viernes, 7 de agosto de 2020

EL HÉROE REGRESA : CAPÍTULO 6




Una mano tocó el brazo de Pedro y éste se dio cuenta de que Paula lo miraba con preocupación.


—Lo siento mucho por el profesor Alfonso, de verdad —susurró ella.


—Estas cosas pasan —respondió con falsa indiferencia y encogiéndose de hombros—. No puedes dejar que te afecte.


Paula, en lugar de conmocionada, parecía más triste que antes.


—No tienes que fingir —dijo mientras dejaba caer su mano.


—¿Quién dice que estoy fingiendo?


—Yo. Incluso un idiota podría ver lo mucho que te preocupas por el profesor Alfonso, y yo no soy idiota.


Pedro cerró la boca. Paula estaba lejos de ser una idiota, pero como era más fácil pensar en cualquier cosa que no fuera su abuelo, entrecerró los ojos e intentó decidir si con los años le había crecido el pecho. Llevaba puestos unos pantalones anchos y una camiseta que le estaba grande y que no se ceñía a la cintura, por lo que uno tenía que imaginar su figura. Aquello era muy típico de Paula.


Pedro recordó el día en que había entrado en su habitación del hospital, con un montón de libros contra el pecho y vistiendo una ropa tan amplia que casi se le caía. Había mantenido su mirada en el suelo y había dicho que la enviaban para ayudarlo con los estudios el tiempo que no pudiera ir a clase. 


¿Ayudarlo con los estudios?


Ya de malhumor porque ni su novia ni las demás animadoras se habían molestado en visitarlo, se puso furioso. 


El día que necesitara ayuda con sus estudios de una niña fibrosa y plana sería el día que se helaran los infiernos. 


Había utilizado el lenguaje de los vestuarios masculinos para hacerla salir corriendo, pero en lugar de asustarse, Paula se había sentado en una silla y se había puesto a leer en voz alta.


Al rato, Pedro se había quedado sin decir palabra y había comenzado a escuchar. El aburrimiento era un enemigo duro y ya había tenido suficiente y, además, resultó que Paula no era tan plana como él había pensado.


—¿Quieres que empiece por algo en especial? —preguntó Paula al ver que no decía nada sobre su abuelo. Todavía quedaba compasión en su mirada, mientras que él tenía un extraño deseo de contarle sus penas.


Los recuerdos de Pedro se desvanecieron al oír su voz. Paula no se parecía en nada a la niña que había sido, excepto por su ropa y por su orgullo. Podía haber confiado en ella en el pasado, pero en aquellos momentos, las únicas mujeres en las que Pedro confiaba eran su madre y su hermana.


—No. Comienza por donde quieras.


—Gracias. Estoy segura de que tienes cosas que hacer y yo no necesito compañía. Me desconcentra, así que te llamaré si te necesito.


Lo despidió de una forma tan fría que hizo que Pedro pensara que había imaginado la compasión que había visto en su rostro. Por supuesto que pensó que Paula lamentaría el haber bajado la guardia… al igual que él lo había hecho. 


El hecho de estar a la defensiva era, probablemente, la única cosa que habían tenido en común.




EL HÉROE REGRESA : CAPÍTULO 5





—Caramba —murmuró Paula mientras llamaba al timbre de los Alfonso. Le había dicho a Pedro que estaría allí a las nueve de la mañana y llegaba con casi un cuarto de hora de retraso. Ella nunca llegaba tarde, era una de sus normas, pero su vecino estaba enfermo y necesitaba que alguien le hiciera la compra, por lo que se había pasado antes por la tienda.


—Llegas tarde —gruñó Pedro cuando abrió la puerta.


Normalmente, Paula se hubiera disculpado, pero era Pedro y no era una buena idea que se llevara lo mejor de ella.


—Entonces tendrás que descontármelo de mi paga.


Él pareció incómodo al recordar que Paula estaba donando su tiempo por el respeto y el aprecio que sentía por su abuelo.


—¿Puedo pasar? —preguntó Paula— ¿O debería usar la puerta de atrás del servicio?


—No seas ridícula —respondió Pedro.


Sonrió mientras entraba, esta vez mejor capacitada para apreciar lo que la rodeaba. Una amplia y bonita escalera descendía desde el segundo piso hasta un suelo de madera que contrastaba con las alfombras orientales que había esparcidas. Las puertas y los arcos eran de caoba mientras que las paredes blancas hacían la estancia más luminosa.


