguir pagando las facturas de los materiales.

El banco que les había concedido los préstamos estaba a punto de ejecutarlos y Pedro había jurado que haría cualquier cosa para evitarlo, aunque eso significara humillarse ante el todopoderoso Claudio Chaves.

Se daba cuenta de que había sido una broma cruel siquiera imaginar en Claudio la generosidad de ayudar a cualquiera en aquella situación, pero sobre todo a él, al hijo de Mauricio Alfonso. Mauricio y Claudio habían roto relaciones hacía tiempo. Mauricio, harto del despotismo de Claudio, había mudado su cuenta y la tramitación de sus negocios a otro banco en una ciudad cercana. Claudio odiaba perder el control de cualquier cosa en Lenape Bay, y el hecho de que Construcciones Alfonso hubiera sido un negocio floreciente durante unos años lo llevaba clavado como una espina en el corazón.

Con todo, Pedro había sido lo bastante valiente como para dirigirse a él en busca de ayuda. Nadie se había sorprendido más que el propio Pedro cuando Claudio aprobó el préstamo utilizando una segunda hipoteca sobre su casa como aval. Incluso le ofreció a su madre trabajó para que cuidara del caserón que se alzaba sobre la bahía. Le había parecido la solución a todos sus problemas.

Pedro frunció el ceño ante su propia candidez. Aquel dinero fue utilizado para pagar los materiales, pero no tardó en descubrir que no podía continuar sin más dinero para pagar a los obreros y nuevos materiales. Claro que Claudio lo había sabido desde el principio y le negó más préstamos aduciendo que su familia carecía de avales. Hubo de venderse todo y la compañía quebró. Cuando todo terminó, se habían quedado sin un céntimo. Pero eso no fue lo peor. Lo peor fue que Claudio no sólo era el jefe de su madre, sino que también tenía su hipoteca. Había conseguido poner a los Alfonso donde los había querido desde el primer momento, en la palma de su mano.

Pedro juró devolverle la jugada por cómo se había aprovechado de ellos y les había manipulado. Sin embargo, a los diecinueve años sus oportunidades de hacer daño a la banca Chaves eran limitadas, por decirlo de una forma suave. No obstante, Pedro encontró una manera de vengarse, aunque fuera a un nivel exclusivamente personal.

Pedro había perseguido metódicamente y sin descanso a la niña de los ojos de Claudio y de toda Lenape Bay. Funcionó hasta que le salió el tiro por la culata.

Pablo entró en la sala de juntas seguido de un grupo de hombres. Conforme los presentaba, saludaban e iban a ocupar su puesto en torno a la mesa. Uno o dos rostros familiares se acercaron a estrecharle la mano e intercambiar saludos, pero, en su mayoría, los hombres de negocios de Lenape Bay no querían mezclarse con él hasta no oír lo que tenía que decirles.

Pedro consultó su reloj. Eran las ocho y cinco de la mañana. Se sentía despejado, alerta, listo para la acción. El grupo ambiguo que se desplegaba ante él parecía todo lo contrario. Por eso había pedido que se celebrara aquella reunión. Hacía mucho tiempo que había aprendido que un madrugador contaba con una notable ventaja. Durante años se había forzado a levantarse al amanecer, nadar antes de ducharse y tomarse una buena dosis de café para calentar motores.

Esperó y observó mientras los termos de café pasaban de mano en mano. De vez en cuando alguien cruzaba la mirada con él, a lo que respondía con una ligera sonrisa. Esperaba las miradas de curiosidad, pero descubrió que disfrutaba con las de nerviosismo. Estaban asustados y eso era bueno. Cuanto más asustados estuvieran, más fácil le resultaría.

Hacía mucho tiempo que no veía al pleno del ayuntamiento en aquella sala. Había un par de caras nuevas, pero, en su mayoría, excepto el gran Claudio Chaves, eran los mismos hombres que habían mandado en Lenape Bay desde que él había nacido.

Le echó un vistazo a Pablo y se dijo que tendría que conformarse con él. Cuando Pedro se había enterado de la muerte de Claudio se había quedado tan inmóvil como si hubiera metido la cabeza en un avispero. Todos sus planes y sus ideas habían nacido para hacerle daño a Claudio y el que el hombre se le hubiera muerto le parecía muy injusto. Le había deprimido tanto que había necesitado bastante tiempo para decidir lo que quería hacer. Sin embargo, por mucho que lo meditase, una cosa seguía siendo cierta: todos los Chaves eran responsables de lo que le había pasado a su familia, y todos lo pagarían.

Pablo le sonrió. Pedro estudió su pelo escaso y su barriga. Había empezado a parecerse al viejo Claudio. Pedro le devolvió la sonrisa.

«Sí, servirá perfectamente».

Ya estaba bien de pensar en el pasado. Volvió a consultar su reloj. Paula se retrasaba. No la había invitado, pero estaba seguro de que se enteraría a tiempo de la reunión. Una lástima, ya era hora de comenzar.

—Caballeros —comenzó—. Estoy seguro de que todos se preguntan por qué he vuelto a Lenape Bay. Bien, estoy aquí porque…

—Dispensen —dijo la secretaria de Pablo, asomando la cabeza por la puerta—. ¿Señor Chaves?

—¿Qué pasa, Bárbara?

—Es la alcaldesa Wallace. Quiere saber si puede entrar. ¿Es correcto?

Pablo miró a Pedro.

—No faltaba más —dijo el último.





No hay comentarios.:

Publicar un comentario