miércoles, 11 de marzo de 2020

ANTES DEL AMANECER: CAPITULO 21




Paula se lo quedó mirando con la boca abierta. 


Eran las últimas palabras que habría esperado oír de Pedro.


—No puedo quedarme en tu casa.


—Sólo era una idea.


—Apenas nos conocemos —le dijo, sintiendo que tenía que justificar su respuesta, aunque a él le pareciera absurda o incoherente.


—No es algo tan raro. En cualquier caso, la decisión es tuya.


Tenía razón, por supuesto. Pero ella no podía hacerlo. No, con un hombre como Pedro.


Un hombre solícito, considerado. No. Sería una situación incómoda y… Y la extraña sensación que experimentaba a su lado no haría más que intensificarse.


Pero si hacía las maletas y se volvía a casa, estaría renunciando a sus vacaciones. Kiara se disgustaría. Además, muy probablemente Ana ya se habría mudado a su apartamento… Tenía que estar loca para estar pensando siquiera en aceptar su oferta. Y sin embargo… ¿Por qué no? Ella estaría a salvo con él. Con aquella hoz a mano… ¿Quién se atrevería a enfrentársele?


Aun así, estaba segura de que Pedro no sabía en lo que se estaba metiendo.


—Ocuparíamos tu espacio. Te cambiaríamos la vida a la que estás tan acostumbrado.


—Es una casa grande.


—Surgirán rumores.


—Probablemente —asintió, alisándose la barba.


Por supuesto, eso no lo preocupaba en absoluto. Además, solamente estaría allí durante aquel verano.


—¿Estás seguro de que quieres que vivamos contigo, Pedro?


—De ese modo estaréis a salvo.


Esa no era la respuesta que había querido escuchar, pero al fin y al cabo, todo se reducía a su seguridad y a la de Kiara.


—Podemos intentarlo —consintió al fin.


—Entonces vete haciendo el equipaje. Esta tarde volveré para ayudaros en el traslado —ya se disponía a marcharse cuando se detuvo en seco—. No llames todavía al sheriff.


—¿Por qué no?


—Quiero hacer algunas comprobaciones primero.


Se marchó sin esperar su respuesta. Hacía apenas unos segundos que había aceptado mudarse con él y ya estaba dándole órdenes. 


Sólo esperaba no haber cometido un error colosal. Aquel hombre parecía poseer tantas personalidades como manzanas tenía en su huerto de frutales.


Pero en aquel momento, esa era la opción más segura que tenía.




ANTES DEL AMANECER: CAPITULO 20





Bob Eggars consultó su agenda diaria mientras llamaba a su compañero de la oficina de Georgia. No era un favor nada difícil. Que la Agencia estuviera a cargo o no de la investigación era prácticamente una información de acceso público.


Lo que sí que tenía importancia, era una llamada de Pedro Alfonso, uno de los mejores agentes que había trabajado para él. Un tipo dotado de un talento natural para evaluar una situación de un solo vistazo. Casi como si pudiera olfatear el peligro…


Y Bob había tenido ese talento natural a su servicio, en su empresa de seguridad privada, después de que Pedro dejara la Agencia. Hasta que una mujer trastornó tan completamente su vida, que tuvo que refugiarse en una cueva a lamer sus heridas, olvidándose de volver a salir nunca más.


Lo cual le hizo preguntarse por la razón de aquella inesperada reaparición. Si había una mujer detrás de aquello… Sólo esperaba que no se pareciera en nada a María Hernández.



****

Paula pasó la mañana con Kiara. Fueron en la furgoneta hasta el Parque Natural de las cascadas de Amicolola y siguieron una de las rutas fáciles a pie. El día era perfecto para caminar. Comieron temprano en el restaurante del albergue, y de regreso a la cabaña, pararon en la tienda de Mattie para comprar un helado.


Pero su inquietud no había desaparecido. No compartía la sospecha de Sergio, acerca de que las amenazas habían partido de un estudiante. Y si la llamada de la noche anterior no había sido una broma, entonces una aislada cabaña en las montañas no era precisamente el mejor lugar para quedarse. Sólo que pocas personas sabían que estaba allí. Por otro lado, sin embargo, el FBI la había encontrado.


