viernes, 17 de julio de 2020

UN AMOR EN EL OLVIDO: CAPITULO 35





Diez minutos más tarde, estaba en el dormitorio del ama de llaves, comiéndose una manzana frente a la pantalla del ordenador. Paula ni siquiera había empezado su búsqueda cuando oyó una voz airada a sus espaldas.


—¿Qué diablos te crees que estás haciendo?


Asombrada, Paula se dio la vuelta y vio que, efectivamente, se trataba de Pedro.


—Hola —dijo, tratando de comportarse despreocupadamente a pesar de que el corazón le latía con fuerza en el pecho. Estaba más guapo que nunca con una camiseta negra y unos vaqueros—. Me alegro de verte.


—La señora Papadakis me ha dicho que estabas aquí —le respondió él—. No has respondido a mi pregunta. ¿Qué estás haciendo?


—Dado que sigo sin recuperar la memoria, pensé que podría intentar descubrir algo buscando mi nombre en la red para ver si puedo averiguar…


—No me gusta que vengas aquí…


—No quería molestarte en tu despacho. El ama de llaves me ha permitido utilizar su ordenador. ¿Es que acaso no puedo tener libertad de movimientos en mi propia casa?


Paula se giró para centrarse de nuevo en la pantalla del ordenador, pero él se lo impidió agarrándola por el hombro.


—No lo hagas.


—¿Por qué?


—Deberías estar descansando y no tratando de encontrar un pasado que no importa. Deberías estar decorando la habitación del bebé, centrándote en nuestro futuro juntos y cuidándote por el bien del bebé.


—¿De verdad? Si tú mostraras el más mínimo interés en mí o en el bebé, sabrías que ya he terminado la habitación. Lo hice hace una semana, pero no tienes ningún interés. Llevas un mes evitándome, como hiciste después de que nos casáramos. Y, dado que tú no hablas conmigo, ésta es mi única opción de averiguar por qué — añadió, señalando el ordenador.


—No importa. ¡Déjalo estar!


—No puedo, y menos aún cuando tú no me hablas, cuando no me tocas, ¡cuando ni siquiera me miras!


—Te he dado todo lo que una mujer podría desear. ¿Acaso no te basta?


—Sí. Vivo en una hermosa casa y estoy esperando un niño, pero tú no estás a mi lado. ¿Por qué no puedes decirme la razón?


Pedro abrió la boca para hablar, pero no dijo nada.


—Te estás disgustando por nada —dijo él, después de un instante—. Yo tengo mucho trabajo. Sólo es eso.


—¿No será que ya no me encuentras atractiva? ¿O acaso es que hay otra mujer? —le espetó, atenazada por el miedo.


—¿Es eso lo que crees? —le preguntó—. ¿Crees que te traicionaría de ese modo?


—¿Y qué otra cosa se supone que tengo que pensar cuando tú…?


—Tú eres la única mujer a la que deseo. ¡La única mujer a la que desearé nunca!


—Entonces, ¿por qué? ¡No lo comprendo!


—Este último mes ha estado a punto de acabar conmigo. Cada día que pasa es peor que el anterior. Verte delante de mí sabiendo que no puedo tenerte… ¡Es como caer al infierno una y otra vez!


—Pero si yo estoy aquí —susurró ella sin comprender—. ¿Por qué no quieres tocarme?


—Si lo hago, sé que te perderé.


Esas palabras tenían tan poco sentido, que Paula no pudo evitar echarse a llorar.


—Por favor, Pedro. Te necesito…


Sus miradas se cruzaron. Entonces, Pedro lanzó una maldición y se rindió. La tomó en brazos y la besó, murmurando palabras en griego.


La abrazó tierna y apasionadamente a la vez, en un gesto lleno de anhelo y de arrepentimiento mientras la besaba.


—Paula… Oh, Paula… no puedo apartarte de mí —susurró. Entonces, la miró a los ojos—. Sea lo que sea lo que esto me va a costar, sea lo que sea lo que ocurre, no puedo seguir haciéndote daño.


