lunes, 9 de marzo de 2020

ANTES DEL AMANECER: CAPITULO 15





Pedro se estaba enjabonando el pelo bajo la ducha, disfrutando de la caricia del agua caliente. Había aceptado aquella invitación a cenar en el peor momento. Ayudarla con su trabajo era una cosa, pero entablar una conversación normal mientras cenaban era algo muy distinto. Para ello se necesitaban una serie de habilidades sociales que no estaba muy seguro de haber conservado.


Aunque tampoco había planeado convertirse en el individuo antisocial que ahora era. Había intentado seguir adelante con su vida… Hasta que ya no le había quedado vida alguna. Una pierna inútil. Una culpa punzante, enloquecedora. Un corazón que se había secado como una manzana madura en el árbol, bajo el abrasador sol de Georgia.


Así que se había replegado sobre sí mismo como un oso herido, recluyéndose en una vieja casona y en un huerto de frutales.


Se aclaró el champú, cerró el grifo y se ató una toalla a la cintura. Limpió de vaho el espejo con la palma de la mano y se miró. Realmente no conocía al hombre que le devolvía la mirada. 


Aquel pelo largo, la barba, el rostro atezado por el sol, las arrugas en torno a los ojos. Tenía treinta y cinco años, pero era como si tuviera cien.


Y sin embargo, allí estaba, dispuesto a cenar con una mujer que había cometido la locura de invitarlo. Una mujer que había recibido la visita, aquella misma tarde, de dos agentes del FBI. 


Dudaba que hubiera cometido algún delito que mereciera su atención. En cualquier caso, no tenía ninguna intención de profundizar en ello, ni preguntarle sobre el particular.


Se pasó el peine por el pelo. Tuvo la tentación de agarrar las tijeras y cortárselo, pero corría el riesgo de que Paula pensara que lo había hecho por ella. Y definitivamente no quería transmitirle ninguna idea de ese tipo.


Era una mujer muy hermosa, y sin embargo, se comportaba como si no fuera consciente de ello. Piernas largas y bien torneadas. Bonito trasero. Labios invitadores. Se estaba excitando, pero por suerte experimentó una súbita punzada de temor que enfrió su libido. Habían pasado tres años y medio desde la última vez que había estado con una mujer. Durante todo ese tiempo había intentado no pensar en ello. Y lo intentaría también aquella noche, por supuesto.


Cuando terminó de peinarse, se puso unos vaqueros limpios y una camisa azul. Todavía eran las seis y media, demasiado pronto para presentarse en casa de Paula. Encendió el televisor y puso los informativos de la tarde.


Se disponía a buscar un vaso de agua a la cocina cuando se detuvo en seco al escuchar un nombre conocido: «Meyers Bickham». Escuchó atentamente los sucintos detalles sobre los huesos que habían sido descubiertos mientras los obreros demolían el antiguo orfanato al este de Dahlonega. Hacía dos días.


Hacía dos días, y Paula había recibido ese mismo día la visita del FBI. Resultaba algo extraño… Sumamente improbable. La maquinaria burocrática de la Agencia no trabajaba con tanta rapidez. Y con mayor motivo cuando todo indicaba que se trataba de un crimen antiguo que no entrañaba un peligro inmediato.


Pero no importaba. Aquella no era su batalla. 


Hacía mucho tiempo que él ya había perdido la suya.




ANTES DEL AMANECER: CAPITULO 14




Paula jamás se había visto envuelta en investigación policial alguna, lo cual confería a los dos agentes una indudable ventaja sobre ella. Para no hablar de que iban vestidos con toda formalidad y ella llevaba unos vaqueros cortos, una vieja camiseta con el emblema de la universidad y unos deportivos llenos de barro.


—No ha sido usted fácil de localizar, señora Chaves.


—¿Cómo me han encontrado, por cierto?


—La Agencia tiene sus maneras de hacerlo.


—Entonces me sorprende que no hayan descubierto también, que yo no sé absolutamente nada de los restos de niños que se han encontrado en el sótano de Meyers Bickham.


—A veces las personas saben más de lo que creen que saben.


