miércoles, 22 de enero de 2020

ADVERSARIO: CAPITULO 12




El nunca quiso… nunca pretendió... Estaba tan enojado con ella, tan consciente y tan incapaz de hacer nada contra la futilidad de lo que ella hacía, y sin embargo, entre sus brazos, lo hacia sentir como si él fuera el único hombre...


El respiró profundo, se separó de ella por lo que Paula abrió los ojos, sintió frío por la pérdida del contacto con el cuerpo de Pedro, deseaba que regresara, anhelaba su calidez. Confundida, levantó la mirada, al ver el rechazo en sus ojos, ella se dio cuenta de lo que hacía, se liberó sonrojada por la humillación y la vergüenza. No fue sino hasta que la tocó que Paula supo lo desesperada que estaba, cuánto necesitaba a alguien en quién apoyarse; alguien con quién poder compartir su pena, alguien que la amara y apoyara. Alguien... pero, no ese hombre en especial, se dijo mientras le daba la espalda.


—Ya es demasiado tarde para que cambie de idea, lo sé, pero si vuelves a hacer algo como esto otra vez, tendré que pedirte que te vayas.


—No te preocupes, no lo haré —escuchó que estaba molesto, Pedro respondía con tono duro. 


Y, mientras subía, supo avergonzada que, de los dos, ella era la más culpable, ella fue quien, aunque no lo invitó a que la besara, sin duda respondió al beso, no se podía perdonar por haberlo hecho. Y, no sólo respondió, sino que lo deseó. ¿También a él?


No, desde luego que no. Eso era imposible. 


¿Por qué tenía que desearlo? Era un extraño, y además, alguien que le había dado una muy buena razón para que no le agradara. Entonces, ¿por qué había experimentado esa abrumadora sensación de bienestar y seguridad entre sus brazos? ¿Por que respondió de esa forma, por qué estaba tan consciente de su sexualidad?


Negó con la cabeza, trataba de alejar de su mente las preguntas para las que no tenía respuesta. Abrió la puerta del armario.


Un par de horas más tarde, cuando, después de haberse acomodado en su dormitorio, Pedro le anunció que debía regresar a la fábrica y que no regresaría a casa hasta tarde. Paula no pudo ocultar el alivio que sentía. Tal vez había vivido sola demasiado tiempo, reflexionó cuando escuchó que salía. A pesar del hecho de haber compartido un apartamento en sus años en la universidad, la presencia de Pedro en la cabaña la hacía sentirse demasiado nerviosa e intranquila. Hasta logró apartar a su tía de sus pensamientos. Y, sin embargo, no había razón alguna para que ella se sintiera así.


Ella y Pedro Alfonso tuvieron una charla acerca de la manera en la que su presencia se ajustaría a las costumbres de la casa. El se encargaría de sus propios alimentos, le dijo con firmeza, incluirían el desayuno y en ocasiones la cena, no siempre, pues los compromisos con la fábrica significaban que el cenaba en muchas ocasiones con sus colegas de trabajo. Insistió en que llevaría trabajo a casa, y que lo haría en su habitación. Desdeñoso, le indicó que no pretendía interferir con su vida privada, lo que hizo que Paula le lanzara una mirada furiosa.


Cuando él hizo ése comentario, ella pensaba discutir por el uso del cuarto de baño, pero no tuvo la oportunidad de hacerlo, pues por el, horario que él le indicara, saldría de casa mucho antes de la hora en la que ella solía levantarse, lo que significaba que no tendrían ningún problema. Si al principio Paula se preguntó por qué un hombre de su edad y con su físico no se había casado, una vez que consideró el horario de trabajo tan pesado al que se sometía, ya no lo hizo.


Se preguntaba si siempre trabajaría tanto, o era sólo algo que se impuso dada la situación. 


Paula no se había dado cuenta; hasta que Laura Mather se lo hizo ver, que Pedro no sólo era un empleado de la casa matriz, sino que era su fundador y accionista mayoritario y era obvio que era un hombre muy rico. Y, sin embargo, él parecía no necesitar el estilo de vida que ella atribuía a un hombre de su importancia y de su capacidad económica, no le había sugerido que esperaba que mientras se alojaba en la cabaña, ella tuviera que responsabilizarse por sus alimentos o su ropa. Parecía asumir que esas cosas eran su propia responsabilidad.


En general, parecía ser el huésped ideal: y el cheque con el que cubriera su renta, le quitó una gran presión de encima.


En realidad, cuando pensaba en ello, con cierta culpabilidad debía admitir que el dinero que le pagaba por lo que era sólo el uso del dormitorio y el cuarto de baño, no sólo era generoso, sino casi excesivo. Y supo que, si su tía hubiera estado allí, habría insistido en darle mucho más de lo que Paula estaba dispuesta a ofrecer.


Pero, ¿por qué tenía que hacerlo, se preguntó, después de la manera en que la juzgara, en que la tratara? Reprimió el remordimiento, la culpa que le recordaba lo que sintiera cuando él la besó. Si cerraba los ojos ahora, le sería fácil recordar justo lo que sintió... justo como él había...