UN AMOR EN EL OLVIDO: CAPITULO 34





¿Cómo era posible que todo se hubiera estropeado de aquella manera? Un mes después. Paula aún no podía comprenderlo. 


Vivía en una maravillosa casa en Grecia y tenía una Isla privada. Estaba casada con el hombre más guapo sobre la faz de la tierra y estaba esperando un hijo suyo. Era feliz, se encontraba sana y vivía en medio de un lujo maravilloso bajo la luz del sol del mar Egeo y con un ejército de criados que atendían todos sus deseos.


Sin embargo, no era feliz. Pedro llevaba un mes sin tocarla. Estaba sola en su matrimonio. Sola en la vida.


Nunca antes se había sentido tan triste. Aunque vivían en la misma casa, llevaban vidas separadas. Pedro trabajaba por las noches en su despacho e iba a la cama sólo cuando ella ya estaba dormida o, peor aún, dormía en el sofá de su despacho. Paula se pasaba los días decorando la habitación del bebé, organizando la casa y tomando el helicóptero para ir a la cercana isla de Kos para que la viera el médico.


Había hecho todo lo que se le había ocurrido para recuperar el interés de Pedro.


Se vestía con ropa bonita, había aprendido a cocinar sus platos favoritos, leía periódicos para aprender cosas sobre los temas que a él le interesaban…


Todo en vano.


El problema era que a él ya no le interesaba.


Desde el primer día en la isla, cuando hicieron el amor tan apasionadamente sobre el suelo, él no había vuelto a tocarla. Ni siquiera la abrazaba ni la besaba. De hecho, se podía decir que, prácticamente, no la miraba.


Después de un mes de sentirse abandonada y evitada, Paula se sentía completamente descorazonada. Le había preguntado a Pedro en varias ocasiones por qué la ignoraba y si ella había hecho algo que lo enojara.


No había obtenido respuesta alguna.


Tenía miedo de volver a preguntarle porque no se podía apartar más de ella a no ser que, físicamente, decidiera abandonar la isla. Al menos seguía en la casa. Sin embargo, ¿cómo iban a poder arreglar lo que hubiera ocurrido si no hablaban?


¿Cuando él ni siquiera la tocaba? Paula se sentía completamente desesperada.


—Buenos días, señora Alfonso.


Paula se sobresaltó al oír la voz del ama de llaves.


—Buenos días.


La mujer colocó una bandeja de fruta, huevos, tostadas y una tetera de poleo menta sobre la mesa de piedra y dijo:
—Que disfrute del desayuno.


Paula recordó de repente el almuerzo que había compartido con Pedro allí en la terraza en el primer día de su estancia en la isla. ¿Qué era lo que había hecho mal? ¿Qué tenía que recordar?


—¿Dónde está el señor Alfonso?


—Creo que está en su despacho, señora. ¿Quiere que le envíe un mensaje?


¿Otro mensaje que pudiera ignorar? Paula negó con la cabeza. Miró al mar y respiró profundamente. Casi temía lo que pudiera recordar. ¿Qué otra cosa podría ser peor aún?


Pedro no se lo decía, pero su silencio durante aquel mes resultaba muy elocuente. Ella tenía que haber hecho algo. Algo que él no podía perdonar.


¡Tenía que acordarse! Si no lo hacía, temía que lo perdería para siempre y con él su posibilidad de tener una familia, antes incluso de que el bebé naciera.


—¿Hay otro ordenador en la casa aparte del señor que tenga conexión a Internet? No querría molestar a mi esposo.


—Hay uno en mi habitación, señora. Puede utilizarlo cuando quiera.


—Gracias —dijo Paula aliviada. Tomó su plato y se puso de pie—. ¿Le importa si lo utilizo ahora?






UN AMOR EN EL OLVIDO: CAPITULO 33





Aquella noche, ella se quedó dormida llorando. Pedro no sabía qué hacer.


Quería hacerle el amor. Quería decirle la verdad. 


No podía hacer ninguna de las dos cosas.