Romeo Trotter se recostó en el sofá y cruzó las piernas, como si estuvieran manteniendo una amigable conversación. Hasta el momento él era el único que había hablado, porque su compañero parecía más preocupado en mirar constantemente por la ventana.


Finalmente Roberto asintió con la cabeza y concentró su atención en ella:
—¿Cuánto tiempo estuvo internada en Meyers Bickham? ¿Cinco, diez años?


—Cinco años.


Pensó en la llamada que le había mencionado Ana, y se preguntó si lo de la «asociación de historiadores de Atlanta» no habría sido un truco del FBI para localizarla.


—Supongo que en cinco años debió de haber visto y oído muchas cosas.


—Pues sí. Oí reglas, y sermones, y horarios agotadores de trabajo. Vi niños maltratados, supervisores perdiendo la paciencia con ellos. Por lo demás, me harté de fregar platos y de limpiar servicios.


—¿Cuerpos no?


—Jamás. Nadie murió mientras estuve allí, al menos que yo sepa. Los niños abandonaban constantemente al orfanato para ir a casas de acogida o con familias que los adoptaban, pero ninguno falleció. Supongo que esos cadáveres procederían del tiempo en que el edificio fue utilizado como iglesia.


—Tal vez.


—Pero ustedes no lo creen. Porque si así fuera, no me estarían interrogando.


—En este momento todavía no hay nada definitivo. Estamos investigando todas las posibilidades.


Lo cual seguía sin explicar por qué se habían molestado en localizarla, pensó Paula.


—¿Estuvo usted alguna vez en el sótano? —le preguntó Romeo, con el mismo tono amable que estaba empezando a impacientarla.


—No —respondió, aunque eso no era del todo verdad.


En sus pesadillas, había estado allí cientos de veces. Pero no estaba dispuesta a hablarles de sus terrores nocturnos de la infancia. No, cuando tenía la inequívoca sensación de que estaban intentando manipularla.


—¿Oyó hablar a otros niños acerca del sótano?


—Corrían rumores.


—¿Qué tipo de rumores?


—Se decía que era frío y oscuro, y que estaba repleto de grandes ratas grises —cruzó y descruzó las piernas, nerviosa, deseando que fueran directamente al grano o se marcharan de una vez—. Si pretenden hablar con todas y cada una de las personas que estuvieron internadas en Meyers Bickham, van a estar pero que muy ocupados.


—Supongo que sí.


De repente Kiara abrió la puerta del dormitorio.


—Mami, ¿puedo salir ya? Estoy cansada de ver la película.


—Todavía no, corazón. Antes necesito seguir hablando con estos señores durante unos minutos más. No tardaré mucho.


—Vale, porque tengo hambre y quiero comer.


Cerró la puerta.


—De verdad que no sé cómo puedo ayudarlos —comentó Paula, dirigiéndose de nuevo a los agentes—. Y tampoco tiene mucho sentido que pierdan el tiempo. Ni que me lo hagan perder a mí.


—Sólo tenemos unas cuantas preguntas más.


—No, lo siento —ella misma se sorprendió de su audacia. Ignoraba por qué, pero no le gustaban nada aquellos individuos—. Preferiría que se marcharan ahora mismo. Déjenme sus tarjetas para que pueda llamarlos si se me ocurre algo más.


—Hemos venido de muy lejos para hablar con usted. Necesitamos contar con su plena colaboración. ¿Entiende lo que queremos decir, verdad?


Paula se tensó, e inmediatamente oyó unos pasos en el porche. Era Pedro. En la mano derecha llevaba la hoz con la que había estado cortando las malas hierbas. Tenía todo el aspecto de un hombre capaz de cometer una verdadera masacre. O al menos Romeo debió de haberlo pensado así, porque se apresuró a levantarse, con las manos hundidas en los bolsillos.


—Entra, Pedro—lo invitó Paula, encantada con su aparición. No dudó en tutearlo, para que aquellos hombres creyeran que era amigo suyo y que podía contar con él en cualquier circunstancia—. Mis invitados ya se marchaban, ¿no es así, caballeros?


