martes, 23 de junio de 2020

A TODO RIESGO: CAPITULO 29






Si sus amigos pudieran verlo en aquel momento se morirían de envidia, pensó Pedro mientras rodeaba el árbol colgando la guirnalda de luces en las ramas. Estaba decorando un árbol de Navidad en una antigua casona de playa en el Golfo de México, y en compañía de una mujer que no solo era tan bella como inteligente, sino que además rezumaba una ternura contagiosa. 


Aquel novio suyo se estaría arrepintiendo toda la vida de haberla dejado escapar. Las mujeres como Paula Chaves no abundaban. Aunque Pedro, desde luego, no era ningún experto en mujeres. Nunca había llegado a descubrir lo que querían de los hombres, como se podía comprobar por su fallido matrimonio. 


Alzó la mirada cuando Paula volvió al salón.


—Esto es lo yo llamo darse la gran vida. Una mujer hermosa trayendo palomitas. Que no se entere mi superior. Querrá que me recorten el sueldo.


—Nunca le diré nada… a no ser, por supuesto, que dimitas antes de que termines de decorar el árbol.


—Lo más duro ya está hecho —enchufó el cable y varias decenas de luces diminutas se encendieron en el árbol, iluminando el salón—. ¿Qué te parece? ¿Podrá pasar la inspección de la crítica oficial de árboles?


—Es precioso.


—¿Quieres decir que no me vas a obligar a cambiar de sitio ninguna luz?


—Jamás se me ocurriría hacer algo así —bajó la mirada y se palmeó el vientre—. ¿Qué dices tú, pequeñita? ¿Quieres salir a echar un vistazo? Bien, hazlo antes de Navidad y llegarás a tiempo para la diversión. Solo te pido que no sea esta noche, ¿vale?


Pedro se tomó su chocolate con la mirada clavada en Paula. No sabía qué era lo que le había dicho su madre, pero por lo poco que había escuchado, sospechaba que tenía que ver con las posibilidades que había de que conservara el bebé o lo entregara en adopción. 


Había oído decir a Paula que no tenía intención de quedárselo, pero él tenía dudas al respecto. 


No parecía probable que una mujer que no dejaba de cantarle y de hablarle a su hija no nacida pretendiera expulsarla de su vida nada más darla a luz. Aunque nada de eso era asunto suyo. Su trabajo consistía en velar por su seguridad.


—¿Cuál es el mejor regalo de Navidad que te han hecho nunca? —le preguntó Paula mientras colgaba un adorno rojo en el extremo de una rama.


—A ver… Supongo que la bicicleta que me regalaron cuando tenía seis años. Me puse tan contento que la estrené en la nieve. ¿Y tú?


—Una muñeca bebé cuando tenía cuatro años. Todavía tiene que estar por alguna parte, en alguna caja en la cúpula. Solía suplicarle a mi madre que me diera una hermanita, pero lo cierto es que con la muñeca me bastaba.


Pedro se dedicó también a decorar el árbol, colgando adornos en las ramas altas que no podía alcanzar Paula.


—¿Y cuál es el mejor regalo que le hiciste tú a alguien? —le preguntó él.


—Es difícil de decir —tomó una palomita—. Me acuerdo de que durante mi primer año en la universidad, pinté un cuadro representando esta casa y escribí un poema hablando de lo mucho que mi abuela había significado en mi vida. Y se los regalé por Navidad, lloró cuando le leí el poema, me dijo que era el mejor regalo que había recibido nunca. De hecho, creo que las dos nos pusimos a llorar. Es la pintura que está colgada en el vestíbulo.


—¿La pintaste tú? Estoy impresionado. Yo creía que era obra de un profesional.


—¿Y tú? ¿Cuál fue el mejor regalo que le hiciste a alguien?


—El mío va a parecer una estupidez comparado con el tuyo.


—Vamos. Tienes que decírmelo. Es tu turno.


—La casa de muñecas que le hice a mi hermanita. Mi padre me ayudó a serrar las piezas y me dejó sus herramientas, pero la mayor parte del trabajo la hice yo solo. Mi madre me dio unos recortes de alfombra para los suelos, y también de papel de pared. Quedó preciosa.