Si es que realmente aquellos dos tipos eran del FBI.


Sacó la última colcha de punto de la lavadora y fue a colgarla en el tendedero que había improvisado entre dos árboles. La cabaña estaba medrando rápidamente de aspecto. Sería una pena tener que dejarla después de todo el trabajo que le había dedicado. Incluso contaban con una pasarela nueva. Y con un vecino de fiero aspecto que había intimidado a los presuntos dos agentes del FBI que habían abusado de su hospitalidad. Si Pedro hubiera alzado en aquel momento su hoz, el tal Roberto probablemente habría saltado por una ventana…


Por primera vez en aquel día, se echó a reír al imaginarse la escena. De hecho, ahora que pensaba en ello, quizá fuera la primera vez en muchas semanas que se reía en voz alta de otra cosa que no fueran las travesuras de Kiara. 


Era extraño sentirse tan… Conectada con un ermitaño de barba que le había dado un susto de muerte apenas veinticuatro horas antes…


Acababa de colocar la última pinza cuando tuvo la inequívoca sensación de que alguien la estaba observando. Se giró en redondo para descubrir a Pedro cruzando la pasarela. Su cojera resultaba más evidente que la primera vez que lo vio. Esa vez no llevaba una hoz, sino una jarra de varios litros. Y definitivamente la estaba mirando.


—Parece que estás de buen humor… —le comentó, caminando hacia ella.


—Lo intentó al menos —se secó las manos húmedas en sus pantalones cortos—. Me sorprende volver a verte tan pronto.


—Te he traído un poco de sidra de manzana. De la cosecha del año pasado.


—Gracias. Seguro que me encantará.


Pero no le entregó la jarra, sino que se quedó muy quieto frente a ella, frunciendo los labios.


—La sidra no es la única razón de mi visita.


Por su tono, Paula se temía lo peor.


—Venga, dispara.


—Hoy estuve hablando con un amigo mío sobre los hombres que vinieron a interrogarte ayer.


Maldijo para sus adentros. Pensó que probablemente se lo habría mencionado a Mattie. La mujer era un encanto, pero también muy charlatana.


—Preferiría que no hablaras de este asunto del FBI con nadie, Pedro.


—El FBI no tiene nada que ver en ello.


—Ya sé lo que piensas, pero…


—El FBI no está involucrado en la investigación de Meyers Bickham, al menos por el momento. No es una opinión mía, Paula. Es un hecho. Lo he confirmado. Si no me crees a mí, llama a la oficina del FBI de Georgia. Pregúntales si han enviado a alguien a interrogarte.


Paula se dispuso a discutir, hasta que comprendió que era inútil. Cerró los puños, presa de un irresistible ataque de frustración y de temor.


Pedro le puso las manos sobre los hombros. Fue un movimiento titubeante, tentativo. Paula casi se alegró de ello, porque al menor gesto de estímulo por su parte, se habría lanzado a sus brazos. Y eso seguramente, lo habría ahuyentado.


—¿Quieres que entremos y hablemos de ello?


—Me gustaría hablarlo contigo, pero no dentro. Kiara está en el salón, jugando con sus muñecas. No quiero que nos oiga.


—Entonces sentémonos en el porche. Te serviré un vaso de sidra.


—¿Por qué, Pedro?


—Porque hace demasiado calor aquí fuera y porque supongo que tendrás sed.


—No me refiero a eso. ¿Por qué te estás involucrando tanto en mis problemas? No… No es propio de un ermitaño.


—Soy un fanático del pastel de carne.


Pedro escuchó atentamente el relato de la extraña llamada telefónica de la noche anterior y la posterior conversación que mantuvo con el padre de Kiara. Pensó que aquel tipo debía de estar un poco loco para haberse separado de esa manera de Paula y de su hija.


—Es tan frustrante… —continuó ella—. Yo no sé nada, y aun así parece que alguien está convencido de que sí.


—¿Sueles pensar con frecuencia en el tiempo que pasaste en el orfanato?


—He pasado la mayor parte de mi vida adulta, intentando no pensar en ello —le dio la espalda, tensa—. Tú también crees que es posible que yo sepa algo, ¿verdad?