Pedro le lanzó una mirada de sorpresa, pero al instante pareció darse cuenta de lo que estaba pasando. Tal vez fuera un ermitaño hosco y huraño, pero no era ningún estúpido. Abrió la puerta de rejilla y entró en la cabaña, deslizando un dedo por la hoja de su hoz.


—Gracias por el tiempo que nos ha dedicado —murmuró Roberto, encaminándose hacia la salida con una sonrisa forzada.


Romeo se apresuró a seguirlo.


—¿Estás bien? —le preguntó Pedro una vez que se marcharon.


—Sí. Sí, estoy bien.


Pensó en lo mucho que había cambiado su percepción de Pedro. Aquella mañana por poco le había dado un ataque cardíaco al verlo, empuñando aquella misma hoz. En ese momento, sin embargo, parecía mucho más seguro y digno de confianza que aquellos tipos del FBI. Además, estaba en deuda con él. Por todo lo que había hecho y principalmente, por haber amedrentado con su presencia a sus indeseables visitantes.


—Han venido a preguntarme por algo que ha sucedido en el antiguo orfanato de Meyers Bickham. Yo estuve interna allí durante un tiempo, pero no sabía nada y no pude ayudarlos. Se lo dije, pero sospecho que no me han creído.


Pedro asintió, como si no estuviera interesado en saber más. Lo cual no hacía sino satisfacerla.


—Dime una cosa, Pedro. ¿Los ermitaños suelen aceptar invitaciones a cenar?


—No lo sé. No recuerdo haber recibido ninguna desde que me trasladé a las montañas.


—Entonces esta será la primera. Me encantaría que cenaras esta noche conmigo y con Kiara. Es la única manera que se me ocurre de corresponder a la ayuda que nos has prestado.


Vio que vacilaba. Por un instante estuvo segura de que iba a negarse.


—Tú no me debes nada.


—Entonces ven simplemente por una razón: Porque nos gustaría tenerte como invitado.


Echándose hacia atrás la melena con su mano libre, le lanzó una mirada tan penetrante como el bisturí de un cirujano.


—Puedo venir a cenar, pero no esperes nada de mí, Paula. Quiero decir que… No veas cosas donde no hay nada. Te ayudé porque lo necesitabas. Eso es todo.


—Solamente es una cena, Pedro. Y yo no me hago ilusiones sobre nada. Había pensado en preparar pastel de carne con patatas y judías verdes.


—¿A qué hora?


—¿Qué tal a las siete?


—A las siete entonces.


Dicho y hecho. Recogió su hoz y se marchó. 


Paula se dijo que no esperaría nada de Pedro. Y lo mejor de todo era que él tampoco esperaría nada de ella.



ANTES DEL AMANECER: CAPITULO 13




Tardó poco en averiguarlo. Dos hombres, dos desconocidos, aparecieron en el sendero y se encaminaron hacia la pasarela. Uno era alto y atractivo, de unos cuarenta y tantos años. El otro más joven, rubio, con una sonrisa algo engreída. 


Se detuvieron al pie del puente y permanecieron inmóviles por un momento, mirando fijamente a Pedro.


El mayor sacó su cartera y le mostró una credencial del FBI.


—Soy Romeo Trotter, del FBI. Y éste es mi compañero Roberto Dagger. Hemos venido a ver a Paula Chaves.


—Yo soy Paula Chaves.


Buscó a Kiara con la mirada. La niña ya estaba corriendo hacia ellos, curiosa.


—¿Pueden decirme a qué se debe su visita? —les preguntó, apresurándose a tomarla de la mano.


—El orfanato Meyers Bickham. Usted estuvo interna allí, ¿verdad?


A Paula se le aceleró el corazón.


—Sólo deseamos hacerle unas cuantas preguntas —añadió Romeo—. A solas.


Miró significativamente a Pedro, que se hizo a un lado para dejarlos pasar.


—Yo me encargaré de Kiara mientras usted habla con ellos.


—¡Oh, no hace falta! Me la llevaré dentro conmigo. Se quedará viendo una película en el dormitorio. Creo que ya ha tomado demasiado el sol.


El pulso le atronaba en las sienes mientras entraba en la cabaña. En un rincón de su cerebro volvió a escuchar el llanto infantil con el que había convivido durante veinte años. Los gemidos del bebé fantasmal pidiendo ayuda.