—¿Qué edad tenías?


—Doce años. A mi hermanita le encantó. Mi madre asegura que no dejó de jugar con ella hasta que empezó a salir con chicos.


—¿Es mucho más joven que tú?


—Seis años, pero tengo dos hermanos entre medias.


—Espera un momento… —se apartó del árbol, con un adorno en la mano—. ¿Estás hablando de tu verdadera familia o de la de Pedro Alfonso?


Maldijo para sus adentros. Había estado hablando de su familia: se le había escapado. 


Tenía que salir cuanto antes de aquella situación, pero sin mentirle.


—De mi verdadera familia.


Paula sonrió, y su expresión se tornó tan radiante que hizo palidecer las luces del árbol.


—Supongo que crecer en una familia tan grande debió de ser muy divertido.


—La mayor parte del tiempo, sí. Ahora nos llevamos muy bien. Cuando nos reunimos parecemos una jauría de hienas, lo que solemos hacer cada Cuatro de Julio y por Año Nuevo.


—¿Pero no en Navidad?


—No, suelo pasar por casa solamente el día de Navidad, si es que no tengo alguna misión, pero el resto de las vacaciones no. Todos tienen sus respectivas familias, y uno de mis hermanos es pediatra y suele trabajar por esas fechas.


—¿Le gusta a tu madre que os reunáis todos en casa por estas fechas?


—¿Estás de broma? Se muere de ganas. Y la cosa ha empeorado ahora que tiene seis nietos. Cuando se ponen a abrir los regalos, se forma un alboroto de mil demonios.


—Deben de ser muy afortunados… por haberse criado en un ambiente de tanto amor y cariño —Paula se quedó callada por un momento, y de repente se puso a entonar un villancico.


Pedro la acompañó, y siguieron trabajando mientras cantaban. Cualquiera que los hubiera visto en aquel instante se habría maravillado de la aparente placidez y serenidad de aquella escena. Pero no era cierto. Por debajo latía una vibrante tensión: la que solía surgir en una pareja en la que el hombre se sentía terriblemente atraído por la mujer… y a duras penas se esforzaba por disimular sus sentimientos. Y sobre todo cuando el hombre estaba allí con el único propósito de protegerla de un asesino.


—Bueno. Ya está. Solo falta colocar el ángel en la copa.


Le rozó la mano cuando ella le entregó el ángel, y en aquel momento experimentó un deseo tan intenso que lo dejó sobrecogido. Retrocedió un paso, decidido a ocultarle lo mucho que lo había afectado su contacto. Era una locura. No podía enamorarse de la mujer a la que estaba protegiendo. Era algo tan estúpido como peligroso. Si seguía así, tendría que apartarse del caso y pedirle a otro agente que lo sustituyera.


Solo que sabía que jamás podría hacer algo así. Mientras Marcos Caraway estuviera suelto, se quedaría donde estaba, asegurándose de que El Carnicero no le hiciera a Paula lo que les había hecho a Juana y a Benjamin Brewster. Colocó el fino muñeco de hilo de plata y encaje blanco en lo alto del árbol, asegurándose de que estuviera bien recto. Cuando terminó, se apartó un poco para contemplar el resultado. Paula se le acercó entonces y lo tomó del brazo, mirándolo con sus enormes ojos oscuros.


—No está nada mal —susurró—. Hacemos un buen equipo.


Pedro tragó saliva, consciente de que jamás le habría hecho ese comentario si hubiera podido leerle el pensamiento. Incluso en aquél instante era demasiado consciente de su cercanía.


—Ya nos hemos perdido la puesta de sol, pero todavía podríamos dar un paseo por la playa —le propuso ella—. Esta noche habrá luna llena.


Teniendo en cuenta el estado de sus sentimientos, un paseo a la luz de la luna por la playa sería como sentar a un hambriento frente a un plato de comida y decirle luego que solamente podía olerlo, sin probarlo.


—No creo que sea una buena idea.


—Supongo que sería demasiado arriesgado pasear de noche con un asesino suelto.


—Efectivamente. Bueno, voy a ducharme, a no ser que me tengas reservada alguna otra tarea.


—Adelante. Yo me quedaré aquí sentada durante unos minutos más. admirando nuestra obra.


