jueves, 6 de agosto de 2020

EL HÉROE REGRESA : CAPITULO 2





Paula se puso rígida cuando Pedro dudó. Respiró hondo para calmarse, ya que tenía el defecto de reaccionar de forma exagerada cuando se sentía insegura. Sus amigos le decían que su orgullo la convertía en una persona de carácter áspero. Era un resquicio de haber sido la niña rara cuando eran pequeños.


—No soy una ladrona ni una estafadora, si es lo que te preocupa —dijo finalmente tratando de parecer razonable.


—No pensaba que lo fueras, es que… —Pedro se encogió de hombros y dio un paso hacia atrás abriendo más la puerta.


Paula no había visto nunca el interior de la casa de los Alfonso y miraba con curiosidad. El vestíbulo era grande y espacioso, diversas habitaciones salían de él y tras el marco de una de esas puertas, Paula vio al viejo profesor dormitando en una silla. Era un hombre adorable que se había dedicado al arte y a la enseñanza, lo contrario que el mayor de sus nietos, quien se había ganado la reputación de un hombre de negocios nada sentimental y únicamente interesado en los márgenes de beneficio. Paula sabía eso porque los periódicos locales publicaban artículos sobre él a menudo y su nombre aparecía también en el diario Chicago que ella leía.


—Por aquí —indicó Pedro encaminándose en dirección contraria.


—¿Cómo está el señor Alfonso? —preguntó mientras se dirigían a la cocina.


—Bien —respondió mirándola con atención— ¿Conoces a mi abuelo?


—Nos conocemos —contestó mientras ponía el paquete encima de la mesa. Era verdad, pero sólo en parte. Ella había sido una tímida alumna que se sentaba al fondo en las clases del profesor Alfonso, intentando pasar desapercibida. Pero las clases que impartía sobre la belleza del arte y del alma humana siempre la acompañarían—. Sí, asistí a todas sus clases en la universidad antes de que se jubilara, además, éste es un pueblo pequeño.


—Sí que lo es —comentó Pedro pausadamente.


Vaya. No quería hacerlo pensar. Si la recordara, se acordaría del mote que le había puesto… la Pequeña Señorita 10. Odiaba ese apodo que tanto le gustaba al señor Capitán Perfecto del equipo de fútbol americano del instituto.


—Bueno, he venido por el cuadro que compré —lo desenvolvió y lo sostuvo para que él lo viera.


—Es bonito, supongo —murmuró sin apenas mirarlo.


Paula puso los ojos en blanco. Luke no sabía de objetos valiosos y, a lo mejor, tenía algo que ver el que se dedicara a la especulación. Sin duda, para alguien que tiraba edificios y en su lugar levantaba centros comerciales, la delicadeza no tenía mucho valor. Por otra parte, podía deberse a que era un ex deportista. Su ex marido también lo había sido y tenía la sensibilidad de una apisonadora, además de otras cualidades indeseables.


—No es por el marco. Bueno, por eso lo compré, pero eso no es… El caso es que cuando examiné la pintura, descubrí que tenía bastante valor. Mira la firma.


Inclinándose hacia delante, Pedro apartó un trozo de papel de la esquina inferior derecha del lienzo.


—A. Metlock. ¿Y qué?


—Que Arthur Metlock fue uno de los mejores impresionistas americanos.


Paula se impacientaba. Su huésped no invitada tenía unos grandes ojos azules en una cara con forma de corazón y un aire despistado que era extrañamente atractivo. Si se hubiera presentado en su oficina de Chicago vendiendo papeletas le habría comprado una docena. Pero en aquel momento se estaba preparando para volver a Chicago y no tenía tiempo para nada más que para la decadente salud de su abuelo, a quien el médico le había diagnosticado demencia senil y le había recetado medicamentos para retardar el proceso, aunque no estaban funcionando.


—Mire, señorita…


—Chaves.


—Señorita Chaves. Así que el cuadro cuesta unos dólares más de los que pagó. No nos importa. Probablemente, el abuelo no se quede en esta casa, lo que significa que nos desharemos de todo antes de venderla.


—No puedo quedarme con esto —dijo realmente conmocionada.


Dios. Pedro había olvidado lo cabezota que la gente de Divine, Illinois, podía ser. Estaba acostumbrado al salvaje mundo de los negocios donde conseguir una ganga era el objetivo y no es que no agradeciera la honestidad de la mujer, muy pocas mujeres eran honestas, sino que no tenía ni el tiempo ni las ganas de ocuparse de algo más.


—De verdad, no tiene que preocuparse —dijo dándose cuenta de que su tono de voz era irritado.


—Claro que estoy preocupada —su obstinación le resultó familiar—. Por lo menos cuesta veinte mil dólares.


Pedro parpadeó. Tenía que estar equivocada. Su abuelo había sido un hombre sagaz en su época, había escrito libros sobre historia del arte popular, había coleccionado arte y había impartido clases en la universidad privada del pueblo.


No importaba lo mal que mentalmente estaba en ese momento, no hubiera vendido en un mercadillo un cuadro valioso. Pero entonces… Pedro se frotó las sienes. El abuelo había enfermado después de la muerte de la abuela hacía tres años. La abuela se había ido rápidamente, todavía sonreía a pesar de la velocidad a la que su enfermedad avanzaba. 


Pero el abuelo parecía perder un trozo de sí mismo cada día que pasaba, sin ni siquiera esforzarse por mejorar. De hecho, parecía que se había propuesto no mejorar. El amor había hecho aquello, robándole su espíritu.


Pedro pensaba que el amor era inútil. Lo había traicionado más de una vez y el dolor de su abuelo era una razón más para no confiar en un sentimiento que, en el mejor de los casos, era esquivo y en el peor, destructivo.


—¿Cómo sabe que vale tanto? —preguntó—. ¿Es usted un genio del arte o algo parecido?


De repente, la mujer se sonrojó. Era un color que no quedaba mal junto a sus despeinados rizos rubios y sus ojos azules y Pedro la miró con interés. Hacía mucho que no veía sonrojarse a una mujer, probablemente desde que era un crío y avergonzaba a la Pequeña Señorita 10, la más inteligente del colegio.


Abrió los ojos.


«¿Chaves? ¿Por qué no se había dado cuenta antes?»


—Si no lo veo no lo creo —dijo Pedro arrastrando las palabras—. Eres Paula Chaves.


—Y tú Taco Alfonso —respondió Paula más desafiante que nunca.




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