miércoles, 22 de julio de 2020

CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 8





Hacía seis horas que había anochecido, pero el barrio de Moscú donde vivía Ilya Fedorovich no estaba en absoluto silencioso. Una sirena resonaba al fondo del estrecho callejón de edificios de ladrillo. La música rock del bar de la esquina atronaba la casa.


Ilya ni siquiera se había planteado alquilarse un mejor apartamento. No le importaba la comodidad. Su trabajo le exigía viajar continuamente, y en las raras ocasiones en que se quedaba allí, aquel lugar satisfacía a la perfección sus necesidades de intimidad.


De modo que ignoró los ruidos de la calle, encendió la lámpara de la mesa de la cocina y se llevó el teléfono a la oreja.


—Te escucho, Serguéi.


—Ella abandonó ayer su apartamento. Yo mismo le cargué las maletas en el taxi.


Ilya utilizó su mano libre para recoger el paño cuidadosamente doblado que había dejado al lado del aceite para engrasar la pistola.


—Eso no es nada inusual. Viaja a menudo. Dijiste que tenías noticias frescas.


—Da. Desde el primer momento sospeché que no se trataba de un viaje de negocios normal. Llevaba equipaje suficiente para llenar el taxi hasta los topes.


Ilya comenzó a limpiar el cañón del revólver Makarov de nueve milímetros que descansaba en el centro de la mesa.


—¿Algo más?


—No sabía adonde se había ido hasta que su secretaria y su abogado se presentaron esta tarde a recoger unos contratos que había olvidado llevarse al despacho. Escuché su conversación. Estaban muy descontentos con la manera en que se había marchado, a toda prisa. Había cancelado todas sus citas para largarse a un crucero por el Mediterráneo.


—Serguéi, eso a mí no me importa. No me interesan sus planes de vacaciones.


—Por eso precisamente lo he llamado. Llevo siete años trabajando de portero en el Black Eagle Arms, y en todo ese tiempo las únicas vacaciones que se ha tomado esa mujer han sido para volver a su casa de Murmansk.


Llya se acercó a la nariz el cañón del arma: le encantaba el olor a grasa fresca.


—Ya lo sé. Quizá quiera disfrutar de un mejor clima.


—Niet, no es por eso por lo que se ha embarcado en ese crucero —Serguéi bajó el tono de voz—. Su secretaria dijo que iba a ver a su sobrino.


Apretó con fuerza el teléfono. Estrangularía a Serguéi con sus propias manos si al final se demostraba que se trataba de otra falsa pista.


—¿Has dicho «sobrino»?


—Eso es lo que le oí decir. Por eso estaba tan contenta cuando se marchó. Como antes, cuando se iba a Murmansk de vacaciones. Tiene que haber encontrado al chico que usted estás buscando.


—Excelente. Has hecho bien en llamarme.


Serguéi se aclaró la garganta.


—Er… ella me dio una propina de mil rublos cuando se marchó.


—Yo te daré diez mil si me dices de qué puerto ha salido.


—Lo siento, pero no lo sé. Le dijo al taxista que la llevara al aeropuerto. No sé nada más.


—Eso es menos que nada. Puede haber volado a cualquier parte. Desde Estocolmo hasta Estambul.


—Lo sé. Lo siento. Su secretaria se quejó a su abogado, y él le dijo que tendrían que enviarle los contratos que encontraran en su apartamento directamente al barco, por fax.


A Ilya se le ensancharon las aletas de la nariz, como a un depredador que hubiera olisqueado su presa.


—¿El barco? ¿Mencionó su nombre?


—¡Da! El Sueño de Alexandra.


—Bien hecho, Serguéi.


Un claxon resonó en la calle. Un perro empezó a ladrar a lo lejos. Pero Ilya no oía nada más que el rápido latido de su corazón.


—¡Gracias, coronel!


Colgó el teléfono, satisfecho. Poca gente seguía llamándole así, pero Serguéi había servido en su unidad y se acordaba bien de él. Aunque sospechaba que aquella cortesía no era más que una táctica para conseguir favores.


El mundo había cambiado desde los días gloriosos del ejército soviético. En aquel entonces, la palabra «lealtad» todavía tenía sentido. Un soldado tenía honor y dignidad. Tal vez a Serguéi no le quedara ya orgullo, sobreviviendo como sobrevivía de portero de un lujoso edificio de apartamento y comiendo de la caridad de los novye russkie, los «nuevos rusos».


Pero era un elemento útil. Y su carencia de honor iba a permitir a Ilya cumplir con su deber.
Porque, aunque el mundo había cambiado, Ilya no. Desde que tomó conciencia de su propósito en la vida, se había labrado una reputación tachable. Sus numerosas medallas lo atestiguaban. Desvió la mirada hacia la colección enmarcada que colgaba en una pared. 


El ejército lo había ascendido a coronel en reconocimiento a su talento. Pero ahora trabajaba para otro patrón y le pagaban mucho mejor. Y eso que el trabajo era el mismo.


Miró el arma que tenía en la mano. ¿Trabajo? 


No, matar era mucho más que una profesión para Ilya. Era una vocación. Era bueno en lo que hacía. El mejor. Cuando le encargaban algo, no descansaba hasta que lo cumplía.


El encargo de matar al pescador y a la familia no debería haber presentado mayores problemas. 


El hombre había sido un don nadie que había cometido el fatal error de desafiar a la Mafia local. Las tres muertes habrían debido servir de ejemplo a otros, y, como siempre, Ilya no había demostrado compasión alguna. Había resultado patéticamente fácil sacar aquella antigualla de la carretera. No había habido testigos. Y no debería haber habido supervivientes. Borya Gorsky estaba muerto. Y su mujer también.


Pero su hijo vivía: había escapado. Lo habían ingresado en un orfanato y después había desaparecido sin dejar rastro, desafiando todo intento de Ilya por encontrarlo. Hasta ahora.
Ilya cerró los ojos y se pasó el cañón de la pistola por la cicatriz que le atravesaba una mejilla: le dolía aquella antigua herida. Y cuando le dolía, sabía que sólo había una cosa capaz de aplacar aquel dolor. Tenía que terminar el trabajo.


Y gracias a la determinación que había demostrado Paula Chaves por encontrar a su sobrino… al fin iba a hacerlo.




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