—Creo que deberías llamar a Paloma y decirle que iremos a su fiesta.


—No estamos obligados a ir.


—Sería una buena idea, por varias razones.


—¿Qué razones son esas?


—La Navidad te sienta muy bien. Nunca te había visto tan relajada como esta noche. Y no estaría de más que nos mostráramos un poquito más convincentes en nuestra actuación como amantes.


—¿Para atraer a Marcos Caraway fuera de su escondrijo? Entonces vayamos a la fiesta, amante mío.


—Cuidado con lo que dices. Me enciendo cuando una mujer me dice esas cosas —bromeó.


Pero ya estaba encendido. Se alejó de las brillantes luces del árbol y de los sentimientos que tendría que apagar en su interior para que nunca más volvieran a aflorar. Una buena ducha de agua fría lo ayudaría en el empeño. Y si no era suficiente, también podría concentrarse en las sangrientas imágenes de las víctimas de Marcos Caraway.




A TODO RIESGO: CAPITULO 28




Paula se retiró un poco para examinar atentamente el árbol de Navidad.


—Está torcido.


Pedro bajó la guirnalda de luces que acababa de sacar del paquete.


—¿Qué eres tú? ¿Una crítica oficial de los árboles de Navidad? —le preguntó, acercándosele.


—Detesto las cosas torcidas. Me entran ganas de enderezarlas cada vez que paso delante de una.


—A mí no me importaría, siempre y cuando no se te cayese encima —repuso, pero se agachó para colocar bien el tronco en su base.


De repente, Paula se descubrió a sí misma contemplando su trasero. Pedro Alfonso era un hombre muy sexy, sin duda alguna.


—Avísame cuando esté derecho.


—Un poquitín a la izquierda. Así. Perfecto.


—Estupendo —se incorporó, pasándose las manos por el pelo—. Yo pongo las luces si tú preparas las palomitas y el chocolate caliente.


—Las palomitas te quitarán el apetito para la hora de la cena.


—Lo dudo. Además, podemos cenar tarde. Yo cocinaré.


—¿Quieres decir que abrirás tú sólito la lata de sopa?


—Qué cruel eres.


Paula fue a la cocina y metió el paquete de palomitas en el microondas; luego se agachó para sacar un cazo del armario inferior. 


Agacharse era difícil, pero mucho más lo era volver a enderezarse. Mientras se calentaba la leche, preparó una mezcla de cacao, azúcar y vainilla y pensó de nuevo en la llamada de su madre. Joaquin y su madre. Qué ironía.


Rápidamente desechó aquellos pensamientos. 


Quería disfrutar de aquella noche, quería pasar un par de horas decorando un árbol de Navidad sin pensar en asesinos ni en bebés sin madre. 


Miró por la ventana. Se estaba poniendo el sol, tiñendo las nubes de amarillo y naranja. Las notas del viejo villancico de Bing Crosby llenaban la casa de magia y de recuerdos. Le encantaba el olor a palomitas y chocolate. Y un sensual agente del FBI llamado Pedro Alfonso estaba colgando las luces en el árbol de Navidad del salón.


Todo aquello le parecía un escenario verdaderamente surrealista, pero disfrutaría del mismo por lo menos durante el tiempo que tardaran en decorar el árbol.




A TODO RIESGO: CAPITULO 27




Florencia estaba frente al fregadero lavando las patatas que acababa de pelar para la cena de esa noche. Su hijo, Leonardo, se hallaba también en la cocina, abriendo una lata de cerveza. Bebía demasiado. Pero mientras solo fuese eso… su madre se conformaba. Eran las drogas lo que más la preocupaba. Una vez que empezaba por ese camino, ya no podía parar, y no podía permitirse pagar otro ingreso en el hospital. La próxima vez, Leonardo podía acabar yendo a prisión.


—¿Arreglaste ese grifo que goteaba en la casa Chaves?


—Si.


—¿Estaba Paula en casa?


—Cuando llegué no, pero apareció minutos después. Retiró la llave del escalón de la entrada. Supongo que no es tan confiada como lo era su abuela, o quizá el desconfiado sea su amigo.


—No trajo ningún amigo con ella.


