martes, 21 de enero de 2020

ADVERSARIO: CAPITULO 9




No fue sino hasta que empezaba a conciliar el sueño, que recordó que no mencionó a Pedro Alfonso a su tía. Mañana se lo diría, mañana. 


No, debía ser hoy, reconoció confundida. 


Impaciente culpaba a Pedro Alfonso por el hecho de que aunque estaba cansada tanto en lo mental como físicamente, tan pronto como él se deslizó a su mente, todo deseo de dormir desapareció.


Paula descubría con creciente frecuencia que su sueño era breve y que no se relajaba y que sus primeros pensamientos al abrir los ojos eran para su tía. Tal vez su incapacidad para dormir bien, era un legado de esas semanas cuando la señora no lograba conciliar el sueño y cuando Paula, ignorando sus protestas, se sentaba a su lado, le hablaba, trataba de ayudarla a superar la intensidad del dolor. Ahora su tía recibía el beneficio de los cuidados y experiencia del personal del hospital, pero Paula no podía retomar el hábito de una noche de sueño reparador.


Se levantó mucho antes de las siete, tomó su desayuno, o más bien intentó hacerlo, apenas comió un poco de cereal. Ahora, mientras vagaba por el jardín, sin prestar atención a la manera en que el rocío de la mañana humedecía su ropa deportiva, se detuvo para estudiar uno de los botones en uno de los rosales que ella y su tía ordenaran el otoño anterior. Eran rosas especiales, variedades antiguas que cultivaban por su aroma y por la perfección de sus flores. Al observarlas, en busca de alguna plaga, la garganta le dolió por la presión que ejercían las lágrimas que no se atrevía a derramar.


Cuando regresó a la cocina por un par de tijeras y un canasto, con cuidado cortó una media docena de botones, fue una decisión impulsiva, que hizo que le temblaran las manos por la emoción al colocar las flores en el canasto. ¿Por qué las cortaba si su tía pronto estaría en casa para verlas? ¿Qué era lo que su subconsciente trataba de decirle?


Por un momento se sintió tentada a destruir los botones, pisotearlos sobre el suelo, para olvidar la fuerte corriente de conciencia que la llevó a cortarlas; como si una parte profunda de ella ya admitiera que su tía nunca las volvería a ver florecer en su entorno natural. Un dolor agudo, penetrante, la atravesó. No... ¡No era cierto! 


Mientras ella tensaba todo el cuerpo obligándolo a rechazar el torbellino de sus pensamientos, ella vio que alguien cruzaba el jardín y se acercaba.


Después de varios segundos reconoció a Pedro Alfonso, pasaron varios más para que lograra controlarse lo suficiente como para preguntarse qué era lo que hacía allí. No esperaba verlo sino hasta esa tarde.


El, como ella, vestía ropa deportiva, no había anunciado su llegada. Breve explicó que corría todas las mañanas.


—Cuando la vi en el jardín, pensé en preguntarle si podría traer mis cosas más temprano en vez de esperar hasta la noche. Me gustaría dejar la habitación del hotel antes de la hora de la comida.


Al considerar la distancia del único hotel decente del pueblo a la cabaña, Paula comprendió por que el tenía músculos tan tensos y se mantenía en tan buena condición. Era natural si recorría una distancia como esa todas las mañanas.


Mucha gente usaba el sendero que pasaba a un lado de la cabaña en dirección a la granja, ella estaba tan acostumbrada a verlos, que ahora apenas notaba su paso, de allí que no lo hubiera visto antes. Su intromisión en un estado reflexivo, sombrío y doloroso, hacía que se sintiera vulnerable, ansiaba que se retirara, y sin embargo, todavía estaba demasiado triste como para encontrar una respuesta rápida a su pregunta.


No había razón alguna por la que no pudiera ocupar el dormitorio durante la tarde; después de todo, ella estaría en casa, trabajando, a pesar de eso, ella deseaba decir que no. ¿Quería que viviera allí con ella? Ya no tenía opción, y sería tonto permitir que sus propias emociones la privaran de un ingreso que tanto necesitaba. Ella no había preocupado a su tía con su situación financiera tan limitada, quería que la anciana concentrara toda su energía mental en la lucha contra el cáncer, no quería que se preocupara por su sobrina.


—Rosales antiguos. Mi abuela solía cultivarlos —el comentario rompió la guardia de Paula. 


Observó que Pedro Alfonso se aproximó a contemplar el rosal más cercano.


— ¿No se llevaba bien con ella? —algo en el tono de Pedro hizo que Paula hiciera la pregunta.


—Por el contrario —le dijo—, ella fue la única fuente de estabilidad durante mi infancia. Su casa, su jardín, fueron siempre el lugar adonde podía escapar cuando las cosas no marchaban bien en mi casa. Era la madre de mi padre y a pesar de ello, nunca estuvo de su lado. Creo que se culpaba de su promiscuidad, de su falta de lealtad. Ella lo crió sola, verá; su marido, mi abuelo, murió en activo durante la guerra. Ella disfrutaba mucho de su jardín, allí olvidaba la ausencia de su marido y las fallas de su hijo. Murió cuando yo tenía catorce años...