Sólo que esa vez al parecer, el bebé fantasmal había pedido ayuda al FBI.




domingo, 8 de marzo de 2020

ANTES DEL AMANECER: CAPITULO 12





Fue a la cocina y desahogó su frustración exprimiendo limones. Preparó una limonada, que sirvió en tres vasos con hielo, y salió al porche.


Al parecer Kiara se había cansado de clavar clavos y había vuelto al dibujo que había estado coloreando antes.


—Me gustan esos colores —le comentó Paula, dejándole un vaso al lado.


—Es nuestra cabaña. El amarillo es el sol y el marrón nuestro columpio. Ahora voy a pintar al señor Pedro con su barba. Es más larga que la de Santa Claus, pero no es blanca.


Paula se acercó con los otros dos vasos a la pasarela. Pedro alzó la mirada al verla acercarse, pero continuó con su tarea.


—Le he traído un poco de limonada.


—Gracias.


Terminó de clavar una tabla y se reunió con ella en la ribera del arroyo.


Paula le tendió el vaso, pero en lugar de aceptarlo enseguida, se desabrochó la camisa, se enjugó con ella el sudor de la cara y la arrojó sobre una roca, a sus pies. Tenía un torso musculoso y atezado, con un fino vello oscuro que se espesaba en torno a sus tetillas para descender, en forma de uve, por su vientre. De repente tomó conciencia de que lo estaba mirando fijamente y se apresuró a desviar la mirada.


Cuando sus ojos se encontraron, experimentó la misma sensación de inquietud que la noche anterior, una intensidad que le traspasaba el alma. Sólo que esa vez también sintió algo más. 


Una atracción irresistible.


—Puede que no quiera acercarse demasiado a mí —pronunció, retrocediendo un paso—. Me temo que apesto a sudor.


—El olor de un hombre que trabaja duro. Eso no puede ser tan malo.


Se llevó el vaso a los labios y bebió, con su prominente nuez de Adán subiendo y bajando a cada trago. Una vez apurada la mitad de la limonada, se tumbó en la ribera y estiró las piernas, apoyándose sobre los codos.


—Debe de estar cansado —le comentó ella.


—No más de lo normal.


—Ha hecho un gran trabajo con la pasarela. Parece que tiene usted maña para estas cosas.


—Sólo he clavado una cuantas tablas. No se necesita mucha maña para eso.


—Quizá no, pero yo no podría haberlo hecho, al menos no tan bien ni tan rápido como usted —se sentó a su lado, medio esperando que se apartara. Como no lo hizo, decidió seguir hablando. Tal vez, si llegaba a conocerlo mejor, desapareciera la inquietud que le provocaba. Y hablar con alguien de cualquier cosa que no fuera Meyers Bickham quizá la ayudara a ahuyentar los recuerdos que le había evocado la llamada de Ana—. Por su acento, no parece usted de Georgia.


—No.


—¿Qué le ha traído hasta aquí?


—Estaba de paso por la zona y vi que el manzanar estaba en venta.


—Así que lo compró y se dedicó al cultivo de frutales.


—Sí.


—Realmente no le gusta hablar mucho de usted, ¿verdad?


—No especialmente.


—Mattie dice que vive como un ermitaño.


—No deja de tener razón.


—Aun así, anoche no sólo me ayudó a encontrar la cabaña y a establecerme en ella, sino que hoy ha vuelto para reforzar el puente. ¿Por qué?


—Me pareció que necesitaba un poco de ayuda. Yo diría que la sigue necesitando. Aunque dudo que sea el tipo de ayuda que yo le pueda ofrecer.


—Para ser un ermitaño, es usted muy perspicaz.


—No se crea. Está haciendo pedazos esa servilleta que tiene en las manos.


Así era. Reunió los minúsculos pedazos y se los guardó en un bolsillo de sus vaqueros.


—Si se ha traído los problemas con usted… No creo que disfrute mucho de las vacaciones —añadió él.


—No hace falta que me los traiga. Es mi propio pasado, que no me suelta —le confesó, en un impulso.


Por alguna razón, sentía la necesidad de explicarle su respuesta.