—Entonces supongo que lo conocería aquí. Había un tipo con ella, y además se está quedando en la casa.


—¿Cómo lo sabes?


—No lo disimuló. Además, estuve echando un vistazo. Su ropa está en uno de los armarios. No en la habitación de Paula, aunque eso no significa que no estén durmiendo juntos.


—Cuidado con lo que dices. Paula no es de ese tipo de mujeres. Quienquiera que sea ese hombre, estoy segura de que solamente es un amigo.


—Ya, claro, mamá. Y supongo que su madre también era una dama muy virtuosa. Así fue como terminó teniendo a Paula.


—No sabes lo que está diciendo.


—Sé más de lo que tú crees —alzó la lata y bebió un buen trago de cerveza—. No me prepares nada para cenar. Esta noche voy a salir.


—Por favor, Leo, no te metas en problemas. Nada de drogas. Me lo prometiste.


—No podría comprarlas ni aunque las quisiera. Estoy sin blanca.


—Ojalá hicieras como Mateo Cox. Siempre me llama pidiéndome trabajo. Y trabaja de maravilla. Puedo recomendarlo a todo el mundo con la conciencia bien tranquila.


—¿Quieres que sea como Mateo Cox? Qué gracia. Yo preferiría ser una estrella de cine, o un famoso jugador de baloncesto, alguien realmente rico.


Minutos después Florencia oyó el portazo que dio al salir. Como de costumbre, volvería tarde.


Y ella acabaría preocupándose. Tal vez ahora estuviera sin blanca, pero tarde o temprano se las arreglaría para conseguir dinero para drogas. 


No le gustaba pensar que podía acabar robando; para estar bien segura, jamás se le ocurría mandarlo a trabajar a ninguna casa a no ser que ella estuviera con él. Era muy triste que una madre no pudiera confiar en su propio hijo. 


Casi se alegraba que su marido no estuviera allí para verlo.


lunes, 22 de junio de 2020

A TODO RIESGO: CAPITULO 26




—¿Cómo sabías que estaba aquí?


—Me lo dijo Joaquin.


—¿Llamabas para algo concreto?


—¿Es que no puede una madre llamar a su hija para charlar un poco?


La mayor parte de las madres así lo hacían, pero Mariana era un caso aparte. Paula esperó durante el tenso silencio que siguió a esas palabras, sabiendo que estaba a punto de revelarle el verdadero motivo de su llamada.


—La verdad, cariño, es que yo no llamé a Joaquin. Fue él quien lo hizo. Está muy preocupado por ti.


—Entonces te ha puesto al tanto de todo.


—Cuando me lo dijo, no me lo podía creer. Mi propia hija, embarazada, y yo sin saberlo. Aunque, por supuesto, no es como si el hijo fuera tuyo.


—¿Qué más te contó Joaquin?


—Oh, el pobrecito… Estaba tan preocupado por ti. Teme que estés a punto de cometer un error tremendo, querida.


—Ya es demasiado tarde para cambiar de idea acerca de tenerla. El veintisiete de diciembre salgo de cuentas.


—¿Has dicho tenerla? ¿Es una niña?


—Al menos eso dicen las ecografías.


—Me acuerdo de cuando tú naciste. Eras tan pequeñita que tenía miedo de tomarte en mis brazos.


En vano intentó imaginarse a su madre meciendo en sus brazos a una criatura recién nacida. Los recuerdos que tenía de ella estaban demasiado enraizados: los de una mujer hermosa, bailando, haciendo régimen…


—Estoy segura de que al final conseguirás recuperar tu figura. Pero no te he llamado por lo de tu embarazo. Lo que me preocupa es lo que hagas una vez que nazca la niña. Joaquin teme que estés pensando en quedártela en vez de entregarla en adopción.


—Así que Joaquin teme que pueda quedármela… ¿Sabes? Lo que no entiendo es por qué Joaquin se preocupa tanto de mi vida personal.


—La razón es obvia. Sigue enamorado de ti. Le rompiste el corazón cuando cancelaste la boda en el último momento. Ansel y yo ya habíamos reservado nuestros billetes de avión.


