lunes, 29 de junio de 2020

A TODO RIESGO: CAPITULO 49




18 de diciembre


Paula se sentó en la cama, mirando por la ventana. El cielo estaba nublado y la playa desierta, a excepción de unos cuantos valientes que desafiaban el frío. Era el típico tiempo de diciembre en el sur de Alabama: por lo general días templados y noches cálidas, hasta que surgía un frente de lluvias y el invierno hacía una breve aparición. Sin embargo, el frío que había anidado en el corazón de Paula durante las dos últimas semanas se había derretido ante el fuego que Pedro había encendido en su interior. 


Durante la noche anterior había dormido en sus brazos.


Se dispuso a levantarse para preparar el café, pero Pedro se despertó en el mismo instante en que se movió.


—Tienes un sueño muy ligero.


—Sobre todo cuando estoy en misión. Y en esta casa resulta difícil dormir. Si creyera en los fantasmas, yo diría que está embrujada.


—¿Y crees en los fantasmas?


—No. Los vivos ya dan suficientes problemas, como para que me ponga a pensar en los muertos. El viento se cuela por todos los rincones de esta casa: chilla como un alma en pena. Escucha, ahí está otra vez…


—La leyenda dice que los gemidos que se oyen son el llanto de una viuda, por sus amantes pescadores que nunca regresaron a casa. Bueno, y ahora… ¿qué tal si preparo el café?


Estrechándola entre sus brazos, Pedro le dio un largo y dulce beso que la dejó estremecida de emoción.


—Tú quédate en la cama, mamá. Yo me encargo del café.


Volvió poco después con dos tazas de café, dos vasos de zumo, fresas y unas sabrosas tostadas.


—Me vas a malacostumbrar —le dijo ella—. No voy a ser capaz de sobrevivir sin ti.


—Este es el premio por su excelente trabajo de ayer, por haber repasado conmigo toda tu vida, detalle a detalle, en busca de alguna pista. Tengo un amigo en la oficina revisando la docena de nombres que me facilitaste. Cuando uno se pone a buscar, no sabe lo que puede acabar encontrando.


—Yo no estoy tan segura. Nadie de esa lista me parecía sospechoso.


—Bueno, teníamos que empezar por algún lado —le tendió la taza de café—. Comencé con gente con la que trabajas de manera cotidiana, sobre todo aquellos que no siempre están muy contentos con tus decisiones. Para ser tan joven, eres una mujer con mucho poder.


—Que estén resentidos conmigo es una cosa. Y otra muy diferente que quieran matarme.


—Hay mucha gente trastornada por ahí fuera.
Paula mordió una tostada. Últimamente siempre se despertaba con hambre.


—¿Y bien? ¿Qué es lo que toca hoy?


—Más de lo mismo. Aparte de que me gustaría echar un vistazo a la cúpula o a cualquier otro lugar donde tu abuela guardara recuerdos, fotografía, cartas…


—¡Hey! —se llevó una mano al estómago.


—¿Qué pasa?


—La pequeñita está muy activa esta mañana. No para de dar patadas. Pon la mano aquí y espera unos segundos. La sentirás.


Pedro se sentó en un lado de la cama e hizo lo que le decía. No tuvo que esperar mucho. Una enorme sonrisa se dibujó en sus labios.


—Es como si estuviera haciendo gimnasia dentro —añadió Paula.


Pedro se inclinó para besarle el vientre en el punto exacto donde había oído dar pataditas al bebé. Fue un gesto tan dulce como conmovedor. 


A Paula le costaba creer que solo habían transcurrido dos semanas desde que se conocieron. Pero dos semanas viviendo juntos minuto a minuto en aquella situación de peligro habían multiplicado exponencialmente aquel corto lapso de tiempo. De repente escucharon el motor de un coche.


—¿No habías dicho que Mateo venía los domingos?


Pedro salió a la terraza, en bata, mientras Paula se vestía.


—Es un poli. Siempre aparecen cuando menos los necesitas.


—Probablemente sea Lautaro.


—¿Lautaro?


—Lautaro Collier. Un antiguo compañero de instituto. Lo llamé la misma noche que llegué a Orange Beach para quejarme de un misterioso desconocido que creía que me estaba siguiendo.


—¡Imagínate lo que les contará a sus compañeros esta noche cuando se entere de que ese misterioso desconocido soy yo y que estoy viviendo en tu casa! ¿Bajo a abrir?