Cuando por fin Paula se quedó dormida, Pedro ya no pudo resistirlo.


Se levantó de la cama y se acercó a la terraza para mirar el mar.


Observó cómo la luna llena se reflejaba plenamente sobre las aguas del Egeo.


Había creído que allí podría mantenerla a salvo del mundo.


Se había equivocado.


Si quería salvar a su familia, no podría volverle a hacer el amor a su esposa. Ninsiquiera podría besarla porque, si lo hacía, ella lo recordaría todo y la perdería.


El dolor se apoderó de él. Observó por última vez el cuerpo desnudo de su esposa. Gozó con su dulce belleza a pesar de que su alma sufría por las lágrimas quense le habían secado sobre el rostro. Observó cómo la luz rosada del amanecer se deslizaba lentamente sobre las paredes del dormitorio.


Entonces, con las manos apretadas en puños, se marchó y la dejó dormir a solas.




jueves, 16 de julio de 2020

UN AMOR EN EL OLVIDO: CAPITULO 32




—Te amo…


Pedro miró a Paula cuando ella pronunció las palabras. Se sintió tan profundamente unido a ella que ya no podía negarlo.


«Te amo».


Hacer el amor con ella en Atenas había sido explosivo, pero aquello era mucho más. Comprendió por qué aquello no se parecía en nada a lo que había experimentado antes. Por qué el placer había sido tan intenso. Al escuchar cómo ella pronunciaba aquellas dos palabras, no pudo contenerse más y se vertió en ella con un grito. Entonces, entendió que estaba enamorado de ella.


Miró a su hermosa esposa y comprendió que la amaba. Ella le había devuelto a la vida. Le había hecho sentir cosas y verlo todo bajo una luz diferente.


La amaba. Sabía que se moriría si la perdía. 


Rezó para que pudieran permanecer así siempre, ocultos al mundo, sin temer que ella pudiera recordar.


De repente, ella gritó de un modo que no tenía nada que ver con el placer. Se cubrió el rostro y se apartó de él.


—¡Paula —exclamó él. Se incorporó y la tomó entre sus brazos.


Entonces, vio que ella tenía el rostro lleno de lágrimas.


—Acabo de recordar algo más —gimió.


—¿El qué? —preguntó él, completamente aterrorizado.


—Recuerdo haber robado los papeles de tu caja fuerte. Se los di a Luis Skinner, tal y como tu dijiste. Entonces, salí huyendo de Atenas y no dejé de correr nunca. No quería que me encontraras. Te odiaba… ¿Por qué? ¿Por qué te odiaba tanto?


Pedro sintió que se le hacía un nudo en la garganta. La miró fijamente, pero sin poder hablar.


—Dime por qué te odiaba.


—Yo… No lo sé —mintió. Deseaba proteger a su esposa.


Paula se cubrió el rostro y se apartó de él.


—No importa —dijo él tomándola entre sus brazos una vez más—. El pasado no importa. Ya no. Lo único que importa es el futuro. Nuestro hijo.


Paula lo miró fijamente.


—¿Me amas, Pedro? —susurró ella.


Él no había esperado aquella pregunta. Se preparó para decirle que sí, que claro que la amaba, pero no pudo pronunciar las palabras.


Nunca antes se las había dicho a nadie.


«Te amo y me aterra poder perderte».


Cuando él no respondió. Paula contuvo el aliento. Pedro vio la tristeza reflejada en el rostro de su esposa y supo que le había hecho daño en el momento en el que ella más apoyo necesitaba.


—Paula… —susurró. Se inclinó para besarla, pero se detuvo.


Había pensado que llevándola a Mithridos, a un lugar que ella no había visto antes, podría protegerla de sus recuerdos.


Decidió que no habían sido las vistas de Venecia o de Atenas lo que le habían hecho recordar. 


Había recordado lo primero después de que él la besara en el puente Rialto. Inmediatamente después de hacerle el amor en Atenas, Paula había recordado detalles de la muerte de su padre.