Molesta, se prohibió caer en la tentación. Tenía trabajo que hacer antes de la hora de la visita. 


¡La hora de la visita! El corazón parecía temblarle en su interior, la sensación conocida de pánico y sufrimiento le dijo que debía mantener sus emociones a raya y considerar lo que su tía sufría, la necesidad que tenía de su amor y del apoyo que podía brindarle. Su tía debía ocupar el primer lugar y no ella.


Frenética, recorrió los papeles que tenía sobre su escritorio, sabía que sólo entregándose al trabajo podría bloquear su angustia.


Lo primero que percibió más tarde ese mismo día al acercarse a la cama de su tía, fue el aroma de las rosas: lo segundo, lo frágil y a la vez lo tranquila que su tía estaba con el mundo. 


Las lágrimas de emoción le picaban los ojos cuando se detuvo en la mitad de la sala. Veía ahora con toda claridad lo que antes por su egoísmo, se negaba a ver; que con su necesidad egoísta, con su propia desesperación y amor, ella, de diferente manera colocó una carga adicional sobre los hombros de su tía; que la obligó a vivir en la mentira que ella misma se decía. Principalmente que su tía mejoraría.


Al estar allí parada, la invadió una tristeza profunda y de culpa. No escuchó que la enfermera se acercaba, y que estaba a su lado hasta que le tocó el brazo.


—Paula... —le dijo en voz baja.


Cuando Paula volvió la cabeza, vio en los ojos de la mujer, comprensión y simpatía.


—Tu tía me dijo que tuvieron una charla larga. Me alegro. Una de las cosas más difíciles de las que nos tenemos que encargar aquí, es ayudar a los parientes de nuestros pacientes a aceptar que alguien a quien aman se acerca a la muerte... Una y otra vez, escuchamos de los pacientes mismos la necesidad intensa que tienen de compartir lo que sienten con aquellos que aman, y sin embargo, no pueden hacerlo, pues su familia y amigos no pueden aceptar, lo que ellos han aprendido, que se acercan a la muerte. Nos dicen tantas veces, lo positivos que se sienten, lo fuertes que están... cuánto desean morir con dignidad y cuantas veces se creen incapaces de comunicárselo a sus más allegados, pues estos se niegan a aceptar lo que ocurre. Sé lo importante que es para tu tía compartir sus sentimientos contigo.


—He sido tan cobarde —le dijo Paula—, y peor aún, también he sido egoísta. Me he negado a permitirle que me diga qué es lo que siente. Sabe, ella es todo lo que tengo y de manera egoísta...


—Lo sé, Paula. Ella me explicó como se encargó de ti después de la muerte de tus padres. No hay necesidad de que te sientas culpable o avergonzada por tus sentimientos. Sólo porque somos adultos, no significa que no vivamos las emociones que tuvimos de niños, y junto con las emociones positivas; el amor, la simpatía, el cuidado, el interés. Hay momentos en que se siente enojo, resentimiento y hasta odio.


— ¿Quiere decir que podría empezar a culpar a mi tía por abandonarme como lo hice con mis padres?


—Así es —admitió la enfermera—. Tan difícil como es para nuestros pacientes, y en ocasiones lo es mucho, lo puede ser más para aquellos que los aman. A nuestros pacientes terminales, les podemos dar los cuidados, los medicamentos, todos los consejos y el interés que necesitan para mantenerse bajo control en lo físico y lo emocional y regular la manera en que mueren. Pero, no podemos hacer nada para aliviar la carga y el dolor de aquellos que los aman.


—Todavía no lo puedo creer —dijo Paula al dirigir la mirada a la cama de su tía—. Estaba tan segura de que se pondría bien. Siempre fue tan fuerte, tan positiva.


—Entonces, ayúdala a que mantenga su valor, Paula. Ayúdala a que llegue al final de su vida con esa misma entereza.


Como si un sexto sentido la hubiera alertado, la tía de repente levantó la cabeza de la almohada y se volvió. Al ver lo débil que estaba, Paula sintió un gran dolor. Esa tarde, la veía sin tratar de engañarse a sí misma: se podía ver que estaba muy, muy débil, y muy, muy frágil, y sin embargo, durante semanas, ella había decidido ignorar esa debilidad y fragilidad, y la obligó a gastar mucha de esa energía en fingir, por el amor e interés que tenía por ella, que se recuperaba. Las lágrimas la cegaron, Paula se maldijo por su egoísmo y se prometió que a partir de ese momento, pondría las necesidades de su tía en primer término y no la suyas.


—Te ves cansada —le comentó su tía, cuando Paula se sentó a un lado de su cama—. Trabajas demasiado. Esa hipoteca es una carga muy pesada para ti. Yo me culpo...


