jueves, 23 de julio de 2020
CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 12
Pedro salió del cuarto de baño mientras terminaba de secarse el pelo. Una vez que se aseguró de que el niño seguía durmiendo plácidamente, encendió el televisor. Como todos los camarotes del Sueño de Alexandra, aquél tenía acceso a los servicios del barco a través del monitor y servicio de Internet por satélite, con lo que podía contratar desde allí las excursiones y actividades anunciadas. Buscó una en el puerto de Dubrovnik que fuera a la vez interesante y no demasiado larga para no cansar a Sebastian.
El abanico de opciones era muy variado, desde una simple excursión en autocar por la ciudad hasta recorridos en yate privado por las islas cercanas. Pedro echó un vistazo a los precios de uno de esos recorridos y desechó la idea de inmediato. Aunque quería asegurarse de que Sebastian disfrutara al máximo de aquel viaje, no podía permitirse derrochar todo su sueldo de profesor. Tenía suerte de que su hermana pequeña, Aurora, trabajara en una agencia de viajes de Burlington: gracias a ella, había conseguido un buen descuento para los pasajes.
Por supuesto, aquellos precios no significarían nada para alguien tan rico como Paula. De hecho, según el último correo electrónico que le había enviado Horacio, Paula era mucho más que una diseñadora. Había empezado así, pero actualmente poseía una tienda de ropa en Moscú que estaba abriendo sucursales por toda Europa. Desde Budapest hasta París, las prendas ultrafemeninas y llenas de color de la marca Chaves se habían puesto de moda. Tal vez fuera una mujer temperamental e impulsiva, pero también era una ejecutiva extremadamente hábil. Definitivamente podía ofrecer a cualquier niño una educación exquisita. Selecta.
Y si Pedro no conseguía convencerla de que llegaran a un acuerdo sobre su custodia al margen de los tribunales, también podría permitirse los mejores abogados. Tenía que hacerla cambiar de idea. Se frotó la mandíbula mientras recordaba el resto del mensaje de Horacio. El abogado de Paula ya había impugnado la adopción de Sebastian. Lo había hecho en San Petersburgo, porque de allí era el orfanato que había tramitado todo el proceso, con lo cual era seguro que habría un conflicto de jurisdicciones. Y todo eso llevaba tiempo.
No era un gran consuelo, pero confirmaba lo que Pedro ya sabía: legalmente, Sebastian seguía siendo hijo suyo.
Pedro todavía no le había contado a su familia la complicación surgida con Paula. Ellos también le habían enviado correos electrónicos. El de Bianca, su hermana mayor, había estado trufado de felicitaciones. Como su madre, Bianca era una madre hogareña, apasionadamente dedicada a la educación de sus hijos, que eran cinco. Uno de ellos era de la misma edad de Sebastián y, según Bianca, estaba esperando ansioso la llegada de su nuevo primo ruso.
Al igual que el resto de sus primos, de sus tías y tíos y, sobre todo, sus nuevos abuelos. Los Alfonso eran una gran familia, la más acogedora del mundo. Una vez que Sebastian se encontrara en casa, no le faltarían compañeros con quienes jugar. Ni potenciales canguros.
Cuando sus alumnos descubrieron la razón por la que se había tomado aquel permiso, la mitad se ofrecieron voluntarios para cuidar de él.
Experimentó una punzada de culpa al recordar la manera en que había intentado utilizar el trabajo de Paula en contra suya. Él tampoco estaba dispuesto a renunciar a su trabajo, así que tampoco podría ser un padre a tiempo completo. Aun así, cuando inició los trámites de su adopción, sí que había esperado contar con una madre a tiempo completo para Sebastián: Elena.
CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 11
Mauricio O'Connor exhibió la más benevolente expresión de su repertorio cuando terminó su discurso y dio paso a las preguntas. Hasta el momento, la farsa estaba saliendo bien. La cifra de asistentes a su primera conferencia no había sido pequeña. Aunque habría preferido no tener a tanta señora mayor entre la audiencia. ¿Por qué las antigüedades interesaban tanto a las antigüedades?
—Padre Connelly, todas las piezas que nos ha enseñado son maravillosas. ¿Puede usted explicarnos la diferencia entre una reproducción y una auténtica?