—El pasado suele hacer esas cosas con la gente —terminó su limonada y se levantó, aparentemente deseoso de volver a su trabajo y nada dispuesto a escuchar sus problemas.


No se molestó en recoger su camisa. 


Simplemente agarró el martillo y escogió una tabla del montón que había serrado.


—Relájese y olvídelo —le aconsejó, para su sorpresa—. Si no puede hacerlo por su propio bien, hágalo por el de su hija.


Paula tuvo la sensación de que aquel consejo estaba realmente dirigido a sí mismo, como si se estuviera refiriendo a aquello que lo había empujado a esconderse del mundo, refugiándose en aquellas montañas.


Estaba pensando en invitarlo a comer en la cabaña cuando oyeron acercarse un coche.


—Parece que tiene compañía —comentó Pedro.


—No consigo imaginar quién puede ser.



ANTES DEL AMANECER: CAPITULO 11




Paula observó a Pedro mientras se inclinaba sobre Kiara para ayudarla a manejar el martillo, cuidando de que no se hiciera daño. Se suponía que los perros y los niños eran los mejores jueces de las personas, pero ella todavía no se sentía dispuesta a confiar en aquel viejo refrán. 


Por eso seguía siendo tan consciente de su presencia.


Acababa de quitar la última telaraña cuando sonó su teléfono móvil. Entró corriendo en la casa para contestar.


—¿Diga?


—¿Qué tal va la vida en la pequeña cabaña de las montañas? —le preguntó Ana, con su característico acento de Georgia.


—Llena de telarañas y de polvo —respondió, volviendo al porche.


—No digas que no te lo advertí. Las arañas adoran ese lugar, entre otros muchos insectos. ¿Has conocido a alguno de tus vecinos?


—De hecho, sólo tengo uno —Paula le explicó lo de la destrucción del puente. Al parecer, según Mattie, no lo habían reconstruido porque un tornado se había llevado las cabañas de la parte alta—. Y sí, ya lo conozco. Una especie de ermitaño barbado que cultiva manzanas ecológicas. Debe de haber comprado el viejo manzanar de los Delringer.


—Sí, hace tres años. Y también he conocido a Mattie y a Henry. Y a su hija Dolores.


—Dolores ya debe de estar en la universidad.


—La de Georgia. Está estudiando para profesora.


—Me alegro por ella. Entonces… ¿La cabaña sigue habitable?


—En eso estamos. Ahora mismo tengo todas las puertas y ventanas abiertas, para airearla. Y estaba en pleno proceso de retirada de telarañas.


—Bien. Porque no te llamaba precisamente para charlar.


—No me digas que el decano quiere que vuelva a para atender a otro estudiante descontento con sus notas.


—No, es sobre aquel antiguo orfanato donde estuviste. Meyers Bickham.


—¿Qué pasa con Meyers Bickham? —inquirió, súbitamente alerta.


—Lo están demoliendo.


—Se estaría cayendo de viejo. Ya sucedía cuando yo estuve allí, y desde entonces llevaba años cerrado.


—Un equipo de demolición se estaba ocupando del sótano cuando encontraron restos de niños enterrados en las paredes. Es la página de portada de los informativos de hoy. La policía ha abierto una investigación.


Niños enterrados en las paredes del sótano. Era una noticia verdaderamente espeluznante. 


Como una pesadilla hecha realidad.


—¿Estás bien? —le preguntó Ana, al ver que no contestaba—. No he querido alterarte… Sólo pensé que podrías encontrarlo interesante. Además, estaba segura de que la noticia no habría llegado hasta allí…


—No te preocupes. Estoy bien. Lo que pasa es que es tan… Truculento. Y tienes razón. No me había enterado.


—¡Ah! Y otra cosa. La secretaria del departamento me dijo que alguien de la asociación de historiadores de Savannah llamó ayer para hablar contigo. Ella les dijo que estabas pasando el verano en mi cabaña y les dio tu número de móvil. Probablemente esperarán a que regreses al campus, pero yo quería decírtelo por si acaso estabas interesada en contactar con ellos antes.