Retorcía la orilla de la manta con los dedos. La preocupación que sentía por su sobrina estaba presente. Paula se sintió culpable, le tomó la mano, al hacerlo notó lo pequeña y encogida que se sentía, lo frágil y delgado de la piel que cubría los huesos delicados.


—No lo hagas. Amo la cabaña tanto como tú, y en cuanto a la hipoteca, tengo un huésped... —le relató lo ocurrido pero tuvo cuidado de no hablarle a su tía, de la idea errada que Pedro Alfonso tenía de ella, omitió lo que hubiera podido hacer pensar a la señora que no estaba feliz con el arreglo.


No se percató de lo entusiasta que se mostró con sus comentarios, hasta que su tía comentó feliz:
—Bueno, no te puedo indicar hasta dónde llega el alivio que siento al saber que ya no vives sola. Se que es un poco anticuado de mi parte, y supongo que correrías más riesgos al vivir en Londres, pero la cabaña está aislada, y me invade una tranquilidad al saber que un hombre tan encantador y tan confiable vive allí contigo. Me siento culpable porque tuviste que dejar tu carrera, todo, por mí, y ahora...


— ¡No! —Paula la interrumpió—. No hay necesidad de que te sientas así. De hecho... —se detuvo, le apretó la mano a su tía y respiró profundo antes de continuar—, he descubierto que prefiero vivir en el campo, me agrada el paso tranquilo con el que se vive aquí. Me gusta la independencia que me da ser mi propio jefe, por decirlo así. Puedo dejar de trabajar cuando quiero y salir, pasar una hora o más en el jardín —al hablar, descubrió que lo que decía era cierto, que no extrañaba en lo absoluto el barullo de Londres ni su posición encumbrada.


—Así que des... pues, ¿te quedarás en la cabaña?


Después... necesitó varios segundos para saber a qué se refería su tía y cuando lo hizo, se tuvo que contener para no negar lo que decía, se tragó sus palabras, recordó que se había prometido poner a su tía en primer lugar.


—Siempre que el interés de la hipoteca no suba —repuso breve.


—Si te quedas, sería muy bueno que construyeras la pérgola de la que hablamos durante el invierno. La imagino cubierta con las rosas que nos gustaron. Felicité y Perpetuo; creo que se llaman.


Las lágrimas amenazaban con brotar de los ojos de Paula. Ella sentía que la mano de su tía temblaba entre las suyas y notó que ella también tenía lágrimas en los ojos.


Fue una visita muy emotiva, y más tarde, demasiado alterada para regresar directo a casa y continuar con su trabajo, detuvo el auto en un sendero tranquilo, bajó, y se apoyó sobre la barda de una granja y absorbió la tranquilidad que le brindaba el paisaje.


Cuando regresó al auto, ya anochecía, tenía el cuerpo tenso y dolorido. Se dio cuenta, de que permaneció inmóvil más de una hora, y ahora la suavidad del anochecer del verano envolvía todo con un manto color gris lavanda.


Encendió las luces y se dirigió a casa. Había olvidado que Pedro Alfonso existía, le sorprendió llegar a la cabaña y ver las luces encendidas. Lo último que quería por el momento era tener que tratar con otro ser humano, en especial, con alguien del calibre de Pedro Alfonso.




ADVERSARIO: CAPITULO 11





Durante sus días en la universidad, ella tuvo bastantes amigos y admiradores, supo lo que era la familiaridad de una expresión casual de afecto y cariño. Pero, no recordaba cuándo su cuerpo se volvió su propio territorio privado, ni cuán desacostumbrada estaba a compartir una proximidad física con otros, hasta que la sensación violenta que le recorrió la piel, haciendo que los músculos se tensaran en rechazo al quedar helada en el lugar sin poder apartarse cuando con la mano libre, Pedro le tocó el rostro con gentileza con la punta de los dedos.


Las palabras "has llorado" le llegaron a través de un cañón que las repetía formando un eco y la apartaron de la realidad separándola del calor del sol sobre su piel, de la familiaridad de su entorno, hasta que una oleada de debilidad la invadió. Todo el cuerpo le empezó a temblar con violencia, cuando, sin la más mínima advertencia, las lágrimas empezaron a brotar y le recorrieron las mejillas.


Ella escuchó que Pedro Alfonso maldecía, pero no entendió las palabras. La intensidad de su sufrimiento era tan abrumadora, que no podía sentir nada más. Se percató de que el la soltaba, y entonces le empezó a temblar el cuerpo, su control quedó deshecho por el trauma de esa mañana.


Sin que lo esperara, él la tomó entre sus brazos y la cargó. Paula reaccionó por instinto, se aferró a él mientras la llevaba hacia la casa. 


Escuchaba que le decía algo, pero las palabras no tenían significado.


—Las llaves, Paula. ¿En dónde están las llaves de la casa?


Con lentitud, comprendió lo que le decía. Abrió la mano, le mostró las llaves que sostenía y permitió que las tomara. Paula todavía se apoyaba contra el pecho de Pedro cuando él abrió la puerta.