Mauricio mantuvo impasible su expresión, aunque la pregunta le había incomodado un poco.
—Er… una de las diferencias está en el precio, por supuesto. Si pueden permitirse pagarla, es que es falsa —levantó una copia de una urna funeraria etrusca—. Ésta, por ejemplo. Ningún humilde sacerdote podría cultivar esta pequeña afición mía si para ello tuviera que comprarse la original.
Se oyeron algunas risas comedidas. Mauricio creyó haber salido del mal paso hasta que un hombre de barba blanca alzó la mano desde la última fila.
—¿Cuánto valdría la auténtica, padre Connelly?
—Ah, eso depende de múltiples factores —intentó ganar tiempo volviendo a colocar la urna sobre la mesa. No quería ponerse a hablar de dinero por miedo a que la gente pudiera interesarse demasiado por su «pequeña afición»—. Los factores principales a la hora de determinar su valor son su edad, su estado de conservación y su excepcionalidad.
—¿Y si alguien encuentra una de esas vasijas en el patio de su casa? —inquirió el mismo hombre—. ¿Estaría obligado a llevarla a un museo o tendría derecho a quedarse con ella?
Mauricio se rascó la barbilla con gesto pensativo. Tenía un buen olfato para los policías, algo absolutamente necesario en su negocio, y podía detectar uno a kilómetros de distancia. Pero ninguno de los asistentes, incluido el hombre de la barba, había despertado sus sospechas, de modo que la pregunta tenía que ser inocente.
—Ah, usted me está haciendo una pregunta que haría tentar a un santo… —cuando cesó la nueva ronda de carcajadas, levantó la imitación de un ánfora romana—. Piezas de uso cotidiano como ésta han sido descubiertos infinidad de veces en solares de construcción de la Roma actual. Es responsabilidad del departamento arqueológico de la ciudad documentar y valorar esos hallazgos, pero… ¿quién puede poner precio a la historia? —volvió a colocar la pieza en su lugar y le dio una palmadita cariñosa—. Creo que el verdadero valor de cualquier pieza arqueológica reside en su capacidad para vincularnos con el pasado. Para sentir el pasado.
Varios de los asistentes asintieron con la cabeza y sonrieron satisfechos. Incluida la bibliotecaria.
Ariana Bennett era una anomalía en aquel público de antigüedades. Era una morena atractiva, de unos treinta y pocos años, aunque con un estilo demasiado intelectual para el gusto de Mauricio. Peor aún: había exhibido un conocimiento exhaustivo de la cultura clásica mientras lo ayudaba a exponer su colección. Lo cual podía representar un peligro: no quería que ningún ratón de biblioteca acabara desenmascarándolo.
A su manera, Mauricio también era todo un experto en el campo de las antigüedades. Después de todo, llevaba quince años traficando con ellas.
CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 10
Sebastián salió contento de la biblioteca, entre los dos adultos. En el otro extremo de la habitación, varias personas se disponían a escuchar a un conferenciante. Paula reconoció al hombre fornido y de pelo gris que aparentemente iba a intervenir: era el sacerdote con quien se había tropezado cuando abordó el barco. Estaba hablando con la señorita Bennett, la bibliotecaria, mientras colocaba sobre la mesa varias piezas de cerámica antigua.
En la hoja volante del crucero había leído que el padre Connelly impartiría una serie de conferencias sobre antigüedades, un tema apropiado ya que la mayor parte de los puertos de escala tenían importantes yacimientos arqueológicos cerca. Ese día el barco fondearía en Katakolon, un puerto cercano a Olimpia. Un paseo por la primera sede de los Juegos Olímpicos era precisamente la actividad número cuatro del programa de Pedro.
Cuando compró el pasaje, Paula ni siquiera se había fijado en los puertos en los que recalarían.
Aunque se hubiera tratado de un crucero por el Ártico, le habría dado igual. Solamente el hecho de caminar al lado de Sebastián, de sentir su manita dentro de la suya, valía para ella más que todos los tesoros del mundo antiguo.
Para su consternación, se le volvieron a llenar los ojos de lágrimas. Parpadeó varias veces y miró a su alrededor: habían caminado por un espacioso pasillo y se dirigían hacia uno de los ascensores. Todavía tenía que acostumbrarse a las dimensiones de aquel buque.