—Gracias, pero lo dejaré para la vuelta. Ahora mismo estoy en vaqueros cortos y camiseta, y el pensamiento de vestirme de punta en blanco me aterra… Oye, ¿por qué no vienes a vernos en algún momento?


—Me encantaría si no tuviera tanta necesidad de quedarme aquí para supervisar la decoración de mi casa. Mañana me trasladaré a tu apartamento, si te parece bien. Van a empezar a levantar el suelo de la cocina y soy alérgica al polvo.


—Trasládate cuando quieras.


Charlaron durante unos minutos más. No volvieron a hablar de Meyers Bickham, pero Paula ya no pudo quitarse aquella noticia de la cabeza. Siempre había estado convencida de que aquel sótano estaba hechizado. Y así había sido. Almas en pena encerradas en sus muros de ladrillo…


De repente maldijo para sus adentros. Claro. Por eso había recibido aquella nota tan extraña el día anterior. Quienquiera que la hubiera escrito, creía que ella estaba dispuesta a hablar. Cerró los ojos. Y volvió a abrirlos al escuchar el grito alborozado de Kiara:
—¡Estoy ayudando a hacer el puente, mami!


—Qué bien, corazón.


—¿Quieres venir a verme?


—Ahora mismo voy para allá.


Iría cuando se recuperara lo suficiente. Aún estaba estremecida. Niños enterrados en los muros de un orfanato. Era algo absolutamente horripilante.




ANTES DEL AMANECER: CAPITULO 10





Pedro trabajaba a buen ritmo clavando las tablas que reforzaban la pasarela. Era un trabajo tan fácil como satisfactorio. Lo que lo molestaba era otra cosa: La necesidad que había sentido de ir allí.


Durante los tres últimos años, se las había arreglado para evitar casi todo contacto con la gente de la zona y con los turistas. A excepción de Henry y de Mattie, apenas abría la boca más que para saludar a la gente con la que se encontraba, algo de rigor en Georgia. Bueno, también hablaba con Bruno, por supuesto, pero fundamentalmente para indicarle lo que tenía que hacer en el manzanar.


En cambio, allí estaba ahora, trabajando para una pelirroja gruñona que iba a pasar todo aquel verano prácticamente a su lado. Claro que no había tenido otra elección. Aquel viejo puente corría el riesgo de derrumbarse el día menos pensado. Y si madre e hija se caían, o incluso si se ahogaban en época de crecida, sabía que jamás se lo perdonaría a sí mismo… Porque no sería la primera vez.


Musitó una retahíla de maldiciones cuando los recuerdos volvieron a asaltar su mente. Se suponía que el tiempo lo curaba todo, pero ya habían pasado tres años y medio y seguía siendo incapaz de evocar todo lo que había sucedido aquella noche sin que se le encogiera el corazón.


Se sentó en el puente, con las piernas colgando y la mirada fija en la cabaña. Kiara estaba tumbada en el porche, dibujando. Era una de las pocas veces que la había visto tan tranquila. 


Paula estaba quitando las telarañas del tejado del mismo porche, estirándose todo lo que podía. Le gustaba la manera que tenía de moverse, tan fácil, tan natural, con sus firmes senos balanceándose levemente bajo su camiseta blanca. Si llevaba algún tipo de maquillaje, no se había dado cuenta. Un apagado rubor teñía de rosa sus mejillas, como el de las manzanas cuando empezaban a madurar. Tenía el pelo rebelde, con indómitos rizos que escapaban de su cola de caballo…


Kiara se levantó de pronto y se le acercó corriendo.


—Me gusta el nuevo puente, señor Pedro.


—Gracias.


—Yo puedo ayudarle a terminarlo.


—¿Quieres clavar los clavos en las tablas?


—Claro. Se me da muy bien.


—¿Lo has hecho alguna vez antes?


—No, pero sé que se me da bien.


—Toma —le tendió el martillo—. Pero ten cuidado.


—¡Cómo pesa! —exclamó, sujetándolo con las dos manos.


Pedro se dijo que debería levantarse y marcharse. Y volver cuando ni Paula ni Kiara estuvieran presentes. Pero no lo hizo. Quizá los años lo hubieran ablandado, después de todo. O quizá fuera simplemente un masoquista.