—No creo que eso importe demasiado por el momento. El hecho de que alguien así lo crea no sólo te involucra en la investigación, sino que además te pone en peligro.


Paula soltó un profundo suspiro.


—Esperaba terminar con este asunto de una vez, pero supongo que si esos tipos que me visitaron ayer no eran del FBI, entonces tengo que avisar a la policía. Y luego regresar a Columbus. Kiara estará más a salvo allí.


—No, necesariamente.


—Bueno, no puedo quedarme aquí, en una aislada cabaña de las montañas…


—Hay otra opción…


Sabía que el simple hecho de concebir aquella idea era una locura. Y expresarla lo era aún más.


De repente se abrió la puerta y apareció Kiara.


—Hola, señor Pedro.


—Hola, Kiara.


—¿Quiere que le ayude hoy con el martillo?


—No, hoy no. Ya todo está arreglado.


—El señor Pedro y yo estamos hablando de algo muy importante, Kiara. Anda, sigue jugando con tus muñecas, que dentro de un rato entraré a prepararte un bocadillo.


—¿De queso?


—Si eso es lo que te apetece…


—Me apetece. Y también un vaso de leche. ¿A usted también le apetece un bocadillo, señor Pedro?


—Sí, claro.


Pedro pudo oír cantar alegremente a Kiara mientras volvía a jugar con sus muñecas. Un ser completamente inocente, al igual que lo había sido la hija de María. Al final, sin embargo, eso no había significado ninguna diferencia. Se le hizo un nudo en la garganta, consciente de que no tenía ninguna posibilidad contra ese tipo de presión. Así que abrió la boca y se obligó a pronunciar las palabras fatídicas:
—Podéis venir las dos a mi casa, Paula. Yo me encargaré de protegeros.





ANTES DEL AMANECER: CAPITULO 19




Pedro caminaba entre los manzanos, más allá de los robles, buscando las señales de alguna plaga. Un trabajo de rutina que por desgracia, no conseguía aplacar su inquietud.


La noche anterior se había quedado dormido, pensando en la mujer que apenas había abandonado sus pensamientos durante los últimos tres años y medio: María. En aquel entonces, solía embriagarse sólo de pronunciar su nombre.


Evocó su larga melena negra deslizándose como seda entre sus dedos. Sus estrechas caderas que se contoneaban seductoramente al andar. La hipnótica sensación de sus dedos acariciando su cuerpo. Sus manos sobre su piel, con aquella sutil delicadeza…


Pero cuando se había despertado en medio de la noche… Había sido el rostro de Paula el que había aparecido en la pantalla de su mente.


No había nada sutil en Paula. Sus emociones afloraban instantáneamente a su rostro. El miedo, la hostilidad, el placer, cualquier cosa que sintiera. Sus ojos y su lenguaje corporal expresaban hasta la última variación.


Cortó un par de manzanas de una rama baja, dejando espacio para que otras crecieran con mayor libertad. Las guardó en el cesto de lona que llevaba a la cintura, y ahuyentó con cuidado a una abeja que estaba rondando su mano. Las abejas eran sus mejores agentes polinizadores, y no quería matar a ninguna.


Siguió caminando con sus pesadas botas hundiéndose en la tierra blanda, intentando concentrarse en las manzanas… Y fracasando miserablemente. Nunca debió haberse prestado a acompañar a Paula y a Kiara a la cabaña. Y definitivamente, tampoco debió haber aceptado su invitación a cenar.


En ese caso, jamás se habría enterado de la visita de aquellos dos tipos. Ni habría relacionado a Paula con la investigación acerca de lo ocurrido en aquel antiguo orfanato. Pero todo eso había sucedido. Y ya no había manera de echarse atrás.


Renunciando a la pretensión de que aquel era un día tan normal como cualquier otro, volvió a su casa y preparó la moto. Había un teléfono de monedas en el local de Mattie. Una conexión directa con la vida que había dejado atrás.


—¡Pedro Alfonso! Esto sí que es una verdadera sorpresa…


Bob Eggars parecía el mismo de siempre.


