miércoles, 22 de julio de 2020

CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 9




—Sí, allí están, señora Alfonso.


Paula miró la esquina que la biblioteca le había indicado. Pedro y Sebastián estaban sentados en un gran sofá, al fondo de la sala. Bañados por la luz amarilla de una de las lámparas, parecían la estampa de un cuadro. Sebastian tenía la cabeza inclinada sobre el libro que Pedro sostenía en su regazo.


El contraste entre el hombre moreno y fuerte y el niño menudo y rubio era, más que visualmente atractivo, conmovedor. Una escena casi tan tierna como la de la noche anterior, cuando Pedro se sentó en su cama para consolarlo.


Paula no había sido capaz de quitarse aquella imagen de la cabeza. En particular, seguía evocando la enorme mano de Pedro apoyada en la pequeña espalda de Sebastian. Pese a su preocupación por su sobrino, había sido demasiado consciente de su abrumadora masculinidad.


No se sentía cómoda pensando tanto en él. Era algo que no tenía sentido. Aparte de su interés por Sebastian, no tenían nada en común. Él era un profesor de instituto estadounidense que programaba sus actividades diarias con un niño de cinco años. Por eso había sabido que a esa hora los encontraría en la biblioteca: ésa había sido la segunda actividad del día, justo después de desayunar y antes de una visita al puente de observación.


La ropa que llevaba no tenía nada de especial. Su camisa era perfectamente normal y lucía los pantalones caquis del día anterior. Y lo que era aún peor: podía contar con los dedos de una mano el número de veces que había leído algún tipo de emoción en su rostro. Parecía decidido a disimular sus sentimientos detrás de palabras secas y sonrisas de cortesía. ¿Qué clase de padre podía ser para un niño tan lleno de vida como Sebastian?


Por eso no tenía sentido preguntarse si aquel hombre sería capaz de acariciar a una mujer con tanto amor y tanta ternura como había acariciado a Sebastian. Pedro Alfonso era su adversario. Reprimió un suspiro: los últimos días habían sido especialmente intensos. Se había agotado emocionalmente. Después de todo, era una mujer y…


—Su hijo es encantador —le dijo la bibliotecaria.


El comentario le desgarró el corazón. Leyó el nombre de la empleada en la credencial que llevaba colgada.


—No es mi hijo, sino mi sobrino, señorita Bennett. Y el señor Alfonso no es mi marido.


—Oh, perdone. Se parecen tanto los dos que pensé que… —Ariana Bennett esbozó una tímida sonrisa, jugueteando con el libro que llevaba en la mano. Era casi de la misma estatura que Paula, con una melena de color castaño oscuro que le caía en ondas sobre los hombros y contrastaba sensualmente con su sobrio uniforme—. Insisto en que es encantador. No se ven con frecuencia niños tan tranquilos y callados. Seguro que le apasionan los libros tanto como a mí.


Paula no supo qué responder a eso. En primer lugar, porque no sabía que a Sebastian le gustaran los libros. Y, segundo, porque rara vez lo había visto tranquilo y callado cuando lo había visitado en Murmansk. Solía chillar y correr persiguiéndola por toda la casa, hasta que Olga se enfadaba y los regañaba a los dos. Lo que habría dado por volver a ver a Olga enfadada. En aquel diminuto apartamento que los Gorsky habían llenado de amor…


Nada más sentir el primer escozor de las lágrimas, ahuyentó aquellos recuerdos y atravesó la sala. Ya había llorado demasiado el día anterior. Había llegado el momento de abordar el asunto que la había traído allí: convencer a Pedro Alfonso de que el sitio de Sebastian estaba a su lado, con ella. Se agachó delante del sofá, sonriente.


—Buenos días, Sebavochik.


El niño alzó inmediatamente la cabeza. 


Entreabrió los labios como si fuera a saludarla, pero luego miró a Pedro.


—¿Tyo Pau?


Pedro se inclinó entonces para susurrarle al oído:
—Tía Paula.


—Tía —repitió Sebastian. Le brillaban los ojos cuando la miró—. Tía Pau.


A Paula le molestó oírlo hablar en inglés. Había creído que no entendía el idioma. Ése era el primer punto que había pensado hacer jugar a su favor en su conversación con Pedro: que ella sabía hablar el idioma de Sebastian y él no.


—Estamos dando una lección de inglés —la informó Pedro.


Paula miró el libro que tenía abierto sobre el regazo: era un libro infantil, de dibujos. Una de las ilustraciones representaba una enorme letra B profusamente coloreada.


—Aprende muy rápido —añadió él—. ¿Qué es esto, Sebastian? —señaló la parte inferior de la página.


Mientras el niño se inclinaba sobre el brazo de Pedro para verlo, Paula se sentó en el sofá a su lado. Un barco de color rojo y negro ocupaba el espacio de la mitad inferior de la letra.


—Barco —dijo Sebastian, apuntándolo con un dedito—. Barco.


—¿Y yo? —le preguntó Pedro, señalándose el pecho—. ¿Quién soy yo?


—¡Papá!