—Señor Alfonso… —empezó.
—Mis alumnos me llaman «señor Alfonso». Preferiría que me llamases Pedro.
—¿Por qué? No somos amigos.
Pedro se detuvo cuando llegaron al ascensor. Sin soltar a Sebastian, se acercó para susurrarle al oído:
—Puede que estemos enfrentados, Paula. Pero tenemos el mismo objetivo. Ambos queremos que Sebastian sea feliz.
—Eso es verdad.
—Ahora mismo, Sebastian es muy sensible hacia todo lo que le rodea —añadió, bajando aún más la voz—. Si no puedes sonreír y emplear un tono agradable cuando hables conmigo con él delante, se pondrá nervioso. Creerá que ha hecho algo malo.
Le estaba acariciando el pelo con su aliento. Eso, añadido a su voz susurrada, estaba dando un matiz singularmente íntimo a su voz. ¿O lo estaba haciendo de manera deliberada para distraerla?
—No somos amigos —insistió—. Somos oponentes.
—Sí, eso está claro. Pero, por el bien de Sebastian, tendremos que fingir que nos llevamos bien.
—No me gusta fingir. A mí me gusta exteriorizar lo que siento.
—¿De veras? Nunca lo habría adivinado.
Paula vaciló. ¿Era humor lo que veía brillar en sus ojos? Tenían un impresionante color ambarino. Con un color así, quizá no fuera tan grave que fuera vestido en tonos caquis…
—Señor Alfonso…
—Pedro —la interrumpió.
—Está bien. Pedro, yo…
—Sonríe.
Más que sonreír, Paula enseñó los dientes.
—Mucho mejor —apartándose, pulsó el botón de llamada del ascensor—. Por cierto, ahora que estamos hablando de nombres… ¿puedo hacerte una pregunta?
—Adelante… Pedro.
—¿Por qué llamas a Sebastian con tantos nombres diferentes?
—¿Yo?
—Has usado varios. Sebasochka. Sebasvovo… no sé qué.
Esa vez su sonrisa sí que fue sincera.
—El ruso es un idioma muy flexible. Me permite jugar con el nombre de Sebastian. Son diminutivos.
—¿Cómo Pau?
—Eso es distinto. Cuando Sebastián era muy pequeño, le costaba pronunciar «tíotya Paula», así que él mismo lo acortó. ¿Verdad, Sebavovochikdya?
Sebastian sonrió al oír aquel diminutivo tan sofisticado. Animada por aquella sonrisa, Paula le apretó la mano. Mirando a su alrededor, descubrió una pastelería al otro lado del vestíbulo. En el mostrador, una camarera estaba llenando una bandeja de sofisticados bombones.
El local ostentaba el apropiado nombre de Tentaciones.
—Huelo a chocolate. ¿Por qué no entramos?
—Quizá después —dijo Pedro, mirando su reloj—. Hace apenas una hora que terminamos de desayunar.
—¡Bah! Los niños necesitan algo más que programas. Necesitan diversión. A Sebastian le encanta el chocolate. Yo siempre le llevaba montones de bombones cuando lo visitaba —cerró los ojos y olisqueó con gesto teatral antes de hacerle un guiño a su sobrino—. ¿Shokolat?
Sebastian dio un bote de alegría, sonriente.
—Shokolat.
—En inglés es casi igual —añadió Paula, señalando la bandeja llena de pequeños bombones con forma de estrellas de mar que había en el escaparate—. Shokolat. Chocolate.
—Cho-co-la-te —repitió Sebastian y miró anhelante a Pedro, como esperando su aprobación.
El ascensor llegó en aquel momento, pero Pedro lo ignoró. De repente, su boca se relajó en una de sus sorprendentemente tiernas sonrisas.
—Bueno, venga. Vamos a comernos un bombón…
Paula sabía que ésa era otra imagen que permanecería grabada en su recuerdo. Los hombres rara vez exteriorizaban sus emociones. De ahí que, cuando lo hacían, el efecto fuera más impactante. Como en ese caso.
—¿Uno solo? —exclamó—. ¿Cómo puede alguien comerse solamente un bombón? Es como comerse una sola fresa: una contradicción en los términos. O como conformarse con un solo beso.