Otra vez, a través de un arco, Paula vio al profesor Alfonso sentado al fondo del salón. En aquel momento estaba despierto, aunque parecía ensimismado. 


De forma instintiva, Paula dio un paso hacia él, pero se detuvo y suspiró. 


Nunca había visto a nadie tan triste. 


¿Cómo sería amar tanto a alguien que cuando lo perdieras tu vida entera se tornara gris y vacía? Daba miedo, pero, al mismo tiempo, era el tipo de amor que ella quería, la clase de amor incondicional de la que siempre había oído hablar, pero que nunca había encontrado, ni siquiera su padre se lo había dado.


—Supongo que quieres empezar por el desván. Hay muchas cosas allí.


—Creo que primero echaré un vistazo —murmuró Paula, distraída con la mirada del anciano.


¿Estaría recordando los días felices en los que su mujer traería flores a casa y él se daría prisa por llegar para estar con ella? Paula nunca había hablado de temas personales con Joaquin Alfonso, pero como autor de varios libros, había escrito sobre su mujer y la pasión que sentía por la jardinería.


—Pasa entonces —Pedro procedió a pasearla por la enorme casa señalando varios lugares donde una vez hubo cuadros colgados—, pensamos que todo está en el desván —explicó.


—¿Como el cuadro de tu bisabuela?


Pedro le lanzó una mirada furiosa. La tarde anterior había investigado en Internet sobre Arthur Metlock y la información que había encontrado lo había impresionado. Si el cuadro que Paula había devuelto era original, valdría un montón de dinero.


Pedro no sabía nada sobre arte, a pesar de que su abuelo había querido que se interesara en la materia y, desde luego, nunca había pensado que ninguna obra de la colección valía más que unos pocos dólares. Joaquin Alfonso siempre había hablado de sus obras de arte en términos de belleza y no de su valor económico. Si hubiera introducido cifras, sus lecciones habrían interesado más.


—Estoy seguro de que ha sido un accidente. Mi madre habló de deshacerse de algunas cosas de la casa que la familia no tendría interés en conservar, probablemente comenzó a reunir objetos y metió entre ellos el cuadro, pensando que no tenía ningún valor.


—Tus padres se mudaron a Florida cuando se jubilaron, ¿verdad?


Pedro hizo una mueca, en el pueblo todo el mundo sabía de la vida de los demás. La intimidad no era algo que se pudiera conseguir en Divine y él prefería el anonimato de la vida urbana.


—Sí, pero han estado viniendo cada dos meses para ayudar al abuelo ¿Necesitas algo para empezar con el inventario?


Paula no respondió de inmediato, sino que observó el salón, donde Pedro había concluido la visita. Tenía una expresión pensativa, como si estuviera ordenando ideas más que curioseando.


Paula siempre había sido una extraña mezcla de energía nerviosa e inteligencia. Era fácil olvidarse de que un formidable cerebro se escondía tras su costumbre de hablar demasiado, pero incluso cuando era un niño, Pedro sabía que Paula Chaves era lista. ¿Por qué no se había ido a vivir fuera de Divine? Después de cómo se había portado la gente del pueblo cuando él había tenido el accidente, Pedro no había perdido tiempo para marcharse.


—Me fui un tiempo, pero luego regresé —dijo sin mirarlo.


Pedro puso cara de susto al darse cuenta de que había formulado la pregunta en voz alta.


—Yo… estaba pensando si no te habrías vuelto loca aquí. Divine no es la capital intelectual del Estado.


—La universidad es excelente a nivel académico y viajo a menudo por mi trabajo. El año pasado, un museo de Nueva York me mandó a Londres en un equipo para autentificar un Rembrandt recién adquirido.


—Pero tú vives aquí. La universidad está más cerca de Divine, pero incluso los alumnos viven en Beardington. Este pueblo se está muriendo y todo el mundo lo sabe. Apuesto a que no se ha abierto ningún negocio aquí en los últimos veinticinco años.


—Claro que vivo aquí, es mi hogar.


Hogar. Pedro sacudió la cabeza. Para él no tenía ningún sentido, pero no era asunto suyo si quería enterrarse en un pueblo atrasado. Gracias a Dios que Divine sólo estaba a dos horas de coche de Chicago porque si no, habría tenido problemas para organizar sus frecuentes viajes al Illinois rural.