Una vez adentro, entre lágrimas, Paula notó la oscuridad del vestíbulo. Todavía lloraba, todavía se estremecía por la fuerza de sus emociones. 


Revivía la situación de la mañana, trataba de asimilarla, en realidad no sabía qué era lo que le pasaba, él la llevó cargada a la cocina y con gentileza la depositó sobre la silla cerca de la estufa Aga.


—¿Qué demonios te hizo? —le preguntó brusco. Ella lo miró confundida, y él añadió—. ¿Por qué permites que te haga pasar por todo esto? ¿Por qué permites que te lastime y te uso? ¿Que te hizo? ¿Decirte que ya no te verá? ¿Decirte que su esposa no lo deja libre, o que no puede dejarla por los niños?


Poco a poco, las palabras empezaron a entrar en la mente de Paula. Como una niña que empezaba a leer, las repitió en su mente, hasta que al fin comprendió lo que lo decía.


—No, no... —ella empezó, las lágrimas cesaron cuando se dio cuenta de lo que él quería decir.
Pero, en vez de permitirle hablar, él la interrumpió.


— ¡Aún ahora tratas de defenderlo! Aún ahora que te ha reducido a este estado, todavía dices que lo amas y que él te ama y que todo lo que los mantiene separados es su esposa y la lealtad que le tiene. ¿No puedes ver...? —Se interrumpió, negaba con la cabeza y amargado, agregó—: No, claro que no puedes, o... no quieres.


—Si te dijera que lo más probable es que todo lo que él quiere de ti es la inyección de adrenalina que le das... la emoción del sexo ilícito... lo negarías de inmediato. Si te dijera que lo que te motiva es el deseo sexual, te sentirías horrorizada y me dirías que lo amas, ¿Cómo puedes? ¿Cómo puede alguien amar a una persona que no se merece ese amor por el mero hecho de que quebranta sus promesas del matrimonio? ¿Cómo puedes decir que amas a alguien a quien es muy probable no conoces, alguien a quien nunca tendrás una verdadera oportunidad de conocer?


—Esto no tiene nada que ver con el sexo —Paula negaba insistente, se puso de pie para enfrentarse a él, para cerrar el pequeño espacio que los dividía.


—Quieres decir que hasta ahora no han sido amantes —se atrevió a decir. No la entendía y eso la dejó sin habla—. Debo confesar que me parece muy difícil de creer —continuó Pedro—. No necesitas decirme que eres una mujer muy deseable, tienes el tipo de sensualidad sutil que excita a muchos hombres. Tienes esa aura que obliga a un hombre a pensar en el placer que sería amarte.


— ¿No quieres decir, disfrutar del sexo? —Paula lo corrigió molesta, controlaba la incomodidad que le creaban sus palabras. La manera en que la describía, hacía que la sorpresa la dejara sin habla. Ella nunca se consideró deseable ni sensual, y algo extraño y desconcertante se removía en su interior al escuchar sus palabras—. Después de todo, según tú, es sexo lo único que los hombres buscarían en mí.


—No cualquier hombre —la corrigió—. Y no quise insinuar... Sólo trataba de señalar que un hombre que no le es fiel a su esposa, es capaz de tratarte a ti, y a tus sentimientos con la misma desconsideración.


—No estoy de acuerdo contigo. Muchos hombres y mujeres divorciados son felices y leales en su segundo matrimonio.


—Algunos lo son —la corrigió—, pero, muy pocas veces con la persona por la que dejaron a su cónyuge. ¿Es eso lo que esperas? ¿Que la deje y se case contigo?


Paula empezaba a reaccionar. Descubrió que temblaba no sólo por los hechos de la mañana, sino por la manera en que la enredaba en todas esas falsedades tontas. Si trataba de salir del enredo en ese momento, sospechaba que Pedro Alfonso no le creería. La ironía de la situación hizo que sintiera deseos de reír.


—Si en verdad quieres un consejo —Pedro le dijo brusco mientras ella empezaba a apartarse—, no llores frente a él. Los hombres casados odian que sus amantes les den momentos difíciles.


—Pensé que todos los hombres odiaban ver llorar a una mujer —comentó Paula cansada.


—Sólo cuando no pueden hacer nada por ellas, cuando no pueden seguir lo que les dictan sus instintos...


Para ese momento, Paula se había controlado bastante. Por fortuna, antes de salir, preparó la habitación que él ocuparía, pero todavía necesitaba unas toallas del armario, y tal vez sise ocupaba con esa tarea tan mundana, podría terminar de poner sus pensamientos en orden.


— ¿Seguir sus instintos y hacer qué? —preguntó cautelosa, creyendo saber la respuesta. El sexo masculino era muy bueno para retirarse de la escena cuando las emociones femeninas se desbordaban, pero la respuesta de Pedro no fue nada de lo que ella esperaba.


Al principio cuando se movió hacia ella, Paula sólo lo miró confundida, no entendía qué era lo que pasaba cuándo él hablo en voz ronca.


—Y hacer esto...