—¿Y ella? —estirándose frente al niño, tocó a Paula en un hombro—. ¿Quién es ella? ¿Te acuerdas?


—¡La tía Pau! —exclamó Sebastian, dando botes en el sofá. Evidentemente estaba disfrutando con el juego.


Sólo que con tanto movimiento desvió la mano de Pedro, que del hombro de Paula se desplazó a su pecho. Dio un respingo cuando le rozó un pezón con la palma.


—¡Señor Alfonso!


Pedro retiró la mano como si se hubiese quemado. Al hacerlo, tiró el libro al suelo.


—Disculpe —murmuró mientras se agachaba para recogerlo.


Paula resistió el impulso de frotarse la zona donde la había tocado. El contacto había sido fugaz, apenas una leve presión en la delantera de la blusa. Aun así, le cosquilleaba la piel. Y el pezón estaba empezando a endurecérsele…


Apretó los dientes en un esfuerzo por ignorar la sensación. Debía de estar más tensa y nerviosa de lo que había creído. Ante su silencio, Sebastian lanzó una mirada interrogante a Pedro.


—Lo has hecho bien, hijo —lo despeinó cariñosamente—. ¿Verdad, Paula?


—¿Se refiere a la lección de inglés?


Sus miradas se encontraron por encima de la cabeza del niño.


—Por supuesto que sí —entregó el libro a Sebastian y le señaló una de las mesas—.Vuelve a dejar el libro donde estaba. Allí.


Sebastian asintió, apretó el libro contra su pecho y se bajó del sofá. Se dirigió directamente a la mesa.


—Los niños aprenden idiomas a una velocidad asombrosa —comentó Pedro—. Dentro de poco hablará inglés perfectamente.


Paula recordó el objetivo de aquella visita.


—No necesitaría aprenderlo si se quedara en Rusia conmigo.


—¿Entonces por qué lo ha aprendido usted?


—La primera vez que fui a Moscú, el patrón de mi pensión tenía una esposa canadiense que se convirtió en mi amiga. Yo le pedí que me enseñara inglés para poder hablar con extranjeros.


—Sí, el inglés es un idioma universal.


—Cierto.


—Así que si estamos de acuerdo en que hablar inglés constituye una innegable ventaja para cualquiera, y también para Sebastian… ¿no es una suerte que además yo sea profesor?


Aquello no se estaba desarrollando como Paula había esperado.


—¿Es por eso por lo que es tan amigo de las programaciones? ¿Por qué es profesor?


—Siempre es bueno planificar las cosas, sobre todo en lo relativo a los niños. La rutina les proporciona estabilidad. Seguridad. Por cierto, Paula, ¿a qué se dedica usted?


—Diseño ropa.


—Ya.


—¿Qué quiere decir eso?


—Que ya me parecía usted una persona muy creativa. Poco… convencional.


—¿Tengo que tomármelo como un insulto?


—En absoluto. Yo admiro el talento de la gente —la miró de arriba abajo, fijándose en su atuendo. Su mirada se detuvo un instante en su escote antes de subir nuevamente hasta su rostro—. ¿Es uno de sus diseños? Es muy vistoso.


Paula se alisó nerviosa la falda de lino: era de un tono azul algo más oscuro que la blusa. De hecho, se trataba de un diseño poco colorido, comparado con el resto de su guardarropa. Le gustaba porque la falda estaba cortada en oblicuo y resultaba bastante cómoda. Diminutos botones dorados en forma de venera decoraban ambas prendas. Por desgracia, sólo en aquel momento se dio cuenta de que se había dejado sin abrochar los dos botones superiores del escote.


—Gracias. El color es una de las señas de identidad de la marca Chaves —se acordó de otra cosa que había querido decirle—. El negocio de la moda es muy rentable. He ganado una escandalosa cantidad de dinero con mis diseños, más que suficiente para criar apropiadamente a Sebastian. No le faltará de nada.


—Supongo que su trabajo debe de ser muy exigente. Seguro que trabajará muchas horas.


Paula se encogió de hombros.


—Es difícil programar la creatividad.


—Ayer dijo que estuvo en París el año pasado, ¿Viaja muy a menudo?


—Sí, intento asistir a las grandes presentaciones internacionales. Además, cuando hago un negocio con cualquier empresa de cualquier país, me gusta negociar las condiciones cara a cara.


—Con una agenda tan apretada como la suya, supongo que no pasará mucho tiempo en casa.


Paula entrecerró los ojos. Sabía adonde quería llevarla y no quería regalarle otro punto a su favor.


—Sean cuales sean mis exigencias profesionales, mi prioridad sería el bienestar de Sebastian. ¿No es una suerte que sea lo suficientemente rica como para proporcionárselo de sobra?


Pedro no respondió. Se levantó cuando volvió Sebastian.


—Buen trabajo, hijo —lo tomó de la mano—. Nos vamos al puente de observación, Paula. Eres libre de acompañarnos.


Paula no sabía si había ganado algo con aquella conversación, pero no estaba dispuesta a darse por vencida.


—Por supuesto, el puente de observación. La actividad número tres. Vamos para allá.




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