—¿Así, en bata? Bueno, ¿y por qué no? Es probable que a estas alturas ya se haya enterado de la historia de cómo un antiguo compañero mío de la universidad apareció en el pueblo, se quedó prendado de mi devastadora belleza y se enamoró locamente de mí —se llevó una mano al pelo en una característica pose de mujer fatal—.Voy a lavarme la cara y los dientes y estoy con vosotros en un momento. Ah, y no le digas que tú eres el tipo que creía que me estaba siguiendo.


—¿Yo? ¿Seguir a una mujer hermosa para terminar instalándome en su casa y en su cama? ¿Qué clase de hombre crees que soy?


Paula esbozó una mueca pero dejó su pregunta sin responder. Pensaba que era un hombre tan sexy como bueno y valiente, justo lo que necesitaba en su vida en aquel momento. 


Solo que el futuro estaba demasiado nebuloso para pensar en él.


Nada más abrir Pedro la puerta, el policía lo calibró con la mirada.


—Hola, agente. ¿Hay algún problema?


—No. Soy amigo de Paula. ¿Se encuentra en casa?


—Está arriba, ahora mismo baja. ¿Quiere pasar?


—Sí, gracias —entró, quitándose el sombrero.


—Tome asiento, por favor —le ofreció Pedro, señalándole el sofá—.Voy a traerle una taza de café.


—No se moleste. Acabo de terminar mi jornada y pensaba volver a casa y dormir un poco. Aunque sí aceptaría un vaso de agua —siguió a Pedro hasta la cocina—.Tengo entendido que Paula y usted son viejos amigos.


—Las noticias vuelan en Orange Beach.


—Somos como una gran familia con un montón de parientes que vienen a pasar el invierno y otro montón en verano.


—Supongo que tendrán mucho trabajo durante la temporada turística.


—Nos las arreglamos bien.


—Entonces tienen que tener un buen departamento de policía.


—Vigilamos el pueblo de cerca. Si está usted buscando problemas, no ha venido a un buen lugar —repuso, adoptando la clásica imagen del policía duro.


En aquel preciso instante entró Paula en la cocina.


—Orange Beach es uno de los lugares más tranquilos del país —comentó, acercándose a Pedro—. Por lo menos eso fue lo que me dijiste la otra noche, ¿verdad, Lautaro?


El policía miró con expresión desconfiada a Pedro antes de concentrarse en Paula:
—¿Volviste a ver a ese hombre del que me hablaste?


—No. Supongo que el embarazo me ha puesto más nerviosa de lo normal.


—Como ya te dije, llámame cuando tengas el menor problema. Puedo mandar a alguien para que vigile la zona.


—Permítame una pregunta… ¿cómo ingresó usted en el cuerpo de policía? —le preguntó Pedro, consciente de que Paula se había olvidado de mencionar a Lautaro el día anterior, cuando estuvieron repasando los nombres de toda la gente que conocía en Orange Beach—. Parece que le gusta el oficio.


—Sí que me gusta, pero ahora estoy pensando en pedir el traslado a una población más grande, del tipo de Atlanta o Nueva Orleans.


—Le gustaría más acción.


—Me gusta ponerme en la mente de los criminales, saber cómo funcionan sus mentes. Probablemente esto no lo sepa usted, pero la cifra de crímenes sin resolver que se cometen cada año es altísima, incluso asesinatos. Y, a veces, aunque se sabe quién ha sido el autor, nunca logran capturarlo.


—Diablos, eso no es para mí. Usted encárguese de los asesinatos, que yo me encargo de vender coches.


—¿De dónde es usted?


—De Nashville. La capital de la música country.


Paula se había puesto a pelar una naranja mientras hablaban. Cuando terminó, echó la monda al cubo de la basura y se limpió las manos.


—No has contestado a la pregunta de Pedro: ¿por qué te metiste en la policía? —inquirió, incorporándose finalmente a la conversación—. Recuerdo que ni siquiera estabas pensando en hacerlo cuando me visitaste hará un par de años, en Nueva Orleans.


—Como te dije entonces, estaba asimilando mi divorcio y tratando de encontrarme a mí mismo. También visité a Juana. Me alegro de haberlo hecho, después de lo que le sucedió el mes pasado.