Le tocaba el rostro con los dedos, con gentileza removía los últimos trazos de sus lágrimas. 


Tenía la cabeza inclinada hacia ella, el aliento hacía que su piel reaccionara, por lo que por instinto, separó los labios con un ligero murmullo de negación.


Pero era demasiado tarde. Los labios de Pedro ya tocaban su boca, con lentitud le acariciaban los labios, por lo que se suavizaron y respondieron al mensaje tan sutil e íntimo, que Paula apenas lo percibía. Ella sólo supo lo que sus sentidos le dictaban, se acercó a él, permitió que la sensación de consuelo y placer hiciera que sus músculos se relajaran, se permitió experimentar la intensidad delicada de la sensación que percibía cuando las puntas de los dedos de Pedro le rozaban la piel y le acariciaban la boca con los labios.


Habían pasado muchos años desde que alguien la besara así, con tal profundidad y gentileza, con tal indulgencia y cuidado. De hecho, su mente borrosa no lograba recordar un momento en que alguien... Paula se estremeció cuando él deslizó las manos y le acarició el cuello. Se le cerraban los ojos, el cuerpo, por instinto, se acercaba y acomodaba más cerca de él, le daba la bienvenida a su calidez, a su fuerza, a su capacidad de sostenerla a salvo de todo lo que la amenazaba. Dejó escapar un gemido de contento, no se percató de la reacción de sorpresa de Pedro, él titubeó y la miró a los ojos.




ADVERSARIO: CAPITULO 10




Más tarde, mientras se daba una ducha y se preparaba para visitar a su tía, su conciencia la molestaba, le recordaba que ella sólo hubiera necesitado interrumpir a Pedro Alfonso cuando en la primera ocasión mencionó a su supuesto amante y con eso hubiera corregido la situación. 


¿Por qué no lo hizo? No porque fuera el tipo de 
persona que disfruta al permitir a otros que la juzguen mal para gozar de la vergüenza que pasarán cuando descubran la verdad. No, no era eso. Era porque... temía hablar de la condición de su tía con alguien, temía... ¿qué era lo que temía? ¿Lo que tendría que enfrentar cuando lo hiciera?


El corazón le empezó a latir con fuerza, era la sensación conocida del pánico, la desesperación y el enojo que empezaban a embargarla, era que se sentía indefensa y furiosa. Se controló, se negaba a permitir que sus pensamientos siguieran el camino que empezaban a recorrer. 


¿Por qué? Porque ella sabía que ese camino no conducía más que a un sitio desolado, lleno de angustia y dolor. Estuvo allí cuando murieron sus padres. Pero, entonces, tenía a la tía Maia para ayudarla, para abrazarla, para consolarla. 


Ahora, no había nadie. Ahora se quedaría sola...


El pánico crecía en su interior, el rechazo a lo que su mente trataba de decirle, la furia y la desolación impotentes.


Al bajar, vio las rosas que cortara antes, y por un momento quiso tomarlas y arrojarlas a la basura. 


Entonces, recordó la descripción breve pero elocuente que Pedro Alfonso hiciera de la destrucción de los rosales de su abuela y reprimió el impulso.



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—ROSAS... oh, Pau, no debiste hacerlo. Te habrán costado mucho—. Paula miró la cabeza inclinada do su tía mientras aspiraba el perfume de los botones que empezaban a abrirse.


—No —le dijo en voz baja—, yo misma las cortó del jardín, de los rosales que plantamos el otoño pasado. Pensaba anotar de qué arbusto las corté, pero P... alguien me interrumpió y lo olvidé.


—Del jardín.


Su tía dejó las rosas y se volvió a verla. Había tal expresión de amor y comprensión en sus ojos, que Paula advirtió que los propios se le llenaban de lágrimas. Su tía le extendió los brazos.


—Oh, Paula, querida, sé como te sientes, pero no debes...en realidad, no debes... Nos queda tan poco tiempo, tú y yo, y quiero que lo compartamos, que no...


Ella se detuvo al escuchar el sonido de angustia que exhaló Paula.


—¡No! ¡No es verdad! —Protestó la chica—. Te pondrás mejor. Yo...


—No. Paula. No mejoraré —la corrigió su tía. La sostenía con fuerza, mantenía la voz tranquila mientras levantaba la mano para apartar el cabello del rostro de la joven—. Por favor, trata de comprender y acéptalo. Tengo... no puedo decirte cuanta paz, soy consciente de todas las cosas buenas que disfruté durante toda mi vida... de la profundidad de la satisfacción de estar en paz con el resto del mundo. Por supuesto que hay momentos en los que me invade la desesperación... temor, cuando quiero negar lo que ocurre, protestar porque considero que es demasiado pronto, pero esos sentimientos son pasajeros, son como pequeños caprichos de un niño, quien en realidad no sabe por qué protesta, lo único que sabe es que debe hacerlo. Mi gran temor ha sido por ti. Mi pobre Paula... Has luchado demasiado por ignorar lo que las dos sabemos es la realidad. Te he observado y he sufrido por ti, y sin embargo, al mismo tiempo que he querido protegerte por lo que debe ocurrir, he querido compartirlo contigo, mostrarte lo fácil, lo natural que es lo que me ocurre. Esa es una de las cosas que nos enseñan aquí; que no nos dejemos llevar por el temor, que compartamos lo que sentimos, que aceptemos...


