martes, 10 de marzo de 2020

ANTES DEL AMANECER: CAPITULO 17




El leve chirrido del columpio del porche parecía acompasarse con el canto de los grillos y el ocasional ulular de una lechuza. Paula tomó un sorbo de café, sorprendida de que la cena hubiera transcurrido tan bien. Los incómodos silencios que tanto había temido, apenas habían hecho acto de presencia. Aunque el mérito había sido más bien de Kiara, que no había parado de hablar.


Pero Kiara ya se había ido a la cama, y Pedro estaba sentado en el escalón superior del porche, con la mirada fija en la oscuridad. Le había sorprendido que se hubiera quedado a tomar café, y aún más que le hubiera fregado los platos mientras ella acostaba a su hija.


—En este lugar se respira una paz y una tranquilidad maravillosas —comentó Paula.


—Silencio hay, por lo menos.


—Aunque no sé si lo soportaría durante mucho tiempo. Quizá echaría de menos los restaurantes, las tiendas… Y sobretodo, los amigos.


—Se tarda tiempo en acostumbrarse.


—Pero a ti te gusta. Llevas tres años aquí.


Se encogió de hombros, sin responder. Paula se dijo que estaba insistiendo demasiado. Era mejor dejar en suspenso la conversación y disfrutar del momento. En lugar de ello, sin embargo, su mente divagó de nuevo a lo ocurrido en Meyers Bickham.


—Parecías bastante alterada cuando se marcharon esos tipos del FBI.


El comentario la sorprendió. De hecho, casi había esperado que se levantara para marcharse sin añadir otra palabra.


—No me gustó su actitud.


—¿Vinieron a preguntarte por los cadáveres encontrados en el orfanato?


—Sí.


Se estremeció. Era la reacción lógica cuando pensaba en aquel lóbrego sótano convertido en mausoleo de niños. Además, ignoraba que se hubiera enterado.


—Por lo que he visto en las noticias, se trata de recién nacidos. Incluso de niños de edad algo avanzada.


—Supongo que si ese es el caso, tiene que haber algún registro de los enterramientos. Quizá en el archivo parroquial de la antigua iglesia. O partidas de defunción. Algo, cualquier cosa…


—Ya. ¿Qué les dijiste a esos tipos del FBI?


—Que no sabía nada sobre los cuerpos. Pero no parecieron muy convencidos. Me preguntaron si había estado en ese sótano antes.


—¿Y estuviste?


—No… Despierta no, al menos.


—¿Eres sonámbula? —le preguntó, arqueando las cejas.


Sabía que no debería haber dicho nada, pero una vez que había empezado, sentía la extraña necesidad de contarle lo de las pesadillas.


—No. La verdad es que me costó mucho acostumbrarme a ese orfanato. De hecho, comencé a tener horribles pesadillas. Una noche me desperté gritando que había un bebé fantasma en el sótano, y que estaba llorando por mí…


—Pero tú nunca estuviste en ese sótano.


—En aquel entonces creía que sí —cerró los ojos, intentando recordar—. Creía haber visto un desfile en el sótano… Un desfile de fantasmas. 
Por suerte había una persona en el orfanato, una doctora, que pareció comprender lo que estaba pasando.
Estuvo hablando conmigo durante horas y me dio unas pastillas. No sé lo que eran. Supongo que algo para calmar mi estado de ansiedad.


—¿Y ella te convenció de que sólo era una pesadilla?


—Sí, pero la pesadilla se repitió. Una y otra vez. Sigo teniéndola de vez en cuando, pero la mayor parte de las veces sólo oigo el llanto del bebé fantasmal. Sobretodo cuando estoy estresada. Es curioso que en mis pesadillas, yo estuviera convencida de que el sótano estaba embrujado. Y ahora resulta que en realidad estaba lleno de cadáveres…


Pedro volvió a quedarse en silencio. Aquello no la sorprendió. Pero sí las preguntas que le había hecho, y el interés que había demostrado por su estancia en el orfanato.


Se levantó, acercándosele, y apoyó la espalda en la barandilla del porche.


—No creo que esos tipos fueran del FBI, Paula.


—Me enseñaron sus credenciales.


—Una credencial es muy fácil de falsificar. Un buen profesional puede incluso engañar a un experto.


Y ella no era ninguna experta. No había mirado sus placas de cerca. Ni siquiera estaba segura de que Roberto le hubiese enseñado la suya.


—¿Por qué piensas que eran unos impostores?


—Por el momento en que han venido. El FBI no reacciona tan rápido en un caso que no es de emergencia. Dudo incluso que hayan recibido el aviso a estas alturas. Aún no hay evidencia alguna de que se trate de un crimen interestatal, o de algo que escape al ámbito de las autoridades locales.