Paula se tensó en el preciso momento en que el nombre de su amiga fue mencionado, dejando caer el gajo de naranja que se estaba llevando a la boca. Pedro lo recogió y lo tiró a la basura mientras ella se recuperaba.


—Bueno, creo que tengo que irme —dijo el policía.


—Gracias por venir, Lautaro. Me gusta que se preocupen por mí.


—Ya sabes que estoy a tu disposición —le puso una mano en el brazo—. Si necesitas cualquier cosa, incluso después del parto, llámame.  Aunque supongo que te reincorporarás a tu trabajo nada más dar a luz.


—Eso me temo.


Pedro se despidió de él en la cocina y se quedó observándolo mientras Paula lo acompañaba hasta la puerta. Quizá estuviera algo enamorado de Paula, pero desde luego no parecía un asesino. No tenía ningún motivo para odiarla. 


Descalzo, fue a servirse otra taza de café. Había comenzado a llover, y casi no se distinguía el horizonte. Lautaro Collier, un hombre que conocía lo suficiente a Juana y a Paula como para visitarlas mientras estaba atravesando los trámites de su divorcio. Quizá fuera ese el eslabón que necesitaba: no necesariamente Collier, pero sí alguien que estuviera conectado con ambas mujeres. Lo que significaba que tendría que ser de Orange Beach, ya que había sido allí donde había nacido su gran amistad.


Si Juana y Paula se hubieran metido en algún turbio asunto, si hubieran pedido prestado un dinero que no habían podido devolver, o respaldado una inversión conjunta que había fracasado o… Paula estaba frunciendo el ceño cuando regresó a la cocina.


—No era así como pensaba comenzar el día, pero supongo que es igual.


—Lautaro da el tipo de un antiguo novio.


—Juana y él salían juntos cuando estudiaban en el instituto. Yo también salí un par de veces con él después de que rompieran, pero la cosa no fue más allá. Luego empezó a salir con una chica de Pensacola al poco de su graduación, y se casó con ella pocos meses después.


—La que se divorció de él, ¿no?


—Sí.


—Entonces, cuando te visitó en Nueva Orleans, ¿estaba intentando encontrar una sustituta para la que se le escapó?


—Estaba intentando encontrar un trabajo. Quería que yo lo contratara. Pero yo no fui tan inocente como para caer en aquella trampa. Le conseguí una entrevista con un tipo de otro departamento. No volví a hablar con Lautaro hasta el otro día, cuando llamé a la comisaría de la policía local y él me respondió el teléfono.


—Y ahora decidió hacerte una visita.


—Bueno, basta ya de hablar de Lautaro. 


Propongo que subamos ahora a la cúpula a ver qué podemos encontrar en esas cajas.




A TODO RIESGO: CAPITULO 48





La luz del sol se derramaba por la ventana a espaldas de Paula, envolviéndola en un aura dorada. Conteniendo la respiración, Pedro la contemplaba mientras desnudaba sus preciosos senos y se desabrochaba la falda. Provocativa y sensual, sus lentos y deliberados movimientos transmitían la impresión de que estaba haciendo mucho más que desnudar su cuerpo.


Incapaz de soportar la tensión de sus vaqueros, Pedro se levantó para quitárselos y despojarse de sus calzoncillos. Mientras tanto Paula se acostó, ya completamente desnuda.


—Es maravilloso pensar que una nueva vida se está desarrollando aquí dentro —le comentó Pedro, acariciándole el vientre—. Es un milagro. Estar contigo es un milagro. Y sentir lo que siento ahora mismo, también.


—¿Qué es lo que sientes? —le rozó los labios con los suyos.


—Es como si el corazón se me estuviera saliendo del pecho. Como si no pesara nada y a la vez sintiera un profundo dolor. Creo que no me estoy explicando bien.


—Te estás explicando perfectamente —lo besó en la boca, explorando con la lengua su dulce interior.


A partir de aquel momento, Pedro perdió toda capacidad de hablar o de pensar. Paula le cubrió el cuerpo de besos mientras acariciaba una y otra vez su miembro excitado. Luego le tomó una mano y se la colocó allí donde ella quería que la tocara.


Su piel era tan tersa como la seda. Gimió de deseo cuando él se dedicó a acariciarla meticulosamente, primero con los dedos y luego con los labios. Un segundo después, cuando se tensó, Pedro pudo sentir su cálida humedad.