— ¿Lo inevitable? —preguntó Paula con palabras entrecortadas, luchaba por contener las lágrimas y contra el enojo que experimentaba, sabía que quería negar lo que su tía le decía, decirle que no debía ceder, que tenía que seguir luchando, y sin embargo, al mismo tiempo, era consciente de que su tía necesitaba hablar de lo que ocurría y compartirlo con ella. Hablaron un buen rato, la aceptación de su tía lleno a Paula de temor y dolor intenso.


—Gracias por compartir esto conmigo, Pau —le dijo tierna, cuando al fin admitió cuánto la cansó su conversación—. Mucha gente descubre cuando su vida está por llegar a término, que la muerte es algo que pueden aceptar sin temor, encuentran el alivio que su familia no logra pues Se niegan a admitir lo que ocurre y no quieren compartir el momento con ellos. Después de todo, el temor a la muerte es un temor muy natural, y en la civilización occidental es un temor que se acrecienta por el tabú que rodea a la muerte. Yo quiero compartir esto contigo, Pau. Tal vez soy egoísta. Sé todo lo que pasaste cuando murieron tus padres...


—Tengo miedo de perderte —admitió Paula—. Tengo miedo de quedar sola...—al decir las palabras, las emociones, que luchó tanto por controlar la abrumaron, y con ella llegaron las lágrimas que antes no se permitió derramar, las consideraba como una señal de debilidad, de derrota.


Cuando dejó la habitación de su tía, se dijo que al fin empezaba a admitir que la vida de la anciana llegaba a su término, y sin embargo, sabía que, muy dentro, una parte infantil y necia de sí misma, protestaba, suplicaba, rogaba por que interviniera el destino y le hiciera un milagro. 


Por ella, admitió, no por su tía, sino por ella.


Ella pasó más tiempo que el de costumbre en el hospital, y cuando al fin regresó a la cabaña a media tarde, lo primero que vio fue el auto de Pedro Alfonso parado afuera. El estaba sentado al volante, tenía el portafolio abierto a un lado. Parecía estar entregado al trabajo con sus papeles.


—Lo siento —se disculpó breve, —. Yo...me retrasé —el trauma de la mañana hizo que olvidara que aceptó que él se mudara más temprano de lo que pactaron antes, la culpa se añadió a la ya pesada carga de sentimientos negativos que él despertaba en su interior.


—No hay problema —repuso Pedro tranquilo—. Como puede ver, he logrado mantenerme ocupado. Eso fue algo que debí haberle preguntado: tiendo a traer trabajo a casa, ¿le importa?


Paula negó con la cabeza, sabía que, cuanto más tiempo pasara ocupado con sus asuntos, menos la vería.


—Como sabe, yo también trabajo en casa, algunas veces durante la noche al igual que durante el día.


El se detuvo en el acto de salir de su auto, la veía pensativo, irónico, la expresión cambió, frunció la frente al observarla.


—Le ha hecho pasar un mal rato, ¿verdad? —le preguntó seco.


Por un momento, Paula no supo a lo que se refería, y entonces se percató de que él pensaba que había llegado tarde porque suponía que estaba con su amante. La ironía del asunto hizo que sintiera deseos de llorar. Si tan sólo supiera en dónde estuvo... Todavía le dolía la garganta por las lágrimas, el sufrimiento por lo que tenía que enfrentar le atontó los sentidos. No importaba la frecuencia con la que se dijera que no debía ser egoísta, que se debía entregar amorosa y generosa a su tía de la misma manera en que ella lo hiciera, que ahora era su oportunidad para pagarle a su tía todo el apoyo amoroso que ella recibiera durante tantos años. 


Todavía quería llorar como una niña y protestar, gritar que su tía estaba a punto de morir, que no debía abandonarla. Y sin embargo, a pesar de todo lo que su tía le dijera, aún no lograba abrirse y hablar de lo que ocurría, no se arriesgaba a compartirlo con nadie más...explicarle a Pedro Alfonso en dónde había estado.


—¿Qué le hace pensar eso? —fue lo que dijo en lugar de explicar la verdad.


El, ahora, ya estaba afuera del auto, parado frente a ella, y cuando ella giró para apartarse, él extendió el brazo, la detuvo tomándola por el hombro, por lo que Paula pudo sentir la calidez de la mano que presionaba el hombro por encima de la blusa delgada. La sensación la dejó inmóvil. No estaba acostumbrada al contacto poderoso de un hombre, y pensó que hacía mucho tiempo desde que su vida incluyera algo de intimidad con un hombre, en especial la no sexual que provenía de parientes y amigos varones. Sus experiencias de juventud con el sexo la llevaron a concluir que era una actividad sobrestimada, y desde entonces, no tuvo tiempo ni espacio para desarrollar una relación íntima.



martes, 21 de enero de 2020

ADVERSARIO: CAPITULO 9




No fue sino hasta que empezaba a conciliar el sueño, que recordó que no mencionó a Pedro Alfonso a su tía. Mañana se lo diría, mañana. 