—Pero si no eran del FBI… ¿Entonces quiénes eran?


—Quizá una parte interesada en averiguar si sabes o no algo que pueda incriminarlos.


—¡Dios mío! Has estado pensando a fondo en esto, ¿no?


—Sólo te estoy comentando lo que me parece obvio.


A ella no se lo había parecido. Quizá Pedro dedicara a aquel pasatiempo todas las horas que pasaba solo. A especular y a inventarse todo tipo de teorías paranoicas.


Sólo que su actitud le parecía mucho más razonable, que la de los dos hombres que la habían visitado en su cabaña para hacerle todo tipo de preguntas absurdas.


Y además, estaba la nota que había recibido antes de dejar Columbus.


Se preguntó qué pensaría de eso. Dado que ya había compartido sus problemas con él, bien podría pulsar su opinión al respecto.


—Tengo algo que me gustaría que leyeras.


Pedro asintió con la cabeza.



Fue a su dormitorio y sacó la carta de su bolso. Antes de salir, recogió la linterna que estaba al lado de la cama. No atraía los mosquitos tanto como la luz del porche. Le entregó ambas a Pedro y se quedó a su lado, esperando a que leyera la nota.


—Alguien está convencido de que tú sabes algo sobre esos cadáveres.


—Pero eso es absurdo. Yo estuve cinco años en ese orfanato y no recuerdo que ningún bebé muriera.


—¿Pero había bebés allí?


—Por supuesto, pero la mayoría no se quedaban mucho tiempo. Eran adoptados rápidamente. La gente adora a los bebés. Eran los niños flacuchos de diez años, con la cara llena de pecas como yo, los que nadie quería.


Una mezcla de furia y dolor asomó a su tono de voz. Había pasado mucho tiempo, pero el dolor seguía agazapado, esperando para saltar sobre ella a la menor oportunidad.


—Yo no sé nada de eso. No alcanzo a imaginar de dónde pudieron haber salido esos bebés ni cuándo fueron enterrados allí. Tampoco sé de cuántas tumbas están hablando…


—Ocho, hasta el momento.


—Aun así, todavía no estoy segura de que se trate de un crimen —repuso Paula—. Tal vez aquel sótano fuera utilizado como cripta…


—Es posible. Pero también lo es que esos niños fueran asesinados.


Paula tuvo que apoyarse en la barandilla del porche, presa de una repentina náusea. Le flaqueaban las piernas.


—No mataban niños en Meyers Bickham, Pedro. Era un orfanato, por el amor de Dios.


—Pero no parece que tengas muy buenos recuerdos de ese lugar, aparte de la doctora que me has mencionado.


—No tengo ningún recuerdo bueno de Meyers Bickham. Los guardianes eran estrictos y severos. Me castigaban y me hacían sentirme como si fuera una basura que nadie quería. Pero nunca llegaron a pegarme, a maltratarme físicamente. El maltrato era más bien psíquico.


Se volvió, dándole la espalda. Se estaba poniendo demasiado sentimental, y revelando cosas sobre sí misma que Nat no necesitaba saber. Ni siquiera eran amigos. Hacía apenas un día que se conocían.


—Puede que esté equivocado, Paula. Quizá esos tipos fueran del FBI y estuvieran recopilando información de todas las personas que han pasado por ese orfanato.


Pero él no se lo creía… Era la conclusión inevitable. Si hubiera sido así, no habría sacado el tema a colación. Parecía inquieto. Incluso había desviado la mirada.


—Bueno, se está haciendo tarde. Gracias otra vez por todo.


Le tocó un brazo, y Pedro lo retiró como si su contacto lo hubiese quemado. De nuevo había tropezado con aquel muro invisible que había levantado en torno a su persona.


Se volvió para marcharse, sin mirar atrás.


Acababa de bajar el último escalón del porche cuando se detuvo en seco.


—Ten cuidado, Paula, Yo no tengo teléfono, pero si necesitas algo, cualquier cosa, ven a mi casa. Es el primer desvío según sales por la carretera Delringer.


Lo observó hasta que desapareció en lo oscuro, sorprendida de su invitación, pero asustada al mismo tiempo. Si le había hecho un ofrecimiento, era porque pensaba, que podía estar en peligro. Justo lo que necesitaba después de haberse trasladado a una aislada cabaña en las montañas.


Pero por fuerza tenía que estar equivocado. Ella no sabía nada de aquellos cadáveres de Meyers Bickham. Y no estaba dispuesta a consentir que los demonios sin rostro de su pasado volvieran a enseñorearse de su vida. Ya no era ninguna niña desvalida. Aun así, al día siguiente iría a una ferretería de Dahlonega a comprar cerraduras para las ventanas.






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