Paula pronunció varias veces su nombre entre jadeos antes de tomar nuevamente su sexo entre los dedos, tocándolo, frotándolo, acariciándolo… Hasta que lo arrastró al orgasmo.


—Paula, Paula… —su nombre le estalló en los labios, y quedó sumido en un maravilloso mar de placidez. Ansió que aquella sensación durara toda una eternidad. Deseó que la vida entera fuera así: perfecta, hermosa. Un sueño.


Pero sabía que la pesadilla estaba a solo un paso del sueño. Sabía que un solo hombre, un asesino, podía robarles todo lo que habían descubierto y encontrado juntos. Eso, sin embargo, solamente podría suceder si fallaba, si cometía un error. Si se dejaba enredar demasiado por las emociones que tanto lo habían trastornado hacía unos segundos.


No podía consentir que eso sucediera. 


Permanecieron así durante largo rato, sin hablar, envueltos en un cómodo silencio. Como si ambos necesitaran tiempo para absorber lo que acababa de suceder. Finalmente, Pedro escuchó el suave y rítmico rumor de su respiración: se había quedado dormida. Consciente de que necesitaba descansar, se levantó sigilosamente de la cama y se puso los vaqueros. Tenía un asesino que atrapar.




A TODO RIESGO: CAPITULO 47




Paula observó a Pedro mientras se quitaba la camiseta. Para cuando se tumbó en la cama a su lado, el corazón le latía tan aceleradamente que experimentó la desconcertante sensación de encontrarse en un sueño. Un sueño donde todo era posible. Se acercó a él y deslizó los dedos por el vello de su pecho. Recordó la impresión que le había provocado la primera vez que lo vio, cuando entró en aquella tienda. De aspecto duro, bronceado por el sol, fuerte, misterioso.


Enterrando las manos en su pelo, la besó. 


Paula tuvo la sensación de que el mundo se disolvía a su alrededor mientras se dejaba arrastrar por aquellas sensaciones. Cuando finalmente se separaron, estaba temblando.


—¿Te he hecho daño? —le preguntó él.


—No. Me has hecho sentirme una mujer. Ardiente. Viva. Seductora.


—Tú eres todo eso y más —deslizó un dedo todo a lo largo de su brazo, antes de acariciarle los pezones a través de la tela de la camisa—. Nunca había conocido a nadie como tú.


—No sé qué es lo que ves en mí de diferente.


—No estoy muy seguro. Solo sé que tocas fibras de mi ser que nadie había tocado antes; que haces que me vea como algo más que como un hombre con un trabajo que hacer. Haces que me vea más humano.


—Quizá se deba al hecho de que estés viviendo en El Palo del Pelícano. Este lugar es mágico.


—No —la besó con una tácita pero casi desesperada pasión brillando en su mirada—. Me gusta despertarme en esta casa sabiendo que estás cerca. Me gusta desayunar contigo y pasear por la playa contigo, tomados de la mano. Me gusta el sonido de tu voz, tu manera de sonreír cuando estás nerviosa, el aspecto que tienes ahora mismo…


—Tengo aspecto de embarazada.


—Yo lo que veo es una mujer que me quita el aliento —deslizó una mano por su vientre—. Déjame desnudarte, Paula.


Paula suspiró, desviando la mirada. No había estado con muchos hombres antes, pero sabía que tenía un cuerpo bonito, que era atractiva y que poseía todo aquello que podía satisfacer a un hombre. Pero, dado su estado actual, no estaba tan segura.


Pedro la besó en la nuca, mordisqueándole el lóbulo de la oreja.


—Puedes desnudarte o no: la decisión es tuya. Pero convéncete de esto: no voy a encontrarte menos deseable porque estés embarazada.


Aquellas palabras acabaron con sus últimas inhibiciones. Había flirteado con la muerte por lo menos tres veces durante las últimas dos semanas y todavía había un asesino suelto acechándola, dispuesto a acabar lo que había empezado. No se le ocurría un motivo mejor para aferrarse a la vida. Se bajó de la cama y empezó a desabrocharse la camisa. El bebé se movía en su interior. Pedro seguía tumbado a su lado, observándola. Se estaba excitando: inequívoca señal de que había sido sincero cuando le dijo que la encontraba deseable.