No, debía ser hoy, reconoció confundida. 


Impaciente culpaba a Pedro Alfonso por el hecho de que aunque estaba cansada tanto en lo mental como físicamente, tan pronto como él se deslizó a su mente, todo deseo de dormir desapareció.


Paula descubría con creciente frecuencia que su sueño era breve y que no se relajaba y que sus primeros pensamientos al abrir los ojos eran para su tía. Tal vez su incapacidad para dormir bien, era un legado de esas semanas cuando la señora no lograba conciliar el sueño y cuando Paula, ignorando sus protestas, se sentaba a su lado, le hablaba, trataba de ayudarla a superar la intensidad del dolor. Ahora su tía recibía el beneficio de los cuidados y experiencia del personal del hospital, pero Paula no podía retomar el hábito de una noche de sueño reparador.


Se levantó mucho antes de las siete, tomó su desayuno, o más bien intentó hacerlo, apenas comió un poco de cereal. Ahora, mientras vagaba por el jardín, sin prestar atención a la manera en que el rocío de la mañana humedecía su ropa deportiva, se detuvo para estudiar uno de los botones en uno de los rosales que ella y su tía ordenaran el otoño anterior. Eran rosas especiales, variedades antiguas que cultivaban por su aroma y por la perfección de sus flores. Al observarlas, en busca de alguna plaga, la garganta le dolió por la presión que ejercían las lágrimas que no se atrevía a derramar.


Cuando regresó a la cocina por un par de tijeras y un canasto, con cuidado cortó una media docena de botones, fue una decisión impulsiva, que hizo que le temblaran las manos por la emoción al colocar las flores en el canasto. ¿Por qué las cortaba si su tía pronto estaría en casa para verlas? ¿Qué era lo que su subconsciente trataba de decirle?


Por un momento se sintió tentada a destruir los botones, pisotearlos sobre el suelo, para olvidar la fuerte corriente de conciencia que la llevó a cortarlas; como si una parte profunda de ella ya admitiera que su tía nunca las volvería a ver florecer en su entorno natural. Un dolor agudo, penetrante, la atravesó. No... ¡No era cierto! 


Mientras ella tensaba todo el cuerpo obligándolo a rechazar el torbellino de sus pensamientos, ella vio que alguien cruzaba el jardín y se acercaba.


Después de varios segundos reconoció a Pedro Alfonso, pasaron varios más para que lograra controlarse lo suficiente como para preguntarse qué era lo que hacía allí. No esperaba verlo sino hasta esa tarde.


El, como ella, vestía ropa deportiva, no había anunciado su llegada. Breve explicó que corría todas las mañanas.


—Cuando la vi en el jardín, pensé en preguntarle si podría traer mis cosas más temprano en vez de esperar hasta la noche. Me gustaría dejar la habitación del hotel antes de la hora de la comida.


Al considerar la distancia del único hotel decente del pueblo a la cabaña, Paula comprendió por que el tenía músculos tan tensos y se mantenía en tan buena condición. Era natural si recorría una distancia como esa todas las mañanas.


Mucha gente usaba el sendero que pasaba a un lado de la cabaña en dirección a la granja, ella estaba tan acostumbrada a verlos, que ahora apenas notaba su paso, de allí que no lo hubiera visto antes. Su intromisión en un estado reflexivo, sombrío y doloroso, hacía que se sintiera vulnerable, ansiaba que se retirara, y sin embargo, todavía estaba demasiado triste como para encontrar una respuesta rápida a su pregunta.


No había razón alguna por la que no pudiera ocupar el dormitorio durante la tarde; después de todo, ella estaría en casa, trabajando, a pesar de eso, ella deseaba decir que no. ¿Quería que viviera allí con ella? Ya no tenía opción, y sería tonto permitir que sus propias emociones la privaran de un ingreso que tanto necesitaba. Ella no había preocupado a su tía con su situación financiera tan limitada, quería que la anciana concentrara toda su energía mental en la lucha contra el cáncer, no quería que se preocupara por su sobrina.


—Rosales antiguos. Mi abuela solía cultivarlos —el comentario rompió la guardia de Paula. 


Observó que Pedro Alfonso se aproximó a contemplar el rosal más cercano.


— ¿No se llevaba bien con ella? —algo en el tono de Pedro hizo que Paula hiciera la pregunta.