Pedro seguía sonriendo cuando bajó la mirada hasta sus labios. Fue una mirada fugaz, tan accidental como el anterior contacto de su mano en su seno. Y esa vez ni siquiera la había tocado. Aunque, por el cosquilleo que sentía en los labios, era casi como si lo hubiera hecho…
miércoles, 22 de julio de 2020
CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 9
—Sí, allí están, señora Alfonso.
Paula miró la esquina que la biblioteca le había indicado. Pedro y Sebastián estaban sentados en un gran sofá, al fondo de la sala. Bañados por la luz amarilla de una de las lámparas, parecían la estampa de un cuadro. Sebastian tenía la cabeza inclinada sobre el libro que Pedro sostenía en su regazo.
El contraste entre el hombre moreno y fuerte y el niño menudo y rubio era, más que visualmente atractivo, conmovedor. Una escena casi tan tierna como la de la noche anterior, cuando Pedro se sentó en su cama para consolarlo.
Paula no había sido capaz de quitarse aquella imagen de la cabeza. En particular, seguía evocando la enorme mano de Pedro apoyada en la pequeña espalda de Sebastian. Pese a su preocupación por su sobrino, había sido demasiado consciente de su abrumadora masculinidad.
No se sentía cómoda pensando tanto en él. Era algo que no tenía sentido. Aparte de su interés por Sebastian, no tenían nada en común. Él era un profesor de instituto estadounidense que programaba sus actividades diarias con un niño de cinco años. Por eso había sabido que a esa hora los encontraría en la biblioteca: ésa había sido la segunda actividad del día, justo después de desayunar y antes de una visita al puente de observación.
La ropa que llevaba no tenía nada de especial. Su camisa era perfectamente normal y lucía los pantalones caquis del día anterior. Y lo que era aún peor: podía contar con los dedos de una mano el número de veces que había leído algún tipo de emoción en su rostro. Parecía decidido a disimular sus sentimientos detrás de palabras secas y sonrisas de cortesía. ¿Qué clase de padre podía ser para un niño tan lleno de vida como Sebastian?
Por eso no tenía sentido preguntarse si aquel hombre sería capaz de acariciar a una mujer con tanto amor y tanta ternura como había acariciado a Sebastian. Pedro Alfonso era su adversario. Reprimió un suspiro: los últimos días habían sido especialmente intensos. Se había agotado emocionalmente. Después de todo, era una mujer y…
—Su hijo es encantador —le dijo la bibliotecaria.
El comentario le desgarró el corazón. Leyó el nombre de la empleada en la credencial que llevaba colgada.
—No es mi hijo, sino mi sobrino, señorita Bennett. Y el señor Alfonso no es mi marido.
—Oh, perdone. Se parecen tanto los dos que pensé que… —Ariana Bennett esbozó una tímida sonrisa, jugueteando con el libro que llevaba en la mano. Era casi de la misma estatura que Paula, con una melena de color castaño oscuro que le caía en ondas sobre los hombros y contrastaba sensualmente con su sobrio uniforme—. Insisto en que es encantador. No se ven con frecuencia niños tan tranquilos y callados. Seguro que le apasionan los libros tanto como a mí.
Paula no supo qué responder a eso. En primer lugar, porque no sabía que a Sebastian le gustaran los libros. Y, segundo, porque rara vez lo había visto tranquilo y callado cuando lo había visitado en Murmansk. Solía chillar y correr persiguiéndola por toda la casa, hasta que Olga se enfadaba y los regañaba a los dos. Lo que habría dado por volver a ver a Olga enfadada. En aquel diminuto apartamento que los Gorsky habían llenado de amor…
Nada más sentir el primer escozor de las lágrimas, ahuyentó aquellos recuerdos y atravesó la sala. Ya había llorado demasiado el día anterior. Había llegado el momento de abordar el asunto que la había traído allí: convencer a Pedro Alfonso de que el sitio de Sebastian estaba a su lado, con ella. Se agachó delante del sofá, sonriente.
—Buenos días, Sebavochik.
El niño alzó inmediatamente la cabeza.
Entreabrió los labios como si fuera a saludarla, pero luego miró a Pedro.