Y en aquel momento, después de hacer el amor por segunda vez, había recordado que lo odiaba.




UN AMOR EN EL OLVIDO: CAPITULO 31





Pedro la miraba constantemente y la besaba. 


Sus labios eran tan suaves y sus besos tan apasionados, que se sentía completamente viva.


Contuvo el aliento y lo miró. La bronceada piel del musculoso torso de Pedro relucía con el agua del mar.


—No dejes nunca de besarme…


Sin previo aviso, él la tomó en brazos y la levantó contra su torso desnudo.


—Tengo intención de pasarme el resto de mi vida besándote.


Regresaron así a la casa. Pedro subió las escaleras de dos en dos como si ella no
pesara nada y la llevó a su dormitorio. Paula temblaba tanto de deseo, que ni siquiera consiguieron llegar a la cama. Al pasar frente a las puertas del balcón, con su maravillosa vista del Egeo, Pedro la besó. Ella se giró hacia su cuerpo y le rodeó la cintura con las piernas. El beso se intensificó.


Él la empujó contra la puerta corredera y le quitó la braguita del bikini. Ella hizo lo mismo con el bañador que él llevaba. Se besaron frenéticamente, acariciándose por todas partes. 


Al besarle la piel, Paula notó el aroma a sal y a mar.


Pedro lanzó un gruñido y la hizo tumbarse sobre la alfombra. La brisa del mar les refrescaba la piel. Él comenzó a besarle el valle que tenía entre los senos y siguió bajando hasta llegar a la húmeda feminidad. Paula gimió de placer cuando Pedro le separó las piernas y comenzó a estimularla con la lengua hasta que ella creyó que iba a volverse loca.


Con cada lametazo, ella se tensaba más y más, hasta que se sintió abrumada por su propio deseo. Sintió que Pedro le hundía la lengua y movió frenéticamente las caderas sabiendo que estaba a punto de explotar.


—No —susurró, apartándolo de sí—. Dentro de mí…


Pedro no necesitó más invitación. Se tumbó sobre el suelo y la levantó sobre él para hacer luego que se sentara. Durante un instante, ella no pudo moverse, dado que él la llenaba plenamente.


Entonces, él volvió a levantarla con sus fuertes brazos y le dijo:
—Móntame…


Paula obedeció. Gimió de gozo mientras se movía encima de él, controlando el ritmo. Lo sujetaba con fuerza en su interior, dejando que sus cuerpos se unieran como si fueran uno solo. Los dos estaban sin aliento, cubiertos de sudor y jadeando.


Con un último movimiento, ella explotó por fin.


—Te amo —gritó—. ¡Te amo!





UN AMOR EN EL OLVIDO: CAPITULO 30




La luz del sol resultaba brillante, casi cegadora, contra la palaciega villa de blancas paredes. Mientras observaba el cielo y el mar, a Paula le pareció que jamás había visto tantas tonalidades de azul. Se estiró en la hamaca que había Junto a la piscina y decidió que el cielo parecía unirse al mar. Dejó a un lado su libro sobre embarazos y observó cómo el Egeo lamía la blanca arena de la playa.


Sólo llevaban allí unas pocas horas, pero ella ya se había puesto un bikini de color amarillo y una hermosa túnica de color rosa. Afortunadamente, tenía en su armarlo ya gran cantidad de prendas cómodas y atractivas.


Cerró los ojos y gozó con la calidez que los rayos del sol le transmitían a la piel.


Además, ella no era la única a la que parecía gustarle. De repente, abrió los ojos de par en par y contuvo la respiración. Se colocó las manos sobre el vientre, justo por encima de la braguita del bikini.


¿Acababa de sentir…? ¿Había sido eso…?


—Buenos días, koukla mu…


Miró hacia atrás y vio que Pedro estaba en la terraza. Sólo llevaba un bañador y tenía una bandeja con dos vasos de agua con gas y dos platos de sándwiches y fruta.


Ella le sonrió, aunque no tenia demasiada hambre.


Al menos, no de comida.