Pedro se arrepintió de pensar lo que estaba pensando y miró a su abuelo, despreocupado y sentado frente a la fría chimenea. Joaquin Alfonso hacía pocas cosas a lo largo del día a excepción de dormir o girar su silla periódicamente como si huyera de un recuerdo doloroso; senilidad acelerada por la pena.


Pedro suspiró.


Habían esperado que la medicina funcionase, pero no había sido así. Y si el abuelo no podía valerse por sí mismo, no podía quedarse solo. La abuela hubiera odiado verlo así. Ella había sido tan vitalista, cuidando de su jardín y su familia con el mismo entusiasmo que placer.



EL HÉROE REGRESA : CAPÍTULO 4




El mundo de Pedro no admitía personas tan idealistas como Paula y nunca podría regresar a Divine para vivir tal y como ella había hecho. Después de graduarse, lo único que había querido era demostrarle al pueblo que no era un perdedor… que no era como los chicos que eran importantes en el instituto y que luego ejercían de matones en el cuerpo de policía local tratando de emular «los viejos tiempos».


Se sentía un matón incluso en aquel momento, burlándose de Paula sobre el pasado. Era un infierno volver a casa, especialmente con viejos sentimientos merodeando como minas a punto de explotar. Pensabas que eras un adulto responsable y, de repente, ¡boom! Te encuentras actuando como si tuvieras dos años.


Obviamente, tener a Paula cerca no era una buena idea. Pedro había intentado manejar sus negocios a distancia mientras cuidaba de su abuelo y no tenía tiempo para distracciones, y mucho menos distracciones como Paula, que además de molesta era guapa, inteligente y sexy.


Pedro frunció el ceño. Aquello era extraño. No podía comprender cómo podía pensar que Paula era sexy cuando llevaba un vestido sin formas y su obstinada nariz levantada. Pero había algo diferente en ella, una frescura innegablemente atractiva, cuando las mujeres de su círculo parecían aburridas constantemente.


—No creo que funcione —comentó él.


—Claro que funcionará —Silvia parecía exasperada—. Si Paula está dispuesta a realizar el trabajo, tendremos a alguien que sabemos que es honesta y competente. El problema es que tendrás que subir al desván porque el abuelo subió muchas cosas allí cuando la abuela murió y no sé cuántas arañas y ratones habrá entre las sombras.


Paula reprimió una sacudida. Los ratones no le molestaban, pero podía imaginar lo que Pedro diría si se enterara de lo mucho que le disgustaba cualquier cosa con más de cuatro patas.


—N… no hay problema.


—No, Silvia —dijo Pedro agitando la cabeza.


—Sí.


Los dos hermanos se miraron desafiantes y Paula sintió envidia. Podían no estar de acuerdo, pero se tenían muchísimo cariño.


—Además, Paula podría hablar sobre arte con el abuelo. Quizá eso lo ayude. Lo hemos intentado todo, ¿por qué no esto?


La incertidumbre se apoderó de la cara de Pedro y era la primera vez que Paula veía al súper seguro Pedro Alfonso parecer inseguro de sí mismo. Su seguridad era una de las cosas más irritantes de él. Incluso postrado en la cama del hospital con una pierna suspendida en el aire se las apañaba para ser gallito. E increíblemente guapo.


Fue Pedro quien hizo que Paula tomara conciencia sobre el sexo opuesto, aunque no había sabido qué hacer. Se había mantenido al margen hasta que conoció a Gustavo «Butch» Saunders en la universidad. Por segunda vez en su vida se había enamorado del hombre equivocado. Aquella vez se había casado con el hombre equivocado, alguien que esperaba que ella mirara hacia otro lado cuando la engañaba. A veces, se preguntaba si Butch había elegido a una mujer no muy guapa porque pensaba que estaría tan agradecida por tener marido que no pondría objeciones a sus infidelidades.


—No queremos obligar a nadie —dijo finalmente Pedro.


Paula entrecerró los ojos. No quería estar con Pedro más tiempo del necesario y una parte de ella esperaba que pudiera disuadir a Silvia, pero a un vecino hay que ayudarlo cuando lo necesita porque es lo correcto.