—¿Tyo Pau?
Pedro se inclinó entonces para susurrarle al oído:
—Tía Paula.
—Tía —repitió Sebastian. Le brillaban los ojos cuando la miró—. Tía Pau.
A Paula le molestó oírlo hablar en inglés. Había creído que no entendía el idioma. Ése era el primer punto que había pensado hacer jugar a su favor en su conversación con Pedro: que ella sabía hablar el idioma de Sebastian y él no.
—Estamos dando una lección de inglés —la informó Pedro.
Paula miró el libro que tenía abierto sobre el regazo: era un libro infantil, de dibujos. Una de las ilustraciones representaba una enorme letra B profusamente coloreada.
—Aprende muy rápido —añadió él—. ¿Qué es esto, Sebastian? —señaló la parte inferior de la página.
Mientras el niño se inclinaba sobre el brazo de Pedro para verlo, Paula se sentó en el sofá a su lado. Un barco de color rojo y negro ocupaba el espacio de la mitad inferior de la letra.
—Barco —dijo Sebastian, apuntándolo con un dedito—. Barco.
—¿Y yo? —le preguntó Pedro, señalándose el pecho—. ¿Quién soy yo?
—¡Papá!
—¿Y ella? —estirándose frente al niño, tocó a Paula en un hombro—. ¿Quién es ella? ¿Te acuerdas?
—¡La tía Pau! —exclamó Sebastian, dando botes en el sofá. Evidentemente estaba disfrutando con el juego.
Sólo que con tanto movimiento desvió la mano de Pedro, que del hombro de Paula se desplazó a su pecho. Dio un respingo cuando le rozó un pezón con la palma.
—¡Señor Alfonso!
Pedro retiró la mano como si se hubiese quemado. Al hacerlo, tiró el libro al suelo.
—Disculpe —murmuró mientras se agachaba para recogerlo.
Paula resistió el impulso de frotarse la zona donde la había tocado. El contacto había sido fugaz, apenas una leve presión en la delantera de la blusa. Aun así, le cosquilleaba la piel. Y el pezón estaba empezando a endurecérsele…
Apretó los dientes en un esfuerzo por ignorar la sensación. Debía de estar más tensa y nerviosa de lo que había creído. Ante su silencio, Sebastian lanzó una mirada interrogante a Pedro.
—Lo has hecho bien, hijo —lo despeinó cariñosamente—. ¿Verdad, Paula?
—¿Se refiere a la lección de inglés?
Sus miradas se encontraron por encima de la cabeza del niño.
—Por supuesto que sí —entregó el libro a Sebastian y le señaló una de las mesas—.Vuelve a dejar el libro donde estaba. Allí.
Sebastian asintió, apretó el libro contra su pecho y se bajó del sofá. Se dirigió directamente a la mesa.
—Los niños aprenden idiomas a una velocidad asombrosa —comentó Pedro—. Dentro de poco hablará inglés perfectamente.
Paula recordó el objetivo de aquella visita.
—No necesitaría aprenderlo si se quedara en Rusia conmigo.
—¿Entonces por qué lo ha aprendido usted?
—La primera vez que fui a Moscú, el patrón de mi pensión tenía una esposa canadiense que se convirtió en mi amiga. Yo le pedí que me enseñara inglés para poder hablar con extranjeros.
—Sí, el inglés es un idioma universal.
—Cierto.
—Así que si estamos de acuerdo en que hablar inglés constituye una innegable ventaja para cualquiera, y también para Sebastian… ¿no es una suerte que además yo sea profesor?
Aquello no se estaba desarrollando como Paula había esperado.
—¿Es por eso por lo que es tan amigo de las programaciones? ¿Por qué es profesor?
—Siempre es bueno planificar las cosas, sobre todo en lo relativo a los niños. La rutina les proporciona estabilidad. Seguridad. Por cierto, Paula, ¿a qué se dedica usted?
—Diseño ropa.
—Ya.
—¿Qué quiere decir eso?
—Que ya me parecía usted una persona muy creativa. Poco… convencional.
—¿Tengo que tomármelo como un insulto?
