lunes, 9 de marzo de 2020

ANTES DEL AMANECER: CAPITULO 14




Paula jamás se había visto envuelta en investigación policial alguna, lo cual confería a los dos agentes una indudable ventaja sobre ella. Para no hablar de que iban vestidos con toda formalidad y ella llevaba unos vaqueros cortos, una vieja camiseta con el emblema de la universidad y unos deportivos llenos de barro.


—No ha sido usted fácil de localizar, señora Chaves.


—¿Cómo me han encontrado, por cierto?


—La Agencia tiene sus maneras de hacerlo.


—Entonces me sorprende que no hayan descubierto también, que yo no sé absolutamente nada de los restos de niños que se han encontrado en el sótano de Meyers Bickham.


—A veces las personas saben más de lo que creen que saben.


Romeo Trotter se recostó en el sofá y cruzó las piernas, como si estuvieran manteniendo una amigable conversación. Hasta el momento él era el único que había hablado, porque su compañero parecía más preocupado en mirar constantemente por la ventana.


Finalmente Roberto asintió con la cabeza y concentró su atención en ella:
—¿Cuánto tiempo estuvo internada en Meyers Bickham? ¿Cinco, diez años?


—Cinco años.


Pensó en la llamada que le había mencionado Ana, y se preguntó si lo de la «asociación de historiadores de Atlanta» no habría sido un truco del FBI para localizarla.


—Supongo que en cinco años debió de haber visto y oído muchas cosas.


—Pues sí. Oí reglas, y sermones, y horarios agotadores de trabajo. Vi niños maltratados, supervisores perdiendo la paciencia con ellos. Por lo demás, me harté de fregar platos y de limpiar servicios.


—¿Cuerpos no?


—Jamás. Nadie murió mientras estuve allí, al menos que yo sepa. Los niños abandonaban constantemente al orfanato para ir a casas de acogida o con familias que los adoptaban, pero ninguno falleció. Supongo que esos cadáveres procederían del tiempo en que el edificio fue utilizado como iglesia.


—Tal vez.


—Pero ustedes no lo creen. Porque si así fuera, no me estarían interrogando.


—En este momento todavía no hay nada definitivo. Estamos investigando todas las posibilidades.


Lo cual seguía sin explicar por qué se habían molestado en localizarla, pensó Paula.


—¿Estuvo usted alguna vez en el sótano? —le preguntó Romeo, con el mismo tono amable que estaba empezando a impacientarla.


—No —respondió, aunque eso no era del todo verdad.


En sus pesadillas, había estado allí cientos de veces. Pero no estaba dispuesta a hablarles de sus terrores nocturnos de la infancia. No, cuando tenía la inequívoca sensación de que estaban intentando manipularla.


—¿Oyó hablar a otros niños acerca del sótano?


—Corrían rumores.


—¿Qué tipo de rumores?


—Se decía que era frío y oscuro, y que estaba repleto de grandes ratas grises —cruzó y descruzó las piernas, nerviosa, deseando que fueran directamente al grano o se marcharan de una vez—. Si pretenden hablar con todas y cada una de las personas que estuvieron internadas en Meyers Bickham, van a estar pero que muy ocupados.


—Supongo que sí.


De repente Kiara abrió la puerta del dormitorio.


—Mami, ¿puedo salir ya? Estoy cansada de ver la película.


—Todavía no, corazón. Antes necesito seguir hablando con estos señores durante unos minutos más. No tardaré mucho.


—Vale, porque tengo hambre y quiero comer.


Cerró la puerta.


—De verdad que no sé cómo puedo ayudarlos —comentó Paula, dirigiéndose de nuevo a los agentes—. Y tampoco tiene mucho sentido que pierdan el tiempo. Ni que me lo hagan perder a mí.


—Sólo tenemos unas cuantas preguntas más.


—No, lo siento —ella misma se sorprendió de su audacia. Ignoraba por qué, pero no le gustaban nada aquellos individuos—. Preferiría que se marcharan ahora mismo. Déjenme sus tarjetas para que pueda llamarlos si se me ocurre algo más.


—Hemos venido de muy lejos para hablar con usted. Necesitamos contar con su plena colaboración. ¿Entiende lo que queremos decir, verdad?


Paula se tensó, e inmediatamente oyó unos pasos en el porche. Era Pedro. En la mano derecha llevaba la hoz con la que había estado cortando las malas hierbas. Tenía todo el aspecto de un hombre capaz de cometer una verdadera masacre. O al menos Romeo debió de haberlo pensado así, porque se apresuró a levantarse, con las manos hundidas en los bolsillos.


—Entra, Pedro—lo invitó Paula, encantada con su aparición. No dudó en tutearlo, para que aquellos hombres creyeran que era amigo suyo y que podía contar con él en cualquier circunstancia—. Mis invitados ya se marchaban, ¿no es así, caballeros?


Pedro le lanzó una mirada de sorpresa, pero al instante pareció darse cuenta de lo que estaba pasando. Tal vez fuera un ermitaño hosco y huraño, pero no era ningún estúpido. Abrió la puerta de rejilla y entró en la cabaña, deslizando un dedo por la hoja de su hoz.


—Gracias por el tiempo que nos ha dedicado —murmuró Roberto, encaminándose hacia la salida con una sonrisa forzada.


Romeo se apresuró a seguirlo.


—¿Estás bien? —le preguntó Pedro una vez que se marcharon.


—Sí. Sí, estoy bien.


Pensó en lo mucho que había cambiado su percepción de Pedro. Aquella mañana por poco le había dado un ataque cardíaco al verlo, empuñando aquella misma hoz. En ese momento, sin embargo, parecía mucho más seguro y digno de confianza que aquellos tipos del FBI. Además, estaba en deuda con él. Por todo lo que había hecho y principalmente, por haber amedrentado con su presencia a sus indeseables visitantes.


—Han venido a preguntarme por algo que ha sucedido en el antiguo orfanato de Meyers Bickham. Yo estuve interna allí durante un tiempo, pero no sabía nada y no pude ayudarlos. Se lo dije, pero sospecho que no me han creído.


Pedro asintió, como si no estuviera interesado en saber más. Lo cual no hacía sino satisfacerla.


—Dime una cosa, Pedro. ¿Los ermitaños suelen aceptar invitaciones a cenar?


—No lo sé. No recuerdo haber recibido ninguna desde que me trasladé a las montañas.


—Entonces esta será la primera. Me encantaría que cenaras esta noche conmigo y con Kiara. Es la única manera que se me ocurre de corresponder a la ayuda que nos has prestado.


Vio que vacilaba. Por un instante estuvo segura de que iba a negarse.


—Tú no me debes nada.


—Entonces ven simplemente por una razón: Porque nos gustaría tenerte como invitado.


Echándose hacia atrás la melena con su mano libre, le lanzó una mirada tan penetrante como el bisturí de un cirujano.


—Puedo venir a cenar, pero no esperes nada de mí, Paula. Quiero decir que… No veas cosas donde no hay nada. Te ayudé porque lo necesitabas. Eso es todo.


—Solamente es una cena, Pedro. Y yo no me hago ilusiones sobre nada. Había pensado en preparar pastel de carne con patatas y judías verdes.


—¿A qué hora?


—¿Qué tal a las siete?


—A las siete entonces.


Dicho y hecho. Recogió su hoz y se marchó. 


Paula se dijo que no esperaría nada de Pedro. Y lo mejor de todo era que él tampoco esperaría nada de ella.



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