Paula se sonrió, irónica. Después de la ruptura, Joaquin había tardado solo unas pocas semanas en encontrar otra mujer. Lo cual a ella le parecía estupendo, ya que no había querido que sufriera. Simplemente no se había sentido preparada para contraer un compromiso semejante.


—Joaquin no está enamorado de mí, mamá. Más bien lo que le importa es que lo deje en la estacada con el proyecto que ahora mismo tiene entre manos.


—En cualquier caso, quien me preocupa no es Joaquin, sino tú. Sé lo mucho que te afectó la muerte de Juana, pero estoy segura de que ella jamás habría esperado que renunciaras a tu libertad y a tu estilo de vida para hacerte cargo de un bebé que…


—Que ni siquiera es mío —la interrumpió—. Millones de mujeres crían hijos, mamá. Y a algunas incluso les gusta. Pero no necesitas preocuparte. No tengo planes de quedarme con la niña.


Era verdad: no tenía ningún plan. Solo dar a luz y luego entregar a la recién nacida a alguien que la amara. Otra mujer que la arrullara para dormir, que la amamantara y la abrazara cuando se pusiera a llorar.


—Lo siento, pero tengo que dejarte, mamá.


—¿Necesitas que esté allí contigo cuando nazca el niño? Ansel ha planeado un viaje para mi cumpleaños y tendremos invitados por vacaciones, pero si me necesitas, abandonaré todas mis obligaciones y me reuniré contigo.


—No. Me las estoy arreglando bien. Tengo a una amistad conmigo. Tú quédate en casa y disfruta de las vacaciones con Ansel y con tus amigos.


—De acuerdo. Si necesitas algo, llámame. Y me alegro de que no estés pensando en quedarte con el bebé.


No era la responsabilidad lo que más temía: era saber que nunca podría darle a la hija de Juana el tipo de amor y cuidados que se merecía. Ella era una mujer de carrera, una competente ejecutiva. Pero tendría unas palabras con Joaquin Hardison, porque no estaba dispuesta a tolerar intromisiones en su vida personal.


Cuando colgó el teléfono, se dio cuenta de que Pedro la estaba mirando fijamente.


—El querido Joaquin Hardison. La única vez que vio a mi madre fue en el funeral de mi abuela, pero aun así se ha tomado la libertad de llamarla para discutir sobre si debo o no conservar el bebé.


—¿Quieres hablar de ello?


—Cuando me tranquilice, tal vez. Pero Joaquin se va a enterar. Siempre he sido partidaria de atajar los problemas en el momento en que surgen.


—Bueno, creo que ya va siendo hora de que salgamos por ese árbol de Navidad —y tomándola del brazo mientras silbaba un villancico, se encaminó hacia la salida.


Un asesino, Joaquin, su madre… aquello era demasiado para sus nervios. Tenía todas las razones para hundirse en la desesperación. 


Pero le resultaba difícil con un hombre tan maravilloso a su lado.




A TODO RIESGO: CAPITULO 25





13 de diciembre


Paula recorría nerviosa las habitaciones del Palo del Pelícano. Habían transcurrido ya cinco días desde el atentado contra su vida, cinco días de preguntarse cómo y cuándo Marcos Caraway volvería a atacar. Pedro estaba seguro de que lo haría, y ese convencimiento la llenaba de inquietud.


Estaba fuera, en alguna parte, esperando la ocasión adecuada, la mejor oportunidad. Un rápido ataque que mataría al hijo o hija de Benjamin Brewster, y a ella misma de paso. A un bebé que no tenía padres. Que solo tenía a Paula.


—Nunca imaginé que llegaría a encariñarme tanto contigo, pequeñita. Formas parte de mí ser. Respiramos el mismo aire y comemos la misma comida. Y me encanta sentir cómo te mueves dentro de mí.


La visita al médico había ido bien. El peso era el adecuado, el latido de su corazón firme y fuerte, y pensaba incluso que el parto podría adelantarse un par de días. Además, le había asegurado que su ficha era confidencial. Que podía estar segura de que no revelaría a nadie la identidad de los padres del bebé.