—En absoluto. Yo admiro el talento de la gente —la miró de arriba abajo, fijándose en su atuendo. Su mirada se detuvo un instante en su escote antes de subir nuevamente hasta su rostro—. ¿Es uno de sus diseños? Es muy vistoso.
Paula se alisó nerviosa la falda de lino: era de un tono azul algo más oscuro que la blusa. De hecho, se trataba de un diseño poco colorido, comparado con el resto de su guardarropa. Le gustaba porque la falda estaba cortada en oblicuo y resultaba bastante cómoda. Diminutos botones dorados en forma de venera decoraban ambas prendas. Por desgracia, sólo en aquel momento se dio cuenta de que se había dejado sin abrochar los dos botones superiores del escote.
—Gracias. El color es una de las señas de identidad de la marca Chaves —se acordó de otra cosa que había querido decirle—. El negocio de la moda es muy rentable. He ganado una escandalosa cantidad de dinero con mis diseños, más que suficiente para criar apropiadamente a Sebastian. No le faltará de nada.
—Supongo que su trabajo debe de ser muy exigente. Seguro que trabajará muchas horas.
Paula se encogió de hombros.
—Es difícil programar la creatividad.
—Ayer dijo que estuvo en París el año pasado, ¿Viaja muy a menudo?
—Sí, intento asistir a las grandes presentaciones internacionales. Además, cuando hago un negocio con cualquier empresa de cualquier país, me gusta negociar las condiciones cara a cara.
—Con una agenda tan apretada como la suya, supongo que no pasará mucho tiempo en casa.
Paula entrecerró los ojos. Sabía adonde quería llevarla y no quería regalarle otro punto a su favor.
—Sean cuales sean mis exigencias profesionales, mi prioridad sería el bienestar de Sebastian. ¿No es una suerte que sea lo suficientemente rica como para proporcionárselo de sobra?
Pedro no respondió. Se levantó cuando volvió Sebastian.
—Buen trabajo, hijo —lo tomó de la mano—. Nos vamos al puente de observación, Paula. Eres libre de acompañarnos.
Paula no sabía si había ganado algo con aquella conversación, pero no estaba dispuesta a darse por vencida.
—Por supuesto, el puente de observación. La actividad número tres. Vamos para allá.
CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 8
Hacía seis horas que había anochecido, pero el barrio de Moscú donde vivía Ilya Fedorovich no estaba en absoluto silencioso. Una sirena resonaba al fondo del estrecho callejón de edificios de ladrillo. La música rock del bar de la esquina atronaba la casa.
Ilya ni siquiera se había planteado alquilarse un mejor apartamento. No le importaba la comodidad. Su trabajo le exigía viajar continuamente, y en las raras ocasiones en que se quedaba allí, aquel lugar satisfacía a la perfección sus necesidades de intimidad.
De modo que ignoró los ruidos de la calle, encendió la lámpara de la mesa de la cocina y se llevó el teléfono a la oreja.
—Te escucho, Serguéi.
—Ella abandonó ayer su apartamento. Yo mismo le cargué las maletas en el taxi.
Ilya utilizó su mano libre para recoger el paño cuidadosamente doblado que había dejado al lado del aceite para engrasar la pistola.
—Eso no es nada inusual. Viaja a menudo. Dijiste que tenías noticias frescas.
—Da. Desde el primer momento sospeché que no se trataba de un viaje de negocios normal. Llevaba equipaje suficiente para llenar el taxi hasta los topes.
Ilya comenzó a limpiar el cañón del revólver Makarov de nueve milímetros que descansaba en el centro de la mesa.
—¿Algo más?
—No sabía adonde se había ido hasta que su secretaria y su abogado se presentaron esta tarde a recoger unos contratos que había olvidado llevarse al despacho. Escuché su conversación. Estaban muy descontentos con la manera en que se había marchado, a toda prisa. Había cancelado todas sus citas para largarse a un crucero por el Mediterráneo.
—Serguéi, eso a mí no me importa. No me interesan sus planes de vacaciones.
—Por eso precisamente lo he llamado. Llevo siete años trabajando de portero en el Black Eagle Arms, y en todo ese tiempo las únicas vacaciones que se ha tomado esa mujer han sido para volver a su casa de Murmansk.
Llya se acercó a la nariz el cañón del arma: le encantaba el olor a grasa fresca.