Pero eso era de esperar. Era Pedro el que había cambiado.


—¿Qué tal el negocio?


—Más ocupado que nunca. ¿Estás listo para volver al trabajo?


—No —incluso aunque lo estuviera, dudaba que quisieran contratar a un agente tullido—. Sólo quería pedirte una pequeña información.


—Supongo que no estamos hablando de manzanas.


—No.


—¿Qué es lo que quieres saber?


—Si el FBI está o no implicado en la investigación sobre el orfanato Meyers Bickham.


—¡Ah, ya! Lo de los cadáveres enterrados en el sótano ha llegado hasta tu nido en las montañas, ¿eh?


—Podría decirse que sí.


—¿Piensas dedicarte a ello o es simple curiosidad?


—Simple curiosidad.


—Bien. Es un comienzo. Lo averiguaré y te lo diré. ¿Tienes ya teléfono?


—No, pero puedo volver a llamarte yo.


—De acuerdo. Dame una hora.





martes, 10 de marzo de 2020

ANTES DEL AMANECER: CAPITULO 18




La despertó su teléfono móvil. Frotándose los ojos, se volvió para mirar el reloj de la mesilla. 


La una y media. Nada bueno podía presagiar una llamada a esas horas.


—¿Diga? —murmuró, soñolienta.


—¿Paula Chaves?


—¿Sí?


—Hola. Paula. Bienvenida de nuevo a la pesadilla.


Era una voz masculina que no reconocía. El pulso se le aceleró. Se había quedado paralizada de horror. Aquello no podía estar sucediendo… Otra vez no. Tenía ya treinta años. Era madre. Los absurdos terrores que la habían acosado de niña no podían retornar con la misma fuerza, como si nada hubiera sucedido entre tanto…


—¿Quién es usted?


—Mantente callada, Paula.


—¿Que me mantenga callada sobre qué? No sé de qué me está hablando.


—Adivínalo.


Maldijo en silencio. Debía de referirse a los cadáveres de Meyers Bickham.


—Yo no sé nada, y por tanto nada tengo que decir sobre eso…


—Bien. Porque si hablas, tu cadáver será el siguiente que encuentren.


Y se cortó la comunicación.


No supo durante cuánto tiempo permaneció tumbada, muy quieta, mirando al techo. 


Finalmente se obligó a levantarse para echar un vistazo a su hija.


Kiara tenía un sueño intranquilo. Estaba murmurando algo que Paula no podía entender, mientras daba vueltas y más vueltas en su camita, abrazada a su oso de peluche. Y todo ello sin abrir en ningún momento los ojos.


La quería tanto… Se acercó para besarla tiernamente en una mejilla, teniendo buen cuidado de no despertarla. «No te fallaré, corazón. No te contagiaré mis pesadillas. No dejaré que ese horror manche tu vida».


Pero aquellas palabras parecieron revolverse contra ella mientras se alejaba de la cama. Era la misma promesa que su madre le había hecho antes de desaparecer de su vida, dejándola completamente sola en el mundo.


Volvió al dormitorio, se sentó en la cama y recogió su móvil. Detestaba suplicar nada a nadie, pero seguramente Sergio lo comprendería. Después de todo, Kiara también era hija suya.


—Hola.


—Hola, Sergio. Soy Paula.


—¿Qué pasa? ¿Se trata de Kiara?


—Sí. Tienes que llevártela para que pase contigo el verano, Sergio. Sé que tienes planes, pero tendrás que cambiarlos.


—Son las dos de la madrugada. ¿Estás borracha o es que te ha dado un ataque de soledad?


—Ninguna de las dos cosas. Mi vida se ha complicado mucho últimamente. Se ha vuelto incluso… Peligrosa. Y necesito que te hagas cargo de Kiara por una temporada.


—¿De qué diablos estás hablando?


Le contó lo de la nota, la visita de los hombres del FBI y la llamada que acababa de recibir.


—Meyers Bickham… Debí haberlo adivinado.


—No sé quién me está amenazando ni lo que ese tipo o el FBI piensa que sé, pero no quiero poner en peligro a Kiara.


—No se trata de Kiara. Se trata de ti y de tus traumas del pasado.