Terminó de quitarse la camisa, que cayó al suelo. Segundos después, su sostén siguió el mismo camino.





domingo, 28 de junio de 2020

A TODO RIESGO: CAPITULO 46



Paula abrió la puerta corredera de la terraza y miró la barandilla que había estado a punto de ocasionarle la muerte unas noches atrás. Había sido cambiada, pero aun así no tenía deseo alguno de probarla. Las últimas veinticuatro horas habían sido muy extrañas, una mezcla de todo lo bueno y de todo lo malo que podía tener cabida en su vida.


Estar con Pedro había sido lo bueno. Desde esa mañana no había vuelto a hablar de sus sentimientos por ella, pero cada caricia, cada mirada que habían compartido se le había antojado cargada de un significado especial. El comienzo de una intimidad, de un excitante proceso de descubrimiento mutuo. Pero todo eso parecía estar amenazado por una nube de incertidumbre. No sabían contra quién se enfrentaban. Antes, por lo menos, era Marcos Caraway, un delincuente al que Pedro conocía muy bien. Ahora, sin embargo, no tenían ninguna pista. Y después de haber repasado juntos cada detalle de su vida, no habían encontrado razón alguna por la que alguien habría de querer matarla.


—No debería estar pensando en estas cosas, pequeñita. Debería estar leyéndote cuentos y cantándote nanas, como solía hacer antes de que se montara todo este lío.


Y, sobre todo, debería estar hablando con la agencia de adopción para encontrarle a la pequeña un hogar. Solo que no podía. Durante ese día había marcado por lo menos una docena de veces el número para colgar de inmediato. Ella la había llevado en su vientre, en su ser, pero otra mujer sería la que la abrazaría contra su pecho, la que cuidara de ella cuando cayera enferma, la que la viera dar sus primeros pasos y pronunciar la palabra «mamá» por primera vez.


Pero la adopción era la solución correcta: no había otra. Paula no estaba hecha para ser madre. Solo sabía trabajar. Y no podía quedarse con la criatura para luego dejarla en manos de niñeras y asistentas. Un niño necesitaba tener a su madre a su lado. Se acercó a la cama, se descalzó y se tumbó sobre la colcha. Sí, la adopción era la única respuesta. Pero entonces, ¿por qué era absolutamente incapaz de hacer una simple llamada de teléfono?


Pedro apareció de repente en el umbral de la puerta.


—Creía que estabas durmiendo una siesta.


—Tengo la cabeza demasiado llena de cosas para poder dormir.


—Ojalá pudiera hacer algo para aligerar tus preocupaciones.


—Puedes. Túmbate a mi lado.


—Si lo hago, no puedo prometerte que te dejaré descansar —pronunció con voz ronca. No había lugar a dudas sobre el inequívoco brillo de deseo que podía leerse en sus ojos azules.


—Promesas, promesas… ¿eso es lo único que sabéis hacer los chicos del FBI?



A TODO RIESGO: CAPITULO 45





—Así que es usted el atractivo forastero del que tanto he oído hablar.


—Espero que sí —repuso Pedro.


—No exageraban nada —le tendió el plato, todavía caliente—. Hoy he estado haciendo lasaña, y me ha sobrado esto. Supongo que Paula no tendrá muchas ganas de cocinar.


—E incluso aunque las tuviera, seguiría prefiriendo tu lasaña —terció Paula, reuniéndose con ellos en el salón.


—Me llevo esto a la cocina. ¿Queréis que os traiga algo? ¿Un refresco, agua?


—No, gracias —dijo Sandra—.Voy a la feria de artesanía. Solo se me ocurrió pasarme un momento por aquí y preguntarle a Paula si quería que le trajera algo de Fairhope.


Pedro intentó pensar en algo que la convenciera de que se quedara más tiempo. Por lo poco que Paula le había dicho de ella, aquella mujer era un pozo de información sobre Orange Beach. Y sobre la propia Paula.


—Bueno, al menos unos minutos sí que se quedará. Precisamente me estaba comentando Paula lo mucho que echaba de menos hablar con una amiga.


Paula le lanzó una desaprobadora mirada. Pero Pedro sonrió tranquilamente, ignorándola.


—En ese caso sí que me quedaré un rato, por supuesto.


Pedro llevó la lasaña a la cocina, se sirvió una taza de café para él y dos vasos de refresco para las mujeres. También añadió unas galletas a la bandeja: un buen estímulo para hacer hablar a Sandra Birney. Cuando volvió al salón, estaban hablando de las reparaciones de la casa.