Caminó por el pasillo de la tercera planta, deteniéndose en cada habitación, intentando concentrarse en los buenos recuerdos que siempre había asociado con aquella casa, esperando que obrasen algún tipo de magia sobre sus martirizados nervios. Cada verano y cada Navidad su madre hacía las maletas para irse de viaje y la enviaba a casa de su abuela. 


Era una manera de desembarazarse de su hija, pero Paula se mostraba siempre tan contenta con la idea como ella. Con su abuela daba largos paseos por la mañana, recogiendo caracolas en la playa, y luego regresaban a casa para desayunar en la terraza, frente al Golfo. En verano nadaba y jugaba con las olas, montada en su enorme flotador de goma. Por Navidad siempre levantaban un gran árbol en el salón familiar, y lo decoraban con caracolas que pintaban ellas mismas.


Un árbol de Navidad era justo lo que necesitaba en aquel momento. Un signo de normalidad en un mundo completamente trastornado. Fue en busca de Pedro y lo encontró en el dormitorio en el que se había instalado, trabajando con su ordenador portátil. Permaneció por un instante observándolo antes de que él advirtiera su presencia. Lo apagó inmediatamente, como si no deseara que ella viera lo que estaba haciendo.


—No te había oído entrar.


—Estabas demasiado absorto en tu trabajo.


—Cuestiones rutinarias. Pero estoy dispuesto a hacer algo mucho más divertido. ¿Alguna idea?


—Sí. De hecho, estaba pensando en salir a comprar un árbol de Navidad.


—Una idea genial —se levantó—. Necesitamos crear ambiente navideño. Podríamos comprar también palomitas. Y algo de música. En mi casa, cuando decorábamos el árbol, siempre comíamos palomitas y escuchábamos villancicos —rebuscó en sus bolsillos y sacó unas llaves—. Podríamos ir en mi coche y traer el árbol en la baca.


—Pues en marcha.


Aquel hombre nunca dejaba de sorprenderla. Si alguien le hubiera dicho cinco días atrás que se acostumbraría tan rápidamente a vivir con un hombre, se habría reído a carcajadas. Le gustaba terriblemente el mar. Solo tenía que mencionarle que le gustaría dar un paseo para que aprovechara al vuelo la oportunidad de salir a la playa e incluso nadar un poco. Para cuando recogió su cazadora en el vestíbulo, Pedro la estaba esperando en la puerta. 


Desgraciadamente, el teléfono sonó en aquel mismo momento.


—¿Diga?


—Querida, menos mal que te encuentro. Hacía años que no hablábamos.


Se le subió el corazón a la garganta. Solo había vina explicación para aquella llamada. Su madre se había enterado de lo del bebé.



A TODO RIESGO: CAPITULO 24




Pedro la hizo entrar en el coche. El restaurante estaba demasiado lleno para arriesgarse a que Paula montara una escena. Aquello era culpa suya. Había bajado la guardia e infringido una de las reglas básicas. No tenía que haberle revelado que el hombre que acababa de entrar en la Casa de las Ostras era un agente.


Mirando hacia el frente se dedicó a contemplar el inmenso mar, con sus maravillosas tonalidades de verdes y azules. De repente el reducido espacio del coche le resultó agobiante, el aire denso de tensión.


—¿Te apetece caminar?


—Con tal de que me lo cuentes todo, sí.


Salieron. Pedro intentó tomarla del brazo mientras se dirigían por el sendero que llevaba a la playa, pero ella lo rechazó. No sabía lo que estaba pasando por su cabeza, aparte de la convicción que tenía de que no había sido del todo sincero con ella. Una vez en la playa, Paula se quitó las sandalias. Pedro se agachó para recogérselas.


—Gracias.


—De nada.


—Ya las llevo yo —le espetó con tono furioso—.Y va puedes dejar de fingir tanta solicitud. Basta de desayunos en la cama y de tantas atenciones. Ya estoy harta de las simulaciones de Pedro Alfonso, harta de ser para ti simplemente un trabajo.


—Prepararte un desayuno no encaja precisamente con mi idea de trabajo. Lo hice porque quería hacerlo. ¿Qué quieres saber, Paula? Seré tan sincero contigo como pueda serlo.


