domingo, 8 de marzo de 2020

ANTES DEL AMANECER: CAPITULO 10





Pedro trabajaba a buen ritmo clavando las tablas que reforzaban la pasarela. Era un trabajo tan fácil como satisfactorio. Lo que lo molestaba era otra cosa: La necesidad que había sentido de ir allí.


Durante los tres últimos años, se las había arreglado para evitar casi todo contacto con la gente de la zona y con los turistas. A excepción de Henry y de Mattie, apenas abría la boca más que para saludar a la gente con la que se encontraba, algo de rigor en Georgia. Bueno, también hablaba con Bruno, por supuesto, pero fundamentalmente para indicarle lo que tenía que hacer en el manzanar.


En cambio, allí estaba ahora, trabajando para una pelirroja gruñona que iba a pasar todo aquel verano prácticamente a su lado. Claro que no había tenido otra elección. Aquel viejo puente corría el riesgo de derrumbarse el día menos pensado. Y si madre e hija se caían, o incluso si se ahogaban en época de crecida, sabía que jamás se lo perdonaría a sí mismo… Porque no sería la primera vez.


Musitó una retahíla de maldiciones cuando los recuerdos volvieron a asaltar su mente. Se suponía que el tiempo lo curaba todo, pero ya habían pasado tres años y medio y seguía siendo incapaz de evocar todo lo que había sucedido aquella noche sin que se le encogiera el corazón.


Se sentó en el puente, con las piernas colgando y la mirada fija en la cabaña. Kiara estaba tumbada en el porche, dibujando. Era una de las pocas veces que la había visto tan tranquila. 


Paula estaba quitando las telarañas del tejado del mismo porche, estirándose todo lo que podía. Le gustaba la manera que tenía de moverse, tan fácil, tan natural, con sus firmes senos balanceándose levemente bajo su camiseta blanca. Si llevaba algún tipo de maquillaje, no se había dado cuenta. Un apagado rubor teñía de rosa sus mejillas, como el de las manzanas cuando empezaban a madurar. Tenía el pelo rebelde, con indómitos rizos que escapaban de su cola de caballo…


Kiara se levantó de pronto y se le acercó corriendo.


—Me gusta el nuevo puente, señor Pedro.


—Gracias.


—Yo puedo ayudarle a terminarlo.


—¿Quieres clavar los clavos en las tablas?


—Claro. Se me da muy bien.


—¿Lo has hecho alguna vez antes?


—No, pero sé que se me da bien.


—Toma —le tendió el martillo—. Pero ten cuidado.


—¡Cómo pesa! —exclamó, sujetándolo con las dos manos.


Pedro se dijo que debería levantarse y marcharse. Y volver cuando ni Paula ni Kiara estuvieran presentes. Pero no lo hizo. Quizá los años lo hubieran ablandado, después de todo. O quizá fuera simplemente un masoquista.




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