—Por el contrario —le dijo—, ella fue la única fuente de estabilidad durante mi infancia. Su casa, su jardín, fueron siempre el lugar adonde podía escapar cuando las cosas no marchaban bien en mi casa. Era la madre de mi padre y a pesar de ello, nunca estuvo de su lado. Creo que se culpaba de su promiscuidad, de su falta de lealtad. Ella lo crió sola, verá; su marido, mi abuelo, murió en activo durante la guerra. Ella disfrutaba mucho de su jardín, allí olvidaba la ausencia de su marido y las fallas de su hijo. Murió cuando yo tenía catorce años...


Sin quererlo, Paula respondió con sus emociones a todo lo que no se había dicho, al dolor que ocultaba la dureza de la voz de Pedro.


—Debió extrañarla mucho.


Hubo una pausa muy larga, tan larga, que ella pensó que Pedro no la escuchó, entonces, él habló con más dureza todavía.


—Sí, cierto. Tanto, que destruí todo su jardín de rosales... Fue un acto tonto de vandalismo que despertó el enojo de mi padre, pues argumentó que al hacerlo reduje el valor de la casa, que en ese momento ya estaba en venta, y que originó otra discusión entre mis padres. En ese entonces mi padre vivía la etapa intermedia de un romance, no era un buen momento para hacer que se enojara. Mi madre y yo reconocíamos el progreso de sus aventuras por su estado de ánimo. Cuando iniciaba lo rodeaba un aire de bohemio, se mostraba alegre. Al incrementarse la relación; él se mostraba eufórico; casi llegaba al éxtasis cuando alcanzaba la realidad física. Después de eso, seguía una etapa en la que parecía como si estuviera drogado, y pobre del que se atreviera, aún sin querer, a interponerse entre él y el objeto de su deseo. Más tarde, en el período de enfriamiento, se podía uno acercar un poco más a él, estaba menos obsesionado. Era un buen momento para lograr su atención.


Paula lo escuchaba en silencio horrorizada, quería rechazar el desagrado que había en las palabras que él pronunciaba en ese tono inexpresivo, sabía cuánto dolor, cuánta angustia debían cubrir. Sin querer, sentía compasión por él.


De repente Pedro encogió los hombros, como si se desembarazara de una carga molesta, tenía un tono más ligero y más cínico cuando volvió a hablar.


—Desde luego, que como adulto, uno se da cuenta que no sólo un miembro de la pareja es culpable de las desavenencias en un matrimonio. Me atrevo a decir que mi madre también jugó su papel en la destrucción de su relación, aunque de niño no me percaté de ello. Lo que sí sé es que mi padre nunca debió casarse. Era el tipo de hombre que no se puede dedicar a una sola mujer...


Pedro se inclinó al frente y miró la canasta de Paula.


— ¿Rosas... regalo para su amante? —La sonrisa era muy cínica—. ¿No debe ser al revés? ¿No debería ser él quien le regalara las rosas, quien las colocara todavía húmedas por el rocío encima de su almohada como en las antiguas tradiciones románticas? Pero, lo olvidaba, él no puede estar con usted por las mañanas, ¿o sí? Tiene que regresar al lecho matrimonial. No me sorprende que usted pretenda quedarse con esta cabaña. Es ideal como escondite para unos amantes; alejada del resto del mundo, un Paraíso secreto, apartado, privado. ¿En algún momento se pregunta como vivirá su otra vida, como será su esposa? Sí, desde luego, ¿no? No podría dejar de hacerlo. ¿Ora por que quede libre, o finge estar contenta con las cosas como están, agradecida por poder disfrutar de la pequeña parte de su tiempo que le puede dar, pensando que algún día será diferente; que algún día, él será libre?


—No es así —Paula protestó enojada—. Usted no...


— ¿Yo no qué? —la interrumpió—. ¿No comprendo? ¿Como su esposa? ¿Cómo con su sexo engaña al amor? —Le dio la espalda—. ¿Le parece bien que regrese esta tarde con mis cosas, o... interfiere con su vida privada?


—No, en lo absoluto —respondió Paula furiosa—. De hecho...


—Bien, estaré aquí como a las tres —le dijo, empezaba a alejarse hacia la verja, con los movimientos gráciles de un atleta natural.


Impotente, Paula lo veía, se preguntaba por qué no actuó cuando tuvo la oportunidad y le dijo no sólo lo equivocado que estaba en sus conclusiones, sino también que ella cambió de idea y ya no estaba dispuesta a que se alojara en su casa. Era demasiado tardo para desear que sus reacciones hubieran sido más veloces. 


Se había ido.


El perfume de las rosas la rodeaba. Con ternura, tocó uno de los botones. Pobre, niño, debió sentirse desolado cuando perdió a su abuela. 


Ella comprendía bien las emociones que lo llevaron a destruir sus rosales... el dolor y la frustración. Debió considerarse tan solo, abandonado. Para ella, era fácil comprender lo que él vivió. Demasiado fácil, se advirtió mientras caminaba de regreso a la casa. Se recordó que no era con el niño con quien trataría sino con el hombre y que ese hombre llegó con precipitación a la conclusión más errónea o injusta acerca de ella, basado en sospechas y muy pocos conocimientos.