Centró la atención en su musculoso torso, sus fuertes brazos y sus potentes piernas cubiertas de vello oscuro… No comprendía del todo la razón por la que, con tanta urgencia, se habían trasladado hasta allí desde Atenas, pero se había mostrado tan cariñoso y tan encantador, que le había resultado imposible negarse a su deseo por llevarla a casa.


Desde que llegaron a la isla aquella mañana, se había tomado muchas molestias para que se sintiera allí como en su casa. Paula no podía creer que fuera la dueña de aquella isla, que estaba frente a las costas de Turquía y a la que se podía acceder sólo en barco o helicóptero. 


Los muchos criados que se ocupaban de la enorme villa resultaban casi invisibles.


Su marido bajó con la bandeja y le dio un dulce beso en la mejilla.


—¿Te gusta?


—Es como un sueño, Pedro. Un cuento de hadas. Me encanta.


—Bien —dijo él mientras se sentaba en la hamaca que había al lado de la de Paula—. Quiero que seas feliz. Quiero que críes a nuestros hijos aquí.


—¿Hijos? ¿Cuántos hijos?


—¿Dos?


—¿Seis? —bromeó ella.


—Creo que podremos alcanzar un acuerdo. Tres.


—Está bien. Soy tan feliz aquí, que creo que no querré marcharme nunca.


—Así será.


—Bueno, ¿qué es lo que tienes en mente? ¿Una luna de miel que no acabe nunca?


Pedro se inclinó para besarla tierna y dulcemente en los labios.


—Exactamente.


Se levantó de nuevo y se dirigió a la mesa con la bandeja. Colocó los platos e hizo lo mismo con cubiertos y servilletas. Entonces, se llevó las dos copas de agua mineral a las hamacas y le entregó una a Paula.


Luego, levantó la suya.


—Por la mujer más hermosa del mundo.


Paula se sonrojó y golpeó suavemente la copa contra la de él.


—Por el hombre más maravilloso del mundo. Gracias por decirme la verdad. Gracias por perdonarme. Gracias por dejarlo todo atrás y por traerme a casa.


Pedro frunció el ceño y apartó la mirada. 


Entonces, echó la cabeza hacia atrás y se bebió el agua de un trago. Paula dio un sorbo y, entonces, se incorporó de un salto sobre la hamaca. Inmediatamente, se puso las manos sobre el vientre.


—¡Creo que acabo de sentir cómo se movía el bebé!


—¿Si? —preguntó él. Entonces, le colocó las manos sobre el vientre, por encima de la transparente bata rosa—. No siento nada.


—Tal vez me haya equivocado. Soy nueva en esto… —dijo. Entonces, volvió a sentir algo parecido a las burbujas de champán en el vientre—. ¿Has sentido eso?


—No.


Se quitó la túnica y se colocó las manos de Pedro contra la piel desnuda.


Entonces, observó cómo el se concentraba, conteniendo hasta la respiración como si no hubiera nada más importante para él en todo el mundo que sentir cómo su hijo se movía dentro de ella.


Paula recorrió el hermoso rostro de Pedro con la mirada. Le parecía imposible que hubiera ninguna mujer más afortunada que ella en el amor.


«Sin embargo, aún no te ha dicho que te quiere».


Decidió que no necesitaba escuchar esas palabras. Los actos de Pedro demostraban lo mucho que ella le importaba. Las palabras se las lleva el viento.


Podría vivir sin ellas.


—Sigo sin sentir nada…


—Lo sentirás, aunque creo que podría tardar un poco. El libro que estaba leyendo dice que podría pasar otro mes antes de que se le pueda sentir desde el exterior, pero me gusta que te preocupes por nuestro hijo tanto. Yo te…


«Te quiero». Estuvo a punto de pronunciar aquellas palabras, pero no lo hizo.


No cuando él no se las había dicho a ella.


—Creo que me apetecería comer algo.


—Tus deseos son órdenes para mí —replicó él.


Se pasaron el día en la playa, paseando por la arena y descansando.