—Ya. Es de mi vida y de la vida de mi bebé de lo que estamos hablando, pero tú serás tan sincero conmigo como puedas. ¿No te parece un tono demasiado pomposo y burocrático? Incluso tú deberías darte cuenta de ello.


Pedro suspiró, frustrado.


—Es mi trabajo. Eso es todo —un trabajo tan ingrato, peligroso y desagradable que a veces se preguntaba por qué seguía haciéndolo.


No. Sabía por qué lo hacía: era por Paula, por su bebé y por miles de personas inocentes que podían convertirse en víctimas de los asesinos como Caraway.


—Quiero saber por qué Benjamin y Juana Brewster fueron asesinados. Y no me repitas aquello de que había indicios de que su muerte no fue un accidente. Tú sabes más que eso. Si no fuera así, no habría tres agentes en el pueblo detrás de ese hombre. Y te lo advierto: no estoy dispuesta a que me uses como cebo para capturarlo.


—Tú no eres un cebo. Eres un objetivo. Hay una diferencia. Y Benjamin Brewster no era su nombre verdadero.


—Ya estamos otra vez. Otra mentira. Supongo que también estaba con el FBI.


—No. Hace años se acogió a un programa de testigos protegidos, cuando testificó en contra de un tipo llamado Marcos Caraway, más conocido como El Carnicero. El propio Benjamin formaba parte de la mafia, pero se salió y pidió protección cuando vio a Marcos matar a un hombre y de paso a toda su familia. La víctima era un agente del FBI.


—¿Lo conocías?


—Sí, muy bien. A él y a su familia.


—Lo siento. Lo siento de verdad, pero tengo que saberlo todo. Estoy harta de medias verdades. ¿Sabía Juana que Benjamin estaba en ese programa de testigos protegidos?


—No, a no ser que Benjamin se lo dijera. Se había salido del programa hacía unos pocos años.


—¿Cómo se le ocurrió hacer una cosa así?


—La gente lo hace constantemente. Supongo qué estaba cansado de someterse a tantas normas y restricciones cuando, al parecer, ya nadie lo estaba buscando.


—Evidentemente se equivocó.


—Lo último que esperaba era que Marcos Caraway estuviera en la calle. Se escapó de la prisión poco antes del atentado. El día en que lo sentenciaron, juró matar a Benjamin y a todos los miembros de su familia.


Paula se detuvo, volviéndose para contemplar el mar. Se cubrió los ojos con una mano para protegerse del sol.


—Así que por eso me seguiste. Vigilaste cada uno de mis movimientos, esperando una oportunidad de capturar a Marcos Caraway. ¿Nunca se te ocurrió pensar que yo tenía derecho a saber todo esto? Habría podido tomar precauciones para protegerme. Habría podido irme del país o contratar a un guardaespaldas.


—No podíamos estar seguros de que Caraway iría por ti. Ni siquiera sabíamos si estaba al tanto de lo del bebé. Hasta la otra noche, cuando intentó matarte, no estábamos seguros de nada.


—¿Cómo pudo descubrir lo del bebé?


—De la misma manera que yo. Preguntando a los vecinos después de la explosión.


—Eso fue bastante arriesgado por su parte, ¿no?


—Caraway es de los que disfrutan viendo el horror que han creado —explicó—.Y hay más. La vecina de Juana no sabía tu nombre. Solo sabía que la madre de alquiler era una amiga muy querida de Juana, originaria del mismo pueblo. Tuve que identificarme como agente del FBI ante el médico de Juana para que me facilitara tu nombre.


—¿Pero cómo llegó a saber ese Marcos Caraway quién era yo? —insistió Paula.


—La clínica del doctor de Juana fue forzada. No se llevaron nada excepto drogas, pero quienquiera que fuese pudo revisar la ficha de Juana.


—Y su ficha contenía mi nombre y que era receptora de su óvulo fertilizado.


—Así es.


—Después de pasarse ocho años en prisión —reflexionó en voz alta Paula, sentándose en la arena—, ese tipo se fuga solamente con el objetivo de matar de nuevo. Es difícil imaginarse lo que le puede pasar por la cabeza a una persona así.


—La venganza puede llegar a ser un móvil muy poderoso.