Alguien como Pedro no lo entendería. 


Siempre quiso hacer las cosas a lo grande. Primero había planeado ser un famoso futbolista, después de su accidente su objetivo había sido ganar un millón de dólares para cuando tuviera treinta años, algo que había conseguido varias veces según el periódico y los chismorreos de Divine.


—No es una obligación, me encantaría ayudar —repitió Paula intentando sonar sincera. Le encantaría ayudar, aunque preferiría hacerlo cuando Pedro estuviera fuera del pueblo—. No me hubiera ofrecido si no estuviera dispuesta a cooperar.


En realidad, por el bien de su abuelo, alguien debería salvar a Pedro de sí mismo. No iba a ser ella, por supuesto, pero cualquier persona.


—Eso es fantástico —dijo Silvia—. Estás contratada.


—Contratada, no. Este verano no tengo clases y tengo mucho tiempo libre, además, es un privilegio hacer algo por el profesor Alfonso. Volveré por la mañana si estáis de acuerdo.


—No —soltó Pedro. Ambas lo miraron—. Empieza mañana, pero te pagaremos.


—No, gracias. Ya he estado en nómina de los Alfonso una vez y no me gustan las condiciones.


Pedro se sonrojó al recordar sus encuentros adolescentes. O quizá era su necio orgullo. Paula no sabía por qué Pedro se lo tomaba tan mal o por qué unas veces se había tomado mal su compañía mientras que otras le había dedicado sonrisas y la había invitado a calentar su cama del hospital. Ella sabía que cada vez que lo había rechazado o que lo había besado y se había echado para atrás otra vez, él se había sentido más ofendido… y su sarcasmo se había agudizado más.


Pero ya no eran adolescentes, y ella no era la misma chica insegura que se había encontrado en una situación que no había sido capaz de manejar. Tenía veintinueve años, había terminado el doctorado con veintiuno, se había casado y divorciado del hombre más mujeriego del mundo y sabía que Pedro podría descolocar su vida sólo si ella lo dejaba.


Y no tenía ninguna intención de dejarle hacer algo así.




jueves, 6 de agosto de 2020

EL HÉROE REGRESA : CAPÍTULO 3




Pedro hizo una mueca al oír el mote del que había fardado. En los viejos tiempos había dado por hecho que era irresistible para las mujeres y que tenía un prometedor futuro como jugador de fútbol americano, hasta que en su último año de instituto, jugar al baloncesto con sus amigos se había convertido en doce semanas de inmovilización. Por aquella época fue cuando había intimado con la Pequeña Señorita 10, ya que a ella la habían contratado para que lo ayudara con sus estudios.


Los recuerdos eran tristes, el héroe futbolístico de Divine se había lesionado cuando el equipo iba a llegar a la final del campeonato estatal por primera vez. Quizá las cosas habrían sido diferentes si se hubiera lesionado durante un partido, pero el pueblo entero lo había odiado por estropearlo todo en el momento menos apropiado. Paula era una excepción, no le gustaba el fútbol y lo odiaba por otras razones… la mayor parte del tiempo.


—Has cambiado —comentó él.


—Tú no.


No sonó como un piropo y Pedro no la podía culpar. No se había portado bien con ella entonces, porque se tomaba mal que una cría tres años más joven que él lo ayudara a estudiar y la atormentaba por ello… cuando no le tomaba el pelo para que lo besara. Ella era mona de alguna manera y él estaba aburrido y muy enfadado con Divine y con el resto del mundo. Tenía una placa en el hombro del tamaño de Canadá.


Porque era más fácil pensar en otra cosa, Pedro miró el cuadro.


—Si es tan valioso como dices deberías recibir una recompensa. Por cierto, ¿cuánto pagaste a mi abuelo por él? Tengo que devolverte tu dinero —se sacó la cartera del bolsillo.


—No hace falta.


—En serio, no puedo aceptar algo a cambio de nada.


—Lo que quieres decir es que no puedes permitir tener una obligación con alguien aquí en Divine, ¿no es así?


—Todavía me analizas, ¿verdad?


—Los deportistas no son difíciles de analizar, sólo tienen una cosa en la cabeza.


—Quizá, pero tú no me lo diste, ¿verdad? porque las chicas buenas no se dan por aludidas —dijo mofándose.