Sin quererlo, Paula respondió con sus emociones a todo lo que no se había dicho, al dolor que ocultaba la dureza de la voz de Pedro.


—Debió extrañarla mucho.


Hubo una pausa muy larga, tan larga, que ella pensó que Pedro no la escuchó, entonces, él habló con más dureza todavía.


—Sí, cierto. Tanto, que destruí todo su jardín de rosales... Fue un acto tonto de vandalismo que despertó el enojo de mi padre, pues argumentó que al hacerlo reduje el valor de la casa, que en ese momento ya estaba en venta, y que originó otra discusión entre mis padres. En ese entonces mi padre vivía la etapa intermedia de un romance, no era un buen momento para hacer que se enojara. Mi madre y yo reconocíamos el progreso de sus aventuras por su estado de ánimo. Cuando iniciaba lo rodeaba un aire de bohemio, se mostraba alegre. Al incrementarse la relación; él se mostraba eufórico; casi llegaba al éxtasis cuando alcanzaba la realidad física. Después de eso, seguía una etapa en la que parecía como si estuviera drogado, y pobre del que se atreviera, aún sin querer, a interponerse entre él y el objeto de su deseo. Más tarde, en el período de enfriamiento, se podía uno acercar un poco más a él, estaba menos obsesionado. Era un buen momento para lograr su atención.


Paula lo escuchaba en silencio horrorizada, quería rechazar el desagrado que había en las palabras que él pronunciaba en ese tono inexpresivo, sabía cuánto dolor, cuánta angustia debían cubrir. Sin querer, sentía compasión por él.


De repente Pedro encogió los hombros, como si se desembarazara de una carga molesta, tenía un tono más ligero y más cínico cuando volvió a hablar.


—Desde luego, que como adulto, uno se da cuenta que no sólo un miembro de la pareja es culpable de las desavenencias en un matrimonio. Me atrevo a decir que mi madre también jugó su papel en la destrucción de su relación, aunque de niño no me percaté de ello. Lo que sí sé es que mi padre nunca debió casarse. Era el tipo de hombre que no se puede dedicar a una sola mujer...


Pedro se inclinó al frente y miró la canasta de Paula.


— ¿Rosas... regalo para su amante? —La sonrisa era muy cínica—. ¿No debe ser al revés? ¿No debería ser él quien le regalara las rosas, quien las colocara todavía húmedas por el rocío encima de su almohada como en las antiguas tradiciones románticas? Pero, lo olvidaba, él no puede estar con usted por las mañanas, ¿o sí? Tiene que regresar al lecho matrimonial. No me sorprende que usted pretenda quedarse con esta cabaña. Es ideal como escondite para unos amantes; alejada del resto del mundo, un Paraíso secreto, apartado, privado. ¿En algún momento se pregunta como vivirá su otra vida, como será su esposa? Sí, desde luego, ¿no? No podría dejar de hacerlo. ¿Ora por que quede libre, o finge estar contenta con las cosas como están, agradecida por poder disfrutar de la pequeña parte de su tiempo que le puede dar, pensando que algún día será diferente; que algún día, él será libre?


—No es así —Paula protestó enojada—. Usted no...


— ¿Yo no qué? —la interrumpió—. ¿No comprendo? ¿Como su esposa? ¿Cómo con su sexo engaña al amor? —Le dio la espalda—. ¿Le parece bien que regrese esta tarde con mis cosas, o... interfiere con su vida privada?


—No, en lo absoluto —respondió Paula furiosa—. De hecho...


—Bien, estaré aquí como a las tres —le dijo, empezaba a alejarse hacia la verja, con los movimientos gráciles de un atleta natural.


Impotente, Paula lo veía, se preguntaba por qué no actuó cuando tuvo la oportunidad y le dijo no sólo lo equivocado que estaba en sus conclusiones, sino también que ella cambió de idea y ya no estaba dispuesta a que se alojara en su casa. Era demasiado tardo para desear que sus reacciones hubieran sido más veloces. 


Se había ido.


El perfume de las rosas la rodeaba. Con ternura, tocó uno de los botones. Pobre, niño, debió sentirse desolado cuando perdió a su abuela. 


Ella comprendía bien las emociones que lo llevaron a destruir sus rosales... el dolor y la frustración. Debió considerarse tan solo, abandonado. Para ella, era fácil comprender lo que él vivió. Demasiado fácil, se advirtió mientras caminaba de regreso a la casa. Se recordó que no era con el niño con quien trataría sino con el hombre y que ese hombre llegó con precipitación a la conclusión más errónea o injusta acerca de ella, basado en sospechas y muy pocos conocimientos.




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