Se sentó a su lado. Ansiaba pasarle un brazo por los hombros, acercarla hacia sí, reconfortarla. Pero, aunque ella se lo permitiera, sabía que sería un error. Ya había dejado que ella se le metiese dentro de la piel, que le hiciera sentir y pensar cosas que no tenían cabida en una situación en la que el más mínimo error podía resultar mortal.


—¿Benjamin tiene más familiares? —le preguntó Paula con voz ahogada.


—Su madre. También está vigilada. Hasta ahora nadie ha atentado contra su vida.


—Susana. Así se llama la vecina que te dijo lo del bebé, ¿verdad? Juana y ella eran muy amigas. Estuvo a su lado cuando Juana tuvo los tres abortos y el médico le advirtió que con su diabetes podría ser muy peligroso que lo intentara otra vez.


—Sí, se llamaba Susana —admitió Pedro—. Me contó todo eso. Y que la explosión fue doblemente trágica teniendo en cuenta que Juana estaba a punto de tener el hijo que tanto había ansiado.


—¿Le dijiste a Susana que eras del FBI?


—No. Creyó que era periodista, pero me dijo que le habría dado esa misma información a cualquier otra persona.


—Todavía me despierto por las noches imaginando el cuerpo despedazado de Juana. ¿Cómo pudo hacerles eso a Juana y Benjamin? ¿Cómo pudo…?


Cerró los ojos. Pedro vio rodar las lágrimas por sus mejillas: no podía quedarse allí sentado, sin hacer nada. La abrazó con fuerza cuando empezó a sollozar.


Transcurrieron varios minutos antes de que Paula se apartara, frotándose los ojos.


—No sé por qué he hecho esto. Ni siquiera lloré cuando el funeral.


—Llora todo lo que quieras. Las lágrimas despejan el alma. Al menos eso es lo que dice mi madre.


—¿Te refieres a tu madre verdadera o a la que te has inventado para esta actuación?


—A mi madre verdadera. Es una gran mujer. Creo que te caería bien, y a ella le encantarías.


Paula se sacó un pañuelo del bolsillo para sonarse la nariz.


—Le gustan los llorones, ¿verdad?


Esbozó una sonrisa muy leve, pero suficiente para tranquilizar a Pedro.


—¿Nos vamos?


—Una pregunta más. ¿Cuándo fue forzada la clínica del doctor de Juana?


—El tres de diciembre.


—Un día antes de que abandonara Nueva Orleans de camino para Orange Beach. Apareciste muy rápidamente en escena.


—Si no hubiera sido así, ahora mismo no estarías viva.


—Pero yo soy el cebo, ¿verdad? —insistió—. Marcos Caraway probablemente figure en la infame lista de los asesinos más buscados y yo soy el cebo idóneo para atraerlo. Si os tomáis tantas molestias no es por mí ni por el bebé, sino por Caraway.


—En cierta forma sí, pero jamás he pretendido sacrificarte. Si ese hubiera sido el caso, la otra noche habría salido en su persecución en vez de rescatarte del agua.


—Eso se debió probablemente a tu instinto compasivo.


—Eres demasiado inteligente para tu propio bien —le puso un dedo bajo la barbilla, alzándole delicadamente la cabeza—. Por si sirve de algo, no me arrepiento de haberte salvado. Y si jamás consiguiéramos capturar a Marcos Caraway, tampoco me arrepentiría.


Leyó en sus ojos la duda, el miedo, el dolor, una serie de emociones que jamás habría debido sentir. Esperaba que su propia mirada no fuera tan transparente. Se incorporó y la ayudó a levantarse a su vez.


—Ojalá me hubieras contado la verdad desde el principio —le dijo Paula después de sacudirse la falda de arena.


—Voy a decirte una cosa que va contra el reglamento: no tenemos ninguna prueba efectiva de que Marcos Caraway esté detrás de eso. Fue solo una corazonada lo que me impulsó a atribuirle la autoría de la explosión. Pero el hecho de que forzaran la clínica del médico y el ataque del que fuiste víctima han otorgado mayor credibilidad a mi teoría.


—De acuerdo, Pedro Alfonso, o quienquiera que seas. Ese tipo no solamente mató a tu amigo, sino también a mi amiga. Así que no descansaremos hasta capturarlo.