jueves, 23 de julio de 2020

CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 10





Sebastián salió contento de la biblioteca, entre los dos adultos. En el otro extremo de la habitación, varias personas se disponían a escuchar a un conferenciante. Paula reconoció al hombre fornido y de pelo gris que aparentemente iba a intervenir: era el sacerdote con quien se había tropezado cuando abordó el barco. Estaba hablando con la señorita Bennett, la bibliotecaria, mientras colocaba sobre la mesa varias piezas de cerámica antigua.


En la hoja volante del crucero había leído que el padre Connelly impartiría una serie de conferencias sobre antigüedades, un tema apropiado ya que la mayor parte de los puertos de escala tenían importantes yacimientos arqueológicos cerca. Ese día el barco fondearía en Katakolon, un puerto cercano a Olimpia. Un paseo por la primera sede de los Juegos Olímpicos era precisamente la actividad número cuatro del programa de Pedro.


Cuando compró el pasaje, Paula ni siquiera se había fijado en los puertos en los que recalarían. 


Aunque se hubiera tratado de un crucero por el Ártico, le habría dado igual. Solamente el hecho de caminar al lado de Sebastián, de sentir su manita dentro de la suya, valía para ella más que todos los tesoros del mundo antiguo.


Para su consternación, se le volvieron a llenar los ojos de lágrimas. Parpadeó varias veces y miró a su alrededor: habían caminado por un espacioso pasillo y se dirigían hacia uno de los ascensores. Todavía tenía que acostumbrarse a las dimensiones de aquel buque.


—Señor Alfonso… —empezó.


—Mis alumnos me llaman «señor Alfonso». Preferiría que me llamases Pedro.


—¿Por qué? No somos amigos.


Pedro se detuvo cuando llegaron al ascensor. Sin soltar a Sebastian, se acercó para susurrarle al oído:
—Puede que estemos enfrentados, Paula. Pero tenemos el mismo objetivo. Ambos queremos que Sebastian sea feliz.


—Eso es verdad.


—Ahora mismo, Sebastian es muy sensible hacia todo lo que le rodea —añadió, bajando aún más la voz—. Si no puedes sonreír y emplear un tono agradable cuando hables conmigo con él delante, se pondrá nervioso. Creerá que ha hecho algo malo.


Le estaba acariciando el pelo con su aliento. Eso, añadido a su voz susurrada, estaba dando un matiz singularmente íntimo a su voz. ¿O lo estaba haciendo de manera deliberada para distraerla?


—No somos amigos —insistió—. Somos oponentes.


—Sí, eso está claro. Pero, por el bien de Sebastian, tendremos que fingir que nos llevamos bien.


—No me gusta fingir. A mí me gusta exteriorizar lo que siento.


—¿De veras? Nunca lo habría adivinado.


Paula vaciló. ¿Era humor lo que veía brillar en sus ojos? Tenían un impresionante color ambarino. Con un color así, quizá no fuera tan grave que fuera vestido en tonos caquis…


—Señor Alfonso…


Pedro —la interrumpió.


—Está bien. Pedro, yo…


—Sonríe.


Más que sonreír, Paula enseñó los dientes.


—Mucho mejor —apartándose, pulsó el botón de llamada del ascensor—. Por cierto, ahora que estamos hablando de nombres… ¿puedo hacerte una pregunta?


—Adelante… Pedro.


—¿Por qué llamas a Sebastian con tantos nombres diferentes?


—¿Yo?


—Has usado varios. Sebasochka. Sebasvovo… no sé qué.


Esa vez su sonrisa sí que fue sincera.


—El ruso es un idioma muy flexible. Me permite jugar con el nombre de Sebastian. Son diminutivos.


—¿Cómo Pau?


—Eso es distinto. Cuando Sebastián era muy pequeño, le costaba pronunciar «tíotya Paula», así que él mismo lo acortó. ¿Verdad, Sebavovochikdya?


Sebastian sonrió al oír aquel diminutivo tan sofisticado. Animada por aquella sonrisa, Paula le apretó la mano. Mirando a su alrededor, descubrió una pastelería al otro lado del vestíbulo. En el mostrador, una camarera estaba llenando una bandeja de sofisticados bombones. 


El local ostentaba el apropiado nombre de Tentaciones.


—Huelo a chocolate. ¿Por qué no entramos?


—Quizá después —dijo Pedro, mirando su reloj—. Hace apenas una hora que terminamos de desayunar.


—¡Bah! Los niños necesitan algo más que programas. Necesitan diversión. A Sebastian le encanta el chocolate. Yo siempre le llevaba montones de bombones cuando lo visitaba —cerró los ojos y olisqueó con gesto teatral antes de hacerle un guiño a su sobrino—. ¿Shokolat?
Sebastian dio un bote de alegría, sonriente.


—Shokolat.


—En inglés es casi igual —añadió Paula, señalando la bandeja llena de pequeños bombones con forma de estrellas de mar que había en el escaparate—. Shokolat. Chocolate.


—Cho-co-la-te —repitió Sebastian y miró anhelante a Pedro, como esperando su aprobación.


El ascensor llegó en aquel momento, pero Pedro lo ignoró. De repente, su boca se relajó en una de sus sorprendentemente tiernas sonrisas.


—Bueno, venga. Vamos a comernos un bombón…


Paula sabía que ésa era otra imagen que permanecería grabada en su recuerdo. Los hombres rara vez exteriorizaban sus emociones. De ahí que, cuando lo hacían, el efecto fuera más impactante. Como en ese caso.


—¿Uno solo? —exclamó—. ¿Cómo puede alguien comerse solamente un bombón? Es como comerse una sola fresa: una contradicción en los términos. O como conformarse con un solo beso.


Pedro seguía sonriendo cuando bajó la mirada hasta sus labios. Fue una mirada fugaz, tan accidental como el anterior contacto de su mano en su seno. Y esa vez ni siquiera la había tocado. Aunque, por el cosquilleo que sentía en los labios, era casi como si lo hubiera hecho…


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