domingo, 28 de junio de 2020

A TODO RIESGO: CAPITULO 46



Paula abrió la puerta corredera de la terraza y miró la barandilla que había estado a punto de ocasionarle la muerte unas noches atrás. Había sido cambiada, pero aun así no tenía deseo alguno de probarla. Las últimas veinticuatro horas habían sido muy extrañas, una mezcla de todo lo bueno y de todo lo malo que podía tener cabida en su vida.


Estar con Pedro había sido lo bueno. Desde esa mañana no había vuelto a hablar de sus sentimientos por ella, pero cada caricia, cada mirada que habían compartido se le había antojado cargada de un significado especial. El comienzo de una intimidad, de un excitante proceso de descubrimiento mutuo. Pero todo eso parecía estar amenazado por una nube de incertidumbre. No sabían contra quién se enfrentaban. Antes, por lo menos, era Marcos Caraway, un delincuente al que Pedro conocía muy bien. Ahora, sin embargo, no tenían ninguna pista. Y después de haber repasado juntos cada detalle de su vida, no habían encontrado razón alguna por la que alguien habría de querer matarla.


—No debería estar pensando en estas cosas, pequeñita. Debería estar leyéndote cuentos y cantándote nanas, como solía hacer antes de que se montara todo este lío.


Y, sobre todo, debería estar hablando con la agencia de adopción para encontrarle a la pequeña un hogar. Solo que no podía. Durante ese día había marcado por lo menos una docena de veces el número para colgar de inmediato. Ella la había llevado en su vientre, en su ser, pero otra mujer sería la que la abrazaría contra su pecho, la que cuidara de ella cuando cayera enferma, la que la viera dar sus primeros pasos y pronunciar la palabra «mamá» por primera vez.


Pero la adopción era la solución correcta: no había otra. Paula no estaba hecha para ser madre. Solo sabía trabajar. Y no podía quedarse con la criatura para luego dejarla en manos de niñeras y asistentas. Un niño necesitaba tener a su madre a su lado. Se acercó a la cama, se descalzó y se tumbó sobre la colcha. Sí, la adopción era la única respuesta. Pero entonces, ¿por qué era absolutamente incapaz de hacer una simple llamada de teléfono?


Pedro apareció de repente en el umbral de la puerta.


—Creía que estabas durmiendo una siesta.


—Tengo la cabeza demasiado llena de cosas para poder dormir.


—Ojalá pudiera hacer algo para aligerar tus preocupaciones.


—Puedes. Túmbate a mi lado.


—Si lo hago, no puedo prometerte que te dejaré descansar —pronunció con voz ronca. No había lugar a dudas sobre el inequívoco brillo de deseo que podía leerse en sus ojos azules.


—Promesas, promesas… ¿eso es lo único que sabéis hacer los chicos del FBI?



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