—No son imaginaciones mías, Sergio. Esos cadáveres son reales.


—Pero la paranoia es tuya, Paula. Arrastras tu propio pasado como si fuera una bola con una cadena, arruinándolo todo a tu paso…


—Ya sé lo que piensas de mí, Sergio, pero no te estoy pidiendo esto por mí. Lo único que quiero es que aceptes tu responsabilidad como padre. Llévate a Kiara para que esté a salvo contigo, si no todo el verano, al menos un par de semanas.


—Si yo pensara por un segundo que Kiara está en peligro, me plantaría en esa cabaña ahora mismo y me la llevaría conmigo. Pero ese no es el caso. Esos agentes del FBI te dijeron que solamente se trataba de un interrogatorio de rutina.


—¿Y qué me dices de la carta y de la llamada de teléfono?


—En ningún momento mencionaron a Meyers Bickham. Probablemente sería alguno de tus alumnos intentando asustarte, o castigarte por haberle suspendido. Sucede todo el tiempo. ¿Te acuerdas de la vez que a mí me pincharon las ruedas del coche?


—Kiara no es un coche, Sergio.


—Sabes lo que quiero decir. Y si reflexionaras seriamente sobre ello, te darías cuenta de lo absurdo que es todo esto. ¿Cómo iba alguien a hacer daño a todas y cada una de las personas que vivieron en algún momento en ese orfanato?


—¿Así que la respuesta es no?


—Me marcho del país la semana que viene. Ya tengo todos los planes hechos.


—¿Y qué pasa con tu hija?


—Quédate en la cabaña con ella, Paula. Descansa y diviértete un poco. Y olvídate de ese maldito orfanato.


—Ya. Que me divierta. Eso lo resuelve todo, ¿verdad?


—Dale a Kiara un beso de mi parte. Dile que su papá la quiere.


—Claro. Se lo diré.


Paula cortó la comunicación y soltó el teléfono. Se sentía exhausta. Liberada por puro agotamiento, del terror que la había asaltado unos minutos antes. No se había creído todo lo que Sergio le había dicho, pero tampoco podía negar que algo sí tenía algún sentido.


Cientos de niños habían vivido en Meyers Bickham. Era absurdo que alguien quisiera matarlos a todos… Se levantó nuevamente de la cama y se dirigió descalza a la cocina. Después de servirse un vaso de agua, repasó los acontecimientos de los dos últimos días como si estuviera rebobinando rápidamente una película. 


Pero fue perdiendo velocidad cuando evocó a Pedro sentado en el porche después de cenar, tomando café y contemplando las estrellas.


Supuestamente era un solitario, pero en poco tiempo parecían haber sintonizado de una manera extraña, indefinible. Sabía muy poco sobre él, y sin embargo no encajaba con la imagen de hombre tosco y agreste que pretendía proyectar.


Apenas podía creer que le hubiera contado lo de sus pesadillas y la carta de amenaza que había recibido. O que en aquel preciso instante estuviera pensando en él y preguntándose si volvería a verlo alguna vez.



ANTES DEL AMANECER: CAPITULO 17




El leve chirrido del columpio del porche parecía acompasarse con el canto de los grillos y el ocasional ulular de una lechuza. Paula tomó un sorbo de café, sorprendida de que la cena hubiera transcurrido tan bien. Los incómodos silencios que tanto había temido, apenas habían hecho acto de presencia. Aunque el mérito había sido más bien de Kiara, que no había parado de hablar.


Pero Kiara ya se había ido a la cama, y Pedro estaba sentado en el escalón superior del porche, con la mirada fija en la oscuridad. Le había sorprendido que se hubiera quedado a tomar café, y aún más que le hubiera fregado los platos mientras ella acostaba a su hija.


—En este lugar se respira una paz y una tranquilidad maravillosas —comentó Paula.


—Silencio hay, por lo menos.


—Aunque no sé si lo soportaría durante mucho tiempo. Quizá echaría de menos los restaurantes, las tiendas… Y sobretodo, los amigos.


—Se tarda tiempo en acostumbrarse.


—Pero a ti te gusta. Llevas tres años aquí.