—Ya lo sé. Quizá quiera disfrutar de un mejor clima.
—Niet, no es por eso por lo que se ha embarcado en ese crucero —Serguéi bajó el tono de voz—. Su secretaria dijo que iba a ver a su sobrino.
Apretó con fuerza el teléfono. Estrangularía a Serguéi con sus propias manos si al final se demostraba que se trataba de otra falsa pista.
—¿Has dicho «sobrino»?
—Eso es lo que le oí decir. Por eso estaba tan contenta cuando se marchó. Como antes, cuando se iba a Murmansk de vacaciones. Tiene que haber encontrado al chico que usted estás buscando.
—Excelente. Has hecho bien en llamarme.
Serguéi se aclaró la garganta.
—Er… ella me dio una propina de mil rublos cuando se marchó.
—Yo te daré diez mil si me dices de qué puerto ha salido.
—Lo siento, pero no lo sé. Le dijo al taxista que la llevara al aeropuerto. No sé nada más.
—Eso es menos que nada. Puede haber volado a cualquier parte. Desde Estocolmo hasta Estambul.
—Lo sé. Lo siento. Su secretaria se quejó a su abogado, y él le dijo que tendrían que enviarle los contratos que encontraran en su apartamento directamente al barco, por fax.
A Ilya se le ensancharon las aletas de la nariz, como a un depredador que hubiera olisqueado su presa.
—¿El barco? ¿Mencionó su nombre?
—¡Da! El Sueño de Alexandra.
—Bien hecho, Serguéi.
Un claxon resonó en la calle. Un perro empezó a ladrar a lo lejos. Pero Ilya no oía nada más que el rápido latido de su corazón.
—¡Gracias, coronel!
Colgó el teléfono, satisfecho. Poca gente seguía llamándole así, pero Serguéi había servido en su unidad y se acordaba bien de él. Aunque sospechaba que aquella cortesía no era más que una táctica para conseguir favores.
El mundo había cambiado desde los días gloriosos del ejército soviético. En aquel entonces, la palabra «lealtad» todavía tenía sentido. Un soldado tenía honor y dignidad. Tal vez a Serguéi no le quedara ya orgullo, sobreviviendo como sobrevivía de portero de un lujoso edificio de apartamento y comiendo de la caridad de los novye russkie, los «nuevos rusos».
Pero era un elemento útil. Y su carencia de honor iba a permitir a Ilya cumplir con su deber.
Porque, aunque el mundo había cambiado, Ilya no. Desde que tomó conciencia de su propósito en la vida, se había labrado una reputación tachable. Sus numerosas medallas lo atestiguaban. Desvió la mirada hacia la colección enmarcada que colgaba en una pared.
El ejército lo había ascendido a coronel en reconocimiento a su talento. Pero ahora trabajaba para otro patrón y le pagaban mucho mejor. Y eso que el trabajo era el mismo.
Miró el arma que tenía en la mano. ¿Trabajo?
No, matar era mucho más que una profesión para Ilya. Era una vocación. Era bueno en lo que hacía. El mejor. Cuando le encargaban algo, no descansaba hasta que lo cumplía.
El encargo de matar al pescador y a la familia no debería haber presentado mayores problemas.
El hombre había sido un don nadie que había cometido el fatal error de desafiar a la Mafia local. Las tres muertes habrían debido servir de ejemplo a otros, y, como siempre, Ilya no había demostrado compasión alguna. Había resultado patéticamente fácil sacar aquella antigualla de la carretera. No había habido testigos. Y no debería haber habido supervivientes. Borya Gorsky estaba muerto. Y su mujer también.
Pero su hijo vivía: había escapado. Lo habían ingresado en un orfanato y después había desaparecido sin dejar rastro, desafiando todo intento de Ilya por encontrarlo. Hasta ahora.
Ilya cerró los ojos y se pasó el cañón de la pistola por la cicatriz que le atravesaba una mejilla: le dolía aquella antigua herida. Y cuando le dolía, sabía que sólo había una cosa capaz de aplacar aquel dolor. Tenía que terminar el trabajo.
Y gracias a la determinación que había demostrado Paula Chaves por encontrar a su sobrino… al fin iba a hacerlo.
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