jueves, 23 de julio de 2020
CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 11
Mauricio O'Connor exhibió la más benevolente expresión de su repertorio cuando terminó su discurso y dio paso a las preguntas. Hasta el momento, la farsa estaba saliendo bien. La cifra de asistentes a su primera conferencia no había sido pequeña. Aunque habría preferido no tener a tanta señora mayor entre la audiencia. ¿Por qué las antigüedades interesaban tanto a las antigüedades?
—Padre Connelly, todas las piezas que nos ha enseñado son maravillosas. ¿Puede usted explicarnos la diferencia entre una reproducción y una auténtica?
Mauricio mantuvo impasible su expresión, aunque la pregunta le había incomodado un poco.
—Er… una de las diferencias está en el precio, por supuesto. Si pueden permitirse pagarla, es que es falsa —levantó una copia de una urna funeraria etrusca—. Ésta, por ejemplo. Ningún humilde sacerdote podría cultivar esta pequeña afición mía si para ello tuviera que comprarse la original.
Se oyeron algunas risas comedidas. Mauricio creyó haber salido del mal paso hasta que un hombre de barba blanca alzó la mano desde la última fila.
—¿Cuánto valdría la auténtica, padre Connelly?
—Ah, eso depende de múltiples factores —intentó ganar tiempo volviendo a colocar la urna sobre la mesa. No quería ponerse a hablar de dinero por miedo a que la gente pudiera interesarse demasiado por su «pequeña afición»—. Los factores principales a la hora de determinar su valor son su edad, su estado de conservación y su excepcionalidad.
—¿Y si alguien encuentra una de esas vasijas en el patio de su casa? —inquirió el mismo hombre—. ¿Estaría obligado a llevarla a un museo o tendría derecho a quedarse con ella?
Mauricio se rascó la barbilla con gesto pensativo. Tenía un buen olfato para los policías, algo absolutamente necesario en su negocio, y podía detectar uno a kilómetros de distancia. Pero ninguno de los asistentes, incluido el hombre de la barba, había despertado sus sospechas, de modo que la pregunta tenía que ser inocente.
—Ah, usted me está haciendo una pregunta que haría tentar a un santo… —cuando cesó la nueva ronda de carcajadas, levantó la imitación de un ánfora romana—. Piezas de uso cotidiano como ésta han sido descubiertos infinidad de veces en solares de construcción de la Roma actual. Es responsabilidad del departamento arqueológico de la ciudad documentar y valorar esos hallazgos, pero… ¿quién puede poner precio a la historia? —volvió a colocar la pieza en su lugar y le dio una palmadita cariñosa—. Creo que el verdadero valor de cualquier pieza arqueológica reside en su capacidad para vincularnos con el pasado. Para sentir el pasado.
Varios de los asistentes asintieron con la cabeza y sonrieron satisfechos. Incluida la bibliotecaria.
Ariana Bennett era una anomalía en aquel público de antigüedades. Era una morena atractiva, de unos treinta y pocos años, aunque con un estilo demasiado intelectual para el gusto de Mauricio. Peor aún: había exhibido un conocimiento exhaustivo de la cultura clásica mientras lo ayudaba a exponer su colección. Lo cual podía representar un peligro: no quería que ningún ratón de biblioteca acabara desenmascarándolo.
A su manera, Mauricio también era todo un experto en el campo de las antigüedades. Después de todo, llevaba quince años traficando con ellas.
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