Se encogió de hombros, sin responder. Paula se dijo que estaba insistiendo demasiado. Era mejor dejar en suspenso la conversación y disfrutar del momento. En lugar de ello, sin embargo, su mente divagó de nuevo a lo ocurrido en Meyers Bickham.


—Parecías bastante alterada cuando se marcharon esos tipos del FBI.


El comentario la sorprendió. De hecho, casi había esperado que se levantara para marcharse sin añadir otra palabra.


—No me gustó su actitud.


—¿Vinieron a preguntarte por los cadáveres encontrados en el orfanato?


—Sí.


Se estremeció. Era la reacción lógica cuando pensaba en aquel lóbrego sótano convertido en mausoleo de niños. Además, ignoraba que se hubiera enterado.


—Por lo que he visto en las noticias, se trata de recién nacidos. Incluso de niños de edad algo avanzada.


—Supongo que si ese es el caso, tiene que haber algún registro de los enterramientos. Quizá en el archivo parroquial de la antigua iglesia. O partidas de defunción. Algo, cualquier cosa…


—Ya. ¿Qué les dijiste a esos tipos del FBI?


—Que no sabía nada sobre los cuerpos. Pero no parecieron muy convencidos. Me preguntaron si había estado en ese sótano antes.


—¿Y estuviste?


—No… Despierta no, al menos.


—¿Eres sonámbula? —le preguntó, arqueando las cejas.


Sabía que no debería haber dicho nada, pero una vez que había empezado, sentía la extraña necesidad de contarle lo de las pesadillas.


—No. La verdad es que me costó mucho acostumbrarme a ese orfanato. De hecho, comencé a tener horribles pesadillas. Una noche me desperté gritando que había un bebé fantasma en el sótano, y que estaba llorando por mí…


—Pero tú nunca estuviste en ese sótano.


—En aquel entonces creía que sí —cerró los ojos, intentando recordar—. Creía haber visto un desfile en el sótano… Un desfile de fantasmas. 
Por suerte había una persona en el orfanato, una doctora, que pareció comprender lo que estaba pasando.
Estuvo hablando conmigo durante horas y me dio unas pastillas. No sé lo que eran. Supongo que algo para calmar mi estado de ansiedad.


—¿Y ella te convenció de que sólo era una pesadilla?


—Sí, pero la pesadilla se repitió. Una y otra vez. Sigo teniéndola de vez en cuando, pero la mayor parte de las veces sólo oigo el llanto del bebé fantasmal. Sobretodo cuando estoy estresada. Es curioso que en mis pesadillas, yo estuviera convencida de que el sótano estaba embrujado. Y ahora resulta que en realidad estaba lleno de cadáveres…


Pedro volvió a quedarse en silencio. Aquello no la sorprendió. Pero sí las preguntas que le había hecho, y el interés que había demostrado por su estancia en el orfanato.


Se levantó, acercándosele, y apoyó la espalda en la barandilla del porche.


—No creo que esos tipos fueran del FBI, Paula.


—Me enseñaron sus credenciales.


—Una credencial es muy fácil de falsificar. Un buen profesional puede incluso engañar a un experto.


Y ella no era ninguna experta. No había mirado sus placas de cerca. Ni siquiera estaba segura de que Roberto le hubiese enseñado la suya.


—¿Por qué piensas que eran unos impostores?


—Por el momento en que han venido. El FBI no reacciona tan rápido en un caso que no es de emergencia. Dudo incluso que hayan recibido el aviso a estas alturas. Aún no hay evidencia alguna de que se trate de un crimen interestatal, o de algo que escape al ámbito de las autoridades locales.


—Pero si no eran del FBI… ¿Entonces quiénes eran?


—Quizá una parte interesada en averiguar si sabes o no algo que pueda incriminarlos.


—¡Dios mío! Has estado pensando a fondo en esto, ¿no?


—Sólo te estoy comentando lo que me parece obvio.


A ella no se lo había parecido. Quizá Pedro dedicara a aquel pasatiempo todas las horas que pasaba solo. A especular y a inventarse todo tipo de teorías paranoicas.