—Sólo me deseabas porque era la única chica que se te acercaba. Si hubiera habido una animadora en la habitación, yo habría sido invisible. Y, además ¿adonde habríamos llegado si tú no te podías mover?


—¡Eh! Intentaba ser creativo.


—Niños, dejad de discutir —dijo una voz divertida y Pedro vio a su hermana plantada en la puerta de la cocina. Había veces que podía imitar a su madre tan bien que resultaba molesto.


—¿Qué quieres, Silvia?


—Acabo de hablar con California. Mi socia en la clínica veterinaria se ha roto una pierna y no hay nadie que pueda sustituirla.


Pedro profirió una maldición y cerró los ojos para no ver la expresión de preocupación de Silvia y las sonrojadas mejillas de Paula. El pasado año, la familia había pasado cada vez más tiempo en Divine intentando ayudar a su abuelo a permanecer en su casa. El había pasado en Divine las últimas tres semanas y Silvia acababa de llegar para relevarlo.


—No te preocupes, encontraré a alguien que se haga cargo de la clínica —dijo Silvia rápidamente.


—No, tú has pasado aquí más tiempo que nadie y no es justo pedirte que hagas más que los demás. Lo arreglaré todo para quedarme más tiempo, tú puedes irte hoy.


La vergüenza hizo que las mejillas de Paula se calentaran mientras miraba fijamente a los dos hermanos. Estaban tratando con un problema serio y ella había dejado que un viejo resentimiento sacara lo mejor de sí misma. Un resentimiento basado en la inseguridad.
Involuntariamente miró hacia abajo. Se había puesto un vestido de algodón suelto, que iba bien con el calor que hacía aquel mes de mayo. No era elegante, pero por lo menos no era peor que la ropa que solía llevar antaño. Quizá tendría que hacer algo con su forma de vestir. 


Tan pronto como lo pensó, se quitó la idea de la cabeza, ya que sentía que estaba intentando llamar la atención de Pedro aunque era probable que no se volvieran a ver más. Además, ella no era el tipo de mujer que gustaba a un hombre como Pedro. A él le iban las mujeres guapas, sofisticadas y sexualmente seguras y ella no era nada de aquello.


—Lo siento, Paula—dijo Silvia—. No debí interrumpir, pero es que era como oíros cuando discutíais en los viejos tiempos.


—No pasa nada —contestó sonriendo. Cuando eran niñas, le encantaba visitar a Silvia, aunque su padre no quería que tuviera amigos porque decía que la distraerían de sus estudios. Pero Silvia había sido simpática cuando su hermano no lo era y solían ir a la cafetería del hospital a hablar—. Siento lo de tu abuelo, lo admiro mucho. ¿Puedo ayudar en algo?


Era un ofrecimiento de corazón, Joaquin Alfonso la había animado a que hiciera una carrera diferente a la que su autoritario padre quería y el profesor nunca había sabido lo que habían significado para una chica solitaria que no se sentía integrada, su calor y su amabilidad.


—Bueno, nosotros…


—No —interrumpió Pedro— no necesitamos ayuda.


Las dos mujeres lo ignoraron.


—Cualquier cosa que puedas hacer nos vendría bien. Está siendo difícil mantener las cosas. ¿Qué te trae por aquí?


—Vine a devolver un cuadro que el profesor Alfonso me vendió en un mercadillo accidentalmente. Enseñó Historia del Arte en la universidad, pero también trabajo como tasadora para algunos museos, así que, cuando descubrí que era una obra tan valiosa, no pude quedármela —miró a Pedro desafiándolo a decir algo sarcástico.


—Ésta es la bisabuela Helena —explicó Silvia examinando la pintura y miró a su hermano con preocupación—. Tendremos que hacer un inventario de lo que hay en casa, no tenemos ni idea del valor de la colección del abuelo y, al menos, deberíamos asegurarla hasta que decidamos qué hacer.


—Me ocuparé de ello —asintió Pedro.


—A lo mejor Paula puede hacernos el inventario de la colección, es perfecta para hacer el trabajo.


—Oh, no, Silvia, no podemos imponérselo.


—Yo me he ofrecido a ayudar —dijo Paula con frialdad.


—¿Por qué? —preguntó Pedro con franqueza—. Tú no nos debes nada.