—Tengo entendido que Mateo Cox ha estado trabajando en tu casa —pronunció Sandra—. El invierno pasado estuvo haciendo algunas reparaciones en la mía. Hizo un trabajo muy bueno. Y a un precio razonable. Esas grandes empresas le sacan a una un ojo de la cara por cualquier cosa.


—Paula me ha dicho que su madre y usted son muy buenas amigas —intervino Pedro, intentando derivar la conversación hacia donde a él le convenía.


—Solíamos serlo. Crecimos juntas y fuimos a la escuela del pueblo. Yo la ayudé a elegir el vestido que llevó la noche que la coronaron Miss Alabama.


—Aquello debió de ser todo un acontecimiento.


—Desde luego que sí. Mariana era sin lugar a dudas la chica más bonita de todo el estado. Quedó finalista en el torneo de Miss América, aunque ella era mucho más guapa que la ganadora.


—Mi madre dice lo mismo —añadió Paula—, así que debe de ser cierto.


—Tu madre nunca pecó de inmodesta. Sabía muy bien lo que valía. ¡Y cómo bailaba! Yo la vi una vez en Broadway. Era la mejor bailarina del coro. Habría podido hacerse muy famosa si no se hubiera liado con ese empresario italiano para marcharse a recorrer Europa.


—¿Eso fue antes o después de que naciera Paula?


—Después. Paula nació al año siguiente de que ella ganara el título. Mariana solo tenía dieciséis años cuando se quedó embarazada. Pobrecita. Vino a verme tan pronto como se enteró. Estaba terriblemente asustada. Yo la acompañé a decírselo a la abuela de Paula.


—¿Se llevó un gran disgusto mi abuela? —le preguntó Paula, incapaz de contener la curiosidad.


—Oh, cariño, nunca antes la había visto, ni la vería después, ni tan disgustada ni tan triste. No podría olvidar aquella noche ni aunque viviera ciento cincuenta años. Las dos lloraron tanto… Probablemente fue por eso por lo que seguí virgen hasta que me casé con Jorge.


Pedro dejó su taza de café sobre la mesa.


—Entonces usted debió de conocer al padre de Paula…


Sandra lo miró como si acabara de preguntarle por un secreto altamente confidencial del Pentágono.


—¿A qué viene esa pregunta?


Paula terció en ese momento, inclinándose hacia ella.


—Es importante, Sandra. Si sabes quién fue mi padre, dímelo.


Lo dijo con un tono suave, pero a la vez tenso. Pedro le tomó una mano. Hasta ese momento nunca había imaginado que, al pedirle que lo ayudara a encontrar un dato de su vida que pudiera explicar el móvil de aquel asesino, le estaba demandando que rebuscara en un pasado que todavía podía ocultar secretos muy dolorosos.


—¿Le has preguntado eso a tu madre alguna vez? —inquirió Sandra, nerviosa.


—Muchas, cuando era adolescente. A mi abuela también. Solo me decían que era un hombre al que conoció mi madre durante una de sus viajes fuera del pueblo, y que las dos estábamos mejor sin él.


—Eso es lo único que puedo decirte yo también. Ese hombre nunca formó parte de tu vida, y en realidad tampoco de la de tu madre. Ella ya se ha olvidado de él y tú deberías hacer lo mismo.


—¿Pero sabes cómo se llama?


Sandra negó con la cabeza, aunque Pedro habría jurado que estaba mintiendo. Y eso lo incitaba aún más a descubrir la verdad. La mujer se removió en su asiento mientras acariciaba con el dedo índice el borde de su vaso de zumo, inquieta. Indudablemente había dicho mucho más de lo que le habría gustado. Se levantó de repente, recordándoles que tenía que ir a la feria antes de que se acabaran los mejores productos. Para cuando se dirigía hacia la puerta, sin embargo, parecía haberse recuperado ya de su momentáneo nerviosismo y reía y charlaba con Paula acerca del bebé.


Pedro seguía pensando en Mariana Chaves, Miss Alabama. Se acercó al piano, donde había una fotografía enmarcada de la madre y de la hija. Detestaba incluso pensar en los secretos que podía ocultar aquella mujer. 


Afortunadamente, Paula solo había heredado de ella su espléndida belleza.