Sólo que su actitud le parecía mucho más razonable, que la de los dos hombres que la habían visitado en su cabaña para hacerle todo tipo de preguntas absurdas.


Y además, estaba la nota que había recibido antes de dejar Columbus.


Se preguntó qué pensaría de eso. Dado que ya había compartido sus problemas con él, bien podría pulsar su opinión al respecto.


—Tengo algo que me gustaría que leyeras.


Pedro asintió con la cabeza.



Fue a su dormitorio y sacó la carta de su bolso. Antes de salir, recogió la linterna que estaba al lado de la cama. No atraía los mosquitos tanto como la luz del porche. Le entregó ambas a Pedro y se quedó a su lado, esperando a que leyera la nota.


—Alguien está convencido de que tú sabes algo sobre esos cadáveres.


—Pero eso es absurdo. Yo estuve cinco años en ese orfanato y no recuerdo que ningún bebé muriera.


—¿Pero había bebés allí?


—Por supuesto, pero la mayoría no se quedaban mucho tiempo. Eran adoptados rápidamente. La gente adora a los bebés. Eran los niños flacuchos de diez años, con la cara llena de pecas como yo, los que nadie quería.


Una mezcla de furia y dolor asomó a su tono de voz. Había pasado mucho tiempo, pero el dolor seguía agazapado, esperando para saltar sobre ella a la menor oportunidad.


—Yo no sé nada de eso. No alcanzo a imaginar de dónde pudieron haber salido esos bebés ni cuándo fueron enterrados allí. Tampoco sé de cuántas tumbas están hablando…


—Ocho, hasta el momento.


—Aun así, todavía no estoy segura de que se trate de un crimen —repuso Paula—. Tal vez aquel sótano fuera utilizado como cripta…


—Es posible. Pero también lo es que esos niños fueran asesinados.


Paula tuvo que apoyarse en la barandilla del porche, presa de una repentina náusea. Le flaqueaban las piernas.


—No mataban niños en Meyers Bickham, Pedro. Era un orfanato, por el amor de Dios.


—Pero no parece que tengas muy buenos recuerdos de ese lugar, aparte de la doctora que me has mencionado.


—No tengo ningún recuerdo bueno de Meyers Bickham. Los guardianes eran estrictos y severos. Me castigaban y me hacían sentirme como si fuera una basura que nadie quería. Pero nunca llegaron a pegarme, a maltratarme físicamente. El maltrato era más bien psíquico.


Se volvió, dándole la espalda. Se estaba poniendo demasiado sentimental, y revelando cosas sobre sí misma que Nat no necesitaba saber. Ni siquiera eran amigos. Hacía apenas un día que se conocían.


—Puede que esté equivocado, Paula. Quizá esos tipos fueran del FBI y estuvieran recopilando información de todas las personas que han pasado por ese orfanato.


Pero él no se lo creía… Era la conclusión inevitable. Si hubiera sido así, no habría sacado el tema a colación. Parecía inquieto. Incluso había desviado la mirada.


—Bueno, se está haciendo tarde. Gracias otra vez por todo.


Le tocó un brazo, y Pedro lo retiró como si su contacto lo hubiese quemado. De nuevo había tropezado con aquel muro invisible que había levantado en torno a su persona.


Se volvió para marcharse, sin mirar atrás.


Acababa de bajar el último escalón del porche cuando se detuvo en seco.


—Ten cuidado, Paula, Yo no tengo teléfono, pero si necesitas algo, cualquier cosa, ven a mi casa. Es el primer desvío según sales por la carretera Delringer.


Lo observó hasta que desapareció en lo oscuro, sorprendida de su invitación, pero asustada al mismo tiempo. Si le había hecho un ofrecimiento, era porque pensaba, que podía estar en peligro. Justo lo que necesitaba después de haberse trasladado a una aislada cabaña en las montañas.


Pero por fuerza tenía que estar equivocado. Ella no sabía nada de aquellos cadáveres de Meyers Bickham. Y no estaba dispuesta a consentir que los demonios sin rostro de su pasado volvieran a enseñorearse de su vida. Ya no era ninguna niña desvalida. Aun así, al día siguiente iría a una ferretería de Dahlonega a comprar cerraduras para las ventanas.