—Yo no te debo nada a ti —soltó Paula—, pero el profesor Alfonso es diferente. Él… es… Yo me interesé por el arte cuando él venía al instituto a dar alguna conferencia. Al principio me gustaba porque ese tipo de cosas sacaba a mi padre de quicio, él quería que fuera científica o algo impresionante.


Pedro la miró fijamente.


—No quise decir eso —murmuró Paula. Su cerebro había sufrido un cortocircuito. Algo en el oscuro pelo de Pedro, en sus ojos o en su largo y poderoso cuerpo tenía un efecto químico sobre ella. En los días de escuela, solía sentirse insignificante cuando estaba a su lado, como un duendecillo a lunares amarillos mal vestido y con un corte de pelo aún peor.


—¿Qué es lo que quieres decir? —preguntó Pedro impaciente.


—El profesor Alfonso siempre parecía alegre y yo creía que era debido a su pasión por el arte. Por supuesto que ahora sé que era, principalmente, porque amaba a su mujer y porque tenían un magnífico matri…


—Paula. Por favor ve al grano —cruzó los brazos y le dedicó una mirada severa.


—Tu abuelo me inspiró. Le dije a mi padre que estaba asistiendo a una clase de Matemáticas por las tardes en la universidad en un programa para estudiantes avanzados, pero, en realidad, estaba yendo a una de las clases del profesor Alfonso. Sé que no debería haber mentido… —su voz se fue apagando y se sonrojó de nuevo.


Pedro miraba fascinado cómo el color se expandía por las mejillas de Paula. No podía imaginarse a las mujeres que conocía en Chicago avergonzándose por nada, y mucho menos por el recuerdo de una inofensiva mentira que habían dicho en el instituto. Quizá fuera algún truco de la blanca y escandinava piel de Pedro.


—Bueno, en cualquier caso, fue por el profesor Alfonso por lo que me fui de viaje a Europa y vi maravillosas pinturas y arquitectura en Italia y otros lugares. Él probablemente no lo sepa, pero cambió mi vida.


Pedro suspiró entendiendo un poco mejor. 


Alguien como Paula jamás se quedaría con algo valioso que no hubiera pagado en su totalidad. 


No cuando pertenecía a alguien que admiraba tanto.





EL HÉROE REGRESA : CAPITULO 2





Paula se puso rígida cuando Pedro dudó. Respiró hondo para calmarse, ya que tenía el defecto de reaccionar de forma exagerada cuando se sentía insegura. Sus amigos le decían que su orgullo la convertía en una persona de carácter áspero. Era un resquicio de haber sido la niña rara cuando eran pequeños.


—No soy una ladrona ni una estafadora, si es lo que te preocupa —dijo finalmente tratando de parecer razonable.


—No pensaba que lo fueras, es que… —Pedro se encogió de hombros y dio un paso hacia atrás abriendo más la puerta.


Paula no había visto nunca el interior de la casa de los Alfonso y miraba con curiosidad. El vestíbulo era grande y espacioso, diversas habitaciones salían de él y tras el marco de una de esas puertas, Paula vio al viejo profesor dormitando en una silla. Era un hombre adorable que se había dedicado al arte y a la enseñanza, lo contrario que el mayor de sus nietos, quien se había ganado la reputación de un hombre de negocios nada sentimental y únicamente interesado en los márgenes de beneficio. Paula sabía eso porque los periódicos locales publicaban artículos sobre él a menudo y su nombre aparecía también en el diario Chicago que ella leía.


—Por aquí —indicó Pedro encaminándose en dirección contraria.


—¿Cómo está el señor Alfonso? —preguntó mientras se dirigían a la cocina.


—Bien —respondió mirándola con atención— ¿Conoces a mi abuelo?


—Nos conocemos —contestó mientras ponía el paquete encima de la mesa. Era verdad, pero sólo en parte. Ella había sido una tímida alumna que se sentaba al fondo en las clases del profesor Alfonso, intentando pasar desapercibida. Pero las clases que impartía sobre la belleza del arte y del alma humana siempre la acompañarían—. Sí, asistí a todas sus clases en la universidad antes de que se jubilara, además, éste es un pueblo pequeño.


—Sí que lo es —comentó Pedro pausadamente.


Vaya. No quería hacerlo pensar. Si la recordara, se acordaría del mote que le había puesto… la Pequeña Señorita 10. Odiaba ese apodo que tanto le gustaba al señor Capitán Perfecto del equipo de fútbol americano del instituto.


—Bueno, he venido por el cuadro que compré —lo desenvolvió y lo sostuvo para que él lo viera.


—Es bonito, supongo —murmuró sin apenas mirarlo.


Paula puso los ojos en blanco. Luke no sabía de objetos valiosos y, a lo mejor, tenía algo que ver el que se dedicara a la especulación. Sin duda, para alguien que tiraba edificios y en su lugar levantaba centros comerciales, la delicadeza no tenía mucho valor. Por otra parte, podía deberse a que era un ex deportista. Su ex marido también lo había sido y tenía la sensibilidad de una apisonadora, además de otras cualidades indeseables.


—No es por el marco. Bueno, por eso lo compré, pero eso no es… El caso es que cuando examiné la pintura, descubrí que tenía bastante valor. Mira la firma.


Inclinándose hacia delante, Pedro apartó un trozo de papel de la esquina inferior derecha del lienzo.


—A. Metlock. ¿Y qué?


—Que Arthur Metlock fue uno de los mejores impresionistas americanos.


Paula se impacientaba. Su huésped no invitada tenía unos grandes ojos azules en una cara con forma de corazón y un aire despistado que era extrañamente atractivo. Si se hubiera presentado en su oficina de Chicago vendiendo papeletas le habría comprado una docena. Pero en aquel momento se estaba preparando para volver a Chicago y no tenía tiempo para nada más que para la decadente salud de su abuelo, a quien el médico le había diagnosticado demencia senil y le había recetado medicamentos para retardar el proceso, aunque no estaban funcionando.


—Mire, señorita…


—Chaves.


—Señorita Chaves. Así que el cuadro cuesta unos dólares más de los que pagó. No nos importa. Probablemente, el abuelo no se quede en esta casa, lo que significa que nos desharemos de todo antes de venderla.


—No puedo quedarme con esto —dijo realmente conmocionada.


Dios. Pedro había olvidado lo cabezota que la gente de Divine, Illinois, podía ser. Estaba acostumbrado al salvaje mundo de los negocios donde conseguir una ganga era el objetivo y no es que no agradeciera la honestidad de la mujer, muy pocas mujeres eran honestas, sino que no tenía ni el tiempo ni las ganas de ocuparse de algo más.


—De verdad, no tiene que preocuparse —dijo dándose cuenta de que su tono de voz era irritado.


—Claro que estoy preocupada —su obstinación le resultó familiar—. Por lo menos cuesta veinte mil dólares.


Pedro parpadeó. Tenía que estar equivocada. Su abuelo había sido un hombre sagaz en su época, había escrito libros sobre historia del arte popular, había coleccionado arte y había impartido clases en la universidad privada del pueblo.


No importaba lo mal que mentalmente estaba en ese momento, no hubiera vendido en un mercadillo un cuadro valioso. Pero entonces… Pedro se frotó las sienes. El abuelo había enfermado después de la muerte de la abuela hacía tres años. La abuela se había ido rápidamente, todavía sonreía a pesar de la velocidad a la que su enfermedad avanzaba. 


Pero el abuelo parecía perder un trozo de sí mismo cada día que pasaba, sin ni siquiera esforzarse por mejorar. De hecho, parecía que se había propuesto no mejorar. El amor había hecho aquello, robándole su espíritu.


Pedro pensaba que el amor era inútil. Lo había traicionado más de una vez y el dolor de su abuelo era una razón más para no confiar en un sentimiento que, en el mejor de los casos, era esquivo y en el peor, destructivo.


—¿Cómo sabe que vale tanto? —preguntó—. ¿Es usted un genio del arte o algo parecido?


De repente, la mujer se sonrojó. Era un color que no quedaba mal junto a sus despeinados rizos rubios y sus ojos azules y Pedro la miró con interés. Hacía mucho que no veía sonrojarse a una mujer, probablemente desde que era un crío y avergonzaba a la Pequeña Señorita 10, la más inteligente del colegio.


Abrió los ojos.


«¿Chaves? ¿Por qué no se había dado cuenta antes?»


—Si no lo veo no lo creo —dijo Pedro arrastrando las palabras—. Eres Paula Chaves.


—Y tú Taco Alfonso —respondió Paula más desafiante que nunca.